Lenin ✆ Petr Vasilevich Vasilev |
Por una parte, sus ideas no constituyen ejercicios
intelectuales desentendidos de las incidencias, los intereses y las pasiones de
las vidas humanas y de las sociedades, y sus movimientos no son órganos
sociales de existencia circunstancial o esporádica, formados para ejercer
presión, negociar o amotinarse respecto a cuestiones concretas o coyunturas,
sin aspirar a derrocar al orden vigente y sustituirlo por otro nuevo. Por otra
parte, deben romper la tendencia de sus propios miembros y simpatizantes a no
avanzar mucho más allá de la reproducción habitual de la vida social, y deben
prefigurar en medida apreciable un mundo y una vida nuevos que puedan ser
atractivos y lleguen a ser sentidos y pensados, en grados altos.
Por consiguiente, los bolcheviques debieron también cumplir
con esos requisitos. Su origen estuvo en la pertenencia a las corrientes
europeas opuestas al capitalismo y asumieron la identidad de los trabajadores
del sistema capitalista como base social de su organización política. Aquellas
corrientes tenían una larga historia de manejo de ideas acerca de la sociedad,
vinculada íntimamente con el conjunto del pensamiento social europeo que
llamamos moderno. Esas corrientes le daban gran importancia al papel de los
fundamentos intelectuales como una guía necesaria cuando se quieren poner en
práctica los ideales con efectividad. En realidad, estaban demasiado influidos
por los principios de la comunidad intelectual europea en cuanto al análisis,
las concepciones y los temas de debate acerca de las sociedades, y por las
revoluciones contra el antiguo régimen en cuanto a sus prácticas. Veían la
relación entre teoría y práctica de manera simple, reducida a pensar
acertadamente y obrar en consecuencia. Sus actos intelectuales estaban regidos
o animados por las ideas de perfectibilidad y de racionalidad respecto al orden
existente, más que por las de conflicto antagónico y subversión completa del
sistema, que deben ser inherentes a una actitud comunista.
El marxismo era la concepción que obraba como base y como
aparente unificadora de numerosas organizaciones opuestas al capitalismo
europeo creadas a partir de los años setenta del siglo XIX. En ellas, todos se
referían al fundador, Carlos Marx, como guía superior del pensamiento y de la
actuación. Pero al constituir y desarrollar su práctica política, habían
subordinado sus ideas a un canon ideológico principal del conocimiento dentro
del sistema de dominación europeo, el cientificismo, y le atribuyeron al
marxismo un carácter científico. Creían que eso le otorgaba infalibilidad a sus
axiomas y acierto a sus estrategias, y aunque eso no era cierto, fortalecía la
confianza de los seguidores en sus organizaciones. Es natural que asumieran
también otra base principal ideal del sistema capitalista, el evolucionismo.
El contenido de la teoría, las tesis fundamentales y la
propuesta de Marx tenían un ámbito universal, y el presupuesto universal era
central en su comprensión de las relaciones e instituciones esenciales del
capitalismo, su expansión a escala planetaria, la contradicción antagónica que
se desarrollaría, las características principales de la conciencia y la
organización de clase proletarias y la revolución proletaria mundial que ellas
debían desencadenar. Si se quiere conocer bien el marxismo de Marx y su
trascendencia, es imprescindible manejar esto, que aquí tengo que limitarme a
mencionar.
Pero las prácticas políticas marxistas fueron cada vez más
particulares, y se sujetaron al nacionalismo y los Estados nacionales, lo que
conllevó un alejamiento de los ideales originarios del socialismo europeo.
Organizados en partidos legales y en federaciones sindicales, la mayoría abandonó
los principios revolucionarios, se subordinó al dominio de la burguesía y sus
Estados, practicó el reformismo y fue cómplice del colonialismo europeo. El
marxismo fue despojado de su esencia y expuesto en formas políticamente
correctas. Unos entendían la teoría marxista como fundamento ideal del
reformismo y la convertían en un corolario perfeccionista de la cultura y la
sociedad capitalistas; otros simplemente la usaban como unificador ideológico
de sus actuaciones inmediatas políticas y sociales. Suprimido el
enfrentamiento, el constitucionalismo socialista estaba en desventaja respecto
al nuevo constitucionalismo liberal.
La base de las ideas y los movimientos socialistas había
estado en las resistencias y las rebeldías de gente del pueblo, explotadas o
excluidas, que aprendieron en la terrible escuela de la modernidad que la
esperanza no estaba en el pasado, sino en el futuro. A lo largo del siglo XIX
aspiraron a acabar con la propiedad privada, la opresión estatal, la religión
como opio para el pueblo, el desvalimiento y la ignorancia, y a construir un
socialismo de autoadministración comunal, soberanía local, feminismo, acción
democrática popular, federaciones y sufragismo. Los socialdemócratas renegaron
de la utopía, y dejaron en pie solamente frases y rituales vacíos. Hasta 1917,
sentirse socialista en Europa se limitaba a practicar el activismo sindical y
algunas actividades políticas, movilizarse por “demandas inmediatas” y mejoras
en la calidad de la vida –por ejemplo, el urbanismo de la época aportó el
barrio obrero–, y buscar satisfacciones desde la pertenencia a un ideal
organizado. O admirar al socialismo como ideal de los trabajadores y los
pobres, acicate para adquirir educación y algún ascenso social, y creencia que
aseguraba que el progreso llevaría a un mundo futuro sin capitalismo.
El joven Ulianov se unió a la corriente marxista rusa
seguidora de la formulación universalizante de Marx, que postulaba que el país
estaba desarrollando el capitalismo y la contradicción fundamental pronto sería
la de la clase obrera contra la burguesía, pese al predominio evidente del
campesinado en el país. Sin dudas, Ulianov tuvo que valerse del paradigma
marxiano frente al legado revolucionario tremendo de su hermano Alejandro, que
caló en él tan profundamente, y frente al mundo que vivía, el de la cultura
rusa. Después de doce años de activismo, militancia, prisión y destierro, al
salir de Siberia en 1900 era un gran conocedor de la teoría de Marx y tenía
alguna relevancia, como autor de un libro de título expresivo: El desarrollo del capitalismo en Rusia.
Pero fue su práctica política la que lo impulsó a criticar tanto al populismo
como a las variantes legal y economista dentro del marxismo ruso. Y a inventar
una forma nueva de paso de la propaganda a la agitación revolucionaria: Iskra,
un periódico organizador de células clandestinas y orientador ideológico
proletario.
El aporte decisivo de Lenin respecto a la teoría de Marx en
esa etapa no fue desarrollarla, sino interpretarla en un sentido revolucionario.
Es cierto que la fase capitalista es inevitable, pensaba, pero hay que
introducir en la clase proletaria que crece la conciencia y la organización que
los comience a capacitar, desde el inicio, para llegar a derrocar al
capitalismo, no a convertirse en su ayudante de izquierda. Rusia tiene un
régimen autocrático y un retraso enorme en su sistema capitalista; de acuerdo,
pero el movimiento revolucionario debe llegar a ser dirigido por la
organización proletaria, aunque la revolución que triunfe tenga que realizar
todavía las tareas del desarrollo capitalista. Para resolver tales paradojas no
se puede depender de las llamadas leyes objetivas, hay que crear órganos que
las enfrenten y las subviertan. Ese es el sentido último del partido
bolchevique: convertir lo imposible en posible y hacerlo realidad, forzar la
realidad y obligarla a parir hechos, conductas y visiones revolucionarias de
verdadera liberación humana y social.
Desde su origen, el partido revolucionario de Lenin encarnó
la unión entre la utopía del socialismo liberador y las tareas más inmediatas,
entre la determinación personal del militante que enfrenta eterno trabajo,
riesgos y sacrificios a partir de los grandes ideales, y la organización y la
disciplina que sirven como vehículos para que esa determinación del individuo y
esos ideales del colectivo sean eficaces. Una revolucionaria de la talla de
Rosa Luxemburgo hizo aportes al advertirle a Lenin los riesgos implícitos en
aquel modo de ser y operar, pero aquella organización que él creó no tiene nada
que ver con el partido en que degeneró, instrumento político y de mando de una
nueva dominación de grupos erigida en nombre del socialismo, con un sistema
ideológico basado en imposiciones y obediencia. Un joven clandestino georgiano
de escasa instrucción escribió en diciembre de 1901, feliz en su fervor por el
nuevo partido que le permitirá pelear con organización y conciencia: “Solo un
gran objetivo puede engendrar una gran energía”.
Lenin reiteraba la necesidad de una vinculación íntima entre
la política y la teoría. Pero no fue en esas declaraciones donde estuvo su
acierto, sino en haberse convertido en un maestro permanente de la práctica
política, que velaba por las personas, los detalles, la estrategia y la táctica
y lo esencial de cada coyuntura, y que analizaba siempre las situaciones
concretas, sin perder jamás de vista al movimiento en su conjunto y sus
objetivos mediatos y trascendentes, y sin ceder jamás en las cuestiones de
principios y en los ideales revolucionarios.
No he encontrado mejor elogio de aquella falange
revolucionaria que un tributo de profesional que le hace un enemigo, este
fragmento de un informe interno de la policía zarista: “Los elementos, las
organizaciones y los hombres que rodean a Lenin son los más enérgicos, los más
audaces y los más capacitados para la lucha sin desmayo, la resistencia y la
organización permanentes”.
Quince años median entre ¿Qué hacer? y 1917, y no pueden entenderse la obra ni la vida
de Lenin en ese lapso si se las estudia separadas. Permítanme recordar un
intento modesto, pero lúcido: el seminario “El pensamiento de Lenin y las
revoluciones”, que celebramos en el Departamento de Filosofía de la calle K
hace casi medio siglo. Todas las semanas durante dos años discutimos los
materiales que estudiábamos y nuestros criterios, los escritos y los actos de
Lenin, pero también escritos y actos de los demás implicados en la historia de
Rusia del primer cuarto del siglo XX; las ideas y las pasiones, los conflictos,
los intereses, los ideales, los grupos, al mismo tiempo que los
acontecimientos, los procesos y las etapas discernibles.
El bolchevismo no tuvo parte en la caída del zarismo, pero
su líder marchó raudo a Rusia, a tratar de enseñarle algo a la Revolución. Ayer
comentamos el modo tan radicalmente revolucionario como Lenin unió la práctica
política y la teoría en sus Tesis de
Abril, un verdadero escándalo para los cuadros bolcheviques que no lograban
quitarse la camisa sucia de la socialdemocracia. Y a lo largo del taller hemos
venido presentando y debatiendo al Lenin de aquel año diecisiete. Vimos al
líder entregado como nunca antes a las urgencias de la práctica política
revolucionaria. Entonces, me pregunto: ¿por qué escribe, oculto en Finlandia, El Estado y la Revolución?, ¿qué
pretendió con aquel ensayo inconcluso?, ¿qué lugar quería que tuviera respecto
a la quemante práctica política del momento? ¿Por qué, en esta precisa
circunstancia, rescatar en detalle la teoría del Estado de Marx, ponerla en el
centro de la polémica y defender su carácter revolucionario comunista? ¿Es que
Lenin desconfiaba de un exceso inmediatista? ¿Para qué abordar el programa
máximo cuando dentro de su propia dirección le están reprochando que su
política es aventurerista? ¿Les sube la parada? ¿O es mucho más que eso?
Dejo esas preguntas como un insumo más para debates, porque
mi tiempo pronto se acabará. Y me conformo con un breve comentario acerca de
una de las aproximaciones que se pueden hacer a esta obra.
El prefacio brevísimo de El Estado y la revolución comienza afirmando que “la guerra
imperialista ha acelerado y agudizado… el proceso de transformación del
capitalismo monopolista en capitalismo monopolista de Estado”. Pero en la
situación creada, añade, “se gesta, a todas luces, la revolución proletaria
internacional”. La actualidad, en sentido histórico, ligará ambos términos y,
por consiguiente, es vital plantearse qué hará la revolución proletaria con el
Estado, para que su poder sea realmente proletario anticapitalista –Lenin
reitera que la cuestión del poder es la central en la política–, y para que el
proceso liberador avance realmente hacia el logro de sus fines últimos.
Igual que Bolívar, Martí o Fidel, Lenin pudo parecerles un
iluso a sus contemporáneos, y puede parecerle ilógico o chocante al que hoy se
queda en la superficie al leerlo, cuando, encontrándose en condiciones
sumamente desventajosas, planteaba los rasgos y los problemas del gran
escenario futuro, y aseguraba así que ese tiempo vendría. En realidad, este
libro es un ejemplo señero de la unión entre la utopía y las tareas más
inmediatas, entre la política y la teoría, y del valor y la procedencia
prácticos y teóricos que ella posee. Me recuerda al Carlos Marx de 1875, de la Crítica del Programa de Gotha, apenas al
inicio del largo camino de la socialdemocracia, advirtiéndoles a los marxistas
que de ahora en adelante su enemigo principal será la república democrática
capitalista, y dejándoles un esbozo singular del proceso que podría llevar a la
humanidad hacia el comunismo.
Tendremos que vérnosla con el Estado, les dice Lenin a sus
compañeros y a los que vendrán, cuando el poder parece algo muy lejano: el
Estado de la nueva era, la era del imperialismo y las revoluciones socialistas.
Con el Estado nos veremos y sin el poder sobre él no sobreviviremos; pero
tendremos que aprender a usarlo como instrumento de liberación o naufragaremos
en él; desde el inicio ya el Estado no podrá ser lo que fue, o al final formará
parte de la liquidación de la revolución.
Casi cincuenta años después, Ernesto Che Guevara, oculto en
Praga, volverá a estudiar y anotará El
Estado y la Revolución. Está entregado a la misión que ha asumido respecto
a la necesidad urgente de hacer la crítica y emprender el desarrollo de la
teoría revolucionaria, al mismo tiempo que, con el arma en la mano, intenta
impulsar la revolución en el mundo para ayudar a forzar la situación a favor
del campo popular y de la causa cubana. Che había publicado su síntesis de la
utopía y la práctica política, su manifiesto comunista, El socialismo y el hombre en Cuba,
veinte días antes de partir. Al fin se han puesto al alcance de todos estos
apuntes suyos, hace cuatro años. Invito a tener en cuenta el tema que estoy
abordando al leerles el comentario final que hizo el Che a aquella lectura
suya:
Este libro es como una Biblia de bolsillo para los
revolucionarios. La última y más importante obra teórica de Lenin donde aparece
el revolucionario integral y ortodoxo. Algunas de las recetas marxistas no las
pudo cumplir en su país y debió hacer concesiones que todavía hoy pesan sobre
la URSS. Pero los tiempos no estaban para experimentar a largo plazo: había que
dar de comer a un pueblo y organizar la defensa contra posibles ataques. Frente
a la realidad de hoy, El Estado y la
Revolución es la fuente teórico-práctica más clara y fecunda de la
literatura marxista.
Lenin y el bolchevismo triunfante, realmente subversivos y
creadores, inauguraron la recuperación del legado político y teórico de Marx,
la etapa del apogeo del comunismo dentro del movimiento y las ideas
anticapitalistas y de liberación humana y social, y la primera ola de
revoluciones socialistas del siglo XX. Considerados en su conjunto, los
movimientos revolucionarios socialistas y de liberación nacional del siglo
pasado ampliaron a escala mundial y desplegaron a fondo los modos singulares de
asumir y utilizar la teoría revolucionaria marxiana y, en muchos casos, el
conjunto resultante de ella y del complejo de ideas y experiencias del marxismo
bolchevique. Pero para realmente ser, pensar y actuar como revolucionarios, sus
puntos de partida y sus elementos fundamentales tuvieron que ser los de la
propia cultura, sus modos de sentir y entender y la actuación autónoma de cada
uno. Desde perspectivas que ya no eran la de Marx ni la de los marxistas
europeos del medio siglo que siguió a su muerte, los revolucionarios combinaron
la práctica política y la teoría.
La desastrosa fase final del siglo XX incluyó un retroceso
general de las luchas de clases y de liberación nacional anticapitalistas, y
una conservatización de la política y de aspectos de la vida cotidiana, entre
otras pérdidas importantes. Pero no pudo borrar todo lo avanzado por la
humanidad. En lo que va de este siglo, en América Latina se ha seguido manteniendo
la Cuba socialista, como realidad concretada, factor influyente y ejemplo, y en
buena parte del continente se ha desarrollado la autonomización de países
respecto al control de Estados Unidos, procesos políticos con grandes avances
en cuanto a promoción de los intereses de las mayorías y su participación
política –en algunos casos francamente revolucionarios–, y un amplio movimiento
de coordinaciones estatales que busca avanzar hacia integraciones económicas y
políticas. Ha aumentado el papel de los Estados en la región. Pero hoy está en
marcha una gran contraofensiva de Estados Unidos y sectores burgueses de
América Latina, que pretende derrotar y desmontar esos procesos y restablecer
el dominio completo del imperialismo y el capitalismo.
En un plano más general y más funesto, el imperialismo apela
a los inmensos recursos y las múltiples maneras de actuar de su sistema –desde
las finanzas hasta los bombardeos– para imponerse a escala planetaria. El arma
privilegiada entre tantas es el dominio cultural, dirigido a obtener el
consenso de las mayorías, sometidas a sistemas de idiotización en sus consumos,
informaciones, necesidades y deseos. Se aspira a desaparecer el futuro y el
pasado, reducir a todos a un mezquino y eterno presente, anular los potenciales
de resistencia y de rebeldía y controlar férreamente la vida cotidiana y la
vida ciudadana. Un corolario de ese sistema es la exclusión de la utopía. Los
medios no deben aludir a ella, y ningún político serio la menciona. Se supone
que la práctica política debe limitarse a una ingeniería de la gobernabilidad,
el facilitamiento de un curso económico determinado mediante las políticas
económicas que correspondan, el funcionamiento de estructuras administrativas y
más o menos estado de derecho, el aparato tradicional de poderes del Estado
–muy disminuido en la práctica– y sistemas electorales llenos de eventos
periódicos, publicidad, corrupción, promesas, recambios, pactos, pugnas y otros
detalles.
La pérdida del horizonte utópico sería letal para el campo
popular y tendría consecuencias funestas, tanto para el pensamiento como para
la práctica política. Renunciar a la política de los hechos, lúcida, creadora,
valiente y atractiva, para cumplir con los requisitos del orden burgués y
parecerles respetable a los que nunca han respetado a los pueblos ni a las
personas dóciles, es suicida. En nuestro continente, el enfrentamiento práctico
y decidido hasta derrotar a los enemigos es lo fundamental, y ningún tipo de
actuación debe ser excluido para lograrlo. Pero también será indispensable un
salto hacia adelante en el terreno de las ideas. La acumulación cultural de
experiencias, conciencia, valores y pensamiento estructurado que tiene el campo
revolucionario es enorme, pero hoy es muy poco conocida, y muchos ni siquiera
saben que existe. Habrá que recuperar y divulgar, compartir y discutir, y será
imprescindible crear, como tuvieron que hacerlo los de las generaciones
anteriores.
Lenin nos invita a volver a escribir El Estado y la Revolución. Sería un
homenaje digno del centenario de Octubre, un tributo grande y útil. Aquí está
Lenin, con su vieja gorra, que en la victoria o en la peor situación no cesa de
pensar y pelear, continúa señalando el camino e iluminando el futuro.
El anterior trabajo es la transcripción de su intervención en el Taller
“Lenin: de las Tesis de Abril a El Estado y la Revolución”, Instituto Cubano de
Investigación Cultural Juan Marinello, 21 de abril de 2016.
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