Adolfo Sánchez Vázquez |
Adolfo Gilly |
Como de tantas otras cosas que hacen al sentimiento y a la inteligencia,
Adolfo Sánchez Vázquez también nos dijo del exilio. Escribió del exilio
nombrándolo y otras veces sin nombrarlo, apenas tejido como filigrana en sus
escritos filosóficos, literarios, políticos, poéticos. Su escritura misma es un
caso de la fertilidad literaria del exilio, de la larga cosecha mexicana que
nos vino con la semilla del “Sinaia” o del “Ipanema” o con otros vientos que no
tuvieron nombre pero semillas trajeron: Juan Gelman por ejemplo, por nombrar
entre todos uno para mí muy querido.
“Fin del exilio y exilio sin fin” se llama un escrito
ejemplar de don Adolfo sobre la realidad prolongada del exilio. Cuando las
razones y las condiciones políticas o sociales que lo engendraron se difuminan
y desaparecen, el exilio pues llega a su fin.
“Y entonces –nos
dice Sánchez Vázquez– el exiliado
descubre con estupor primero, con dolor después, con ironía más tarde, en el
momento mismo en que objetivamente ha terminado su exilio, que el tiempo no ha
pasado impunemente y que, tanto si vuelve como si no vuelve, jamás dejará de
ser un exiliado”. Lo escribió Bolívar Echeverría en “Imposible regresar a Dublín”: “Transfigurada, la ciudad a la que uno
quisiera regresar sólo puede existir en verdad, espejismo cruel, en el universo
inestable de la memoria”.
¿Es esto irremediable? Es y no es. Al decir de don Adolfo,
el exilio podría ser “la suma de dos raíces, de dos tierras, de dos esperanzas.
Lo decisivo es ser fiel –aquí o allí– a aquello por lo que un día se fue
arrojado al exilio. Lo decisivo no es estar, aquí o allá, sino cómo se está”.
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Adolfo Sánchez Vázquez abrió en esta tierra –y no fue el único– un camino arduo y pedregoso cuando viene desde el mundo comunista: el de salvar la promesa y la esperanza de las ideas y las luchas del socialismo después de la catástrofe infernal del universo concentracionario de los tiempos de Stalin, donde crecieron y se formaron los actuales dirigentes de ese inmenso y poderoso país capitalista que ha vuelto a llamarse, como siempre, Rusia.
La ruta de ruptura de Sánchez Vázquez con el comunismo de
Stalin tuvo un inicio preciso: el año 1956. En febrero de ese año, en el XX
Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, Nikita Kruschev denunció
los crímenes de Stalin en términos inequívocos: “Dueño de un poder ilimitado,
su despotismo no conoció limites y fue capaz de aniquilar a los hombres moral y
físicamente”, dijo al Congreso de su Partido. En octubre-noviembre de ese mismo
año 1956 los tanques soviéticos, enviados por el mismo gobierno de Nikita
Kruschev, aplastaron en Hungría la revolución de los consejos obreros de las
fábricas de Budapest y el gobierno húngaro sucesivo de Imre Nagy. Un relato de
esta epopeya revolucionaria lo escribió uno de sus protagonistas: Balász
Nagy, Budapest,
1956: El Consejo Obrero Central.
No fue el único: fueron muchos y muy notables los
protagonistas intelectuales de aquella ruptura. Recuerdo ahora entre ellos a
uno de los más grandes, el historiador británico E.P. Thompson, autor de La
formación de la clase obrera en Inglaterra y de Costumbres en común, obras
mayores del marxismo de la segunda mitad del siglo XX.
Como esa vía de salida Adolfo Sánchez Vázquez la fue
abriendo desde adentro de ese mundo, muchos fueron los que en México eran
jóvenes en los tiempos del derrumbe y en esos trabajos fueron encontrando modos
de reflexión para comprenderlo y preservar, precisamente, la moral y la utopía
concreta de las ideas libertarias del socialismo contra el desborde universal
de la barbarie que hoy vivimos.
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A partir de 1956 –fecha que él mismo registra– el ajuste de cuentas de Adolfo Sánchez Vázquez con el stalinismo se desliza, se desparrama, se destila y se razona en el español de España, escrito tras escrito. De esto nos cuenta en su libro Entre la realidad y la utopía - Ensayos sobre política, moral y socialismo, cuyas fechas se despliegan entre 1981 y 1998 como una larga reflexión a lo largo de sus años. En 1982 dice en una conferencia en Barcelona:
“Como demuestra la experiencia histórica, todas las revoluciones no han hecho más que sustituir un poder por otro que conserva su función de dominación. Sólo un poder que comience a crear las condiciones de su propia abolición como dominio, abrirá el acceso a ese más allá que consiste en la autodeterminación del individuo y la sociedad y, por tanto, a la verdadera realización de la libertad.”
Años después, en 1998, vuelve en Madrid sobre el mismo tema
que en esos tiempos nunca abandonó y, hablando del socialismo como alternativa
a la barbarie posible, dice:
“La posibilidad de la barbarie en nuestro tiempo, representada por la amenaza de un cataclismo ecológico, un holocausto nuclear o una incontrolable ingeniería genética, alcanza un grado de negatividad absoluto puesto que está en juego la propia supervivencia humana- que Marx no podía sospechar” […]
“Por ello –concluye líneas después– la utopía socialista, de inspiración marxiana, de una sociedad más justa, más digna, más libre y más igualitaria, lejos de haber llegado a su fin al entrar en el siglo XXI mantiene su vitalidad, no obstante el eclipse por el que hoy pasa su vigencia. Y la mantiene no sólo porque sigue siendo necesaria, deseable, posible y realizable, aunque no inevitable, sino también porque dado su contenido moral de justicia, dignidad, libertad e igualdad, esta utopía –sea o no sea en el futuro– debe ser”.
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El exilio es también –desde el mundo antiguo lo sabemos– tierra fértil para los trabajos de la literatura y la poesía, una tierra ubicada entre la nostalgia y el porvenir, donde se van cruzando la sed de lo perdido y el ansia de lo que tal vez vendrá pero no llega. De ambas, literatura y poesía, se ocupó en sus escritos Sánchez Vázquez. Tuvo afecto especial, si mi lectura es fiel, por Antonio Machado, tal vez por aquellos sus alejandrinos: “hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno”.
Adolfo Sánchez Vázquez seguía buscando a España a través de
Antonio Machado, ese exiliado que murió apenas al inicio de su exilio en la
tierra francesa de Colliure. Y existe así un Antonio Machado que pertenece a
Adolfo Sánchez Vázquez, el del poeta que habla de su padre:
“Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea sus libros y medita. Se levanta; va hacia la puerta del jardín. Pasea. A veces habla solo, a veces canta.”
“El tiempo en la poesía española” es el tema y el título del
ensayo donde estos versos de Machado se convierten en los sentimientos y los
recuerdos de un Sánchez Vázquez que buscó en la poesía, como tantos otros, un
modo para enmascarar en su propia voz esa mezcla extraña de espera, nostalgia y
esperanza que alimenta y atormenta los mundos del exilio.
En ese itinerario por la poesía en lengua castellana tuvo
tiempo, hacia el año 2000, para reencontrarse entre un sí y un no con el
Octavio Paz de El laberinto de la soledad. No he sabido si Paz acudió a esa
cita.
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De ese mundo de la poesía y la literatura española al cual Lázaro Cárdenas abrió las puertas de México llegaron aquí, entre tantas otras, las voces y las letras de Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, Juan Rejano, León Felipe y la gran poesía de sueños y colores de Remedios Varo. No me toca ni puedo ni sabría aquí nombrar a todos. Hay uno, sin embargo, que no puedo olvidar: Pedro Garfias. Como Adolfo Sánchez Vázquez, aunque en otra clave, rindió Garfias su homenaje a Antonio Machado y para su muerte escribió este epitafio:
“Qué cerca de tu tierra te has sabido quedar. Así el viento de España te cantara al oído a poco que desborde tu vuelo circular y el sol mirarte, cuando en el medio día frene su impulso fiero, antes de resbalar.”
Y en la mitad de su camino de prófugo hacia México adonde
llegó también en el “Sinaia”, Pedro Garfias pasó por Gran Bretaña y allá
escribió su gran poema del exilio, Primavera
en Eaton Hastings (Poema bucólico con intermedios de llanto):
“Si me quedase inmóvil, como esta buena encina, vendrían vuestros pájaros a anidar en mi frente, vendrían vuestras aguas a morder mis raíces y aún seguiría viendo con su blancura intacta, quién sabe si dormida, la España que he perdido.”
En ese largo poema escondió el poeta espacios breves. Llanto
sobre una isla es uno de ellos:
“Ahora ahora sí que voy a llorar sobre esta gran roca sentado la cabeza en la bruma y los pies en el agua y el cigarrillo apagado entre los dedos…”
De estos cruces del exilio y las letras nos habló en su
tiempo Adolfo Sánchez Vázquez y así se me apareció en estas cuartillas que
improviso y pergeño.
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En estos tiempos oscuros que vivimos en México para la educación y la cultura quiero recordar al viejo profesor Adolfo Sánchez Vázquez en un día de junio de 1999. En medio de una huelga estudiantil tormentosa desatada por el intento insano de acotar más y más la gratuidad, la libertad y los alcances de la enseñanza, ocho profesores e investigadores eméritos, en el Auditorio Che Guevara que entonces era de todos los universitarios y no de ninguna turbia banda expropiadora, trataron de razonar en asamblea plenaria para buscar una salida que detuviera la imposición de cuotas e impidiera la irrupción de la Policía Federal en esta Universidad Nacional Autónoma de México, que por fin se produjo.
Sus nombres eran Miguel León-Portilla, Manuel Peimbert,
Alfredo López Austin, Luis Villoro, Luis Esteva Maraboto, Héctor Fix Zamudio,
Alejandro Rossi y, por supuesto, Adolfo Sánchez Vázquez.
Erguido, sereno, noble y con la razón de su palabra como
única arma, así lo recuerdo en aquella asamblea, ahora que nuevos heraldos de
la violencia agreden a maestros, estudiantes, profesores y educación pública y
a esta entera nación mexicana.
Adolfo Gilly es
profesor emérito de la Universidad Autónoma de México. Esta fue su intervención
en el seminario celebrado en la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM para
conmemorar el centenario del nacimiento de Adolfo Sánchez Vázquez, cuyo
programa puede consultarse aquí.
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