Hace unos días culminaba la reunión del G-20 en Hangzhou, China, concluyendo en su declaración que el año 2016 podría ser el más peligroso económicamente desde 2009. El organismo realizó múltiples advertencias entre las que resaltan el crecimiento de la desigualdad, el descenso o estancamiento del ingreso real de entre el 65 y el 70% de los hogares en las economías avanzadas, la inseguridad en el mercado laboral, la crisis mundial de refugiados sin precedentes, o el riesgo de una escalada proteccionista y la necesidad de señalar las “ventajas” de la globalización, entre muchos otros. Entre tantas apreciaciones más o menos esperables, llama la atención la referencia simultánea tanto a la debilidad de la inversión y la productividad en “algunos países” –léase, los centrales- como a la necesidad de enfrentar una “próxima revolución de la producción”.
Esta esquizofrenia discursiva es en gran parte reflejo de la
“esquizofrenia empírica” que combina extraordinarios avances tecnológicos con
un alarmantemente débil incremento de la productividad durante los últimos
años. Como desde variados ángulos abordamos en diversos artículos, mucho
tiene para decir la profundidad de la crisis capitalista mundial en curso
respecto del dualismo que enfrenta a la productividad con la tecnología en
general y con la robótica en particular. Esta contradicción –un hecho a la vez
no ordinario pero tampoco original en la historia– es manifestación del
carácter extraordinario del estancamiento económico que se desarrolla ante
nuestros ojos.
Fuera de lo común (la ortodoxia y lo extraordinario)
Como también planteamos desde esta
columna, una crisis no catastrófica pero persistente acabó derivando en
nuevos fenómenos políticos que podrían –al menos en el mediano plazo-
desbaratar la estratagema de las “elites
dirigentes” que bastante pericia mostraron en la administración de la
crisis durante los últimos años. En un sentido Donald Trump y Bernie Sanders,
pueden interpretarse como símbolos anticipatorios de una eventual y futura
necesidad de políticas más “radicales” que el actual gradualismo ordenado del
establishment.
Entre ellas, experimentos bonapartistas de derecha o
posibles “new deals”. No puede descartarse que una mutación en la gestión de la
crisis termine derivándose no de una nueva catástrofe económica directa –nunca
descartable- sino de las consecuencias políticas de casi ocho años de
estancamiento. La letanía poco convincente del G-20respecto de la ineficacia
de las políticas monetarias y la necesidad de poner en práctica medidas
urgentes que estimulen la demanda, incluyendo obra pública, fin de la
austeridad y aumentos salariales, adquiere el formato de un discurso
preventivo.
Concomitantemente los efectos larvados de una economía
estancada transformados en nuevos fenómenos políticos -cuyo desarrollo alcanzó
velocidad de crucero durante el último año- tienen consecuencias sobre las
relaciones interestatales. La crisis de los tratados comerciales que se expresa
tanto en las negociaciones
post Brexit como en las turbulencias en Estados Unidos alrededor del Acuerdo
Transpacífico (TPP), promete repercutir sobre la geopolítica y otra
vez sobre la economía. El TPP que busca agrupar al 40% de la economía mundial
excluyendo a China y manteniendo la influencia norteamericana en el Pacífico es
considerado el pivote del giro asiático de Obama. Es visto a su vez como un
factor de agudización de los efectos desindustrializadores y deslocalizadores
de la globalización en tanto busca nuevas ventajas externas para las
multinacionales norteamericanas destruyendo puestos de trabajo, reduciendo salarios
y rebajando aún más la calidad del empleo en Estados Unidos. Justamente la
oposición a este acuerdo es un puntal de la campaña de Trump, fue un eje de la
de Sanders y obligó a Hillary a prometer que acabaría con el tratado, contra su
programa original.
Un reciente artículo de Financial Times advierte que una ocasional presidencia
de Donald Trump podría provocar la reestructuración del poder en Asia y una
reconfiguración geopolítica. Un mayor aislacionismo norteamericano podría empujar
a sus aliados a los brazos de China, principal rival de Trump. Los autores
señalan que Tokio y Seúl se preparan para enfrentar los cambios que vendrán
después de las elecciones estadounidenses. Cambios asociados fundamentalmente a
un incremento de los gastos de defensa y la posible defunción del Acuerdo
Transpacífico que segúnciertos analistas –que por su puesto buscan influir
políticamente- podría significar el fin de la globalización liderada por
Estados Unidos. Quizá lo más interesante del artículo arriba mencionado es la
afirmación de que incluso una victoria de Hillary –altamente probable a pesar
del nuevo repunte de Trump-, agregamos- podría acelerar estos cambios y que más
allá de que Trump sea o no elegido presidente, el lado oscuro del aislacionismo
seguirá infiltrando la política estadounidense pudiendo volverla más cerrada.
En un sentido más “ideológico” se pronuncia Martin Wolf en consonancia con lasdeclamaciones utópicas del G-20 que bregan `por un
equilibrio entre los derechos de los inversores internacionales, los de los
Estados y otras partes involucradas en lo que hace a acuerdos sobre comercio e
inversión. Wolf vincula bien política y geopolítica señalando las
incompatibilidades entre democracia liberal, autonomía nacional y globalización
económica, sobre todo en momentos en que –como dice- un brebaje envenenado de
incremento de la desigualdad y disminución del crecimiento de la productividad
vuelve a la democracia intolerante y al capitalismo ilegítimo. Las migraciones
masivas como factor común de la globalización resultaron, en la visión Wolf,
responsables de los mayores conflictos entre las libertades individuales y la
soberanía nacional, creando fricciones entre la democracia nacional y las
oportunidades de la economía global. Algo de esto analizamos desde esta columna
conceptualizándolo como fracaso
del éxito neoliberal.
Wolf teme por el matrimonio entre democracia liberal y
capitalismo global y advierte sobre el mayor fantasma de lo que en una suerte
de reedición de los escenarios de los años ’30, podría dar lugar a aquello que
define como un “capitalismo nacional controlado”. En su afán por salvar el par
democracia liberal/capitalismo global, retorna a la cuestión de los tratados
comerciales preguntándose un tanto retóricamente si vale la pena promover
nuevos acuerdos internacionales que repriman las regulaciones nacionales en
favor de las corporaciones existentes. Acordando con un consejo de Summers, recomienda
priorizar el “poder de los ciudadanos” frente a la “armonía creada” o las
“barreras derribadas”. Remata sentenciando que no se pueden perseguir a toda
costa las ganancias que produce el comercio. O sea, moderación y una suerte de
propaganda “aislacionista” preventiva o alguna concesión a la “autonomía
nacional”, para salvar el globalismo…
China: entre la geopolítica y la robótica
A todo esto, en el terreno de las alianzas geopolíticas las
hipótesis de realineamientos abundan en Siria –otra
de las mayores preocupaciones del G-20- como el “salón de baile”
en el que empiezan a probarse nuevas y aún indefinidas relaciones peligrosas. Dentro de esas hipótesis –entre las
que se inscribe la escalada de un nuevo escenario de guerra fría ruso
norteamericana- hay quienes especulan que desde el ascenso al poder del
reformador liberal Xi Jinping, China estaría abandonando la aversión a la
intervención militar en conflictos extranjeros. Analizamos reiteradas veces los
problemas de la transición china y su
relación con el bajo crecimiento global que desde hace dos largos años
tienden a convertirla de
un salvoconducto para los capitales excedentes del mundo desarrollado en un
competidor por los espacios mundiales de acumulación.
La necesidad de abandonar un sistema trabajo-intensivo,
incrementando la tecnificación, la robótica y la productividad, tiene dos
vertientes y dos objetivos. Se deriva tanto de los límites externos del “modelo
exportador” de productos de bajo valor agregado como de la pérdida relativa
de la ventaja salarial y la -también relativa-escasez interna de mano de obra. Los objetivos se sintetizan
por un lado en la necesidad de un giro ofensivo en la captación de nuevos
mercados tanto para la producción -utilizando mano de obra barata en el
exterior- como para la realización de mercancías y la adquisición de
tecnología. Y, por el otro, en la necesidad de crear una base nacional de
consumo lo suficientemente amplia.
En última instancia y en términos marxistas, se trata de la
meta combinada de incrementar la obtención de plusvalía absoluta afuera y de
plusvalía relativa al interior de China. Cuestión esta última que –además del
disciplinamiento de la fuerza de trabajo- permitiría el aumento concomitante de
ganancias y salarios reales a costa de la reducción del salario relativo. Consiste en el dificultoso intento de
forjar la base social de franjas obreras comparativamente bien pagas –condición
necesaria de toda nación imperialista- que en los países centrales se debilita
progresivamente poniendo en cuestión el statu quo vigente. Dicho más
prosaicamente: China ansía conquistar internamente lo que Estados Unidos y el
Reino Unido están perdiendo y que ya arrojó la aterradora consecuencia del
vertiginoso ascenso de Trump, el UKIP, el ala ultraderecha del Partido Tory y
en definitiva, el Brexit.
En el último tiempo, como señala otra nota de Financial Times, el gobierno chino está
promoviendo la automatización y en 2014 Xi Jingping reclamó una “revolución
robótica” encaminada a transformar “a China y al mundo entero”. Pero los
contrastes en este campo –como en todos- resultan conmovedores en el gigante
asiático. China poseía en 2015 alrededor de 36 robots cada 10.000 trabajadores
industriales según la Federación internacional de la robótica (FIR).
Esto significa una concentración de robots 14 veces menor que la de Corea
del Sur, 10 veces menor que la de Alemania y alrededor de 2,5 veces menor que
la de Estados Unidos. Sin embargo y también según Financial Times, desde 2013 habría estado adquiriendo más
robots industriales por año que ningún otro país, incluidos los gigantes de
fabricación de tecnología high-tech como Alemania, Japón y Corea del Sur. De
acuerdo a la FIR, en el curso de este año China superaría a Japón como
mayor operador de robots industriales del mundo, haciendo gala de un ritmo de
cambio “único en la historia de los robots”.
La necesidad de incrementar la productividad exige a su vez transformar
en parte la fisonomía y el destino de los capitales chinos,
privilegiando la adquisición de tecnología por sobre la de materias primas. En
pos de la consecución de este objetivo y según otro artículo de Financial Times, Alemania se está
convirtiendo en el principal blanco chino en la búsqueda tecnológica. En lo que
va de 2016 China adquirió casi tantas empresas alemanas como en todo el año
2015 y entre el 35 y el 40% de la inversión en Alemania durante el año en curso
provino de China.
Recientemente tras la conmoción de la elite política
alemana, la aparente insatisfacción de Merkel y múltiples idas y vueltas, la
empresa china de electrodomésticos Midea terminó adquiriendo –en lo que
representó la mayor adquisición china de una empresa alemana- el 95% de las
acciones de Kuka, una de las empresas de ingeniería más innovadoras del país,
la más conocida por la utilización de grandes robots industriales en la
fabricación de autos y aviones –según Financial Times- y que está incursionando
además en máquinas más inteligentes para enviar y recibir datos desde la nube y
conectar con “Internet de las cosas”. Antes de la compra de la mayoría
accionaria, Kuka acababa de lanzar al mercado el robot estrella Liwa, un
“asistente inteligente de trabajo industrial” que hasta es capaz de servir un
vaso de cerveza o preparar una tasa de café.
La necesidad china de captar tecnología, conquistar nuevos
mercados, reconvertir la economía contrayendo el crecimiento –sin caer
demasiado- y lograr una mayor injerencia internacional en el terreno político y
militar, se verá en gran parte condicionada al menos por dos factores. Por un
lado, las múltiples contradicciones
acumuladas –entre ellas un crecimiento
de la deuda privada en un 70% con respecto al PBI entre 2007 y 2014- que
impiden excluir la posibilidad de un estallido interno. Por el otro, el giro
está en buena medida sujeto al nuevo mapa geopolítico en curso de
configuración, una parte significativa del cual resultará influenciado por las
derivaciones políticas de casi ocho años de estancamiento económico como
señalamos más arriba. En lo inmediato y como consecuencia del Brexit, el
proyecto conjunto chino-británico con inversión china para construir la central
nuclear Hinkley Point, quedómomentáneamente bajo revisión. El proyecto es la estrella
de la nueva relación entre China y el Reino Unido y es fundamental para una
mayor presencia militar internacional del gigante asiático. Habrá que ver cómo
se desarrolla el próximo capítulo ya que muchas voces señalan que luego de la
salida de la Unión Europea la relación comercial entre el Reino Unido y China
suena clave. Y, por otra parte, muy distinto será el escenario si China sufre
un cerco con el tratado transpacífico que si una eventual defunción del TTP le
otorga más aire para avanzar.
Paradojas globales
Volviendo al inicio y sólo para apuntar una líneas de lo que
profundizaremos en una próxima entrega, parece impensable abordar la brecha
entre innovación tecnológica y productividad, independientemente del actual
entramado múltiple de la economía, la política y la geopolítica, que la
condiciona. La paradoja de la globalización, la democracia liberal, el Estado y
las consecuencias de la crisis, que tan bien describe Martin Wolf es en
realidad el sustrato de la paradoja entre las nuevas tecnologías y la
productividad.
Las magras oportunidades para la acumulación
del capital en Estados Unidos que explican el proceso de
deslocalización –tratados de libre comercio, incluidos- y por tanto, la escasa
inversión interna, exigen imperiosamente la obtención de nuevo “espacio virgen” y fuentes externas de mano de obra barata.
Por lo que un proceso de inversión en territorio nacional que permita la
aplicación en gran escala de las nuevas tecnologías, sustrato único de un
incremento enérgico de la productividad, resulta inimaginable en la situación
actual de la economía norteamericana. Se trata de una paradoja bastante
insalvable -por ahora- aunque esta
“normalidad” se está volviendo indigerible y opone de forma casi
explícita las necesidades del capital con los intereses de la base social que le
da sustento. La contradicción hace pensar la necesidad/posibilidad –en el
mediano plazo- de un giro político frente a la gestión de la crisis económica,
cuestión que explica los temores de Wolf de escenarios similares a aquellos de
los años ’30. Si –al menos por ahora- y como planteamos en La
“furia populista” que conmueve al mainstream, el discurso de Trump rebalsa
de demagogia discursiva porque no expresa los intereses inmediatos del gran
capital “globalizado”, el desarrollo de aquella contradicción está llamada a
crear nuevos escenarios. Y es importante señalar que sólo hipotéticos experimentos
de mayor “control” estatal sobre el capital podrían proponerse una resolución
del aparente contrasentido entre avance tecnológico y productividad. Aunque por
lo que nos dice la historia y como muy bien lo expresa Robert Gordon en su
mirada retrospectiva deAscenso y
caída del crecimiento americano, sólo el poder de la Segunda Guerra Mundial
cerró contundentemente la brecha entre desarrollo tecnológico y productividad
manifiesta a lo largo de las décadas del ’20 y el ‘30. Como ya alertamos,
dedicaremos a este asunto una próxima entrega.
En el caso de China un salto cualitativo en la
tecnificación, la “robótica” y la productividad –amén de los condicionamientos
señalados en el apartado anterior- resulta inimaginable desligado de la
exportación de capitales, la conquista de nuevos mercados, la captación de
fuentes de tecnología o la transformación de su estructura productiva. El
llamado “giro al mercado interno” es complementario de la exportación de
capitales, lo cual significa que el objetivo de superar la baja productividad
endémica, discurre en paralelo con la necesidad de conquistar nuevos espacios
en el mundo para enfrentar lo que empieza a manifestarse como problemas de sobreproducción
y sobreacumulación. Xi Jinping lo expresó con toda claridad: “No sólo tenemos que
actualizar nuestros robots, también tenemos que capturar mercados en muchos
lugares”. Una suerte de trilogía entre robótica, productividad y
–probablemente- mayor militarismo, inescindible de la profundidad de la crisis
económica y sus derivaciones políticas y geopolíticas. Por algo la voz de mando
de la “revolución robótica” acompaña la conversión de China en un competidor
por los espacios mundiales para la acumulación del capital.