Mapa de la actual Turquía [Ampliar] |
El sultán Mehmed II consiguió dos grandes objetivos con la
conquista de la Nueva Roma. Por un lado, consolidar su poder en el imperio
otomano con una victoria sin precedentes que abría el complicado camino hacia
Europa. Por otro, conseguir que los principales monarcas de la época, como el
papa Nicolás V, el emperador Federico III y los reyes Enrique VI de Inglaterra,
Juan II de Castilla o Alfonso V de Aragón, giren la vista hacia Oriente en
busca de un enemigo que también puede convertirse en aliado.
Más de cinco siglos después, el estado que en 1923 reemplazó al imperio otomano tras la Primera Guerra Mundial, Turquía, tiene la gran ocasión de integrarse en la Unión Europea gracias a una serie de circunstancias no del todo ajenas a ella: la guerra civil siria y las incontenibles mareas de refugiados que desde hace meses llegan al continente. Todo un guiño cómplice de la historia que merece la pena revisar.
Más de cinco siglos después, el estado que en 1923 reemplazó al imperio otomano tras la Primera Guerra Mundial, Turquía, tiene la gran ocasión de integrarse en la Unión Europea gracias a una serie de circunstancias no del todo ajenas a ella: la guerra civil siria y las incontenibles mareas de refugiados que desde hace meses llegan al continente. Todo un guiño cómplice de la historia que merece la pena revisar.
La fundación
El imperio otomano (Devlet-i Aliye-i Osmaniyye) nació a
finales del siglo XIII como consecuencia de la desintegración del imperio
selyúcida, extendido por Mesopotamia y Asia Menor desde doscientos años antes.
Los selyúcidas o selyuquíes procedían de Asia Central y tras su establecimiento
en Anatolia lograron poner las bases para el debilitamiento del imperio
bizantino que los osmanlíes liquidarían con la toma de Constantinopla, aunque
al mismo tiempo evitaron que los invasores mongoles cruzaran el estrecho del
Bósforo y llegaran a las puertas de Europa.
Estando aún al servicio de los selyúcidas, las tropas
otomanas derrotaron a las bizantinas del emperador Romano IV en la batalla de
Mazinkert (1071) y extendieron su influencia por Anatolia y Armenia, pero las
invasiones mongolas de mediados del siglo XIII mermaron la capacidad de quienes
habían sobrevivido a los bizantinos, a la primera cruzada (1096-1099) convocada
por el papa Urbano II y a quienes habitaban en el territorio de la actual
Siria, los zenguíes y los ayubíes. Los invasores mongoles se establecieron
sobre las ruinas selyúcidas, pero entre ellas pudo mantenerse el pequeño
sultanato otomano de Sögüt, en el oeste de Anatolia, que había sido cedido
hacia 1230 por el sultán selyúcida Kaikubad I a Ertugrul. Su hijo y sucesor,
Osmán, sería el fundador de la dinastía osmanlí y del imperio otomano.
Osmán I conquistó en poco tiempo las ciudades de Eskisehir y
Alejandreta, fundada por Alejandro Magno, y en 1302 derrotó al ejército
bizantino de Andrónico II en la batalla de Bafea, desarrollada entre Nicomedia
(Izmit) y Nicea (Iznik). Sin embargo, la toma de esta última y de Prusa
(Bursa), y el consecuente establecimiento en ella de la administración otomana,
no se produjo hasta el reinado de su hijo, Orhan I, quien a partir de 1326
logró también la conquista de algunas fortalezas balcánicas en Tracia y
Macedonia y diferentes posiciones en la costa del mar Egeo. Con ellas, los
otomanos comenzaban a asomarse a Europa.
El avance sobre el continente fue continuado por Murad I,
quien conquistó Adrianópolis (Edirne) en 1360 y desplegó una exitosa campaña en
los Balcanes que culminó con la derrota de Esteban Uros de Serbia y del zar
Iván Sisman de Bulgaria, a la que siguió la conquista de Sofía y Nis. Murad
tuvo la habilidad y la prudencia de pactar con la iglesia ortodoxa el pago de
tributos y el respeto a la población cristiana, lo que no privó a Luis I de
Hungría de presentar batalla a los otomanos en 1375 en el principado de
Valaquia.
La victoria más importante de Murad I se produciría el 15 de
junio de 1389 en la batalla de Kosovo frente a las tropas serbias del emperador
Segismundo de Luxemburgo, rey de Hungría y Croacia. El enfrentamiento tuvo
lugar en el Campo de los Mirlos, junto a la actual ciudad de Pristina, y el
resultado fue la conversión de Serbia en estado vasallo del otomano.
Seiscientos años después, los nacionalistas serbios invocarán sobre este mismo
escenario su afán de independencia y su identidad étnica y cultural.
Las conquistas al sur del Danubio dejaron a Hungría como
único oponente de importancia en el sureste europeo, pero la victoria de Kosovo
se cobró la vida de Murad y su hijo Beyazid I tomó las riendas del imperio para
prolongar el territorio conquistado por la zona oriental europea. Su ejército
derrotó por segunda vez al emperador Segismundo en la batalla de Nicópolis
(1396), en la actual Bulgaria, y aunque ello no supuso la conquista del
territorio magiar, hizo temblar los cimientos del sacro imperio en el este del
continente.
Con las fronteras de su civilización amenazadas, el rey
Vladislao de Polonia y Hungría hizo frente a los ejércitos de Murad II en la
batalla de Varna (1444), en la zona oriental de Bulgaria, que conllevó la
muerte del monarca cristiano y allanó el camino para la toma de Constantinopla.
Sin embargo, la desaparición de Vladislao se convertiría años después en un
contratiempo para los otomanos, pues ante la corta edad de su sucesor los
nobles húngaros eligieron como regente y jefe de los ejércitos a quien
capitanearía la primera victoria frente a los turcos: Juan Hunyadi.
Naturalmente, y como en cualquier imperio obligado a
gestionar un amplio territorio, la calma no era una característica del dominio
otomano, así que Murad II trató de unificar su administración y quiso
asegurarse la lealtad de sus súbditos mediante la implantación del devshirme,
un sistema basado en el reclutamiento de jóvenes cristianos procedentes de las
regiones balcánicas para que sirvieran al imperio y contrarrestaran el poder de
los nobles turcos. Muchos de estos jóvenes se enrolaban después en la Kapikulu
Süvari, o cuerpo de caballería, y en los Yeni Çeri, los jenízaros, cuerpo de
infantería que se encargaba de la guardia personal del sultán.
Cuando Mehmed II llegó al poder fue consciente de que
necesitaba una urgente victoria militar para consolidar su sultanato, por lo
que en 1452 comenzó a preparar el asedio a Constantinopla. Para ello, mandó
construir una fortaleza en las orillas del Bósforo, llamada Rumeli Hisari, con
la que impediría la llegada de suministros a la ciudad de Constantino XI,
último emperador bizantino.
Toma de Constantinopla
El 6 de abril de 1453 comenzó el asedio por parte de los
jenízaros, apoyados por la artillería, y unas semanas después, el 29 de mayo,
Mehmed entró en Constantinopla, se arrodilló ante la iglesia de Santa Sofía
–catedral ortodoxa desde el siglo IV– y ordenó que fuera transformada en
mezquita, condición que mantuvo durante casi quinientos años, hasta 1931.
Mientras tanto, la cabeza del emperador Constantino XI fue paseada por las
tropas otomanas como orgulloso símbolo de victoria.
Presentación de una
embajada europea al sultán turco Pintura de la colección del Museo del Palacio Topkapi en Estambul |
La toma de la ciudad por parte de Mehmed II causó un gran
impacto en Occidente y se llegó a pensar que había llegado también la hora
final de la cristiandad, por lo que monarcas y príncipes del Renacimiento
trataron de organizar una nueva cruzada que les liberase de la ofensiva
otomana. Sin embargo, las razones comerciales fueron más potentes que las
religiosas y pronto los genoveses presentaron sus respetos al sultán para poder
mantener sus rutas mercantiles hacia India y China, mientras que portugueses y
castellanos comenzaban a pensar en itinerarios alternativos que permitieran
llegar a Oriente sin necesidad de enfrentarse a los otomanos. Cuarenta años
después, las naves de Colón llegaban al Nuevo Mundo y abrían las puertas
occidentales a una nueva era gracias a que las orientales habían quedado
selladas. Cuatro décadas habían bastado para poner fin a mil años de tiempos medievales.
El acontecimiento más importante en la historia de Europa
antes de que los disparos de 1914 en Sarajevo dieran paso a la Gran Guerra
supuso también una revolución cultural tanto entre los europeos como entre los
otomanos, pues unos y otros se vieron en la necesidad de aprender a convivir
con otra civilización y otra religión muy alejadas de las suyas con las que las
relaciones no siempre fueron de vasallaje y sometimiento, sino también de
integración y colaboración comercial.
Bosnia y Serbia se convirtieron de inmediato en provincias
otomanas. Unos años después, Albania también quedó incorporada al imperio,
justo en el momento en que los mamelucos egipcios reconocían el poder del
sultán y dejaban de ser un peligro interno para la administración de Estambul,
nombre que a partir de entonces recibió la ciudad una vez que quedó convertida
en la capital otomana. Constantinopla ya no existía para el cristianismo
occidental y la nueva denominación aún no era bien recibida en Europa, de modo
que quedó acuñada para siempre la expresión Sublime
Puerta para referirse a la administración osmanlí. El nombre alude a la
puerta que daba entrada al palacio de Topkapi, mandado construir en Estambul
por Mehmed II para que se convirtiera en el centro administrativo del imperio,
función que desarrolló entre 1465 y 1853.
No obstante, el contundente éxito de Mehmed quedó vengado
tres años después por quien había aceptado la regencia de Hungría, Juan
Hunyadi, el conde nacido en Bistricensis (Rumanía) y voivoda de Transilvania
hasta 1446. Tras participar en la batalla de Varna, logró reunir a más de
60.000 soldados húngaros y serbios para resistir el asedio de Belgrado
organizado por el sultán, deseoso de seguir avanzando en sus conquistas
europeas. La batalla tuvo lugar en el verano de 1456 y significó la primera
derrota importante de los otomanos en suelo europeo, calificada por el papa
Calixto III como la que decidió el destino de la cristiandad.
Sea cierto o no, el hecho es que Mehmed postergó su idea de
conquistar Hungría –considerada por el pontífice como “el último bastión del
cristianismo en Europa”– y decidió esperar a que Bosnia y Serbia se
transformaran en plazas seguras, pues el Danubio y el Sava podían convertirse
en las fronteras naturales de sus dominios. Además, la muerte de Hunyadi en el
sitio de Belgrado supuso la llegada al trono húngaro de su hijo, Matías
Corvino, quien fortaleció su poder político y militar frente al imperio.
El conquistador de Constantinopla murió en 1481 tras ser
envenenado por su médico, al servicio de los venecianos, y el sultanato recayó
en su hijo Beyazid II, quien tuvo que asumir el mismo proceso de mestizaje
cultural y religioso que en aquellos años estaban experimentando los
territorios conquistados. Para evitar la europeización de su pueblo, Beyazid se
adhirió al islam ortodoxo bajo la protección de los ulemas, que comenzaban ya a
enfrentarse con una de las ramas de su religión: el chiísmo. Sin embargo, el poder y el prestigio acumulados por los
jenízaros tras la victoria de 1453 obligaron a Beyazid a ceder el trono a Selim
I en 1512, quien en poco tiempo se anexionó los territorios vecinos del sur
(Siria, Palestina y Egipto) y extendió su poder hacia el este, a la Meca y
Medina, con el fin de imponer a los chiíes la religiosidad de los suníes.
Mientras, en el oeste, las cosas habían cambiado mucho desde
las batallas de Constantinopla y Belgrado. Castilla y Aragón se relamían tras
la última conquista cristiana de los territorios musulmanes y la expulsión de
los judíos en 1492 –y no pocos de ellos serían acogidos en tierras del
sultanato–, el descubrimiento del Nuevo Mundo centraba la atención de
portugueses, castellanos y aragoneses, el Sacro Imperio estaba a punto de
quedar en manos del joven Carlos de Gante y en los territorios alemanes se
comenzaba a fraguar una ruptura decisiva para el futuro de la cristiandad
mediante las tesis de Lutero.
En 1520, el mismo año en que Carlos V salió victorioso del
colegio de electores que debía designar al nuevo emperador, llegó al trono
otomano Suleyman I, que sería conocido como Solimán el Magnífico, en Occidente,
y como el Legislador, en Oriente. Durante su reinado, que se prolongaría hasta
1566, el imperio otomano conocería una nueva época de esplendor que se extendió
por el Mediterráneo, el mar Rojo y el golfo Pérsico.
La expansión de Solimán
Suleyman se propuso retomar las campañas que Mehmed II no
había podido terminar, especialmente la toma de Belgrado y la conquista de
Hungría, que tras la muerte de Matías Corvino y el acceso al trono de la
dinastía Jagellón había quedado debilitada. Una rápida campaña fue suficiente
para que Belgrado cayera en su poder en 1521 y se abriera camino hacia Austria
y Hungría, expedito tras la capitulación de Rodas en el verano de 1522. En ese mismo
año, Fernando de Magallanes culminaba la primera circunnavegación mundial y
establecía nuevas rutas para viajeros y mercancías, lo que en poco tiempo
causará un declive económico en los territorios del sultanato. Cuatro años
después, en agosto de 1526, unos cien mil soldados otomanos se enfrentaron a un
ejército compuesto por húngaros, croatas, bohemios, bávaros y polacos dirigidos
por Luis II de Hungría en la batalla de Mohács, al sur de Budapest, en la que
el propio rey húngaro murió.
La caída del reino magiar causó un gran impacto en los
reinos occidentales, que en muy poco tiempo estaban asistiendo a una auténtica
revolución ante sus dominios cristianos y que temían, no sin razón, que los
otomanos pudieran llegar hasta las puertas de Roma. De modo que tras dividir el
territorio húngaro en tres partes para establecer un equilibrio de poder –la
Gran Llanura Húngara quedó en poder de Suleyman, mientras que Transilvania se
convirtió en estado vasallo y Croacia y Eslovaquia quedaron en manos de los Habsburgo–,
las fuerzas otomanas tuvieron que hacer frente a las dirigidas por el emperador
Carlos V y su hermano Fernando, que cruzaron el continente para recuperar Buda
y hacer retroceder al sultán. Los enfrentamientos por Hungría se sucedieron
durante los años siguientes, en los que Suleyman también llegó a sitiar Viena,
y no concluyeron hasta 1532 con la victoria cristiana, pero inauguraron un
conflicto secular entre los osmanlíes y los Habsburgo que se mantendría durante
casi cuatrocientos años, hasta que la Gran Guerra alterara las viejas
estrategias y generara nuevas alianzas.
Así que mientras por el este Suleyman se aseguraba
Mesopotamia, entraba en Bagdad en 1535 y se convertía en sucesor de los califas
abasíes, por el oeste decidió aprovechar la rivalidad entre Carlos V y
Francisco I de Francia para pactar con este último su hegemonía en el
Mediterráneo. El emperador, que tras la batalla de Pavía (1525) había obligado
al rey de Francia a renunciar al Milanesado, Génova, Borgoña y Nápoles, y que
en 1530 había sido coronado en Bolonia por el papa Clemente VII, tuvo que hacer
frente a la alianza franco-turca –que aseguraba también el comercio francés en
territorio otomano– para mantener las plazas mediterráneas, a la que dos años
después respondió con la Liga Santa formada por el propio Carlos V, Venecia,
Génova y el papa Paulo III. Pero para entonces Suleyman dominaba ya el
Mediterráneo oriental y todo el mundo árabe desde Marruecos hasta Bagdad y no
permitió que la flota de la Liga Santa, dirigida por el genovés Andrea Doria,
saliera victoriosa de la batalla de Préveza (1538), con la que el almirante
otomano Hizir Yakup logró contener el avance imperial. El vencedor sería
conocido a partir de entonces como Barbarroja.
No terminaron ahí las batallas entre los emperadores, pues
con el dominio del mar Rojo y el golfo Pérsico y con los estados berberiscos de
Tripolitania, Túnez y Argelia en poder otomano, Suleyman siguió tentando a
Francisco I para acabar con la hegemonía de los Habsburgo en el Mediterráneo,
mientras que Carlos V buscaba la alianza con Enrique VIII de Inglaterra y
aguardaba expectante las primeras sesiones del concilio de Trento que Paulo III
había convocado para luchar frente al protestantismo. Entre tanto, Barbarroja
logró recuperar Nápoles para los otomanos, lo que le supuso recibir del sultán
el título de “comandante de comandantes”. Con Solimán el Magnífico el imperio
otomano alcanzó una de sus mayores extensiones geográficas, expansión que no se
detuvo tras su muerte en 1566 a causa de la peste durante el sitio de la ciudad
húngara de Szigetvar.
Su hijo y sucesor, Selim II, inició la conquista de Chipre
durante el verano de 1570 con el cerco a Nicosia y el sitio de Famagusta, ya en
la primavera siguiente. Ante el peligroso avance de las tropas otomanas en el
Mediterráneo, las fuerzas venecianas, pontificias y españolas se aliaron en una
nueva Liga Santa, a la que Felipe II –que en 1558 había sucedido a su padre en
los reinos españoles– contribuyó con el pago de la mitad de la operación. La
gran flota dirigida por Juan de Austria, hijo natural de Carlos V, se reunió en
el puerto italiano de Mesina e inició los preparativos para enfrentarse a la
otomana, compuesta por un número similar de hombres y embarcaciones: unas
trescientas naves y poco más de cien mil soldados. Finalmente, el 7 de octubre
de 1571 los dos ejércitos se enfrentaron en la batalla de Lepanto, desarrollada
cerca de la ciudad griega de Naupacto. El resultado, decidido no solo por la
estrategia de la coalición católica, sino también por el mejor uso de su
artillería, se inclinó del lado de la Liga Santa y supuso un sólido freno a los
intereses otomanos en el Mediterráneo.
Selim II aún tendría tiempo de recomponer su flota y recuperar
Túnez en 1574, unos meses antes de morir y de que el trono pasase a Murad III,
con quien se inició un periodo de decadencia caracterizado por la influencia
del harén en las decisiones de gobierno y los enfrentamientos internos entre
jenízaros y sipahis, el cuerpo de élite de la caballería otomana. Sin embargo,
el sultán inició con Hungría la guerra de los Quince Años (1591-1606), que a
partir de 1595 continuó Mehmed III, quien derrotó a los Habsburgo en las
batallas de Erlau y Mezokeresztes.
La guerra se prolongó durante el sultanato de Ahmed I, cuyas
tropas también tuvieron que atender el frente oriental, en Persia, al mismo
tiempo que el emperador iniciaba la construcción de la gran Mezquita Azul,
levantada en Estambul frente a la iglesia de Santa Sofía para apaciguar a Alá
durante su enfrentamiento con los persas y finalizada en 1617. Su nombre
procede de los mosaicos azules de Nicea que decoran su exterior. Y si Ahmed
batalló contra Hungría, Osmán II lo hizo frente a Polonia desde el inicio de su
reinado, en 1618, pero tres años después fue derrotado en la batalla de Jotín
(Ucrania) y regresó a Estambul con la firme intención de reorganizar el cuerpo
de jenízaros, a quienes culpó del fracaso. Sin embargo, un motín palaciego
acabó con su vida en 1622, con lo que fue Murad IV el encargado de poner bajo
el control del sultán a los cuerpos de élite de las fuerzas otomanas al mismo
tiempo que ordenaba la invasión de Mesopotamia y la toma de Bagdad en 1638.
No lo conseguiría del todo, pues los jenízaros lograron con
su rebelión el abandono del celibato obligado, el derecho a complementar su
salario con un oficio y la supresión del devshirme
implantado por Murad II, lo que les fortaleció al eliminar un peligroso cuerpo
rival.
De Karlowitz a Passarowitz
En Europa, mientras tanto, la corona española aún trataba de
recuperarse de la derrota de la Armada Invencible en Plymouth y Calais (1588) y
Felipe III aprovechaba la relativa calma de las fuerzas otomanas para sumarse
en 1618 a la guerra de los Treinta Años, que hasta 1648 enfrentó a la coalición
formada por España, el Sacro Imperio y las fuerzas católicas de Austria y
Baviera al bloque constituido por las Provincias Unidas, Suecia, Francia,
Inglaterra, Dinamarca y Noruega, Escocia, Sajonia, Rusia, Nápoles y el
Palatinado.
Iniciada como un enfrentamiento entre reformistas y
contrarreformistas, pronto se convirtió en una larga batalla por la hegemonía
dinástica, la influencia católica, la descentralización del Sacro Imperio y la
independencia de las Provincias Unidas, entre otras cuestiones que afectaban al
delicado equilibrio continental. Cuando terminó la contienda, unos cuatro
millones de personas habían muerto en las ciudades y en el frente, un dato sin
precedentes en la historia de Europa. La paz de Westfalia que en 1648 puso fin
a la guerra de los Treinta Años, y con la que se establecieron los conceptos de
soberanía nacional e integridad territorial durante casi doscientos años,
coincidió con el inicio del sultanato de Mehmed IV, que retomó las campañas de
sus antecesores en Transilvania y Polonia y en 1683 intentó de nuevo la toma de
Viena, rechazada por los ejércitos imperiales y la coalición polaco-lituana en
la batalla de Kahlenberg.
La derrota otomana en las afueras de Viena propició también
la pérdida de Belgrado en 1690, de Arad (Rumanía) en 1692 y de Gyulla (Hungría)
en 1695, por lo que en 1699 el sultán Mustafá II no tuvo más remedio que firmar
el tratado de Karlowitz con la liga de países católicos (Austria, Venecia y
Polonia). Con este acuerdo, el imperio otomano cedió a Austria los territorios
de Hungría y Transilvania, entregó a Venecia la península de Morea y retiró sus
fuerzas de la Podolia polaca (Ucrania), pérdidas que se sumaron a la de la
fortaleza de Azov, en el mar Negro, recuperada por el zar ruso Pedro el Grande
en 1697. El reino húngaro pasó entonces de estar en el área de influencia
otomana a quedar dentro de la esfera de los Habsburgo, así que Ahmed III,
sultán desde 1703, recobró Morea y Azov y se dispuso a batallar de nuevo frente
a Austria, guerra que solo la mediación de Inglaterra y los Países Bajos pudo
evitar mediante el tratado de Passarowitz, firmado en 1718 en las cercanías de
Belgrado. Este nuevo acuerdo supuso para Venecia la posesión de Dalmacia y las
islas Jónicas, mientras que el emperador Carlos VI retuvo Timisoara y Oltenia
(Rumanía), así como la mitad del territorio serbio. Para el imperio otomano, el
tratado de Passarowitz significó el fin de su hegemonía en los Balcanes, si
bien con el siguiente acuerdo de Belgrado (1739) –ya en tiempos de Mahmud I–
pudo recuperar Oltenia, Belgrado y el norte de Bosnia.
Pero al mismo tiempo que el sultanato firmaba la paz con el
Sacro Imperio, Persia iniciaba una ofensiva que le permitiría recuperar para su
dominio los territorios que había perdido frente a los osmanlíes, si bien estos
lograron retener Bagdad. En cuanto a Rusia, creó un nuevo frente en el mar
Negro y pudo apoderarse en poco tiempo de grandes áreas de Valaquia, Moldavia y
Besarabia antes de que la zarina Catalina la Grande decidiera anexionar Crimea
al imperio ruso mediante el tratado de Küçük Kaynarca, firmado con los
representantes del sultán Abdul Hamid I en 1774. El acuerdo también permitió a
Rusia apoderarse de territorios pertenecientes a Edisán (Ucrania) y, lo que era
más importante, tener acceso directo al mar Negro.
Las consecutivas cesiones diplomáticas de los sultanes y las
derrotas en el frente de batalla debilitaron la importancia de los jenízaros,
pues al cesar las guerras de conquista cesó también el reparto del botín de
guerra entre los miembros de este cuerpo, que poco a poco fueron abandonando
sus responsabilidades militares y su defensa a ultranza del imperio para
intervenir en las decisiones gubernamentales con el fin de preservar sus privilegios.
Por el contrario, las mismas circunstancias favorecieron el poder los beys,
gobernadores de distritos y provincias encargados del orden y la recaudación de
impuestos, que incrementaron su influencia a medida que el imperio se
debilitaba, un proceso comparable al de cualquier administración obligada a
gestionar un vasto territorio.
En los últimos años del siglo XVIII, cuando Selim III llegó
al poder en 1789, el imperio otomano comprendía todo el mundo árabe y Anatolia
–desde Mesopotamia hasta la cornisa norteafricana– y la península de los
Balcanes, siempre vigilada por los Habsburgo desde sus dominios centroeuropeos
que también entonces comenzaban a mostrar sus primeras grietas tras la
constitución de la liga de los príncipes alemanes (1785). Sin embargo, los ecos
de la revolución francesa aún no se habían extendido hasta los territorios
orientales y el emperador José II pudo recuperar Belgrado y Bucarest unos meses
antes de morir y de que el trono imperial pasara en 1790 a Leopoldo II.
Las guerras napoleónicas
Tras la firma del tratado de Iasi (1792) que puso fin a la
guerra ruso-turca y con el que Selim III reconoció el dominio de los zares en
la costa septentrional del mar Negro y cedió los territorios comprendidos entre
los ríos Bug y Dniéster –incluida la importante fortaleza de Ochákiv, en el sur
de Ucrania–, el imperio otomano se vio condicionado por un serio contratiempo:
la invasión de Egipto por las tropas de Napoleón Bonaparte, lo que le obligó a
atender la frontera meridional. Asimismo, y dados los permanentes conflictos
con los jenízaros, Selim III formó un nuevo cuerpo de élite, el Nizam-i Cedid, nombre con el que fueron
conocidas las reformas militares acometidas por el sultán con el objetivo de
equiparar sus tropas con las occidentales.
La reacción de los jenízaros a las reformas de Selim fue una
nueva rebelión con la que lograron el derrocamiento del sultán, que sería
ejecutado en 1808 por su sucesor, Mustafá IV, unos meses antes de que él mismo
fuera asesinado y el trono pasara a Mahmud II. El nuevo emperador supo sacar
partido de las guerras napoleónicas y de la posición de debilidad en la que se
encontraba el zar Alejandro I para firmar con el comandante Mijail Kutuzov el
tratado de Bucarest un día antes de que Napoleón cruzara la frontera rusa
(1812). El nuevo acuerdo ruso-turco estableció la frontera natural entre los
dos imperios en el río Prut –afluente del Danubio, entre Rumanía y Moldavia– y
la cesión de Besarabia por parte otomana, que aceptó también renunciar a la
mayoría de sus aspiraciones en Transcaucasia a cambio de mantener casi intactas
sus fronteras balcánicas.
Sin embargo, la rebelión de los dominios otomanos frente al
sultanato resurgió en Serbia (1815) y Grecia (1821) y Mahmud II fue consciente
de que los jenízaros formaban un cuerpo caduco incapaz de enfrentarse a una
potencia extranjera, por lo que en 1826 decidió su liquidación mediante el
Vaka-i Hayriye (“incidente afortunado”). El sultán recuperó el Nizam-i Cedid instituido por Selim III y
acabó con los jenízaros a lo largo de todo el imperio, lo que eliminó cualquier
posibilidad de que la clase dirigente otomana pudiera oponerse a las reformas.
Pero el “incidente” provocado por Mahmud dejó al ejército muy debilitado y
Rusia, Reino Unido y Francia aprovecharon la ocasión para derrotar a la flota
del sultán en la batalla de Navarino (1827) y para obligarle a firmar el
tratado de Adrianópolis (1829), por el que se concedía a Grecia la
independencia, se establecía la autonomía de Serbia y de los principados de
Valaquia y Moldavia y se cedía a Rusia la franja caucásica del mar Negro y el
derecho de paso por el estrecho de los Dardanelos.
Casi al mismo tiempo, el gobernador de Egipto se declaró
independiente, conquistó la franja suroriental de Anatolia y el sur de Arabia y
derrotó a las tropas de Mahmud II en la batalla de Konya (1832). Sin embargo,
la alianza franco-británica no estaba dispuesta a que el poder egipcio se
impusiera al otomano, de modo que Mahmud pudo continuar en el trono hasta que
en el último año de su reinado fue nuevamente derrotado por los egipcios en la
batalla de Nezib (1839).
La guerra de Crimea
Cuando en julio de 1839 Abdülmecit I se convirtió en sultán era
evidente que el imperio otomano necesitaba profundas reformas si quería
sobrevivir a los nuevos tiempos y a las nuevas alianzas europeas, por lo que
dio comienzo el periodo del Tanzimat,
una serie de cambios legislativos que reconocieron la igualdad de todos los
habitantes del imperio, con los mismos derechos y libertades, e introdujeron un
nuevo sistema judicial. El Tanzimat
no solo pretendía modernizar las viejas estructuras administrativas, sino
mostrar a las potencias europeas que el imperio era capaz de equipararse a
ellas en niveles de progreso y libertad.
Y para ello, el sultán mandó construir el palacio de
Dolmabahçe, en Estambul, un suntuoso edificio de estilo neobarroco –construido
por arquitectos armenios– que se asemejaba a los de muchas capitales europeas y
se alejaba del tradicional estilo otomano. Apenas diez años bastaron para
construir el que sustituiría al palacio de Topkapi como centro de la
administración y a la Sublime Puerta
como referencia simbólica más allá de las fronteras del imperio.
El nuevo palacio imperial fue inaugurado en el mismo año en
que comenzaba la trascendental guerra de Crimea, en 1853, en la que los
ejércitos del imperio otomano, Reino Unido, Francia y Piamonte-Cerdeña se
enfrentaron a los de Nicolás I de Rusia para impedir la expansión del imperio
de los Romanov a costa del sultanato. Rusia había obtenido ya una salida al mar
Báltico y otra al mar Negro, pero en aquel momento deseaba abrir una nueva al
Mediterráneo que ingleses y franceses no vieron con buenos ojos, pues sus
intereses en las colonias africanas y en Oriente Próximo podían verse
amenazados. Y como el acceso ruso al Mediterráneo dependía de los osmanlíes,
que controlaban los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, las potencias
europeas decidieron apoyar al sultán para apoyarse a sí mismas.
La guerra comenzó con la batalla de Sinope, el 30 de
noviembre de 1853, en la que Nicolás I destruyó la flota otomana en sus propias
aguas. Alarmadas por el potencial ruso, Inglaterra y Francia declararon la
guerra al zar y juntas bombardearon Odessa en abril de 1854. En el otoño de ese
mismo año se libraron las batallas más importantes en Almá –cuyo recuerdo aún
persiste en el parisino Pont de l’Alma–, Sebastopol, Balaklava –llamada batalla
de Kadikoi en la historiografía rusa– e Inkerman, que concluyó con la derrota
de las tropas de Nicolás I. Al año siguiente los enfrentamientos se produjeron
en Eupatoria y Chernaia antes de que finalizaran la batalla de Malájov y el
sitio de Sebastopol, el 9 de septiembre de 1855, cuando los aliados tomaron la
ciudad y el zar se vio obligado a pedir la paz.
El acuerdo entre los contendientes se alcanzó en el tratado
de París (1856) y supuso un duro golpe para los intereses rusos, pues el mar
Negro fue declarado territorio neutral por el que no podrían pasar buques de
guerra, los principados de Moldavia y Valaquia quedaron unidos bajo control
otomano, las islas Aland –en el Báltico y en poder ruso– fueron
desmilitarizadas y Rusia perdió su vieja alianza con Austria y Prusia, que en
lo sucesivo ya no dependerán de aquella para la resolución de sus conflictos.
Y, por supuesto, el centenario imperio otomano sobrevivió una vez más gracias a
Francia e Inglaterra.
La guerra de Crimea fue considerada durante mucho tiempo la
primera guerra moderna por una razón que en el siglo siguiente alcanzará una
gran importancia: fue el primer enfrentamiento armado entre potencias que fue
registrado fotográficamente gracias a una nueva figura que hasta entonces no
había aparecido, el corresponsal de guerra, que con la aparición del cine unas
décadas después será el responsable de un cambio radical en la perspectiva de
la guerra que hasta entonces tenían los ciudadanos.
Cambios en Europa
Cuando terminó la guerra de Crimea, el imperio otomano había
perdido ya no solo gran parte de su territorio, sino también de la independencia
que durante siglos había disfrutado, pues en ese momento era ya un rehén
político no de sus enemigos, sino de sus amigos: Francia e Inglaterra. En estas
circunstancias, cuando en 1861 llegó al trono Abdülaziz I se dio prisa en
rendir una visita a la reina y emperatriz Victoria de Inglaterra, la primera
que un sultán otomano realizaba fuera de su territorio, y a tomar buena nota de
todos los impulsos modernizadores que debía dar a su imperio.
Abdülaziz pudo contemplar durante su reinado otros cambios
en Europa que influirían en el futuro del sultanato, como la proclamación del
reino de Italia (1861), el nombramiento de Otto von Bismarck como primer
ministro de la Confederación Germánica y el inicio de la política de Blut und
Sein (“sangre y hierro”) para la unificación de Prusia y los estados alemanes
(1862), la victoria de Prusia frente a Austria en la batalla de Sadowa (1866),
la creación del imperio austro-húngaro (1867), la guerra franco-prusiana
(1870), la formación del imperio alemán (1871), la constitución de la Liga de
los Tres Emperadores (Dreikaiserbund) entre Alemania, Austria-Hungría y Rusia
(1873) y la rebelión de Bosnia y Herzegovina (1875), que Serbia apoyó con la
esperanza de anexionarse las dos provincias otomanas. Europa estaba cambiando a
un ritmo vertiginoso y el imperio otomano debía hacerlo también si no quería
sucumbir arrollada por una evolución que no terminaba de entender, pero que
estaba sembrando también entre sus súbditos un espíritu que no tardaría en
aflorar.
El sultán Abdülaziz I no tuvo tiempo para más, pues en 1876
fue derrocado y asesinado por miembros del grupo nacionalista Yeni Osmanlilar
(Nuevos Otomanos) y sustituido por Murad V, quien unos meses después sería
relevado por Abdul Hamid II. El nuevo emperador se vio obligado a hacer frente
a la rebelión de los territorios búlgaros y a la declaración de guerra de
Serbia, aliada con Montenegro en su lucha frente al imperio. Las tropas serbias
y montenegrinas fueron derrotadas por las otomanas en diciembre de ese año,
pero para entonces Rusia, Reino Unido y el imperio austro-húngaro ya se habían
puesto de acuerdo en la conferencia de Constantinopla para el futuro reparto de
los Balcanes, justo cuando el sultán promulgaba la primera Constitución
imperial en la que se preveían profundas reformas institucionales en las
provincias balcánicas.
Rusia, que no había olvidado la humillación de Crimea y que
en ningún caso podía quedarse fuera del futuro reparto balcánico, declaró la
guerra al sultanato en abril de 1877, a la que casi inmediatamente se sumaron
Bulgaria, Rumanía, Serbia y Montenegro. El objetivo del zar Alejandro II era,
una vez más, conseguir una salida al Mediterráneo, pero los principados que aún
debían vasallaje al imperio otomano vieron en esta guerra la oportunidad de
liberarse de siglos de ocupación y no dudaron en apoyar la causa zarista. Esta
es la razón por la que la guerra ruso-turca recibe en cada país una
denominación diferente, como guerra de independencia rumana o guerra búlgara de
independencia. Y en esta ocasión, Inglaterra y Francia se mantuvieron a la
espera y no acudieron en ayuda del sultán, a pesar de la inquietud que les
producía la probable expansión del imperio ruso a costa del otomano.
Tras el largo sitio de Pleven (Bulgaria), asediada por
tropas rusas y rumanas entre julio y diciembre de 1877, rusos y otomanos se
enfrentaron en el montañoso paso de Shipka a principios de 1878, donde las
fuerzas del sultán fueron claramente derrotadas por las del zar. En el mes de
febrero el ejército ruso estaba a punto de alcanzar Estambul, pero fue entonces
cuando el Reino Unido se movilizó y envió una flota de acorazados para evitar
que la capital osmanlí cayera en manos de los Romanov.
Casi inmediatamente, el 3 de marzo de 1878, Rusia impuso al
imperio otomano el tratado de San Stefano por el que fueron reorganizadas sus
antiguas posesiones en los Balcanes: Bulgaria fue delimitada con la
incorporación de Macedonia y una nueva extensión que abarcaba desde el Egeo al
mar Negro, Bosnia-Herzegovina se constituyó en región autónoma y Serbia y
Montenegro obtuvieron la independencia, así como Rumanía, que cedió Besarabia a
Rusia a cambio de obtener Dobrudja. Rusia, por su parte, mantuvo en su poder
varias ciudades otomanas y dictó al sultán elevadas indemnizaciones de guerra.
El congreso de Berlín
Sin embargo, las potencias occidentales no quedaron
satisfechas con este tratado y convocaron el congreso de Berlín, celebrado en
la ciudad alemana entre junio y julio de 1878. A esta cita diplomática
organizada por Bismarck –que ocupaba el puesto de canciller desde la formación
del imperio alemán en 1871– e impulsada por el conservador Benjamin Disraeli
–primer ministro de Reino Unido desde 1874– acudieron representantes de
Francia, Italia y Rusia y de los imperios austro-húngaro y otomano, todos ellos
en desacuerdo con el tratado de San Stefano y temerosos de que el nuevo orden
en Europa oriental supusiera una alteración de sus intereses. Los delegados de los
estados balcánicos –Grecia, Rumanía, Serbia y Montenegro– fueron invitados a
asistir a las sesiones del congreso, pero no formaron parte de él.
La intencionada “balcanización de los Balcanes”, es decir,
la fragmentación del territorio en pequeños estados rivales dependientes de las
grandes potencias europeas por razones dinásticas o diplomáticas, corrió
paralela a la determinación del Reino Unido para que Rusia permaneciera lo más
lejos posible del Mediterráneo, así como que su territorio no conociera nuevas
ampliaciones. Las potencias europeas decidieron en Berlín la división de
Bulgaria en dos zonas, un pequeño principado independiente y una región
dependiente del poder otomano (Rumelia Oriental), así como que Macedonia
regresara también a la esfera otomana, con lo que Inglaterra cumplió su
objetivo de alejar a Rusia del estrecho del Bósforo. Grecia, Serbia y
Montenegro mantuvieron su independencia, mientras que Bosnia-Herzegovina quedó
bajo control austro-húngaro y Chipre bajo el británico. Finalmente, la
independencia de Rumanía fue aceptada mediante la unificación de Valaquia,
Moldavia y Dobrudja.
El imperio otomano pudo conservar gran parte de sus
territorios anteriores a la guerra ruso-turca, incluida Armenia, pero
Inglaterra y Alemania exigieron a cambio que admitiera los derechos civiles y
religiosos de los cristianos y judíos establecidos en su territorio, asunto que
volverá al primer plano durante el transcurso de la Gran Guerra. Bismarck y
Disraeli presentaron las conclusiones del congreso como una victoria que
evitaba una nueva guerra, pero la fragmentación de la zona desembocará en pocos
años en las guerras balcánicas y contribuirá al inicio de la Primera Guerra
Mundial, mientras que la división búlgara estará estrechamente relacionada con su
futura alianza con Alemania.
Con todo, Abdul Hamid II no perdió mucho tras la guerra
ruso-turca y el congreso de Berlín, pues como tantas veces en la historia de
los imperios y las naciones supo utilizar la rivalidad entre terceras potencias
para mantener casi intacta la suya. Sin embargo, el imperio otomano estaba ya
herido de muerte y no resistiría los siguientes embates bélicos y diplomáticos
ni el descontento creciente entre su propia población. Las decisiones adoptadas
en Berlín fueron exigidas de inmediato por Armenia, pero el sultán no dudó en
aplastar las protestas y utilizó a musulmanes y kurdos en una campaña de
represión que no fue más que el preludio de un genocidio que tendría lugar años
después, durante la guerra mundial.
En el Mediterráneo occidental también surgieron nuevos
problemas para el sultanato, pues Grecia reclamó en 1897 la soberanía sobre
Creta e inició la guerra de los Treinta Días, un conflicto que el monarca
griego Jorge I puso en marcha a partir de la enosis, es decir, la anexión de los territorios tradicionalmente
considerados griegos. Pero el rey, que había sido propuesto y apoyado por Reino
Unido, Francia y Rusia, no encontró en esta ocasión el respaldo suficiente y en
pocas semanas las tropas del sultán lograron controlar la situación.
Tampoco cedió el sultán ante el movimiento sionista
impulsado por Theodor Herzl, quien ofreció a Abdul Hamid la posibilidad de
pagar parte de su deuda externa a cambio de que permitiese establecer colonias
judías en Palestina. Acceder a esta propuesta hubiera significado para el
emperador serios problemas internos, de modo que los sionistas tendrán que
esperar a la Gran Guerra para que los aliados respalden su proyecto y la
administración otomana no tuvo más remedio que hacer concesiones comerciales a
Reino Unido y Alemania para sanear su deficitaria economía, como el contrato
que esta última consiguió en 1899 para construir la línea férrea hasta Bagdad.
A partir del año siguiente, el Deutsche Bank y Siemens colaborarán también en
el ferrocarril del Hijaz entre
Damasco y Medina, presentado como una línea que facilitaría el transporte de
peregrinos a la Meca pero que en realidad mejoraría el desplazamiento de tropas
otomanas por territorio árabe.
Vista de Estambul |
Los Jóvenes Turcos
El sultán que había sobrevivido al congreso de Berlín y a la
presión de las grandes potencias no pudo hacer lo mismo frente a los Jóvenes Turcos, el movimiento
nacionalista y reformista heredero del Yeni Osmanlilar que surgió a principios
del siglo XX como Ittihad ve Terakki
Cemiyeti (Comité de Unión y Progreso) y que fue respondido con algunas
modificaciones institucionales y una amnistía para los presos políticos, pero
también con la creación de un nuevo cuerpo de caballería formado por kurdos, la
Hamidiye, que se encargará de reprimir duramente las protestas de los nuevos
nacionalistas.
Los Jóvenes Turcos
responsabilizaban al sultán de la descomposición interna del imperio debido a
su intransigente absolutismo, por lo que en julio de 1908 dieron un golpe de
estado y le obligaron a aplicar el Tanzimat
y la Constitución que él mismo había probado en 1876. Los territorios
periféricos no permanecieron expectantes ante la debilidad económica y política
del sultanato, de modo que en octubre de ese mismo año Bulgaria proclamó su
independencia y Fernando de Sajonia adoptó el título de zar del nuevo reino. A
la vez, el imperio austro-húngaro se anexionaba los territorios de
Bosnia-Herzegovina con el beneplácito de Alemania y Rusia, que esperaba así
abrir de nuevo las negociaciones para conseguir que sus buques de guerra
pudieran transitar por los estrechos, autorización que había quedado vetada
desde la guerra de Crimea.
Abdul Hamid no resistió golpe de estado promovido por el
Ittihad y en abril de 1909 fue sustituido en el trono por su hermano, Mehmed V,
quien heredó un imperio debilitado y asediado que le conduciría a la Gran
Guerra. Al poco tiempo de su entronización tuvo que aceptar la guerra
ítalo-turca, iniciada en septiembre de 1911 tras la invasión italiana del
archipiélago del Dodecaneso y de Tripolitania y Cirenaica (Libia). Las
desorganizadas fuerzas otomanas poco pudieron hacer en un enfrentamiento en el
que las italianas usaron por primera vez un aeroplano y en octubre de 1912 el
sultanato aceptó el tratado de Ouchy, por el que las tres regiones fueron
cedidas a Italia, aunque la soberanía religiosa de los musulmanes establecidos
en estos territorios quedó bajo la supervisión otomana.
Las guerras balcánicas
Como era de esperar, la Liga Balcánica no tardó en
aprovecharse de la debilidad mostrada por el imperio en la guerra ítalo-turca.
Formada en 1912 por Grecia, Montenegro, Serbia y Bulgaria, la liga deseaba
recuperar para cada país miembro los territorios otomanos que consideraban
propios, pues Bulgaria anhelaba Tracia y Macedonia, Grecia quería el control
total de Creta y Serbia reclamaba Kosovo. Rusia entendió que la alianza
debilitaría la posición de Austria-Hungría, mientras que Inglaterra y Francia
decidieron esperar el desarrollo de los acontecimientos. Y el 8 de octubre de
1912, Montenegro cumplió con los acuerdos alcanzados y declaró la guerra al
imperio otomano.
En diez días todos los miembros de la liga habían declarado
la guerra a Estambul tras exigir el pleno cumplimiento de los acuerdos de
Berlín de 1878. Las tropas otomanas, a pesar de estar asesoradas por altos
mandos del ejército alemán, tenían una clara inferioridad técnica y enseguida
fueron derrotadas por las búlgaras en Kirklareli y Lüleburgaz (Turquía), por
las serbias en Kumanovo y Monastir (Macedonia), por las montenegrinas en Kosovo
y por las griegas en Salónica, fracasos a los que se añadió la declaración de
independencia de Albania a finales de noviembre. En unas cuantas semanas el
ejército otomano había perdido casi todas sus posiciones balcánicas y a finales
de año comenzaron en Londres las conversaciones de paz, en las que ya quedarían
demostradas las diferencias existentes entre la Triple Alianza –formada en 1882
por Alemania, Austria-Hungría e Italia– y la Triple Entente –creada en 1907 por
Francia, Alemania y Rusia–, futuros contendientes en la Gran Guerra.
Los enfrentamientos se mantuvieron durante los primeros
meses de 1913 y las fuerzas otomanas continuaron cosechando derrotas en Lemnos
y Epiro (Grecia), Sarköy (Bulgaria), Adrianópolis y Scutari, hasta que el
tratado de Londres del 30 de mayo puso fin a la primera guerra balcánica. Por
este acuerdo, el imperio otomano reconocía la independencia de Albania,
abandonaba sus pretensiones sobre Creta y entregaba a los países balcánicos los
territorios situados al oeste de la línea Enos-Midia (Tracia), con lo que
perdía todas sus posesiones en Europa excepto la región de Constantinopla.
Sin embargo, el tratado no dejó delimitadas las nuevas
fronteras entre los países balcánicos, sino únicamente entre estos y el imperio
otomano, que para entonces ya había sufrido un nuevo intento de sublevación por
parte del Ittihad. Y como la paz dura poco cuando ha sido mal negociada, el 16
de junio dio comienzo la segunda guerra balcánica, aunque en esta ocasión
fueron Serbia, Montenegro, Grecia, Rumanía y el imperio otomano quienes se
enfrentaron a Bulgaria.
En el tratado de Londres, el imperio austro-húngaro se había
opuesto a que Serbia obtuviera una salida al Adriático –que la independencia de
Albania impedía– y quiso compensar esta negativa a costa del territorio
macedonio prometido a Bulgaria, a lo que el gobierno de Sofía se negó con el
respaldo de Rusia. Por su parte, Austria-Hungría consideraba que la Liga
Balcánica no era más que una herramienta rusa para influir en los Balcanes y
prefería beneficiar a Bulgaria antes que a Serbia, pero fracasó en su intento
de que Rumanía se adhiriera a su posición.
Tras unas semanas de combates, el tratado de Bucarest del 10
de agosto de 1913 puso fin a la guerra, de la que Bulgaria salió claramente
derrotada. En consecuencia, perdió los territorios que había conseguido en la
guerra anterior y cedió a Serbia el norte de Macedonia, que a su vez compartió
con Montenegro la región de Novi Pazar; el sur de Macedonia quedó en poder de
Grecia, así como Salónica, y Rumanía obtuvo Silistra, en la Dobrudja
meridional.
Un acuerdo posterior firmado en Estambul el 29 de septiembre
fijó los límites fronterizos entre Bulgaria y el imperio otomano. El punto de
referencia, como en el tratado de Londres, siguió siendo la línea Enos-Midia,
pero una pequeña rectificación permitió que el sultanato conservara las
ciudades de Adrianópolis y Kirklareli.
Ni el acuerdo de Londres ni el tratado de Bucarest colmaron las
aspiraciones de los contendientes en las guerras balcánicas. Bulgaria fue la
gran derrotada, pues sus aspiraciones territoriales habían sido recortadas
sucesivamente desde el congreso de Berlín de 1878. Grecia fracasó en su intento
de controlar todo el Egeo, pues Bulgaria mantuvo su salida al mar. Y Serbia
continuó sin conseguir una salida al Adriático, que solo podía obtener a costa
de Albania o Montenegro o enfrentándose a Austria-Hungría por
Bosnia-Herzegovina.
Por su parte, Rumanía no se conformó con la obtención de
Dobrudja y puso sus ojos en otras zonas de población rumana, como Bucovina y
Transilvania, controladas por Austria-Hungría, o Besarabia, bajo poder ruso.
Albania, a pesar de su independencia, se vio obligada a vigilar continuamente
su espalda, pues tanto Serbia como Montenegro no ocultaban sus intenciones
sobre el territorio. Y el imperio austro-húngaro comprobó que la fragmentación
balcánica impediría la obtención de una salida al Mediterráneo a costa del
imperio otomano y que la expansión de los nacionalismos dañaba su futuro.
De modo que las guerras balcánicas, contempladas por Rusia
como un modo de influir en la zona y expandirse sobre territorio otomano, por
Austria-Hungría y Alemania como una forma de desgastar a Rusia y por Francia e
Inglaterra como un medio de desestabilización de los imperios otomano, alemán y
austro-húngaro, se volvieron en contra de todos los espectadores y dejaron el
terreno perfectamente sembrado para el conflicto que se desencadenaría menos de
un año después: la Gran Guerra.
Y mientras tanto, un discreto acuerdo anglo-otomano firmado
en julio de 1913, durante la segunda guerra balcánica, dio al Reino Unido la
posesión de un pequeño territorio situado en el extremo oriental del sultanato:
Kuwait. Antes de que finalice el año ya estará constituida la Turkish Petroleum
Company con capital británico, alemán y holandés. El imperio otomano era
demasiado amplio como para dejarlo en manos de sus habitantes y no de las
grandes potencias occidentales, como los años siguientes se encargarán de
demostrar.
La Gran Guerra
Sin pretender analizar el origen y desarrollo de la Primera
Guerra Mundial, resulta importante destacar que el mapa del imperio otomano
estuvo desde el principio sobre la mesa de discusiones de la Triple Entente y
la Triple Alianza, pues todos los contendientes tenían de un modo u otro
intereses en este territorio. Ya en febrero de 1914 un memorándum del Consejo
Imperial Ruso reconocía que sus aspiraciones sobre los estrechos solo podrían
cumplirse mediante la guerra, y durante la primavera de ese mismo año se
produjeron diversas conversaciones entre Alemania y Reino Unido sobre los
yacimientos petrolíferos en Mesopotamia. El oro negro era ya un motivo más que
suficiente para que miles de soldados recorrieran el continente.
No fue un acierto diplomático que el archiduque Francisco
Fernando de Habsburgo, sobrino del emperador austro-húngaro Francisco José I,
visitara Sarajevo el 28 de junio de 1914, cuando se acababa de cumplir el
aniversario de la batalla de Kosovo y a pesar de las recomendaciones en contra
de los servicios secretos del imperio. El archiduque se había mostrado en
diferentes ocasiones partidario de transformar el dualismo austro-húngaro en un
trialismo descentralizado de austriacos, húngaros y serbo-croatas, proyecto al
que Serbia se oponía, pues hubiera supuesto la unión de otros territorios
eslavos con Croacia, mientras que esta exigía la restauración de la Croacia
histórica como estado independiente dentro de la doble monarquía.
Las conflictivas conclusiones del congreso de Berlín de 1878
y el resultado de las guerras balcánicas de 1912-1913 planearon aquella mañana
sobre Sarajevo cuando Gavrilo Princip disparó sobre los archiduques. Princip,
de 20 años de edad, era miembro de Mlada Bosna (Joven Bosnia), la organización
que había denunciado la ilegitimidad del dominio de los Habsburgo sobre las
provincias anexionadas por el imperio en 1908. La preocupación por el inicio de
una guerra que podría dejar atrás a todas las anteriores surgió ese mismo día
en todos los gobiernos de Europa, desde Londres a Estambul, y el káiser
Guillermo II no tardó en mostrar su apoyo a Austria-Hungría en caso de que esta
se enfrentara a Serbia, a pesar de que Istvan Tisza –ministro-presidente de
Hungría– sabía que el ataque a Serbia implicaría la intervención de Rusia.
El ultimátum austro-húngaro a Serbia solo sirvió para que
esta insistiera en su paneslavismo, es decir, la unión de todos los estados
balcánicos en torno a Belgrado mediante la secesión de Austria-Hungría de las
provincias meridionales de Croacia, Bosnia, Herzegovina y Dalmacia. Y el 28 de
julio de 1914, Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia. Los objetivos
austro-húngaros tras los funerales por el archiduque eran mantener la
integridad de su territorio, anexionarse Serbia y Montenegro, rectificar sus
fronteras con Italia y Rumanía, eliminar la influencia rusa en la zona
balcánica, contener el movimiento revolucionario sureslavo y crear un estado
polaco bajo su patrocinio. Es decir, todo un programa expansionista dirigido a
suprimir definitivamente la herencia otomana en los Balcanes y detener las
ansias territoriales rusas.
Pero el complicado sistema de alianzas tejido durante los
años anteriores imposibilitaba que Austria-Hungría iniciase una guerra en
solitario frente a Serbia, pues Rusia declararía la guerra a Austria-Hungría y
Alemania a Rusia, por lo que Francia e Inglaterra tendrían que declarar también
la guerra a Alemania. La compleja estructura defensiva creada por las propias
potencias exhibía ahora todos los riesgos de una conflagración a gran escala.
Y así fue. Para la primera semana de agosto Rusia, Francia y
Reino Unido, miembros de la Triple Entente, ya estaban en guerra con Alemania y
Austria-Hungría, mientras que el tercer miembro de la Triple Alianza, Italia,
esperaba hasta saber de qué lado obtendría mayores beneficios. Mehmed V dejó
claro su apoyo al eje Berlín-Viena, pues no tenía muchas más opciones de
proteger sus intereses en los Balcanes y alejar a Rusia de los estrechos, pero
tampoco quiso perder la baza de negociar con el zar Nicolás II su apoyo frente
a Alemania si obtenía a cambio la retrocesión de Tracia y las islas del Egeo.
El gobierno ruso de Iván Goremikin, en el que Sergei Sazonov
ocupada el departamento de Asuntos Exteriores, decidió esperar hasta conocer
las verdaderas intenciones del sultán, pues se fiaba de él tan poco como de sus
propios aliados. Y cuando las tropas otomanas avistaron desde su costa los
buques de guerra alemanes enviados por el canciller alemán Theobald von
Bethmann-Hollweg no dudaron en ofrecerles su protección, lo que fue entendido
por Rusia como una declaración de guerra, a la que Francia y Reino Unido se
sumaron al día siguiente. El sultán miraba entonces hacia Moscú, pero en poco
tiempo tendrá que girar la vista hacia Londres y París, donde sus enemigos
serán el primer ministro británico, Herbert H. Asquith, y el presidente de la
Tercera República francesa, Raymond Poincaré.
El gobierno otomano, dirigido por el Ittihad, declaró la
guerra a la Triple Entente a mediados de noviembre de 1914 con el firme
objetivo de recuperar los territorios europeos perdidos en el congreso de
Berlín y las guerras balcánicas, lograr la Armenia rusa, Egipto y Chipre, alejar
a Rusia y Reino Unido de Oriente Próximo, expandirse a través del Cáucaso,
establecer el panturanismo –la unión de todos los pueblos otomanos bajo la
hegemonía turca– y mantener la yihad que Mehmed V había dictado como califa del
islam. Más de seis siglos de sultanato quedaron unidos al destino de las
potencias centrales cuando Edward Grey, ministro británico de Asuntos
Exteriores, escribió: “Las luces de
Europa se están apagando; no las veremos encendidas jamás”.
Era la situación que la Triple Entente estaba esperando
desde el inicio del conflicto, pues merecía la pena tener un enemigo más si el
botín de guerra que podía obtenerse de él era cuantioso. Y sin ninguna duda, la
rentabilidad en Oriente Próximo era muy superior a la que alemanes y austro-húngaros
podían obtener en los Balcanes. Por fin, el vasto territorio otomano que se
extendía entre Constantinopla y Bagdad estaba al alcance de las potencias
occidentales. Y para lograrlo necesitarían soldados y artillería, pero también
astucia y, naturalmente, una refinada capacidad de engaño.
Rusia intensificó a principios de 1915 la presión sobre sus
aliados para tomar el control de Constantinopla y los estrechos, pero la
fracasada operación en los Dardanelos proyectada por el primer lord del
Almirantazgo, Winston Churchill, obligó a Asquith a modificar su estrategia y a
pensar que tal vez en los pasillos y despachos podría resolverse lo que sus
potentes acorazados no habían logrado. No se equivocaba, pero el exterminio de
los armenios cristianos establecidos en territorio otomano llevó al papa
Benedicto XV a presionar también a los gobiernos occidentales para que
derrotaran a los otomanos. Era el comienzo de un genocidio que se prolongaría
hasta 1923 y que durante décadas no sería reconocido por las autoridades
turcas.
Asquith y Grey no prestaron mucha atención a la petición del
pontífice y diseñaron otro modo de doblegar al imperio otomano, aunque tal vez
fuera un poco más lento que el que se alentaba desde el departamento de Guerra,
dirigido por Horatio H. Kitchener. Si conseguían que los pueblos árabes que
habitaban en el territorio del sultán se rebelaran contra el gobierno de
Estambul se podría establecer una pinza desde dentro y desde fuera que obligara
a los otomanos a pedir la paz. Y como el objetivo parecía difícil de lograr sin
ofrecer algo importante a cambio los estrategas de Londres tentarían a las
tribus con el compromiso de facilitar tras la guerra la creación de un estado
árabe unificado o una confederación de naciones árabes.
El encargado de transmitir la audaz propuesta fue el
comisario británico en El Cairo, Henry McMahon, quien se puso en contacto con
Husayn ibn Ali, jerife de la Meca y cabeza de la dinastía de los hachemíes. Ser
jerife de la Meca suponía custodiar y defender los santos lugares del islam, de
modo que Husayn era el hombre indicado para negociar en nombre de los pueblos
árabes. Para sorpresa del emisario británico, el jerife no tardó mucho en
aceptar la difícil tarea de unir a todas las tribus en contra del sultanato osmanlí,
pero exigió ser reconocido como “rey de los árabes”. Y en Londres dijeron que
sí, por supuesto.
Es probable que fuera el propio Husayn quien transmitiera al
gobierno alemán de Bethmann-Hollweg la oferta británica por si podía obtener de
él algo mejor, pero el caso es que cuando en Berlín estuvieron informados del
movimiento británico no dudaron en ofrecer a Bulgaria su incorporación a la
guerra a cambio de la retrocesión de Macedonia y Dobrudja. Bulgaria había sido
la gran perdedora de las guerras balcánicas, por lo que pronto constituyó con
las potencias centrales el eje Berlín-Viena-Sofía-Constantinopla que permitiría
a alemanes y austro-húngaros desplazarse libremente hasta Egipto y el canal de
Suez.
En el otoño de 1915 se puso en marcha la rebelión árabe
alentada desde Londres y El Cairo para derrotar al imperio otomano y emprendida
por Husayn ibn Ali para lograr la soberanía de las naciones árabes unificadas.
Sin embargo, Asquith y Poincaré tenían otros planes muy distintos que aún tardarían
algún tiempo en desvelar.
El pacto Sykes-Picot
A finales de aquel año, 1915, representantes de los
gobiernos británico y francés se reunieron en secreto con el fin de organizar
el reparto de Oriente Próximo para cuando llegara el fin de la guerra, que
todavía se contemplaba lejano y que aún costaría numerosas matanzas en los
campos europeos. Estos representantes eran el teniente coronel inglés Mark
Sykes, un atildado veterano de la guerra de los bóers, y el diplomático francés
François Georges-Picot.
Los dos recibieron de Londres y París el respaldo suficiente
para negociar sin ambages y tanto Asquith como Poincaré y su primer ministro,
Aristide Briand, estuvieron informados del curso de las conversaciones. Así
mismo, el gobierno ruso de Goremikin y el italiano de Antonio Salandra –que en
la primavera de ese año había decidido apoyar a las potencias aliadas a cambio
de ganancias territoriales bajo control austro-húngaro–, dieron su beneplácito
a esta negociación, si bien Roma y Moscú apenas obtendrían ventajas de su
resultado.
La Triple Entente no podía permitir que el gobierno otomano
fuera sustituido por una gran potencia árabe que sirviera de ejemplo a su
anquilosado sistema de colonias, pero Francia e Inglaterra tampoco estaban
dispuestas a aceptar que la dinastía osmanlí fuera relevada por la de los
Romanov. Si el territorio otomano era demasiado importante como para dejarlo en
manos de los árabes lo era también como para que lo asumiera el gobierno del
zar, de modo que Sykes y Picot trabajaron en secreto durante las últimas
semanas de 1915 y los primeros meses de 1916.
El pacto final dejó establecido que Oriente Próximo quedaría
seccionado en cinco zonas en función de los intereses políticos y económicos de
las potencias firmantes, no de la composición étnica o religiosa del territorio
que dividían. Se crearía una zona de control británico al este de Mesopotamia,
en el actual Irak, que incluiría Bagdad y Basora y una salida al mar en el
golfo Pérsico; una zona de control francés al norte de la actual Siria, que
comprendería Beirut y el futuro Líbano y con salida al Mediterráneo; un
protectorado británico o zona de influencia en el sur de Irak y Transjordania;
un protectorado francés en el norte de Irak y el resto de Siria, desde Mosul a
Damasco, y una zona internacional en Cisjordania y Palestina que quedaría
encomendada a la futura Sociedad de Naciones (SdN), embrión de la actual
Organización de Naciones Unidas (ONU).
En el plan Sykes-Picot casi no había lugar para Rusia –si
bien se consideraba conceder a Nicolás II la zona turca de Armenia y el control
de los Dardanelos– y menos aún para los pueblos balcánicos que durante siglos
habían estado sometidos al poder otomano, pues en aquel momento la guerra se
había transformado ya en una colección de mapas cuyos dueños dividían el mundo
en dos y únicas partes: las potencias dominantes y los pueblos dominados.
El acuerdo anglo-francés fue firmado el 16 de mayo de 1916,
si bien su contenido permaneció oculto hasta los últimos meses de la contienda.
Así que mientras en los campos franceses se libraba una de las batallas más
duras de la historia, la de Verdún, en los despachos de Londres y París se
tomaba la decisión de desmembrar Oriente Próximo a partir de la escuadra y el
cartabón de Sykes y Picot. Cien años después, las consecuencias de semejante
frivolidad continúan acrecentándose.
Ingleses y franceses no quisieron disgustar a Italia, a la
que necesitaban frente a Austria-Hungría, así que casi al mismo tiempo le
ofrecieron la obtención de residuos territoriales otomanos mediante el acuerdo
de Sant-Jean-de-Maurienne. Este pacto completaba el anterior tratado de Londres
(1915) por el que el gobierno de Salandra se había incorporado a la guerra del
lado de la Triple Entente, pero los dos serán causa de nuevos enfrentamientos
cuando termine la contienda.
Pocas semanas después, las tropas anglo-árabes iniciaban la
rebelión en el Hijaz con el ataque a Medina, que continuó durante 1917 con la
toma de Aqaba y la conquista de Gaza y Jerusalén, victorias en las que la
caballería británica dirigida por el mariscal Edmund Allenby tuvo una
participación decisiva, así como la estrategia diseñada por el coronel Thomas
E. Lawrence, encargado por Kitchener y McMahon de apoyar a Husayn ibn Ali.
Entre tanto, y como se había anunciado, el jerife de la Meca fue proclamado rey
de los árabes, si bien Francia e Inglaterra solo le reconocieron como rey del
Hijaz. Una pequeña argucia diplomática que en poco tiempo daría buenos
resultados.
A mediados de 1917 el gobierno del sultán estaba ya obligado
a defender el Mediterráneo y los estrechos de las fuerzas navales de la
coalición, así como su frontera oriental, en donde las fuerzas anglo-indias no
daban tregua a las tropas otomanas. Y fue entonces cuando desde el Hijaz las
tropas anglo-árabes llegaron a Jerusalén con el objetivo final de conquistar
Damasco. Pero fue también entonces cuando el gobierno británico cometió un
grave error que estuvo a punto de hacer naufragar la rebelión árabe: la
declaración Balfour.
Arthur James Balfour había sido primer ministro de Reino
Unido en 1902-1905 y aceptó la cartera de Asuntos Exteriores en el “gabinete de
guerra” constituido por el liberal David Lloyd George en diciembre de 1916. Y
en virtud de ese cargo declaró a finales de 1917 que Gran Bretaña favorecería
“el establecimiento en Palestina de una patria nacional para el pueblo judío”,
declaración a la que no fue ajena la poderosa familia de los Rothschild, de
origen judeo-alemán, que durante mucho tiempo había financiado las inversiones
británicas en el canal de Suez.
La afirmación de Balfour era incompatible con el “compromiso
McMahon” representado por Allenby y Lawrence y con las promesas de panarabismo
e independencia realizadas a Husayn ibn Ali y a los representantes árabes de
Hijaz y Nejd, pero ya era demasiado tarde: Estados Unidos se había incorporado
a la guerra en abril de ese mismo año de la mano de Woodrow Wilson, poco
después Rusia se desligaría del conflicto tras el inicio de la revolución
bolchevique y los aliados se encaminaban ya hacia la victoria sobre las
potencias centrales. Y Francia, por supuesto, mostró su apoyo a la declaración
de Balfour.
Sin embargo, Lloyd George insistía a principios de 1918 en
que entre los objetivos de guerra de los aliados se encontraba el de reconocer
las “condiciones nacionales propias” de los territorios otomanos de Arabia,
Armenia, Mesopotamia, Siria y Palestina, una afirmación lo suficientemente
ambigua como para no comprometer a su gobierno con ninguno de los escenarios
posibles. Y tampoco los “catorce puntos” que Woodrow Wilson expuso en el
Congreso de los Estados Unidos unos días después concretaban la postura aliada
respecto a Oriente Próximo.
La guerra aún continuó en Europa durante la mayor parte de
aquel año, en el que el sultán Mehmed V, que había finalizado la destrucción de
su imperio, falleció en julio y fue sustituido en el trono por su hermano
Mehmed VI. Y a principios de octubre las tropas anglo-árabes de Allenby y Lawrence
entraron en Damasco, con lo que completaron la ocupación del sultanato y
culminaron la rebelión iniciada casi tres años antes. También en Damasco
pudieron conocer los detalles del pacto Sykes-Picot y las consecuencias de las
declaraciones de Balfour, que dejaron a las naciones árabes en manos de los
mapas que británicos y franceses habían trazado a sus espaldas. Durante los
cien años siguientes, la comunidad árabe no olvidará que su destino fue
decidido por quienes tan solo pretendían obtener beneficios estratégicos,
políticos y económicos de su territorio. Y Occidente, que nunca supo gestionar
esta torpeza histórica, pagará un precio muy alto por el desprecio cometido.
Mudros, Versalles, Sèvres
Con la guerra prácticamente finalizada y la actividad
diplomática de todos los contendientes en plena efervescencia para lograr los
acuerdos de paz más ventajosos para cada uno, emisarios británicos y otomanos
se reunieron el 30 de octubre de 1918 en el puerto de Mudros, situado en la
isla griega de Lemnos. Reino Unido estuvo representado por el almirante Arthur
Gough-Calthorpe, mientras que por parte otomana acudió al encuentro el ministro
de Marina, Rauf Orbay, un coronel que había tenido una destacada participación
en las guerras balcánicas.
Gough-Calthorpe y Orbay negociaron a bordo del acorazado Agamemnon
las condiciones del armisticio entre los aliados y el imperio otomano, por el
que este se comprometía a evacuar todo su territorio excepto Anatolia, ordenar
la retirada de las tropas establecidas en Hijaz, Siria, Mesopotamia, Yemen,
Tripolitania y Cirenaica y abandonar sus intereses en el Cáucaso. Por el mismo
acuerdo, los aliados ocuparían los estrechos del Bósforo y los Dardanelos y
varias provincias de población armenia. Dos días después, las tropas
anglo-francesas entraron en Constantinopla. Y el 11 de noviembre las fuerzas
alemanas capitularon en París ante las aliadas.
Casi cinco siglos habían pasado desde que el sultán Mehmed
II se arrodillara ante la iglesia de Santa Sofía y comenzara la expansión
continental del sultanato, que ahora se veía reducido a Anatolia tras haber
sido derrotado no solo por las fuerzas aliadas occidentales, sino también por
las propias. Sin embargo, el viejo imperio afrontará la drástica reducción de
su territorio y la posterior aniquilación de su régimen sobre las tierras que
en la antigüedad fueron conocidas como Asia Menor.
La conferencia de paz se inició en el palacio de Versalles
el 20 de enero de 1919 y a ella acudieron representantes de 32 países, pero
ninguno de las potencias que habían resultado vencidas en la Gran Guerra:
Alemania, Austria-Hungría, Bulgaria y el imperio otomano. Sin embargo, y a
pesar de la nutrida representación diplomática, en seguida se constituyó el
Consejo Supremo Aliado o Consejo de los Diez: los presidentes o primeros
ministros y ministros de Asuntos Exteriores de Reino Unido (Lloyd George y
Balfour), Francia (Clemenceau y Pichon), Italia (Orlando y Sonnino), Japón
(Kimmochi Saiojni y Makino) y Estados Unidos (Wilson y Lansing), aunque no
pocas reuniones de este grupo se celebraron con la exclusión de Italia y Japón.
Ellos se encargarían de poner luz y taquígrafos al pacto Sykes-Picot de 1916, a
la declaración Balfour de 1917 y al armisticio de Mudros de 1918.
Las reuniones se prolongarían durante varios meses y
sirvieron para crear la Sociedad de Naciones y establecer los puntos
fundamentales de los acuerdos que se firmarían con cada potencia derrotada.
Así, en junio se firmó el tratado de Versalles con Alemania; en septiembre, el
tratado de Saint Germain-en-Laye con Austria; en noviembre, el tratado de
Neuilly con Bulgaria; en junio de 1920, el tratado de Trianon con Hungría, y
por último, el 10 de agosto de 1920, el tratado de Sèvres con Turquía.
Ya en Versalles los vencedores habían confirmado que no
renunciaban a lo acordado por Sykes y Picot, por lo que Reino Unido crearía el
estado de Irak bajo el gobierno de Faisal ibn Husayn, hijo del jerife de la
Meca, y Francia trazaría las fronteras de Siria y el futuro Líbano. En cuanto a
Transjordania, quedaría separada de Palestina –bajo mandato británico– y sería
entregada a Abd Allah ibn Husayn, también hijo de Husayn ibn Ali.
Posteriormente, Faisal ibn Husayn y Chaim Weizmann, futuro presidente de la
Organización Sionista, pactarían la aplicación de la “declaración Balfour” en
territorio palestino con el beneplácito de las potencias aliadas.
La conferencia de San Remo, celebrada en abril de 1920 fue
la antesala del tratado de Sèvres, firmado en esta ciudad francesa en agosto de
ese mismo año y que mantuvo los puntos esenciales del armisticio de Mudros.
Así, el imperio otomano quedaría reducido a Estambul y la zona occidental de
Asia Menor; en el este de Anatolia se crearía un estado nacional para los
kurdos, el Kurdistán, y otras provincias pasarían a Armenia, independizada de
Rusia en 1918; Tracia oriental y la región de Esmirna quedarían en poder de
Grecia y Chipre se mantendría bajo mandato británico. En cuanto a los estrechos
del Bósforo y los Dardanelos, serían de navegación libre y quedarían
controlados por una comisión internacional.
El acuerdo fue firmado por cuatro representantes de Mehmed
VI, mientras que por parte aliada estuvieron presentes Reino Unido, Francia e
Italia. Sin embargo, el tratado de Sèvres jamás entró en vigor, pues el
desarrollo de la guerra greco-turca y los acontecimientos protagonizados por el
movimiento nacionalista de Mustafá Kemal obligarían a renegociar sus cláusulas
en el tratado de Lausana (1923).
Una nueva guerra
La diplomacia británica había arriesgado mucho durante la
guerra mundial, así que en su afán por sumar aliados para su causa no dudó en
prometer a sus socios todo aquello que estaba al alcance de su mano. Y si a los
pueblos árabes les había garantizado la nación unificada que nunca existió, a
los griegos les aseguró la recuperación de todos los territorios históricos
considerados herederos del imperio bizantino, incluida Constantinopla. Se
trataba de la irredente megali idea.
Sin embargo, una vez terminada la Gran Guerra las promesas se
esfumaron, sobre todo porque Lloyd George no estaba dispuesto a consentir que
el control de los estrechos pasara de otomanos a griegos, como ya había quedado
claro en Mudros y Versalles. Pero Grecia, tras el reconocimiento de su
independencia mediante el tratado de Adrianópolis (1829) y las limitadas
ganancias de las guerras balcánicas, quiso recuperar también la enosis de Jorge
I, el concepto que en 1897 había impulsado la guerra de los Treinta Días.
De modo que el primer ministro griego, Eleftherios
Venizelos, obtuvo al menos el apoyo de Reino Unido después de que Italia
rechazara la pretensión aliada de que Esmirna se convirtiera en posesión
griega, pues le había sido garantizada en los acuerdos de Londres (1915) y
Sant-Jean-de-Maurienne (1916). Lloyd George adujo supuestas agresiones a la
población cristiana y convenció a Estados Unidos y Francia –que no quería que
Esmirna quedara bajo control italiano– de la necesidad de enviar tropas a la
zona occidental de Anatolia, si bien acordaron previamente que bajo ningún
concepto los estrechos podían quedar bajo control griego. No habían batallado
durante cuatro años para que pasaran a otras manos.
Las tropas griegas desembarcaron con cierta facilidad en Esmirna
en mayo de 1919, pero en pocos días las diezmadas tropas otomanas se
reorganizaron y ofrecieron una gran resistencia a las griegas, que tuvieron que
ser auxiliadas por las británicas. Y estas no perdieron la ocasión para
presentarse en Constantinopla, aunque las francesas no tuvieron la misma suerte
en Alepo, donde fueron rechazadas en 1920 gracias a la acción de quien ya
comenzaba a despuntar sobre las ruinas del imperio: Mustafá Kemal.
Para entonces ya se había firmado el tratado de Sèvres y el
gobierno de Mehmed VI se encontraba en situación de extrema debilidad, acuciado
por las potencias vencedoras, por su propia población e incluso por su propio
ejército. Pero las cláusulas de Sèvres dieron legitimidad a las pretensiones de
Grecia sobre Esmirna y Tracia oriental y sus tropas atacaron las costas turcas
durante el verano. Poco después, en noviembre de 1920, Venizelos tuvo que
dimitir tras las elecciones y contemplar desde el exilio el regreso del rey
Constantino, lo que no favoreció la relación con los aliados.
En enero de 1921 se produjeron las primeras victorias
turcas, que fueron seguidas de la retirada francesa de Cilicia, en la costa
meridional de Anatolia. Fue entonces cuando Lloyd George animó a los griegos a
tomar por la fuerza lo que el tratado de Sèvres les había concedido, un nuevo
error de la diplomacia británica que en nada ayudaba a la paz recientemente
conquistada. Y el nuevo primer ministro, Dimitrios Gounaris, que ya había
desempeñado el mismo cargo entre marzo y agosto de 1915, recogió el mensaje de
Londres y reforzó su estrategia ofensiva sobre los objetivos trazados.
Francia y Estados Unidos se desligaron de la actitud
británica y Grecia mantuvo únicamente el apoyo de Reino Unido, aunque se
abstuvo de colaborar en la toma de Eskishehir por parte de las fuerzas helenas
en julio de 1921. Para Grecia ya no había más camino que la movilización total
y la conquista, pero las tropas de Kemal resistieron el duro ataque en la
batalla de Sakarya, lo que supuso un respiro para su ejército y la dimisión de
Gounaris, que en noviembre de 1922 fue ejecutado por alta traición.
El choque entre los dos ejércitos que tuvo lugar durante la
batalla de Dumlupinar significó la derrota definitiva de las fuerzas griegas,
que culminó el 30 de agosto, celebrado desde entonces en Turquía como el Zafer
Bayrami (Día de la Victoria). Y poco más tarde, el ejército de Kemal logró
recuperar por completo la región de Tracia oriental mediante el armisticio de
Mudanya.
Grecia estaba vencida y el Reino Unido había estado a punto
de involucrarse en una nueva guerra, por lo que los conservadores británicos
retiraron su apoyo a Lloyd George, que hubo de dimitir como primer ministro en
octubre de 1922 para ser sustituido por Andrew Bonar Law. Al mismo tiempo, en Atenas
se producía la abdicación del rey Constantino, que en dos años llevaría a la
proclamación de la segunda república helénica. El tratado de Versalles había
salido muy caro para muchos, pero el tratado de Sèvres fue la tumba política
para no pocos políticos griegos y su principal aliado, Lloyd George.
Lausana, 1923
La guerra greco-turca de 1919-1922 había convertido en papel
mojado el tratado de Sèvres de 1920, de modo que las potencias aliadas de la
Gran Guerra se reunieron con lo que aún se mantenía en pie del imperio otomano
para trazar las que serían las nuevas fronteras de la moderna Turquía. Las
conversaciones comenzaron en la ciudad suiza de Lausana una vez que hubo
finalizada la guerra con Grecia. Tras ocho meses de reuniones y deliberaciones,
el acuerdo fue firmado el 24 de julio de 1923 por Ismet Inönü, un militar de la
escuela otomana que había tenido una participación destacada en las guerras
balcánicas, la Primera Guerra Mundial y la guerra greco-turca, y Venizelos, que
en aquel momento representaba al rey heleno Jorge II.
El nuevo acuerdo dejó establecidas las nuevas fronteras de
Grecia, Bulgaria y Turquía, que aceptó el fin de su dominio en las islas del
Dodecaneso, Chipre, Egipto y Sudán, así como a sus intereses en Libia y en las
zonas limítrofes de Yemen y Arabia Saudí, el reparto del Kurdistán y la entrega
de Armenia oriental a la nueva Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
(URSS), si bien este último punto ya había quedado establecido en el tratado de
Gümrü (1920).
Por el contrario, el nuevo estado turco mantuvo la
integridad de Anatolia, obtuvo Tracia oriental –por la que había batallado
frente a Grecia–, logró las islas de Imroz (Gökçeada) y Ténedos (Bozcaada)
–ambas en el Egeo, la segunda de ellas junto a la entrada de los Dardanelos–,
con lo que recuperó parte de lo perdido en Sèvres, y quedó exento del pago de
indemnizaciones de guerra. Por su parte, el nuevo primer ministro británico,
Stanley Baldwin –que había sustituido a Bonar Law en mayo de ese año–, terminó
de perfilar los intereses de Reino Unido en Oriente Próximo que ya habían
quedado de manifiesto en Mudros, Versalles y Sèvres.
El tratado de Lausana fue el único de los firmados tras la
contienda que estuvo basado en la negociación, a diferencia de los de Versalles,
Saint Germain-en-Laye, Neuilly, Trianon y Sèvres, con lo que se evitó que en el
antiguo imperio otomano floreciera el revisionismo histórico que caracterizó a
Alemania, Austria y Bulgaria durante el periodo de entreguerras. Una lección
táctica y diplomática que los aliados tardaron demasiado tiempo en aprender.
Una vez firmado el acuerdo y pacificada la zona de conflicto
greco-turca, era el momento de construir un nuevo estado que supiera mantener
la herencia otomana y que al mismo tiempo ofreciera la imagen de modernidad que
los nuevos tiempos exigían. Y en esa tarea, basada en el Milli Misak (“pacto
nacional”), destacó quien había llevado a los turcos a la victoria frente a los
griegos: Mustafá Kemal.
Mustafá Kemal Ataturk |
La fundación de la república
En 1915, durante la batalla de los Dardanelos, un joven
militar otomano se enfrentó a la operación diseñada por Winston Churchill y
salió vencedor frente al Almirantazgo. Era Mustafá Kemal, nacido en Salónica en
1881 y que en 1907 se había unido al Ittihad. Lucharía después en otras
batallas de la Primera Guerra Mundial al servicio del sultán, pero su
sentimiento nacionalista en contra de la política del imperio se acrecentó tras
el armisticio de Mudros y el tratado de Sèvres que daría lugar a la Kurtulus Savasi,
la guerra de Liberación o guerra de independencia turca.
Constituido en líder natural de los nacionalistas durante la
guerra con Grecia, logró que en julio de 1919 se reuniera en Erzurum el primer
Congreso Nacional Turco, al que siguió en septiembre de ese mismo año el de
Sivas. Fueron los prolegómenos del Millet Merculisi o Gran Asamblea Nacional,
convocada en Ankara –la antigua Angora– ante la toma de Constantinopla por las
fuerzas británicas en marzo de 1920 y la disolución del Mejlis (Cámara Imperial).
En ella, los kemalistas elaboraron el proyecto del nuevo estado, que quedaba
sujeto a las decisiones de la Gran Asamblea Nacional, representante de los
poderes ejecutivo y legislativo y encargada de nombrar a los miembros del
gobierno. Naturalmente, los asambleístas de Ankara mostraron su rechazo al
tratado de Sèvres aceptado por Mehmed VI y se opusieron a que el nuevo estado
fuera dividido en protectorados o mandatos controlados por las fuerzas
vencedoras en la guerra.
Como tantas veces en la historia, la ocupación del
territorio por fuerzas ocupantes alentó un movimiento de unión nacional que
sería liderado por Kemal, que saldría victorioso de la batalla de Sakarya
(1921) con la ayuda estratégica y militar de Ismet Inönü. El armisticio de Mudanya,
en octubre de 1922, supuso también el reconocimiento del gobierno de Ankara por
parte de las potencias occidentales, que invitaron a Kemal a que participara en
las conversaciones de Lausana.
Para ese momento, las potencias aliadas de la Gran Guerra –dirigidas
por el conservador Stanley Baldwin en Reino Unido, el socialista Alexandre
Millerand en Francia y el republicano Calvin Coolidge en Estados Unidos– ya
eran conscientes de que el sultanato tenía los días contados y no estaban
dispuestas a perder una nueva batalla diplomática con un gobierno que ya había
firmado el tratado de Kars (1921) con las repúblicas soviéticas de Armenia,
Georgia y Azerbaiyán. Un mes después del armisticio de Mudanya, el 17 de
noviembre de 1922, Mehmed VI se vio obligado a abandonar Constantinopla. Se
despedía así el último sultán de la dinastía osmanlí y heredero de Mehmed II,
el conquistador de Bizancio. Casi cinco siglos después, el sultanato quedaba
abolido por el nuevo gobierno de Ankara.
Con el imperio enterrado y el gobierno kemalista como único
representante reconocido internacionalmente, Inönü pudo firmar el tratado de
Lausana que invalidaba el de Sèvres y cerrar así tanto su participación en la
Primera Guerra Mundial como los enfrentamientos posteriores con Grecia y en el
interior de su propio territorio.
La desmembración del imperio otomano iniciada en 1918 y
culminada en 1923 con el tratado de Lausana configuró un nuevo estado de casi
800.000 kilómetros cuadrados, de los que el 95 % se encuentra en Anatolia (zona
asiática), separada de Rumelia (zona europea) por el estrecho del Bósforo, el
mar de Mármara y el estrecho de los Dardanelos. Rodeada por tres mares –el Egeo
al oeste, el Negro al norte y el Mediterráneo al sur–, sus límites europeos
quedaron establecidos en Grecia y Bulgaria, mientras que Armenia, Georgia y
Azerbaiyán formaron sus fronteras en el Cáucaso, Irán en el este e Irak y Siria
al sur.
La República de Turquía (Türkiye Cumhuriyeti) quedó fundada
oficialmente el 29 de octubre de 1923. Mustafá Kemal fue nombrado su primer
presidente, con Ismet Inönü como primer ministro. El Devlet-i Aliye-i
Osmaniyye, el viejo imperio otomano de los osmanlíes fundado en el siglo XIII,
desaparecía para siempre.
Entre dos guerras
Con el Cumhuriyet Halk Partisi (CHP) o Partido Republicano
del Pueblo recién fundado, Kemal se dedicó a la reconstrucción interna del
nuevo estado –en realidad, todo un proceso de construcción– mediante un régimen
de partido único que comenzó su andadura con la abolición del califato en marzo
de 1924 y con el intercambio de grupos de población con Grecia, aspecto
recogido en el tratado de Lausana. Su objetivo era la europeización de la
sociedad turca, única forma de que el país fuera aceptado por la comunidad
occidental.
Las primeras disposiciones del nuevo gobierno estuvieron
determinadas por el objetivo mencionado: tras aprobar la nueva Constitución el
20 de abril de 1924, las madrasas (escuelas coránicas) fueron clausuradas y
sustituidas por escuelas laicas dependientes del gobierno, la sharia fue
reemplazada por un código civil basado en el suizo –que acabó con la poligamia
e introdujo el matrimonio civil– y los códigos penal y mercantil se elaboraron
a partir del italiano y el alemán, respectivamente (1926). El papel de la mujer
comenzó a ser equiparado al del hombre –aunque no obtendrían el derecho a voto
hasta 1934– y el fez, clásico sombrero de la vestimenta tradicional otomana,
fue prohibido debido a su imagen feudal. Asimismo, el calendario fue sustituido
por el gregoriano (1925) y el alfabeto árabe por el latino (1928), por lo que
todos los ciudadanos de entre 6 y 40 años de edad quedaron obligados a
aprenderlo. Más adelante se introducirían los apellidos en lugar del nombre
único de tradición árabe –Kemal adoptaría el de Atatürk, “padre”– y se
establecería el domingo como día de descanso (1934).
El desarrollo de la política de Mustafá Kemal coincidió en
Europa con el ascenso de los regímenes totalitarios durante el periodo de
entreguerras. Sin adherirse al nuevo estado italiano creado por Benito
Mussolini a partir de 1922 ni al Reich alemán dirigido por Adolf Hitler desde
1933, pero tampoco al régimen que Stalin presidía en la URSS desde la muerte de
Lenin en 1924, Kemal intentó extraer de cada potencia aquello que considerara valioso
para la occidentalización de su país. Así, envió delegaciones para que
estudiaran de cerca la política italiana de obras públicas y el funcionamiento
interno del partido nacionalsocialista alemán, si bien nunca recibió de buen
grado los elogios procedentes de los dirigentes totalitarios europeos.
Su política racial sí estableció cierta conexión teórica con
la alemana, pues tras negar y ocultar el genocidio armenio iniciado durante la
Primera Guerra Mundial y perseguir a la población kurda, consideró siempre que
los habitantes de la antigua Anatolia eran los únicos “turcos puros” y que el
resto formaban parte de minorías étnicas cuya importancia no era relevante. En
cualquier caso, la marginación de estas minorías nunca desembocó en la creación
de campos de concentración ni de exterminio.
En 1932 Kemal vio uno de sus sueños cumplidos cuando Turquía
fue admitida en la Sociedad de Naciones como miembro de pleno derecho. Y dos
años después quiso cerrar el largo periodo de enfrentamientos en suelo europeo
con la firma de la Entente Balcánica (1934) con Yugoslavia, Rumanía y Grecia,
un acuerdo de protección mutua frente a Hungría y Bulgaria que la segunda
guerra mundial dejaría sin efecto.
Mustafá Kemal dejó un estado completamente diferente al que
él había recibido tan solo quince años antes y con una característica singular
que aún hoy persiste: un país europeizado, pero no del todo europeo, y un país
musulmán, pero no del todo islámico. Sus restos descansan en un gran mausoleo
construido en Ankara y su influencia continúa presente en las fuerzas armadas y
en la política interna del gobierno turco.
Atatürk murió en la madrugada del 10 de noviembre de 1938,
mientras en Alemania tenía lugar la Kristallnacht o noche de los cristales
rotos. Al día siguiente, Ismet Inönü asumió la presidencia de Turquía y el
legado de su predecesor, con el que debería enfrentarse a la nueva guerra
mundial y sus consecuencias.
La Segunda Guerra Mundial
Ismet Inönü era un militar otomano de origen kurdo que en
1908 se había unido al Ittihad y que había participado con éxito en las guerras
balcánicas, en la Gran Guerra y en la guerra de independencia. En 1923 firmó el
tratado de Lausana e inmediatamente después se convirtió en primer ministro
bajo la presidencia de Mustafá Kemal, puesto que mantuvo hasta que en 1938 le
relevó como jefe del estado. El nuevo presidente se movía bien en las
relaciones internacionales y se dio prisa en firmar un acuerdo de asistencia
mutua con Francia y Reino Unido el 19 de octubre de 1939, siete semanas después
de que la Wehrmacht invadiera Polonia. No era difícil para Inönü recordar los
días de la Gran Guerra, cuando el imperio otomano se vio absorbido por Alemania
y Austria-Hungría y posteriormente fue derrotado por las potencias aliadas.
Con su experiencia política y militar, Inönü declaró la
neutralidad de Turquía desde el inicio de la guerra, pues el acuerdo firmado
con Francia y Reino Unido así lo exigía a cambio de recibir dos destructores
británicos y asesoramiento francés para la modernización de su aviación. Sin
embargo, los éxitos del ejército alemán durante los dos primeros años de la
contienda llevaron al gobierno turco a aproximarse a Berlín, lo que fue
recibido con preocupación tanto en Londres como en Washington, donde gobernaban
Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt, respectivamente. No hay que olvidar
que Churchill había recibido su mayor derrota política y militar tras el
fracaso de la operación de los Dardanelos de 1915, frente al imperio otomano, y
que sobre el mapa se repetía la misma situación que en la Gran Guerra.
Pero si Londres y Washington contemplaron con inquietud la
aproximación de Turquía a Alemania, mayor desasosiego provocó en Moscú el tratado
de amistad que el 18 de junio de 1941 firmó en Ankara el excanciller y
embajador alemán Franz von Papen. El gobierno turco recibió a cambio cuatro
submarinos alemanes y material diverso para su infantería y su aviación. Cuatro
días después comenzaba la Operación Barbarroja y la Wehrmacht iniciaba la
invasión de la Unión Soviética.
No obstante, Turquía mantuvo su posición de neutralidad y el
gobierno de Inönü resistió las ofertas del Eje, pues sabía que no podía
conducir a su país a una situación similar a la de 1918 y que no hacerlo
suponía preservar el ideario de Atatürk. Tras entrevistarse en El Cairo en
noviembre de 1943 con Churchill y Roosevelt, y de manera casi simbólica,
Turquía rompió relaciones diplomáticas con Alemania en agosto de 1944 y el 1 de
marzo de 1945 le declaró la guerra. Un detalle que las potencias occidentales
no olvidarían.
La neutralidad bélica durante la guerra había hecho olvidar
en Europa la imagen de una Turquía expansionista y contribuyó a la política de
occidentalización inaugurada por Atatürk, pero la guerra fría situó al gobierno
de Ankara en el centro de todas las preocupaciones debido a su privilegiada
situación geoestratégica. Moscú seguía vigilando de cerca los estrechos y sus
fronteras meridionales, una vez pactadas las occidentales en Potsdam (1945),
mientras que en Washington el nuevo presidente Harry S. Truman temía la
expansión de la URSS por la costa sur del mar Negro y su acceso al
Mediterráneo, el viejo sueño de los zares que el nuevo bloque occidental no podía
permitir.
Truman, que ya en las últimas semanas de la guerra había
ordenado el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki,
inventó en 1947 la doctrina que lleva su nombre para poder intervenir en
cualquier país que estuviera en peligro “por minorías armadas o por presiones
exteriores”. Es decir, que si el riesgo de “sovietización” de un país era
evidente, Estados Unidos se reservaba el derecho de intervención. Y uno de los
primeros países en beneficiarse de la “doctrina Truman” fue Turquía, que ante
el peligro de expansión de la guerra civil griega recibió de la administración
estadounidense 400 millones de dólares en ayuda económica y militar.
Turquía se encontraba hacia 1950 en la situación que Atatürk
hubiera querido contemplar: sin necesidad de reconstruir un país arrasado por
la guerra, como ocurría en Europa, miembro de la Organización de las Naciones
Unidas (ONU) desde su fundación en 1945, miembro del Consejo de Europa desde
1949 y tentado y cortejado por los dos bloques constituidos tras la contienda.
Un privilegio del que Ismet Inönü no pudo disfrutar del todo
como presidente, pues después de que el CHP perdiera las elecciones el 22 de
mayo de 1950 tuvo que ceder el puesto a Celal Bayar, que en 1946 había
abandonado el partido republicano para fundar el Demokrat Parti (DP) o Partido
Demócrata, más conservador y liberal que la formación anterior.
El nuevo estado creado y configurado por Atatürk e Inönü se
encaminaba ya hacia su integración total en Europa, pero el recorrido estaría
aún sembrado de enormes dificultades que Ankara tendría que evitar si quería
lograr el sueño de los fundadores.
La guerra fría y Chipre
Mientras Turquía avanzaba en su proceso de
occidentalización, los bloques resultantes de la guerra se organizaban
militarmente en previsión de un nuevo enfrentamiento y con el fin de
escenificar estratégicamente sus áreas de poder. Así, en 1949 quedó constituida
en Washington la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) por doce
países del “bloque occidental” –entre ellos, Estados Unidos, Reino Unido y
Francia–, mientras que el “bloque comunista” se unió en 1955 en el Pacto de
Varsovia.
La alianza militar controlada por la Unión Soviética incluía
las repúblicas socialistas de Bulgaria y Rumanía, es decir, que se asomaba al
mar Negro y limitaba con los Balcanes, por lo que antes de que se formalizara
el pacto la OTAN llevó a cabo su primera ampliación y en 1952 pudo contar con
dos nuevos socios estratégicos: Grecia y Turquía. La guerra fría podía
constituirse en una buena herramienta de europeización turca y Celal Bayar no
desaprovechó ninguna ocasión para mostrar su adhesión al bloque occidental, lo
que en Moscú siempre fue visto como una amenaza para las fronteras meridionales
de la URSS. Sin embargo, el tácito acuerdo de no agresión entre los dos bloques
permitió a Turquía mantener en relativa calma su posición geoestratégica entre
las dos alianzas.
Poco después, en 1957, seis países europeos –Bélgica,
Francia, Italia, Luxemburgo, Países Bajos y República Federal de Alemania–
firmaron el tratado de Roma para la constitución de la Comunidad Económica
Europea (CEE), embrión de lo que hoy es la Unión Europea (UE). Se abría así una
nueva puerta de entrada a la órbita europea que Turquía no podía desaprovechar,
por lo que en 1959 solicitó su adhesión a través de Adnan Menderes, primer
ministro desde 1950.
Sin embargo, la situación interna turca daría un vuelco en
mayo de 1960, cuando las fuerzas armadas –consideradas el guardián de la Atatürkçülük o ideología de Atatürk–
dieron un golpe de estado, destituyeron al presidente y al primer ministro y la
jefatura del estado pasó a estar ocupada por Cemal Gürsel. La junta militar
dictó sentencias de muerte para Celal Bayar y Adnan Menderes, de las que la
segunda fue ejecutada en 1961, mientras que la del ya expresidente fue
conmutada por la de cadena perpetua.
La OTAN no intervino en lo que consideró un asunto de
política interna turca y la CEE siguió adelante con su planificación, si bien
el golpe de estado serviría durante años para bloquear una adhesión que casi
todos los socios desaprobaban. A pesar de ello, el gobierno militar de Cemal
Gürsel firmó en 1963 el acuerdo de Ankara o tratado de asociación con la CEE,
lo que le permitió abrir una nueva vía de comercialización para sus productos y
un nuevo mercado para los países miembros.
Mientras tanto, el ejército había devuelto el poder a los
estamentos civiles, pero el golpe de 1960 supuso la consecución de diferentes
gobiernos de coalición, caracterizados por su inestabilidad, en los que
participaron tanto el CHP de Ismet Inönü y Bülent Ecevit como el Dogru Yol
Partisi (DYP) o Partido del Camino Verdadero de Süleyman Demirel. Y en 1971 un
nuevo golpe de estado durante la presidencia de Cevdet Sunay puso a Turquía en
manos de sus fuerzas armadas, siempre alerta ante cualquier desviación de la
Atatürkçülük.
La intervención del ejército en la política interna y
externa de Turquía se manifestó una vez más en 1974, durante el mandato
presidencial de Fahri Korotürk y después de que las elecciones del año anterior
hubieran dado la victoria al CHP. Bülent Ecevit se vio obligado a gobernar en
coalición con el Milli Selamet Partisi (MSP) o Partido de Salvación Nacional,
de ideología islamista, y el 20 de julio de 1974 ordenó la Operación Atila, la
invasión aeronaval de Chipre, donde el gobierno del arzobispo Makarios acababa
de ser derrocado por el movimiento que apoyaba la unión de la isla con Grecia,
es decir, la enosis que a finales del siglo XIX defendía el rey Jorge I.
Frente a la enosis de la Ethniki
Organosis Kyprion Agoniston (EOKA) u Organización Nacional de Combatientes
Chipriotas, la comunidad turco-chipriota promovió la taksim (“partición”), pues entendía que sus intereses estarían
protegidos bajo soberanía británica o turca y no bajo la griega. La EOKA contó
con el apoyo de Grecia, donde desde 1967 gobernaba el régimen de los coroneles
dirigido por Géorgios Papadópoulos, que fue quien impulsó el golpe contra
Makarios como una forma más de salvar su propia dictadura militar. En Grecia
también habían aprendido que para resolver una crisis de gobierno no hay nada
mejor que invadir otro país.
El gobierno de los coroneles cayó cuatro días después de la
invasión turca y en la isla se instauró la Kuzey
Kibris Türk Cumhuriyeti (KKTC) o República Turca del Norte de Chipre,
reconocida únicamente por el gobierno de Ankara y que mantiene hasta la
actualidad la división de la isla. La operación militar ordenada por Bülent
Ecevit evitó la anexión de Chipre por parte de Grecia, pero volvió a mostrar un
país dividido y excesivamente dependiente de sus fuerzas armadas en un momento
en el que Europa prestaba atención a la “revolución de los claveles” portuguesa
y a la tambaleante dictadura española y en el que Estados Unidos se hallaba
inmerso en las consecuencias del Watergate y la dimisión de Richard Nixon. La
división de Chipre solo había sido una consecuencia de la guerra fría, no una
causa de conflicto.
Ejército y democracia
Durante la segunda mitad de la década de 1970 ocuparon el
poder diferentes gobiernos de coalición, siempre protagonizados por Bülent
Ecevit y Süleyman Demirel. Pero en septiembre de 1980 un nuevo golpe militar
llevó a la presidencia al general Kenan Evren, relacionado con las actuaciones
que la Operación Gladio desarrollaba en Europa bajo el paraguas clandestino de
la OTAN y la Central Intelligence Agency (CIA). Esta organización paramilitar
estaba encargada de prevenir cualquier actividad comunista en Europa
occidental, y en su caso, actuar contra aquellos grupos o personas que la
promovieran. Sin que se haya podido demostrar nunca su existencia ni los hechos
que se le atribuyen en Italia, Grecia, Turquía y España, fue revelada en 1990
por el primer ministro italiano Giulio Andreotti.
El golpe dirigido por el general Evren fue el más sangriento
de los producidos en Turquía, con cientos de asesinatos y decenas de miles de
detenciones que apenas alteraron las relaciones internacionales con los países
occidentales, más preocupados entonces por el auge del islamismo y por la
invasión soviética de Afganistán. Al fin y al cabo, el gobierno militar siempre
podría servir a los intereses europeos y estadounidenses en la zona y eliminar
del primer plano a otros grupos paramilitares, como Bozkurtlar (Lobos Grises),
protegido por el Milliyetçi Hareket Partisi (MHP) o Partido del Movimiento
Nacional.
El propio régimen de Kenan Evren elaboró una Constitución
que fue aprobada en 1982 mediante un referéndum que no garantizó el voto libre,
por lo que el general se mantuvo en el poder. En 1987 solicitó formalmente la
adhesión de Turquía a las Comunidades Europeas, de las que Grecia ya era
miembro de pleno derecho, pero las potencias occidentales no podían aceptar en
su círculo socioeconómico a un país dirigido por las fuerzas armadas, ya que
ese había sido uno de los principales argumentos para retrasar la membresía de
España y Portugal hasta 1986.
El general se mantuvo en el poder hasta 1989. En ese año, la
Asamblea Nacional designó jefe de estado a quien había sido primer ministro
durante el gobierno militar, Turgut Özal, fundador del Anavatan Partisi (AP) o
Partido de la Madre Patria. El nuevo presidente decidió reforzar el potencial
económico de Turquía y sus relaciones políticas con los países europeos, pero
un infarto acabó con su vida en 1993 y la jefatura del estado recayó en quien
había ocupado varias veces el puesto de primer ministro, Süleyman Demirel.
La presidencia de Demirel inauguró un nuevo periodo de
gobiernos de coalición en los que participaron el AP, el DYP, el CHP, el MHP,
el Refah-Yol Partisi (RP) o Partido del Bienestar y el Demokratik Sol Partisi
(DSP) o Partido de la Izquierda Democrática, pero siempre vigilados de cerca
por el ejército, que en 1998 volvió a avisar a los dirigentes políticos de la
necesidad de mantener los ideales instaurados por Atatürk. No obstante, la
gestión económica de estos gobiernos de coalición resultó eficaz y supuso una
nueva aproximación a la Unión Europea, respaldada plenamente por quien sucedió
a Demirel en el año 2000, Ahmet Necdet Sezer, quien en 2005 consiguió que se
iniciara el proceso de adhesión a la UE.
En esos mismos años alcanzó gran popularidad el Adalet ve
Kalkinma Partisi (AKP) o Partido de la Justicia y el Desarrollo, considerado
conservador e islamodemócrata, es decir, el equivalente a los partidos
democristianos europeos. Fue fundado en 2001 como una escisión del RP y a él
pertenece el actual presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, que tras ser primer
ministro desde 2003 sustituyó en agosto de 2014 al independiente Abdullah Gül.
Tanto Erdogan como el AKP han sido muy criticados por un sector de la población
que los considera contrarios a la herencia de Atatürk y que practican un nuevo
otomanismo en su relación los países musulmanes moderados, a pesar de lo cual
el país ha cumplido escrupulosamente sus compromisos como miembro de la OTAN,
especialmente durante la invasión de Irak en 2003.
Al mismo tiempo, la política interna de Erdogan ha estado
dirigida a acallar las consecuencias de la represión ciudadana tras las
protestas surgidas en 2013 y a reprimir cualquier actividad del Partiya
Karkeren Kurdistan (PKK) o Partido de los Trabajadores de Kurdistán,
especialmente desde que el Halklarin Demokratik Partisi (HDP) o Partido
Democrático de los Pueblos logró entrar en el Parlamento tras las elecciones de
junio de 2015. No obstante, la principal crítica a Erdogan procede de los
países occidentales, que le reprochan su pasividad –cuando no su connivencia–
ante las actividades terroristas del Estado Islámico.
El largo camino hacia Europa
Turquía es hoy un país cuya población supera los 77 millones
de habitantes, de los que el 78 % conforma su población activa, dedicada
principalmente a la agricultura, producción textil, industria automovilística y
servicios turísticos. Tras las reformas impulsadas por el Fondo Monetario
Internacional (FMI) en 2002-2003, los índices económicos han crecido hasta
rivalizar con los de China e India, miembros también del G-20. A finales de
2015, su tasa de desempleo era del 10,1 %, equivalente a la de Francia. Sus
principales socios comerciales se encuentran en la Unión Europea, además de
Rusia, Estados Unidos y China. También Europa es el destino de la mayoría de
emigrantes turcos, que eligen Alemania y Dinamarca como lugar de asentamiento,
donde forman las minorías de población más numerosas.
El 99 % de la población turca es musulmana, principalmente
suní, si bien el laicismo implantado desde la fundación de la república está
reconocido en la Constitución. No obstante, algunos partidos políticos no
ocultan su islamismo moderado, que en no pocas ocasiones ha sido causa de
fricciones internas a pesar de que las comunidades religiosas no pueden
participar en procesos políticos. El uso del hiyab –velo que cubre la cabeza y
el pecho de las mujeres musulmanas– está expresamente prohibido, así como el
uso de símbolos religiosos en edificios públicos, escuelas y universidades.
El ejército turco es el segundo más grande de los países
miembros de la OTAN, en el que todos los ciudadanos varones aptos deben servir
durante un periodo que oscila entre las tres semanas y los quince meses. Aunque
las fuerzas armadas turcas se han considerado a sí mismas guardianas del
espíritu secular y democrático establecido por Atartük y han intervenido con
frecuencia en la política estatal para velar por estos principios, hoy existe
un equilibrio entre el poder civil y militar que ha alejado de la sociedad
turca el riesgo de golpe de estado, tan presente en las últimas décadas del
siglo pasado.
En cuanto a sus relaciones exteriores, la invasión de Chipre
en 1974 y la posterior creación de la República Turca del Norte de Chipre
siguen suponiendo un obstáculo para la normalización de su diplomacia,
especialmente con Grecia, país con el que mantiene diversos contenciosos
derivados del mar que sus costas comparten, el Egeo. Los diversos planes
impulsados por la ONU para resolver la división del territorio chipriota y
constituir en la isla una federación de dos estados no han resultado
satisfactorios hasta la fecha.
Sus históricas relaciones con los países balcánicos le han
llevado a participar en diversas misiones de paz y en todos los procesos de
reconstrucción y estabilización diseñados por la ONU y la Unión Europea. La
misma voluntad de acercamiento es la que mantiene con Rusia desde la disolución
de la URSS, a pesar de intermitentes desacuerdos en las fronteras del Cáucaso y
diferencia de criterios en relación a Oriente Próximo.
En cuanto a Estados Unidos, la conferencia de El Cairo de
1943, la aplicación de la “doctrina Truman” en 1947 y el ingreso en la OTAN en
1952 sellaron una amistad que en la segunda mitad del siglo XX se tradujo en
cuantiosas ayudas económicas y militares, por parte estadounidense, y en el
apoyo del ejército turco durante la guerra de Corea y la guerra del Golfo. La
administración norteamericana nunca perdió de vista la importancia
geoestratégica de Turquía durante la guerra fría y sigue considerándolo un socio
importante en la siempre conflictiva zona de Oriente Próximo, por lo que
mantiene activa una base aérea en su territorio.
La relación de Turquía con la Unión Europea sigue influida
por la disputa chipriota, a pesar de lo cual en 1996 entró en vigor la unión
aduanera que permite la libre circulación de productos y mercancías y en 1999
fue confirmado su estatus de país candidato a la adhesión. No obstante, el
Consejo Europeo advirtió al gobierno de Ankara de que eran necesarias muchas
reformas estructurales y políticas, en especial las relacionadas con los
derechos humanos, para que Turquía se convirtiera en miembro de pleno derecho
de la UE.
En 2005 el Consejo de la Unión Europea abrió oficialmente
las negociaciones con Turquía, condicionadas a la retirada del norte de Chipre.
Sin embargo, los obstáculos para su entrada en la UE no parten solo de Chipre,
sino también de Alemania y Francia, que temen un notable incremento de la
emigración turca. Por otra parte, no hay que olvidar que el 95 % del territorio
turco se encuentra en Asia –la Unión Europea solo permite la entrada de países
europeos– y que el 99 % de su población es musulmana, mientras que todos los
miembros de la unión son de tradición cristiana. Se trata de un problema
cultural que inquieta a la mayoría de los gobiernos continentales, que temen
conflictos étnicos y religiosos derivados de la afluencia migratoria y del
sentimiento antimusulmán propagado desde los atentados yihadistas de Nueva York
(2001), Madrid (2004), Londres (2005) y París (2015).
También hay que tener en cuenta que Turquía se convertiría
en el segundo país más poblado de la UE después de Alemania, por lo que
obtendría también este mismo lugar en el Parlamento Europeo. Tras las últimas
elecciones de 2014, Alemania pudo sumar 96 escaños de 751, mientras que a
Francia le correspondieron 74 y a Reino Unido 73, los mismos que a Italia. Por
lo tanto, y teniendo en cuenta su censo, Turquía sería el segundo país más
importante de la Eurocámara, con unos 85 escaños.
De modo que independientemente de la división chipriota, que
el gobierno de Ankara mantiene como una cuestión irredenta de política interna,
los principales impedimentos para que Turquía se convierta en miembro de pleno
derecho de la Unión Europea se centran en el reparto de poder y en su identidad
étnica y cultural, de difícil encaje en una Europa anclada en el cristianismo.
Y el principal obstáculo está en que Ankara y Atenas pueden llegar a alcanzar
un acuerdo sobre Chipre, pero nada se puede modificar en relación a las
creencias y la población.
No obstante, y a pesar de este complicado mapa de relaciones
diplomáticas, no hay que olvidar que Turquía tiene un importante papel en la
nueva “ruta de la seda”, es decir, en la red de gasoductos y oleoductos que
desde Rusia y el Caspio desembocan en Europa y para la que el control del mar
Negro resulta fundamental. Asimismo, las fronteras orientales y meridionales
turcas hacen del gobierno de Ankara un aliado necesario para los países
europeos, cuya dependencia energética no conoce aún alternativas. El gas y el
petróleo son hoy las llaves que abren todas las puertas.
De Damasco a Berlín
Acostumbrados como estamos a los guiños que en ocasiones la
historia realiza y a los extraños caminos por los que a veces la diplomacia
discurre, es probable que Turquía acabe entrando en Europa no a través de los
estrechos ni de los países balcánicos como en el siglo XV, y ni siquiera
mediante acuerdos económicos o políticos con sus socios preferentes, sino
gracias a un vecino meridional y antiguo componente de su imperio: Siria.
La guerra civil iniciada en 2011 como un enfrentamiento
entre las tropas gubernamentales del presidente Bashar al-Asad y diferentes
grupos de oposición ha ocasionado ya la muerte de 300.000 personas y tres millones
de desplazados que buscan refugio en cualquier rincón alejado del conflicto, de
los que decenas de miles llegan a Europa desesperados en busca de un lugar en
el que subsistir. Pero esta guerra, que ha vuelto a demostrar la indiferencia
de Occidente ante un drama de proporciones mayúsculas, tiene ya un protagonista
que sí ha causado una honda preocupación en los gobiernos europeos: el Estado
Islámico, Daesh (al-Dawla al-Islamiya al-Iraq al-Sham) o ISIS (Islamic State of
Iraq and Syria).
Sembrado en tiempos de la Primera Guerra Mundial y
perfectamente alimentado durante cien años de errores occidentales en Oriente
Próximo –desde la colaboración estadounidense con los muyahidines afganos a
partir de 1980 y la guerra del Golfo en 1991 hasta la invasión de Irak en
2003–, el radicalismo islámico encontró en Al Qaeda y Al Nusra, primero, y en
el ISIS, después, la forma de combatir a las potencias occidentales y de
implantar su ideología fundamentalista basada en la yihad y el wahabismo. Los
suníes del ISIS no solo combaten a las fuerzas sirias, sino que tratan de
extender en Siria e Irak su propio sistema de gobierno frente a los chiíes y el
movimiento kurdo, lo que es visto con complacencia por otros estados de Oriente
Próximo, entre ellos Turquía.
El Estado Islámico encuentra sus fuentes de financiación en
los países donde la rama suní es mayoritaria, como Arabia Saudí –interesada en
contener la belicosidad iraní–, en la extorsión a las grandes fortunas de los
“petroestados” y en la venta de crudo procedente de los campos petrolíferos que
se encuentran bajo su control y que comercializa a través de terceros países,
entre ellos Turquía. De modo que el gobierno de Ankara se ha encontrado en los
últimos tiempos con dos herramientas que pueden resultarle muy útiles en su
aproximación a Europa: su conexión con las finanzas del ISIS y su capacidad
para convertirse en una barrera frente a los miles de refugiados que cruzan su
territorio para llegar a Europa.
En toda guerra hay un actor que se beneficia de ella y en
este caso puede ser Turquía, pues la Unión Europea ya ha acudido a ella –sobre
todo después de los atentados de París en noviembre de 2015– para que deje de
adquirir crudo procedente del Estado Islámico y para que “tapone” la salida de
refugiados que cruzan Anatolia para poder llegar a los países balcánicos,
Hungría, Austria y Alemania. Naturalmente, el gobierno de Erdogan, como
cualquier otro, no está dispuesto a acceder desinteresadamente a estas
reclamaciones y exige contrapartidas políticas y económicas. Como miembro de la
OTAN, estaría obligado a actuar en caso de que otro país miembro de la alianza
fuera atacado, pero las cláusulas de compromiso incluidas en la carta atlántica
están lejos de ser activadas y el presidente de Estados Unidos, Barack Obama,
contempla el conflicto sirio desde Washington sin querer repetir los errores de
sus antecesores.
Por su parte, la Unión Europea ya ha comenzado a inyectar
importantes sumas de dinero en las arcas turcas y muchos de sus miembros, entre
ellos Alemania, han dejado abierta la posibilidad de que la colaboración de
Ankara pueda ser compensada con una aceleración de las negociaciones para que
Turquía se convierta en miembro de pleno derecho del club europeo, si bien la
complejidad de las mismas supera incluso la voluntad de Angela Merkel, Bruselas
y Berlín. No obstante, tampoco sería correcto deducir de las reacciones bajo el
shock parisino una modificación inmediata y sustancial de las posturas de ambas
partes, pero es ya un hecho que las consecuencias de la guerra siria están
abriendo una nueva ruta para las pretensiones turcas.
Es muy probable que a lo largo de la próxima década Turquía
ingrese en el anhelado círculo europeo, pues las circunstancias geoestratégicas
así lo aconsejan y el avispero mesopotámico no lleva camino de encontrar una
solución que no pase por las llanuras de Anatolia. Así, el estado heredero del
centenario imperio otomano que inauguró los tiempos modernos con su entrada en
Constantinopla y generó el pánico de la cristiandad ante las puertas de Viena,
recorrerá por fin el último tramo del camino y ocupará el lugar que en el
corazón de Europa la historia le tenía reservado.
Fran Vega (Logroño,
España, 1961) cursó estudios de Filosofía y Biblioteconomía, pero su
trayectoria profesional ha estado siempre vinculada al sector editorial
barcelonés, en el que ha dirigido cuatro empresas y numerosos proyectos durante
los últimos veinticinco años. Su interés por el análisis histórico, político y
social le ha llevado a participar en diferentes obras y medios de comunicación.
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