Lenin ✆ Vic |
¿Por
qué leer a Lenin en el siglo XXI? “Si hoy
levantasen la cabeza Marx o Lenin patearían el trasero de la gente que sigue
leyendo a personas que murieron hace 100 ó 150 años para intentar encontrar
respuestas en el presente”, decía Juan Carlos Monedero en una entrevista
reciente. Según Monedero, es “de una
pereza intelectual que raya lo insólito”. A continuación, el profesor de la
Universidad Complutense de Madrid se descolgaba con una explicación que parecía
salida de Imposturas intelectuales,
la demoledora crítica de Jean Bricmont y Alan Sokal al uso pedante de
vocabulario científico por parte de las ciencias sociales: “Yo
creo que un elemento muy importante en nuestro análisis es entender que, como
dice Ilya Prigogine, y no quiero parecer petulante, la Ciencia Política ha sido
muy rehén de la física clásica y la economía, y ahora tenemos que mirar a los
elementos más luminosos de la ciencia moderna. Como la física cuántica o la
biología, que hacen más justicia a los procesos vivos. Por ejemplo, el hielo no
se bifurca de forma lineal.
Luego
daba un salto –¿cuántico?– para hablar de Trump y de Hitler. Pero detengámonos
aquí. La respuesta de Monedero es sintomática: los intelectuales de la 'nueva
política' ya no piensan en categorías históricas. ¿Por qué no se puede leer un
texto si se hace en su apropiado contexto y, a partir de ahí, extraer lecciones
históricas? Más aún cuando Lenin abordó cuestiones que siguen siendo actuales
como la forma de organización política y los medios de comunicación –¿Qué hacer? (1902)–, la cuestión nacional
–El derecho de las naciones a su propia
autodeterminación (1914)– o la formación del capital financiero y la
creación de una cadena de dominio de unas naciones sobre otras –El imperialismo como fase superior del
capitalismo (1917)–.
Lenin vivió…
“El
comunismo ruso es difícil de entender debido a su naturaleza doble”, según lo
definió el filósofo ruso Nikolái Berdiáyev en Los orígenes y significado del comunismo ruso (1937). “Por una
parte es un fenómeno internacional y global, y, por la otra, es nacional y
ruso”. La filosofía de Berdiáyev tiene una considerable impronta cristiana,
pero su formación marxista y distancia del bolchevismo lo convierten en un
autor merecedor de estudio.
Pagina del manuscrito de Lenin "Resumen del libro de Hegel Lecciones de historia de la filosofía", 1915 |
Mantengamos
por un momento el ángulo de Berdiáyev. La diferencia entre un cismático y un
hereje acostumbra a ser una cuestión de perspectiva. Para el cismático, la
secesión se justifica en nombre de la ortodoxia, mientras que para la comunidad
que sufre la escisión, el cismático se aleja en realidad de ella y, en la
mayoría de los casos, acaba siendo calificado de hereje. La herejía de Lenin
fue romper con el marxismo ortodoxo y dogmático de la II Internacional, algo
que hizo, en muchos casos, apelando a esa misma ortodoxia.
Ése
fue el caso, por ejemplo, en la conferencia de Zimmerwald (1915), donde Lenin
encabezó a los ocho asistentes que consideraron a la II Internacional agotada
luego que los partidos socialdemócratas apoyasen los esfuerzos bélicos de sus
propias naciones tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, apelando a la
unidad nacional y abandonando sus reivindicaciones políticas y sociales, desde
la crítica al gobierno a la convocatoria de huelga. En el caso contrario, el directamente
herético, encontramos su idea de partido. Como ha escrito el sociólogo ruso Boris
Kagarlitsky, “nunca habría entrado en la
cabeza de un socialdemócrata europeo que era necesario establecer un partido
obrero, en la práctica antes de la aparición de una clase obrera de masas, y
luego 'importar' la conciencia proletaria a los rangos de ese proletariado”.
“Este 'absurdo teórico', sin embargo, surgió del absurdo de la propia historia
rusa”, añade. ¿En qué otro país un
teórico marxista habría escrito una frase como “la doctrina de Marx es
omnipotente porque es verdadera”?
Lo
mismo puede decirse de las Tesis de abril,
cuyo significado resumió Antonio Gramsci al afirmar que la Revolución de
Octubre –de la que este año se celebra su centenario– había sido “la revolución contra El capital”. “No una república parlamentaria -volver a
ella desde los consejos de diputados obreros sería dar un paso atrás- sino una
república de los consejos de diputados obreros y campesinos”, escribió
Lenin. Esta propuesta contradecía lo que los socialistas habían aprendido de
una versión escolástica de los escritos de Marx y Engels, según la cual el
desarrollo capitalista era imprescindible para sentar las bases del socialismo
(en parte, por el desconocimiento de las cartas de Marx a la revolucionaria
rusa Vera Zasúlich y al editor de la revista Otechestvennye Zapiski, en las que el autor de El capital advertía contra esa misma interpretación de su obra).
Entroncando
con la tradición revolucionaria de los narodniki
(populistas), Rusia, que según el conocido aforismo de Lenin había padecido el
capitalismo y su insuficiente desarrollo, se saltaría esa fase para “alcanzar y
superar” al sistema capitalista partiendo de la comuna rural (mir) y la cultura colectivista campesina
en alianza con la emergente clase obrera industrial. Así, en “la catástrofe
inminente y cómo evitarla” (1917) escribía:
“Debido a una serie de causas históricas –el enorme atraso de Rusia, las extraordinarias dificultades ocasionadas por la guerra, la completa podredumbre del zarismo y la extrema tenacidad de las tradiciones de 1905–, la revolución estalló en Rusia más temprano que en otros países. La revolución tiene como resultado que Rusia ha de ponerse al nivel de los países desarrollados en unos pocos meses, al menos en lo que se refiere a su sistema político. Pero eso no es suficiente. La guerra es inexorable; presenta la alternativa con su implacable gravedad: o perecer o alcanzar y superar a los países desarrollados también económicamente.
Esto es posible, pues tenemos ante nosotros la experiencia de un gran número de países desarrollados, los frutos de su tecnología y su cultura. Estamos recibiendo el apoyo moral de las protestas contra la guerra que van en aumento en Europa, de la atmósfera de una emergente revolución obrera mundial. Nos inspira y nos anima la libertad revolucionario-democrática, que es extremadamente rara en tiempos de guerra imperialista.”
Para
Berdiáyev, ésta es la gran paradoja de la Revolución bolchevique:
“las ideas liberales, las ideas sobre el derecho así como las ideas sobre la reforma social, en Rusia parecían utópicas. El bolchevismo, por el contrario, se presentaba como mucho menos utópico y mucho más realista, más en consonancia con la compleja situación en Rusia en 1917, y mucho más fiel a ciertas tradiciones primordiales rusas, a la búsqueda rusa universal de justicia social, entendida en un sentido maximalista, y al método ruso de gobierno y control por coerción.”
Lenin vive…
A
pesar de la ola revolucionaria que recorrió el continente –se proclamaron
repúblicas socialistas en Finlandia (1918), Estrasburgo (1918), Hungría (1919),
Baviera (1919), Eslovaquia (1919) y Mongolia (1921), y hubo insurrecciones
obreras en Holanda (1918), Italia (1918-1920), España (1918-1921) y Alemania
(1918-1923)–, la revolución que esperaban los bolcheviques no triunfó en
Europa. La República Socialista Federativa de Rusia (RSFR) se quedaba en una
situación que no esperaba: sin aliados e inmersa en una cruenta guerra civil en
la que 14 países intervinieron en apoyo del movimiento blanco. ¿Qué hacer? La
guerra civil (1917-1922) acentuó el carácter áspero y expeditivo que los
bolcheviques habían heredado de sus predecesores y destilado tras años de
persecución política y abismales diferencias sociales del zarismo.
Estas
condiciones históricas particulares –antes y después de la revolución y la
guerra civil– acabaron creando una identidad político-cultural diferenciada de
la del socialismo europeo, una que en no pocas ocasiones conectó con el
milenarismo cultural ruso. Para Berdiáyev, esta cultura “desea subordinar todo
a una idea absoluta, y ésta es una característica religiosa”, pero “fácilmente
conduce a la confusión, toma lo relativo por lo absoluto, lo parcial por lo
universal, y cae en la idolatría.”
El
luego comisario popular para la Educación (Narkompros),
Anatoli Lunacharski, propuso ya antes de la revolución su teoría de “construir
a dios” (bogostroitelstvo),
consistente en crear una iglesia que canalizase el sentimiento espiritual hacia
fines científicos y socialistas sirviéndose de los símbolos y rituales que han
utilizado durante siglos las religiones organizadas para estructurar
sociedades, sobre todo en el plano moral. La vanguardia soviética, bajo el paraguas
del Narkompros, transformó por
ejemplo el rincón del hogar reservado a los iconos ortodoxos (krasny ugol) en el espacio donde
instalar la nueva propaganda roja (krasny
ugolok).
Irónicamente,
Lenin, quien se opuso al bogostroitelstvo
de Lunacharski, se convirtió tras su muerte en la piedra fundacional de algo
muy parecido. La efigie de Lenin en carteles, murales, broches y estatuas, que
lo representaban desde sus años de infancia hasta su vida adulta, se reprodujo
y se distribuyó en todo el país a nivel industrial. En su Regreso de la URSS,
André Gide observó cómo los retratos de dirigentes socialistas habían pasado a
ocupar el rincón de los iconos ortodoxos.
“La efigie de Stalin se encuentra en todas partes, su nombre está en boca de todos, su alabanza vuelve inevitablemente en cada discurso”, escribió. “Particularmente en Georgia, no podía entrar en una habitación, incluso la más humilde, la más sórdida, sin encontrarme un retrato de Stalin colgando de la pared en el lugar donde una vez estuvo probablemente un icono.”
Incluso
el propio cuerpo de Lenin sirvió para edificar sobre él una suerte de culto
teísta. La versión oficial mantenía que la afluencia masiva de visitantes a la
capilla ardiente instalada en la Plaza Roja obligó a embalsamar su cuerpo y
construir una instalación permanente para alojarlo. Otros autores, como
Maximilien Rubel, sostienen que fue Stalin quien tomó personalmente la decisión
–en contra tanto de la voluntad de Lenin como de su esposa, Nadezhda Krúpskaya–
como parte de una estrategia que legitimase su ascenso en el partido y el nuevo
sistema político-social que estaba gestándose bajo su mandato.
Significativamente, el diseño de Alekséi Shchusev para el mausoleo se inspiró
en la pirámide escalonada de Zoser, en Egipto, y la tumba del rey Ciro, en
Irán, por lo que fue criticado por sus colegas del grupo LEF (Frente de
Izquierdas de las Artes) como una "muestra de barbarismo asiático", "indigna
de un marxista". Para Boris Groys, “el
cuerpo de Lenin era venerado y dispuesto […] como testimonio de que ha
abandonado su encarnación en este [mundo] sin dejar ninguna huella y que, en
consecuencia, su espíritu o su 'causa' estaba disponible para la 'encarnación'
en los subsiguientes líderes soviéticos”, quienes, como recuerda en Obra de arte total Stalin, se subían dos
veces al año a lo alto del mausoleo para presidir los desfiles del Día
Internacional de los Trabajadores y el aniversario de la Revolución de Octubre.
Mientras
su cadáver se exhibía en el mausoleo en la Plaza Roja y sus textos se enseñaban
como catequesis, su obra original iba quedando sepultada bajo numerosas capas
de interpretación, tanto en la Unión Soviética como en Europa occidental. El
marxismo fue, como lamenta Kagarlitsky en The
Thinking Reed (1988), en buena medida “reemplazado por una serie de dogmas
ideológicos que tenían poco en común con la 'filosofía crítica'” y condensado
en el Diamat –acrónimo de
“materialismo dialéctico”, un término que en sí mismo nada significa–, y los
intentos posteriores por restablecerlo nunca fueron realizados del todo. “La
filosofía soviética”, apuntaba Berdiáyev, “es una filosofía ortodoxa de estado:
detecta y excomunica a sus herejes”. Y esta ortodoxia, añadía, “consiste en la
afirmación del materialismo dialéctico con línea general en filosofía”. Así,
cuando la URSS desapareció, la obra de Lenin fue rechazada sin más con la
propia URSS.
¿Lenin vivirá?
“El
fin del milenio y el comienzo de otro llevan a la gente a observar con mayor
detenimiento los 'archivos culturales'”, ha afirmado el artista ruso Leonid
Sokov, para quien “el legado cultural vive su propia vida espiritual, en la que
los valores son revaluados, las ideas chocan”. “¿Por qué leer a Lenin en el
siglo XXI?” La pregunta no recorrió sólo los pasillos de las sedes de los
partidos comunistas, sino a buen seguro del Departamento de Estado de EEUU.
Las
revoluciones no son espontáneas: se organizan. La obra de Lenin se caracteriza
por una orientación eminentemente práctica. Por decirlo con Berdiáyev, “estaba adaptada a la técnica del conflicto
revolucionario”, e incluso sus obras más filosóficas “tenían un objetivo
definido: el conflicto y la acción […] tenía un buen conocimiento del marxismo
y un cierto conocimiento en economía. En filosofía leyó simplemente con fines
polémicos, para zanjar disputas con herejías y desviaciones del marxismo.”
El Departamento de Estado de EEUU encontró en Lenin una guía para organizar
cambios de régimen –el estudio de las fracturas político-sociales de una
sociedad, la identificación de los grupos de la sociedad civil opuestos al
gobierno más activos– y proporcionar un producto, como diría Slavoj Žižek, desprovisto de su componente
maligno, como el café sin cafeína o la cerveza sin alcohol. Las revoluciones de
colores –las más conocidas son las de Yugoslavia (2000), Georgia (2003),
Ucrania (2004)– fueron revoluciones sin
revolución. Tienen el aspecto de una revolución –las protestas callejeras, los
disturbios, el asalto a los edificios administrativos, etc., lo que les permite
reunir numerosos apoyos internacionales (en particular entre la nueva izquierda
y la izquierda liberal)–, pero no son una revolución. Una vez consumado el
reemplazo de las viejas elites por otras dispuestas a aceptar el consenso de
Washington, el peso de la realidad cae a plomo sobre la propia población: la
corrupción, los abusos de la administración y el estancamiento económico siguen
ahí, pero entonces ni llega el dinero para sostener a las organizaciones de la
sociedad civil ni las cámaras de televisión están presentes para registrar la
disolución violenta de las manifestaciones.
Más
interesante resulta la apropiación de Lenin por parte de la nueva derecha
radical. Según el historiador Ronald Radosh, Steve Bannon, el estratega jefe de
la Casa Blanca, exdirector de Breitbart y probable autor del discurso inaugural
de Donald Trump, se definió a sí mismo como “leninista”: “Lenin quería destruir el Estado, y ése es también mi objetivo: quiero
destruirlo todo, destruir al establishment actual”. Poco sorprendentemente,
el nombre de Lenin ha causado más rechazo que reflexión. Sus críticos harían
bien en ir más allá de las comparaciones que el propio Bannon ha hecho de sí
mismo con personajes de la cultura popular de masas –Darth Vader– y tomárselo
en serio, como cuando se compara con personajes históricos como Thomas
Cromwell. David Atkins ha descrito al consejero áulico de Trump en las páginas
de Washington Monthly como “una estratega astuto que nunca muestra sus
cartas del todo y a quien no le gusta hablar abiertamente de sus tácticas. Sus
acciones raramente son azarosas y siempre deliberadas.”
Durante
la campaña Bannon supo identificar la existencia de una bolsa de votantes en el
antiguo cinturón industrial –él mismo miembro de una familia “de demócratas de
cuello azul, católica irlandesa, pro-Kennedy, pro-sindicatos”, según reveló en una
entrevista a Bloomberg–, afectados, como su propio padre, por tres décadas de
neoliberalismo y a quienes los demócratas habían abandonado creyendo que su
declive demográfico los hacía irrelevantes. Como sus homólogos de la nueva
derecha radical en Europa, Bannon también ha sabido explotar demagógicamente
las líneas de fractura sociales e ideológicas creadas por el Partido Demócrata
–desde la segmentación vertical denunciada por Jean-Loup Amselle hasta las
políticas de identidad de lo que Nancy Fraser ha llamado “neoliberalismo
progresista”– en favor de su candidato, a quien considera un heredero del
estilo directo del temperamental e irascible Andrew Jackson, de quien,
simbólicamente, ha mandado colgar un retrato en el Despacho Oval. Bannon sabía
que “Clinton no podía cerrar” esas líneas de fractura. Los gastos de los
demócratas, declaró ufano, “multiplicaban por 10 el nuestro, tenía 10 veces más
personal, y todos los medios de comunicación estaban con ellos, pero yo seguía
diciendo que no importaba, que lo entendieron todo mal, que lo teníamos
ganado”.
La
presidencia de Trump es caos con estrategia. Como ha señalado Mike Whitney, “un presidente divisivo solamente prevalece
si el país está dividido […] ése es el objetivo: abrir una brecha entre
personas con diferentes puntos de vista, exacerbar animosidades históricas para
incrementar la autoridad del ejecutivo y usurpar un mayor control de las
palancas del poder del Estado”. Su reunión en enero con líderes sindicales
de los sectores metalúrgico y de la construcción, que en sus discursos ha
prometido revitalizar, constituye un buen ejemplo de qué tipo de estrategia
podría mantener el nuevo presidente hacia el movimiento obrero en Estados
Unidos.
Tal y
como advierte Zeynep Guven “a pesar de la
aparente impopularidad de la reciente orden ejecutiva del presidente Trump de
prohibir la entrada de inmigrantes musulmanes de siete países donde el
presidente no tiene vínculos de negocios, existe en realidad un apoyo de un 45
a un 52% a su medida, lo que le convierte en inmune a la reacción liberal. Sabe
cómo se juega a este juego y continuará tomando medidas decisivas y divisivas
mientras los manifestantes se compongan de personas cuyos votos nunca tuvo y
nunca tendrá”. Y cabe añadir: corren el riesgo de galvanizar a los
partidarios de Trump teniendo en cuenta la imagen que éstos tienen de la
oposición (por resumirlo con una frase de Ruido blanco de Don De Lillo: “Los californianos inventaron el concepto de lyfe-style.
Sólo eso ya merece su condena”).
Ésta,
por su parte, es una plataforma de intereses diversos, y en ocasiones
contradictorios, en la que en no pocas veces la caricaturización y demonización
de Trump es todo lo que existe por programa político. En un pulso sostenido con
la base de Trump –a grandes rasgos: una alianza vertical y oportunista entre
algunos sectores de la plutocracia, por una parte, y la antigua clase
trabajadora industrial, hoy fragmentada, precarizada y desclasada, por la otra–
puede correr el riesgo de desintegrarse. Quien confíe en el star system como catalizador de la
protesta haría bien en recordar el precedente de la caza de brujas, cuando,
ante la disyuntiva de elegir entre sus carreras y la defensa de sus colegas
perseguidos por las autoridades, “traicionó para salvar sus piscinas”, en
inmejorable aforismo de Orson Welles, él mismo víctima del maccartismo.
En
una rara entrevista con Hollywood
Reporter, el propio Bannon pronosticaba que si la administración Trump
conseguía cumplir con sus objetivos y satisfacer a los votantes que se ha
marcado como estratégicos, “conseguiremos el 60% del voto blanco, el 40% del
voto negro e hispano y gobernaremos 50 años”. Por ahora el sistema electoral
beneficia a Trump y, mientras las dos cámaras legislativas estén en manos de
los republicanos, no habrá ninguna modificación legal. Irónicamente, hasta el momento,
y si los grupos de base no organizan un asalto al Partido Demócrata equivalente
al que el tea party llevó a cabo con
el Partido Republicano, el mayor riesgo para Trump es un 'impeachment' –y los motivos para uno se acumulan con cada día que
pasa– promovido por una alianza entre demócratas y republicanos disidentes.
Sirva
esta digresión para entender una cosa, a saber: que el Departamento de Estado
de EEUU ha leído a a Lenin y que el estratega jefe de la Casa Blanca –y
probablemente sus pares en Europa– ha leído a Lenin, mientras el profesor
Monedero dice que, por el contrario, no hay que leer a Lenin. Juzgue cada cual
los resultados. Quizá leer a Lenin en este siglo XXI no sea de “una pereza que
raya lo insólito”.
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