París es, así, indestructible. El legado de París, que es la concepción moderna de república, la idea de derechos humanos, la libertad de criticar, una tradición filosófica y artística que invocamos cada vez que decimos, en voz alta y sin temor “No estoy de acuerdo”, no puede ser borrado, y por eso la atacan. París ya no es, y acaso tampoco será, la capital que fue, la que Walter Benjamin llamó “capital del siglo XIX”. Acaso ya no haya, como hubo, una capital, pero cuando uno dice “París”, cuando junta las letras y las pronuncia, hay algo de eso que vive aún.
“Allahu akbar”: un grito que debe ser de gloria y de
alabanza se ha transformado en un graznido de destrucción, un desgarrador
aullido de muerte. Yo no sé nada de islamismo (apenas he leído, deslumbrado,
algunos fragmentos del Corán), pero sé que hay una palabra latina, “religión”,
y sé que en esa palabra se cifra mucho de lo que precisamos. Carlos Real de
Azúa, en su justamente clásico El impulso y su frenodetectaba el problema
con toda claridad: la agresiva propuesta laica, positiva (en el sentido
filosófico de la palabra), irreligiosa del batllismo es la negación, a la vez,
de “ciertas potencialidades” inherentes a las religiones (por empobrecidas y
debilitadas y corrompidas que estén). Cuando habla de esas potencialidades, se
refiere, lo manifiesta, a “las de religación cósmica, y social, intuición,
abnegación, contención de los impulsos egóticos y en realidad, a todos los
valores ajenos a la edad secular, inmanentista, burguesa”. Así, plantea un
regreso a la idea más primitiva de religión, aquella que hacía justo honor a su
origen etimológico, que aúna el prefijo “re-” con el verbo “ligare” (del que
deriva “ligar”, o “atar”) formando algo así como “unir fuertemente”.
Contra “Allahu akbar”, ¿qué se grita? Se calla, en suspenso.
Podemos, como tantos, pensar en Lacan, en Voltaire, en Montaigne. Y no faltará
quien se disculpe por el colonialismo feroz, por las políticas que desde el
gobierno de Sarkozy está tomando Francia en alianza con la OTAN, por la Legión
Extranjera, por la muerte de Juana de Arco o de Jacques de Molay, pero la
historia no es una agonía simple, una lucha de contrarios absolutos, de malos y
buenos, ni la Ley del Talión es una ley natural. Nuestra apatía, nuestro
desinterés por las cosas y por el mundo, nuestra obstinación en destruirnos, en
negarnos como seres humanos (como sujetos modernos, en su noción francesa y
alemana), en lugar de reunirnos en todo, separarnos en parcialidades (en nuestras
“diversidades”); ésta, más que el islamismo, es nuestra enfermedad, la
enfermedad de Occidente.
◆ ◆ ◆
Hay un sueño que cambió el curso de la historia.
Constantino, emperador de Roma, soñó con un símbolo y soñó que ese símbolo le
traería la victoria en la batalla. El símbolo era la cruz de Cristo. Unos 200
años después, durante las Invasiones Bárbaras, un guerrero de origen lombardo
llamado Droctulfo (quiero decir: un bárbaro) soñó el sueño de Constantino y
abandonó a sus gentes para defender con los latinos Ravena y sus templos.
Cautivado por una ciudad que no conocía, por una cultura que no entendía, murió
luchando. Se lo sepultó con honores y se le dedicó un epitafio que maravilló a
Benedetto Croce. Dijo Borges, inmejorablemente: “Muere, y en la sepultura
graban palabras que él no hubiera entendido”. Claro que no podemos extrapolar a
un hombre del siglo V a hoy, pero hay algo conmovedor en el que defiende algo
que desconoce y admira.
Cuenta Salman Rushdie (que algo sabe de fundamentalismos) en
su autobiografía Joseph Anton que, durante una entrevista, un periodista
le dijo a Gunter Grass: “La llama de la Ilustración se apaga”. El escritor
alemán respondió, con su proverbial agudeza de ingenio: “Pero no hay otra
fuente de luz”. Es, también, la luz que se encendió para Droctulfo la que se
apaga.
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Este enero me amanecí con los atentados contra Charlie
Hebdo. Conmovido, leí metros de columnas de opinión, artículos, debates.
Llamaban a defender la libertad de expresión y pronto una curiosa moda saturó
las redes sociales (#jesuischarlie).
También hubo quienes dijeron, desde una densa sombra, que Francia era culpable
por lo que le pasaba, por su violenta política exterior y su pasado. Que los
periodistas y dibujantes del semanario eran responsables, por herir una
sensibilidad tan valiosa como cualquier otra. Todo esto dicho, claro, desde un
mundo hecho, en gran medida, por Francia. Decía Alma Bolón hace más de un año
que “sin el concepto de democracia que
forjaron los griegos, sería estrictamente imposible criticar la exclusión de
los esclavos o de las mujeres [de la democracia ateniense]”. Así, sin el
concepto de libertad de expresión, que debemos en gran parte al siglo XVIII
francés, no podríamos culpar a los franceses, ni denunciar, siquiera, las
atrocidades cometidas por ese mismo siglo XVIII o por éste. Y que quede claro:
las atrocidades son muchas, basta ver los horrores que se cometen en nombre del
capital día a día en Siria, donde la cifra de los muertos este año se acerca al
cuarto millón, o en Líbano, cuya capital fue atacada por Estado Islámico el
jueves, o la amenaza de represalias recientemente declarada por Hollande, que a
la vez que condena al terrorismo le vende armas.
Sin embargo el problema, como advertía Aldo Mazzucchelli en
una temprana columna sobre lo ocurrido en enero, no fue nunca la libertad de
expresión, ni es, en el fondo, el ideal ilustrado puesto en jaque. O sí, es.
Pero no pone en jaque el ideal ilustrado un ataque violento, la muerte de
cientos de inocentes (las cifras siguen aumentando hoy sábado, a las 10.49),
sino la pérdida de sentimiento religioso en su concepción más profunda, más
humana, en una sociedad signada por el consumo, la moda (entendida en su forma
más burda) y lo instantáneo.
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No es un tema de terrorismo, la nueva marca que, junto con
“narcotráfico”, es contraseña para vejaciones y usurpaciones de todo tipo
(perpetradas, claro, por Estados Unidos, pero también avaladas por el gobierno
francés, y el uruguayo). No es un tema de Oriente versus Occidente o Islamismo
versus Catolicismo o Colonizadores versus Subalternos. Es algo mucho más hondo
y misterioso. Es la necesidad de definir términos, de buscar un sentido que
religue estas sociedades desmembradas y que no sea el odio.
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