En esta sucesión de comicios convencionales se vota mucho y se debate poco. Los principales candidatos son muy parecidos y despliegan agendas semejantes. Hay que buscar con lupa las diferencias reales que separan a Macri, Massa y Scioli. Nunca ha sido tan cierto que los tres candidatos en juego son lo mismo. La experiencia kirchnerista de la última década concluye en este escenario de polarizaciones artificiales y propuestas derechistas. Sólo se disputa quién comandará el giro conservador que se avecina.
Las semejanzas del trío
La enorme similitud entre Scioli, Massa y Macri se verifica en el vertiginoso pasaje de figuras de un armado al otro. Estos saltos son habituales en el justicialismo, pero se han extendido ahora al grueso del espectro político. Hasta el cierre de las candidaturas regirá una temporada de caza para capturar punteros y reclutar financistas. La principal rapiña afecta al equipo de Massa. Cirigliano ya se escapó con Macri y Giustosi tramita un retorno a Scioli. Solá recibe ofertas y De Narváez prepara zancadillas en varias direcciones.
Foto: Claudio Katz |
Esta
vacuidad ha reavivado el cinismo de muchos comunicadores. Presentan la mentira
como un dato natural de las confrontaciones electorales. Descuentan que todos
repetirán lo ocurrido con Menen o De la Rúa y que ninguno hará en el gobierno
lo que prometió desde el llano. Este principio de la gobernabilidad burguesa
rige a pleno.
Otro
indicio de la misma estafa es la fabricación de candidatos. Los publicistas
demandan figuras conocidas para atraer el voto ciudadano. El precedente que
inauguraron Palito Ortega y Reutemann ha sido adoptado por todos los
competidores. Las mismas groserías que colocaron a Del Sel al frente PRO
santafesino han llevado a un humorista cordobés a convertirse en candidato a
vicegobernador del kirchnerismo. En la provincia de Buenos Aires las
principales listas incluyen tigresas, boxeadores y expertos en frivolidades.
Por
esta razón Tinelli fija el tono de la campaña. Ensalzar a un imitador, bailar a
los saltos o compartir las vulgaridades del principal showman de la TV es un
requisito para ser presidenciable.
Las
miradas benevolentes afirman que esas payasadas son indispensables para conocer
la personalidad del futuro jefe de estado. En los hechos, los seleccionados ya
pasaron por el filtro del establishment en la gestión de sus provincias o
municipios. Para el gran público sólo queda un certamen de simpatía.
Los
cínicos justifican este circo culpando a la sociedad. Afirman que la población
“no quiere ver la realidad” y olvidan como los poderosos (y no toda la
ciudadana) condicionan la oferta electoral.
Las
frases huecas constituyen otro indicador del engaño en marcha. El oficialismo subraya
la “continuidad”, Macri el “cambio” y Massa algún punto intermedio igualmente
indescifrable.
Los
hombres del PRO también remarcan la necesidad de “dialogar en lugar de
confrontar”. Con muchos globos y más cotillón despliegan mensajes de buena onda
para erradicar el pesimismo. Es el mismo marketing que utiliza toda la derecha
latinoamericana para reinventarse con discursos sociales, compromisos de
asistencialismo y perfiles juveniles. Enfatizan la centralidad de la gestión y
proclaman la disolución de las ideologías.
Esta
degradación de la política sintoniza con el PRO, que aglutina no sólo a la
derecha tradicional promotora de cacerolazos. También reúne a muchos ahijados
de las ONGs privatistas. Estos sectores son más afines al mensaje despolitizado
que al viejo anticomunismo reaccionario.
Los
operadores de Massa han optado por un slogan acomodable (“el cambio en la
continuidad”), que les permite prometer “conservar lo positivo” y “modificar lo
negativo”. Con ese artificio disimulan el perfil ultra-conservador que exhibió
el líder renovador en su viaje a Estados Unidos
Scioli
no necesita ningún consejo para desenvolverse sin decir nada. Escaló posiciones
durante toda su carrera en el menemismo y el kirchnerismo, sin pronunciar una
sola frase con algún contenido. Los publicistas del gobierno compensan este
vacío con el principal mensaje de la campaña: defender lo conquistado contra el
regreso a los 90.
Pero
este contraste con el pasado omite la propia trayectoria de Scioli y su total
coincidencia actual con los restantes candidatos del poder. Todos transitan por
el mismo camino que ha diseñado el establishment.
Escenarios
derechistas
La
acelerada recomposición del justicialismo tradicional es un anticipo del
sendero que pretende recorrer Scioli. Su candidatura es apuntalada por el viejo
PJ en desmedro del kircherismo. El ascenso de Urtubey en Salta, Perotti en
Santa Fe o Bermejo en Mendoza ilustran esta tendencia. Un apoyo al menemismo en
La Rioja constituiría el extremo bochornoso de este curso.
El
progresismo K ya bajó las banderas. Se dispone a sostener a Scioli luego de
apoyar a otro personaje del mismo cariz (Randazzo). El funcionario elegido por
Cristina para disputarle espacios al gobernador de Buenos Aires es un
conservador que arremetió una y otra vez contra los ferroviarios, los
sindicatos y la izquierda. Lo presentan como el “mal menor” frente Scioli, para
luego postular al motonuata menemista como la única alternativa posible frente
a Macri. Esta ingeniería electoral constituye el último diseño de la Casa
Rosada.
Algunos
kirchneristas justifican este sostén con la esperanza de rodear al próximo
gobierno de funcionarios leales a CFK. Aseguran que ese cerco permitirá
mantener el poder real en manos de la actual presidenta.
Pero
Cristina no es Perón y lo ocurrido con Menen o Kirchner ilustra con que
celeridad los mandatarios justicialistas desplazan a sus rivales. En los
próximos meses se verá cuántos cristinistas quedan bien parados en las listas
del FPV. Más complicado aún será conservar la lealtad de los designados, una
vez perdido el manejo de las cajas del estado.
Otra
especulación kirchnerista sugiere la conveniencia de tolerar un triunfo de
Macri, para asegurar el retorno de Cristina en el 2019. Lo mismo pensaron
muchos progresistas de la Capital Federal cuando Macri ganó la primera
elección. Ocho años después el PRO ha reforzado su predominio en la ciudad.
La
derechización de la campaña es también un dato en el radicalismo. Macri ha
facilitado el afianzamiento de los dirigentes más reaccionarios de la UCR, que
negocian gobernaciones con la bendición de las oligarquías provinciales.
El
acuerdo con el PRO no reproduce la Alianza que encabezó De la Rúa. Esa
coalición con el FREPASO pretendía exhibir un perfil progresista que se situaba
en las antípodas de Macri.
El
giro reaccionario ya pulverizó a UNEN y desmorona a la centro-izquierda anti-k.
Basta observar el perfil super-conservador que adopta Lousteau en la Capital
Federal para notar la simbiosis con el
PRO. Los náufragos de las alquimias ensayadas por el progresismo anti-k
(Stolbizer, Solanas, Tumini) están buscando algún salvavidas, en el polarizado
escenario electoral.
Nadie
sabe aún quién logrará el trofeo de octubre. La mayoría de los encuestadores actúan
como operadores de los candidatos y difunden porcentuales poco confiables. Por
eso cambia con tanta frecuencia la evaluación del mejor posicionado.
Últimamente
las fichas de Massa están en caída libre y crecen las presiones para que
abandone la carrera. Pero el acuerdo con Macri es difícil, puesto que los
cargos en disputa no se limitan a las cabezas de cada lista.
El
establishment vuelve a afrontar un dilema tradicional. Su hombre más confiable
(Macri) no coincide con el personaje que garantiza el manejo del estado a su
servicio (Scioli). Por eso los poderosos distribuyen fondos entre ambos
candidatos y tejen operaciones para incentivar la convergencia de Macri con el
justicialismo (Reutemann, Massa) y de la elite derechista con Scioli.
Pero
el verdadero problema no radica en quién será el ganador, sino cómo enfrentará
el turbulento escenario económico-social en ciernes.
La
preparación del ajuste
El
ocultamiento del viraje conservador está favorecido por la primavera económica
que el gobierno logró instalar. Mediante un anclaje del dólar (subiría 15%)
frente a la inflación (no inferior al 25%) se recompone el consumo durante el
año y se traspasan todos los ajustes a la próxima administración. Es la típica
tablita cambiaria que se ha utilizado en otras coyunturas electorales.
Como
esta estrategia exige alcanzar rápidos acuerdos en las paritarias, los
funcionarios negocian con la burocracia sindical estrictos techos de aumentos.
Por un lado, se convalida la pérdida salarial registrada durante el año pasado
y por otra parte, se estabiliza el poder de compra en los meses previos a los
comicios. La misma función cumplen los retoques anunciados en el impuesto a las
ganancias que paga un sector de los asalariados.
El
maquillaje en marcha disimula los atropellos que preparan los tres competidores.
Todos intentarán reducir el déficit fiscal, achatar los salarios y aplicar
fuertes aumentos en las tarifas de energía y transporte.
Este
programa incluye devaluaciones para eliminar el denominado “cepo cambiario”.
Macri promete erradicar esa restricción en forma inmediata, Massa habla de 100
días y Scioli sugiere un lapso mayor.
Esta
convergencia de objetivos también se extiende a la sustitución del consumo por
la inversión en las prioridades de la economía. Pero este giro requiere seducir
a los capitalistas que aportarían el dinero y supone mayores subsidios en plena
restricción fiscal.
El
trío del ajuste se dispone a financiar el nuevo modelo con endeudamiento
externo. Cuentan con el favor de un gobierno que ya inició ese camino antes de
la crisis con los buitres, acordando con el Club de Paris, YPF y el CIADI. CFK
ha retomado ahora ese curso con los créditos de China y las emisiones
internacionales de títulos (Bonard 2021).
Las
nuevas colocaciones de bonos no solventan proyectos productivos. Se paga el
triple de la tasa de interés abonada por el resto de Sudamérica para reforzar
las reservas y apuntalar el consumo durante la coyuntura electoral.
La
financiación lograda permite, además, construir el puente para el arreglo con
los buitres que priorizará el ganador de octubre. El acuerdo con Griesa es la
condición para un significativo reingreso de los dólares, que el próximo
presidente utilizaría para implementar el ajuste.
A
la espera de ese convenio rige una tregua en los mercados. Los buitres no
lograron bloquear la obtención argentina de créditos y el gobierno no pudo
instrumentar el cambio de jurisdicción a Buenos Aires, para pagar los bonos en
disputa.
Macri,
Massa o Scioli se aprestan a archivar ese conflicto, concretando alguna de las
iniciativas que evaluó CFK (cambiar la ley cerrojo, abonar parte al contado,
emitir nuevos títulos).
Mientras
preparan este viraje los tres candidatos prometen una lluvia de dólares que
tornaría indoloro el ajuste. Compiten por demostrar quién despertará “mayor
confianza” para acelerar ese aluvión.
Pero
ninguno aclara qué ofrecerá a cambio, a los potenciales proveedores de las
divisas. El dinero nunca llega por simpatía hacia un nuevo presidente. Los
poderosos siempre verificarán primero la capacidad del mandatario para
favorecer sus negocios.
Los
más interesados en acumular fortunas durante la próxima gestión son los grandes
capitalistas argentinos. Conocen bien el paño y han fugado al exterior sumas
exorbitantes. Ocultan dentro del país unos 70.000 millones de dólares y fuera
de las fronteras otros 300.000 millones.
El
fracaso del blanqueo fiscal -renovado una y otra vez por el gobierno- ilustra
las insuficiencias del perdón impositivo, para incentivar el retorno de los
evasores. Los acaudalados exigen medidas más contundentes de garantía oficial a
la rentabilidad capitalista.
Macri,
Massa o Scioli se disponen a brindar esa protección argumentando que
“necesitamos los dólares”, como si esa carencia fuera un mal natural y no un
agujero derivado de pagar deudas ilegitimas y tolerar la fuga de divisas.
El
mismo gobierno que permitió ese vaciamiento, termina su mandato montando una
investigación parlamentaria de la salida ilegal de fondos. Pretende ventilar
durante la disputa electoral algunas aristas del fraude que convalidó durante
una década. Una comisión semejante -que indagó las maniobras financieras del
2001-2003- cajoneó finalmente sus conclusiones.
También
los banqueros confían en los servicios que recibirán de Macri, Massa o Scioli.
Por esta razón los precios de los títulos públicos y las acciones privadas
ascienden en todos los mercados.
Especialmente
en el sector petrolero se esperan grandes negocios, a partir de una ley de
hidrocarburos que el gobierno diseñó a medida de Chevron. La nacionalización
parcial de YPF no permitió recuperar la renta del subsuelo. Al contrario,
reforzó la rentabilidad de las empresas mediante el ajuste de precios que
comanda la compañía oficial.
Esas
ganancias suplementarias han sido exigidas por las compañías que extraen el
crudo convencional y por los aspirantes a explotar el shale. La misma tónica
siguen todos los emprendimientos en carpeta, especialmente en los sectores de
telefonía, minería y soja.
Existe
una intensa discusión sobre el ritmo del próximo ajuste. Algunos suponen que
Macri impulsa el shock y Scioli el gradualismo. Pero ambos actuarán en función
de las condiciones imperantes al asumir la presidencia. No es lo mismo un
contexto de desahogo internacional que un marco adverso. Los expertos se
inclinan por este segundo escenario. Hay pronósticos de caída de los precios de
las exportaciones y retracción de los volúmenes de compra, en un marco de
encarecimiento del dólar y las tasas de interés.
Un
condicionante mayor surgirá de la resistencia popular. Todos los
presidenciables evalúan esa reacción, cuando convocan al “dialogo y a la
negociación”. Algunos piensan en un pacto con la burocracia sindical y otros en
un gobierno de coalición.
A
diferencia de lo ocurrido durante el ocaso de Alfonsín o Menen, nadie espera un
gran colapso económico. El desequilibrio fiscal es acotado, los bancos están
equilibrados y el cuadro internacional es aún manejable.
Pero
existe una fuerte presión del establishment para acelerar el ajuste. No sólo
Techint exige reducir el salario y eliminar los impuestos a la exportación. Los
talibanes de la burguesía (Broda, Espert, Melconian, Dujovne) hablan de
eliminar las paritarias, reinstalar el equipo de Cavallo y cortar a la mitad el
déficit fiscal.
La
amnesia electoral predominante evita registrar esas voces. Tampoco observa las
opiniones de los propios economistas que rodean al trío presidenciable (Bein,
Lavagna, Frigerio). Con un lenguaje moderado y mucha diplomacia todos hablan
del ajuste que se viene.
La
tentación represiva
La
capacidad de resistencia de los trabajadores constituye el gran obstáculo al
atropello que preparan Macri, Scioli o Massa. El último paro general fue un
ejemplo de esa fuerza. Logró un nivel de adhesión superior a las tres huelgas
anteriores. Los sindicatos impusieron un cese total de actividades, frente a un
gobierno que ni siquiera intentó disuadir la medida.
El
paro no sólo sirvió como advertencia al presidente que viene. También demostró
el escaso eco que tienen todos los argumentos oficiales contra las protestas.
Los trabajadores no se dejan marear por la artillería mediática contra los
“paros políticos” que “afectan a los pobres”, “favorecen a los burócratas” y
utilizan “métodos inapropiados”.
En
plena campaña todos los presidenciables prometen resolver la confiscación
creada por el impuesto a las ganancias que tributan los asalariados. Pero no
tienen la menor disposición a cumplir con ese anuncio. Desde que fueron
congeladas las escalas, ese gravamen subió once veces y ya representa una
porción significativa de la recaudación. La sencilla solución de fijar un piso
de 30.000 o 40.000 pesos, afectar sólo a los gerentes y compensar al fisco con
impuestos al juego y la actividad financiera, contradice los planes
capitalistas de los tres candidatos.
Lejos
de representar una batalla de la “aristocracia obrera” en desmedro de la
mayoría laboriosa, la lucha contra ese impuesto estimula la acción de todos
oprimidos. Retoma viejas tradiciones de liderazgo de los sectores obreros con
mayores sueldos. Los alivios a los más carenciados deben ser financiadas con
beneficios empresarios y no con ingresos de los asalariados mejor remunerados.
Los
paros contra el impuesto han esclarecido, además, cual es la situación social
del país. Si sólo el 10% de los ocupados es alcanzado por ese gravamen, la
inmensa mayoría de los trabajadores cobra ingresos inferiores a lo requerido
para subsistir. Los 15.000 pesos de piso de ese tributo se ubican apenas por
encima de los 12.000 pesos de una canasta familiar. Qué la mitad de la población
sobreviva con ingresos inferiores a 5.500 pesos es poco compatible con la
imagen de una década ganada.
Macri,
Scioli o Massa deberán decidir si continúan ocultando este sombrío escenario
con manipulaciones estadísticas. Luego de proclamar que Argentina llegó al
Primer Mundo -erradicando la indigencia y reduciendo la pobreza al 4,7%- el
INDEC optó un silencio adicional de los índices. En los hechos, la pobreza ha
quedado estabilizada en los mismos porcentuales de los años 90 (cerca de un
25%) con dos diferencias importantes: el desempleo no es elevado y existe una
gran cobertura asistencial.
Pero
la miseria estructural consolida la degradación social y expande la
criminalidad. Tampoco aquí se conocen las cifras. Los guarismos del delito
confirmarían la evidente multiplicación de la violencia en el robo, como
consecuencia de la atroz marginalidad que ha instaurado el narcotráfico.
La
única respuesta que ofrece el trío presidenciable a este drama social es la
mano dura. Por eso el discurso de la seguridad ocupa un lugar tan preeminente
en sus campañas. Sólo divergen en los matices del mismo populismo punitivo.
Todos proponen aumentar las penas y engrosar la población carcelaria.
Macri,
Scioli y Massa ya arrastran muchos años de gestión y conocen como se administra
el delito, a través de pactos de impunidad con las jefaturas policiales de cada
distrito. Esos contubernios continúan recreando la criminalidad, a pesar del
turbulento descontrol que ha introducido el narcotráfico.
El
enorme entramado de corrupción que rodea a los tres candidatos salta a la vista
en sus estrechas relaciones con barras bravas del futbol que manejan
territorios y negocios turbios. Macri está involucrado con las patotas de Boca,
Massa con sus equivalentes de Tigre y Scioli con las mafias de Tristán Suárez.
Las
inclinaciones represivas del trío del establishment son también inocultables.
Todos propician criminalizar la protesta social y reglamentar alguna variante
de la legislación anti-piquete, que CFK auspició sin éxito. Ahora les tocará a
ellos repetir que las protestas con cortes “eran válidas en los 90”, pero no en
el actual universo de bienestar.
Este
giro hacia el autoritarismo ha sido también pavimentado por el gobierno. Luego
de juzgar genocidas, recuperar nietos y consagrar importantes conquistas
democráticas, Cristina mantuvo al acusado Milani al frente del ejército y
delega el manejo de la seguridad en el carapintada Berni.
Expectativas
en la izquierda
En
un escenario electoral tan adverso para los intereses populares el dato
promisorio es la aparición del FIT, como una fuerza de izquierda a escala
nacional. Forjó un bloque de tres diputados en el Congreso y logró
representación en varias legislaturas provinciales.
Su
avance se explica por la importante presencia de los militantes de izquierda,
en las luchas sociales de los últimos años. Han comenzado a canalizar parte de
esa resistencia al plano político.
Muchos
analistas se sorprenden por la influencia que han logrado las tres fuerzas
trotskistas que integran el FIT. Subrayan que en ninguna otra parte del mundo
se registra una presencia de este tipo. Pero en otras latitudes se verifican
singularidades también llamativas para los intérpretes foráneos. Conviene
recordar que Argentina presenta la especificidad del peronismo y del
desencuentro histórico de la izquierda tradicional (socialista o comunista) con
ese movimiento.
En
la difícil coyuntura actual el FIT resiste una polarización que ya pulverizó a
gran parte del espectro político. Los resultados de los últimos comicios han
ratificado la gravitación del frente, pero no refuerzan los logros obtenidos en
el 2013. Si se confirma esa dificultad quedaría atenuada la expectativa en un
gran desemboque por la izquierda de la experiencia kirchnerista.
El
dato dominante del contexto electoral es el giro a la derecha de los candidatos
que receptan la mayoría de los votos. Esta conducta del electorado es una
reacción conservadora frente a la percepción de un probable escenario de
crisis, con estancamiento y desempleo. Cuando impera esa sensación suelen
aflorar los temores a perder lo obtenido, se afianza el inmovilismo y aumenta el
apego al status quo.
Estas
conductas son potenciadas por las campañas oficialistas que renuevan los
recuerdos del 2001. Sus adversarios derechistas cabalgan sobre otro imaginario.
Atribuyen todos los males del país a políticas progresistas disociadas de lo
que sucede en el mundo. En esta misma creencia se apoya el viraje conservador
de Brasil.
En
este restrictivo escenario la izquierda canaliza una porción del
desmoronamiento padecido por el progresismo anti-k. No captura en la misma
medida las frustraciones que se verifican en la centroizquierda oficialista.
Cristina ha demostrado capacidad de reacción frente a las coyunturas críticas
(choque con los buitres, muerte de Nisman) y el kirchnerismo aglutina a un
significativo segmento de la nueva militancia.
Es
importante registrar estas tendencias para evitar los análisis exitistas que
presagian el inminente “desplome del nacionalismo burgués”. Ciertamente el
peronismo ha perdido la fidelidad y la mística del pasado. Se reproduce más en
los pasillos de los ministerios que en la resistencia callejera. Pero esta
transformación no es sinónimo de extinción de la principal estructura política
de los últimos 70 años.
Las
grandes crisis que periódicamente enfrenta el peronismo -en el cierre de cada
político- reabren las posibilidades de construir una gran fuerza de izquierda.
Distintas fuerzas canalizaron ese intento en el pasado y al FIT le toca
procesar ese ensayo en la actualidad.
El
desarrollo de este frente exige superar un escollo interno: el legado sectario
que arrastra la ortodoxia trotskista. El primer distanciamiento con esa
herencia fue la concertación de un acuerdo estable entre partidos diferentes.
El segundo cambio se está verificado en la práctica. La vieja prédica dogmática
ha desaparecido en los discursos, los afiches y los mensajes que el frente
dirige al gran público.
Pero
lo más controvertido recién despunta y supone la transformación de un organismo
cerrado de tres partidos, en un frente abierto a todas las tradiciones de la
izquierda. Esta mutación no ha comenzado y habrá que ver si el FIT puede
transitarla.
Es
importante registrar la posibilidad de una evolución que muchos críticos descartan
de antemano. Subrayan los costados más negativos del frente -como su hostilidad
hacia el proceso bolivariano o la revolución cubana- sin registrar su papel en
la reconstrucción de la izquierda argentina.
El
FIT ocupa el vacío que han dejado las corrientes que optaron por la disolución
en el oficialismo o en la centro-izquierda anti-k. Si el camino a recorrer
junto a ese espacio es incierto, el sendero alternativo de votar a
Randazo-Scioli o a Stolbizer es un suicidio político.
El
frente no ofrece un espacio sencillo para trabajar por el socialismo
revolucionario latinoamericano, pero conforma hasta ahora el marco más afín a
esa posibilidad.
En
lo inmediato el voto a la izquierda es un mandato de resistencia contra los
atropellos que sobrevendrán y este dato constituye el principal argumento para
apuntalar al FIT. Cuantos más diputados y legisladores logre la izquierda,
mayor será la coraza forjada para confrontar con el ajuste.
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