Adolfo Sánchez Vázquez
✆ Cristina Serrano Ortuño |
En 1949 un físico alojado en Princeton y llamado Albert
Einstein, en un artículo publicado en el primer número de la legendaria, hoy
benemérita, revista Monthly Review, se
preguntaba ¿Por qué el socialismo? Y se respondía: porque sólo hay un camino
para eliminar los graves males que definen la crisis de nuestro tiempo, cuya
matriz identificaba con la anarquía económica propia del capitalismo, así como
con la constitución de una oligarquía del capital privado frente a la cual ni
siquiera una sociedad organizada democráticamente podía poner freno. Este
camino, proponía Albert Einstein, es el de una economía socialista acompañada
por un sistema educativo orientado a fines sociales.
Al mismo tiempo, el revolucionario sabio alemán advertía: Una
economía planificada no es el socialismo. Como tal, puede ir acompañada por una
esclavitud total del individuo. De aquí el gran desafío aún no resuelto del
socialismo: ¿cómo evitar que la burocracia se vuelva una fuerza todopoderosa?
¿Cómo proteger los derechos individuales para desde ahí asegurar la existencia
de un contrapeso democrático al poder de las burocracias?
Es probable que aquel mundo de la anarquía capitalista haya
mutado, debido precisamente a la concentración productiva global y al poderío
tecnológico formidable en manos de las multinacionales. Quizá, hoy tendríamos
que hablar de una desbocada Alta Finanza que controla los resortes primordiales
de la asignación de los recursos, la división del trabajo y de los medios de
producción y de disuasión a escala planetaria. Sabemos también de la enorme
capacidad desplegada por la gran corporación para controlar mercados, manipular
la opinión pública y condicionar –o determinar– las decisiones fundamentales de
los estados en materia económica y social. Planeación hay, pero no control
social emanado de la democracia.
Pero, a la vez, tendríamos que reconocer que este poder
burocrático-financiero ha exacerbado su centralización al calor de la propia
crisis actual y que, además, de cara al desorden mundial impuesto al fin de la guerra
fría, se corre el riesgo de que el mundo avanzado opte por una suerte de
remilitarización del mundo que articule el ejercicio de este poder
burocrático-financiero. Un poder capaz, sin duda, de planear, pero en función
de intereses y objetivos propios adversos al interés general y la protección de
las mayorías.
En esta perspectiva, aquella oligarquía que identificó
Einstein como una amenaza al orden democrático de su tiempo, tendría que ser
vista como un esbozo optimista e ingenuo del actual Brave New World donde la estatalización progresiva de los
medios de producción, por ejemplo en modalidad público-privada tan cara a
nuestros gobernantes y sus epígonos, haría posible la planeación pero no
emanada ni sujeta a la deliberación y la participación de los trabajadores. De
aquí la pertinencia y actualidad, históricamente legítima y coherente, del
discurso de don Adolfo Sánchez Vázquez que en su momento fue indiscutiblemente
atrevido y audaz.
¿Por qué el socialismo?, se preguntaba el sabio de
Princeton. Porque es necesario y deseable, respondería nuestro filósofo. Pero
sólo será real, realmente existente, si cumple estrictamente con la condición,
en realidad la restricción, democrática. La democracia no es para después, ni
puede ser sustituida por la providencia o la destreza burocrática, mucho menos
por la carismática que recoge las frustraciones políticas mayoritarias. Y es
aquí donde entra con legitimidad y exigencia el tema de las reformas y los
tiempos. El ritmo, la gradualidad que hacen posible la combinación
democracia-socialismo.
De aquella crisis de nuestro tiempo descrita en
alucinante síntesis por Einstein, pasamos a la histérica cruzada contra el
hombre y la democracia sociales, desatada por el desplome del régimen de la revolución
contra el capital de que hablaba Gramsci al referirse a la Revolución de
Octubre. Hoy se insiste en sustituir todo esto con una avasalladora revolución
contra la sociedad y sus estados de bienestar, montada por los ricos en aras de
la libertad y la globalidad, pero contra la igualdad y la fraternidad.
Tiempos nublados cuando no sombríos. Tiempos de democracia
difícil.
“¿Vale la pena hoy el objetivo, la meta, el ideal o la utopía del socialismo –se preguntaba y preguntaba don Adolfo en los primeros años del nuevo siglo– a quienes no conocieron ni vivieron esa experiencia de lucha, a las generaciones que siguen sufriendo los males del capitalismo, exacerbados en su fase neoliberal? ¿Ha valido la pena la alternativa social a la que se asocia –con razón o sin ella– el fracaso de la experiencia histórica que tantos sacrificios y sufrimientos costó?”2
Y (se) contestaba:
“No ha valido la pena la experiencia histórica del ‘socialismo real’ porque, en definitiva, en ella no se han dado los valores socialistas. Pero, puesto que la historia no está predestinada (…) la perspectiva de un socialismo necesario deseable y posible, aunque incierta y no inmediata, sigue abierta para la izquierda que siempre ha luchado por la igualdad y la justicia (…) ha de abrirse desde el presente en la medida en que se lucha por la democracia efectiva, por ampliar las libertades reales y conquistar espacios de igualdad y justicia social (…) Sin renunciar a la reivindicación de sus sacrificios y logros del pasado, la izquierda debe asumir este pasado críticamente, sacando de él las lecciones que sean necesarias”.3
Optimismo en el corazón, aparejado a la razón cautelosa y
celosa del rigor y del recuento puntual de la historia.
“Ciertamente, los errores teóricos se pagan prácticamente y, a veces, con un enorme costo humano, y de ahí la importancia del conocimiento para la acción. Si el marxismo fue certero al descubrir que el capitalismo, por su propia naturaleza, tiende a la expansión constante, fue un grave error considerar que ya en el siglo pasado había alcanzado un límite infranqueable (Marx), o que ya en los albores de este siglo era una capitalismo ‘agonizante’ (Lenin).”4
Por ello el filósofo insistiría en que hoy es, todavía más
necesario que ayer, cultivar una dosis mayor de escepticismo frente a todo
dogmatismo y, sobre todo, una dosis constante de crítica de todo lo existente,
de la injusticia y la justicia simulada; de la mala educación y de sus
gesticuladores; pero también de los justos tan dados a la autosatisfacción
complaciente y la celebración del privilegio entendido como reconocimiento.
No sobra, más bien falta repetirlo: “El socialismo entendido en sus justos términos hasta ahora no existe
(…) lo que se llama ‘socialismo real’ tiene algo de realidad, pero poco de
socialismo. Hay que reconocer que el socialismo sigue siendo una aspiración”.5
Notas
1 Esta es la última parte del texto presentado en el
coloquio internacional Adolfo Sánchez
Vázquez a cien años de su nacimiento, en la Facultad de Filosofía y
Letras, Ciudad Universitaria, 7 de agosto de 2015.
2 Adolfo Sánchez Vázquez, ¿Vale la pena el socialismo?, p. 1, en < file:///Users/admin/Desktop/vale-la-pena-el-socialismo.pdf>
3 Adolfo Sánchez Vázquez, Vale la pena el socialismo, pp.1 y 13 en file:///Users/admin/Desktop/vale-la-pena-el-socialismo.pdf
4 Adolfo Sánchez Vázquez, Vale la pena el socialismo, p. 11.
5 Entrevista de Hugo Vargas en Adolfo Sánchez Vázquez: los trabajos y los días (semblanzas y
entrevistas), México, UNAM, 1995.
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