Nueva York N° 1 ✆ Charles Sheeler |
También, claro, Nueva York, aunque en su caso es difícil señalar un título o un autor que destaque sobre el resto. La causa hay que buscarla en el hecho de que su esplendor ha coincidido con un período en el que la hegemonía simbólica no la ha tenido la novela, como en el siglo XIX, sino la fotografía y el cine.
Nada de ello quita, por supuesto, que se hayan escrito extraordinarias novelas ambientadas allí. Muchas, en realidad. Yo destacaría las autobiográficas de Henry Roth, Llámalo sueño y A merced de una corriente salvaje, pero no sabría impugnar la decisión de quien eligiera, por citar otras, Manhattan Transfer de Dos Passos, El gran Gatsby de Fitzgerald o Submundo de DeLillo.
Nueva York es una ciudad literaria y aún más una ciudad
cinematográfica. Los viajeros que la visitan por primera vez repiten siempre lo
familiar que les resulta todo, desde las avenidas y los parques a los
rascacielos, protagonistas de tantas películas. Las vistas más conocidas son,
desde luego, las aéreas. La línea de edificios descomunales que proporciona a
la congestionada isla de Manhattan su silueta característica viene a ser para
el espectador contemporáneo lo que durante siglos fue el perfil de Venecia, con
el palacio ducal, las cúpulas de la Basílica de San Marcos y el campanile. Fotografía y cine han hecho
la labor reservada antaño a la pintura. Pero no es la única coincidencia entre
estas dos ciudades míticas, opulentas y cosmopolitas. Félix de Azúa señala en
el libro citado que así como “Venecia encarna
el esplendor perdido de un pasado constantemente muerto”, Nueva York
ha sido hasta la mitad del siglo pasado
“símbolo de un futuro constantemente presente”. Una es el paraíso de los
nostálgicos, la otra el sueño de los futuristas. Sin duda no es casual que la
mejor perspectiva para observar las singularidades urbanísticas de ambas
ciudades la proporcionen la góndola y el avión. Claro que también para
comprender sus temores: al acqua alta,
fenómeno derivado de las obras acometidas en la laguna de Venecia para
facilitar el acceso a los trasatlánticos; o al ataque desde el aire, espacio
por el que, lejos de lo que creía Mumford, no transitan sólo ángeles y
pacíficos aviadores.
Skyline ✆ Charles Sheeler |
Aunque de Nueva York se puede decir lo que dijo Tácito de
Roma (“un lugar donde todo lo malsano y
criminal que existe en el mundo afluye y se propaga”), durante mucho tiempo
fue sólo el punto de llegada de los emigrantes oriundos de Europa. Estos
debieron de sentir una profunda emoción al entrar en la bahía del Hudson y
divisar (desde 1886) la Estatua de la Libertad. Pocos se equivocarían tomando
la antorcha por una espada como le pasó a Karl Rossman, protagonista de El
desaparecido (América), de Franz Kafka. Estados Unidos era la tierra de la
libertad y la igualdad, y su Constitución, cuyos cien años celebraba
precisamente la estatua, una materialización de los ideales ilustrados. La
antorcha simboliza la luz que rompe las tinieblas. Sólo un personaje de Kafka
sería capaz de ver otra cosa.
Radiator building at night ✆ Georgia O´Keeffe |
Claro que Kafka tenía un don y de la misma manera que la masa
de cristal en que consiste hoy el centro financiero de la ciudad ha resultado
mucho menos transparente de lo que creíamos, nada impide que la antorcha que
porta Miss Liberty se metamorfosee
cualquier día en espada flamígera o tea incendiaria.
Nueva York es inconcebible sin el ascensor. Desde que Elisha
Otis lo inventó, la ciudad ha crecido siempre hacia arriba. Centenares de
torres de Babel compiten entre sí en una carrera por alcanzar el cielo.
Semejante barullo, símbolo de lo que se ha llamado “cultura de la congestión”,
constituye un canto a la libertad. Frente al modelo planificador tan estimado
por la arquitectura de vanguardia y la política totalitaria, dominan allí la
especulación y el caos. El resultado es un tótum
revolútum donde lo mejor y lo peor se confunden. “Jungla de asfalto”, la
llaman algunos. En esta jungla en la que parece imposible no satisfacer el
deseo, cualquier deseo, lo que sucede siempre es más de lo que puede
experimentar cada individuo. Tal excedente de realidad, llamativo en
una época con las dificultades metafísicas de la nuestra, es uno de los
alicientes de la ciudad y, para muchos, su principal atractivo. En Nueva York
es fácil sentirse igual que el prisionero de Platón a medida que va avanzando
en el interior de la caverna y descubriendo que la verdadera realidad no
coincide con lo experimentado anteriormente. El lado feo de esta abundancia de
cornucopia es el alto precio a pagar por ella, tan alto que se ha dicho que no
hay otro lugar en el mundo tan malo para llorar como Nueva York. Los
expresionistas abstractos, cuyos recursos plásticos y formales eran ridículos
comparados con su exuberancia retórica, lo más que lograron fue describirla como
un no-lugar.
River, New York ✆ Georgia O´Keeffe |
Hasta mediado el siglo XX el crecimiento de Nueva York no
fue vivido como algo perverso. Rascacielos y fábricas, fruto de la máquina y la
ciencia, representaban el poder de una sociedad que se elevaba por encima de
las anteriores igual que lo hacían sus edificios. El calvinismo de la elite
americana, con su identificación de virtud, éxito profesional y riqueza,
favorecía dicha visión.
¿Acaso se barre el mar? Pugnando palmo a palmo por conseguir
cotas más altas, las colosales moles de Manhattan iban transformando la ciudad
en expresión del sueño americano. Ni siquiera la antigua Roma podía compararse
con ella. Tras la Segunda Guerra Mundial, con Europa sumida en una crisis
profunda, el proceso daba la impresión de completarse. Nueva York era la
capital del mundo. Los habitantes de sus faústicos edificios no sólo
compraban un pedazo de cielo, sino que adquirían con ellos el derecho a
considerar su perspectiva de las cosas la perspectiva universal. A fin de
cuentas, sólo las que pasaban allí eran realmente significativas. Lo que
ocurriera en el resto del mundo –“provincias” habría dicho un madrileño–,
carecía de interés histórico. El estilo de vida neoyorquino y los productos de
consumo asociados a él comenzaron a distribuirse por doquier en copias anodinas
igual que en la antigüedad romana los bustos de mármol de los emperadores y los
peinados de fantasía de sus esposas. En poco tiempo, el jazz, la Coca-Cola y el arte abstracto, estilo genuinamente
neoyorquino que aspiraba a rematar una historia nacida en la época en que
alguien trató de conjurar sus miedos pintarrajeando la pared de alguna caverna,
se convirtieron en señas de identidad de época. La sospecha de que todo esto
fuera efecto de una codicia sin límites y no de un espíritu moralmente superior
tardó en aparecer, pero cuando lo hizo las consecuencias resultaron
devastadoras. Ya lo había advertido Boecio en el libro con el que procuró
consolarse de las penalidades de la cárcel: “en
todo infortunio la peor desgracia es haber sido feliz”. Bajo la bella
máscara de la democracia de la que tan orgulloso se sentía el pueblo americano,
apareció la cara desfigurada de una plutocracia imperialista en la que
resultaba difícil no percibir sus facciones. Nueva York, como la torre de Babel
el día que Dios hizo añicos la unidad del lenguaje, no era la encarnación del
progreso, la libertad y la justicia, sino otro escenario más del sempiterno
combate entre el bien y el mal.
City Night ✆ Georgia O´Keeffe |
Tipos enloquecidos hasta el paroxismo por la codicia, el
deseo y la ambición de poder, los tres motores de la sociedad capitalista,
habían interpretado a su estilo el sueño de los fundadores convirtiéndolo en
pesadilla para esa masa anónima que vaga a ras de tierra con el único propósito
de no verse engullido por ella.
El descubrimiento de la urbe como laberinto y abismo no
alcanzó sin embargo al gran arte representado a mediados de siglo por la
llamada “escuela de Nueva York”. La ortodoxia estética había impuesto la idea
de que cualquier obra anclada en la representación figurativa estaba fuera de
lugar y, por tanto, el tema resultaba inabordable. Pollock, de Kooning o Rothko
eran demasiado profundos para dejarse distraer por las fastidiosas interferencias
de lo real. Aunque hablaban del malestar del universo, la inanidad del ser y el
declive de la civilización, su pintura se situaba fuera de cualquier marco
lingüístico inteligible. Si tenían algo que decir sobre Nueva York como
artistas, no lo dijeron, o lo dijeron de manera que la traducción de sus
visiones al lenguaje común resultó decepcionante. La posibilidad de que en una veduta de Canaletto hubiera más verdad
que en sus composiciones les hubiera horrorizado y eso que era la época en que
la distancia entre el genio y el retrasado empezaba a recortarse rápidamente.
Uno de los tópicos del momento es que el saber se alcanza al transmutar el
dolor en conocimiento, nunca el placer. Claro que si huir de la realidad puede
ser un camino cuando se aspira a la santidad, no lo es, desde luego, si lo que
se busca es la lucidez.
Quienes sí se atrevieron a representar el declive de los
ideales que encarnaba Nueva York fueran los ilustradores gráficos, artistas que
no dependían del juicio de los críticos y que tenían la costumbre de poner en
sus obras todo lo que les interesaba. Su forma de ver las cosas acaso no fuera
tan profunda y sincera como la de sus geniales colegas abstractos, pero al
menos era una visión capaz de ofrecer a los americanos los símbolos que jamás
descubrirían en las galerías. Hoy esos símbolos se han convertido en patrimonio
de la humanidad. Batman, Superman, Spiderman pertenecen a la mitología laica
global. Verdad que no son dioses, sino hombres que han superado la condición
humana y la disimulan bajo un disfraz o una máscara, pero justo por eso
interesan al público de todas partes. La potencia de los superhéroes, sueño de
los transhumanistas, constituye el remedio mítico a los problemas de sociedades
sumamente complejas en la que la ley parece incapaz de garantizar la justicia y
el bien. Claro que esto, de un modo u otro, ha sido así siempre. El hombre no
vive en el paraíso. Las lamentaciones sobre la imperfección de la sociedad
retornan constantemente. Por lejos que vayamos, hay que volver a puerto y
remendar las redes. Gotham, la Babilonia de Batman, es esa Nueva York corrupta
que recuerda a la Roma papal aborrecida por los luteranos. En vez de cardenales
decadentes, cínicos plutócratas tejedores de chanchullos que han sustituido la
púrpura y el crucifijo por el manto de terciopelo de la solidaridad.
Macdougal Alley ✆ Charles Sheeler |
House of cards, castillo
de naipes, se titula una serie televisiva de moda consagrada a explorar los
tejemanejes del poder. Ese es el mundo, nuestro mundo, aunque el lector
prevenido y el agudo televidente deben contar con la posibilidad de que sea
sólo una interpretación del mundo, efecto del narcisismo, esa anomalía
ultramoderna a la que son proclives aquellos que únicamente consideran
aceptable su propio reflejo.
Windows ✆ Charles Sheeler |
De cualquier forma, y para concluir, el momento en que Nueva
York no era aún “el erizo trágico” de Le Corbusier, sino una suerte de Camelot
lleno de torres medievales, pasó hace mucho y no cabe regresar a él. Por eso
pocos recuerdan a Charles Sheeler, único paisajista, con Georgia O’Keeffe, que
atisbó en Nueva York algo así como una belleza clásica.
José María Herrera es
doctor en filosofía y profesor. Ha publicado gran cantidad de artículos
periodísticos y académicos así como seis libros: 'María Zambrano', 'Dardos
Fallidos', 'Doce cuentos de Ronda y un epílogo heroico', 'El libro del Génesis',
'Venecia Galante' y 'El funeral del Emperador'. En los últimos años se ha dedicado
fundamentalmente al estudio de la cultura veneciana. Fruto de esa investigación
son 'Los archivos de Alvise Contarini'.
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