Giorgio Agamben ✆ Sébastien Plassard |
El
filósofo del siglo XXI ha de ser un orador dotado: tumultuoso, contundente,
directo y paradójico. Debe escribir como habla. Giorgio Agamben (Roma, 1942) es
un pensador así: su familiaridad con los clásicos filosóficos nos deja a veces
con dificultades para respirar, pero ofrece a cambio un montón de líneas de
actuación en forma de anécdotas, chistes y referencias inagotables a la cultura
popular. Siempre logra redimirse a sí mismo, a ojos de sus admiradores, a pesar
de arremeter contra el multiculturalismo, la tolerancia, el diálogo y otras
“vacas sagradas” liberales. Se ha convertido en un santón de la
(pos)modernidad: un ser cuasi-divino, a fuer de radicalmente terrenal.
Su éxito se basa en una fórmula: ser agambiano es sostener que el psicoanálisis freudiano tenía razón, que sus implicaciones son absolutamente revolucionarias. Claro que el Freud del autor de ¿Qué es un dispositivo? no es de la tradición, no aquel que sostiene que albergamos jugosos secretos dentro de nosotros, no reconocidos por nuestra conciencia racional bien amueblada. Para el italiano, como para Lacan antes que él, comprender a Freud es saberlo todo sobre nosotros mismos: nuestra cacareada racionalidad tanto como nuestros impulsos inconfesables, la locura tanto como la ambivalencia que permea lo que denominamos personalidad.
Su éxito se basa en una fórmula: ser agambiano es sostener que el psicoanálisis freudiano tenía razón, que sus implicaciones son absolutamente revolucionarias. Claro que el Freud del autor de ¿Qué es un dispositivo? no es de la tradición, no aquel que sostiene que albergamos jugosos secretos dentro de nosotros, no reconocidos por nuestra conciencia racional bien amueblada. Para el italiano, como para Lacan antes que él, comprender a Freud es saberlo todo sobre nosotros mismos: nuestra cacareada racionalidad tanto como nuestros impulsos inconfesables, la locura tanto como la ambivalencia que permea lo que denominamos personalidad.
La muchacha indecibleNo existe el bien en su totalidad, ni el mal en su totalidad. Solo existe la contradicción. Este principio se aplica a la filosofía tanto como a la vida personal. No hay acciones genuinamente políticas a menos que sean revolucionarias, y una revolución no puede denominarse así a menos que haya un cambio. Los auténticos rebeldes no buscan la satisfacción: quieren romper completamente con el pasado y crear algo nuevo. Las auténticas revoluciones a menudo han sido traicionadas, pero eso no merma en absoluto su mitología.
Traducido
por el mexicano Ernesto Kavi del original de 2010, el ensayo La ragazza indicibile (La muchacha
indecible). Ensayo Sexto Piso, 2014) aborda el mito de Kore desde tres
puntos de vista. En primer lugar, el ensayo homónimo que abre la colección. Le
sigue ‘A la musa de la pintura’,
microensayo de Mónica Ferrando. Por último, ‘Kore: Fuentes antiguas’, catálogo de citas clásicas al cuidado de
la artista gráfica italiana.
El
ensayo de Agamben se centra en la misteriosa indeterminación de la figura de
Kore / Perséfone. Definida por los griegos como “la muchacha indecible”, es hija de Deméter y Zeus, fue raptada por
Hades y proclamada reina del inframundo. Mujer y niña al mismo tiempo, virgen y
madre, Kore y su historia dan lugar al misterioso culto de Eleusis, donde
Deméter lloró a su hija perdida. Apoyándose en los escritos de Jung y Kerényi,
se sostiene que la diosa simboliza “el regreso de la vida ancestral, (…) la
supervivencia del individuo en sus descendientes (…) una figura que cuestiona
todo lo que (…) creemos saber de la femineidad y, en general del hombre y de la
mujer”.
El
mito y el misterio de Kore a los que
alude el subtítulo del libro es el pretexto mediante el cual el filósofo
italiano aborda su tradicional división entre la palabra y el silencio, lo
sagrado y lo profano, lo animal y lo humano, lo mortal y lo divino. Se sirve
para ello de la etimología (“Myein, “iniciar”, significa etimológicamente
“cerrar”, (…) los ojos, pero sobre todo la boca”); las citas clásicas (mega gar ti theon sebas ischanei auden,
“un gran estupor frente a los dioses
impide la voz”: Homeri Hymnus in
Cererem, v. 479”); los saltos espacio-temporales (se pasa de la
irreverencia de Diógenes al monje benedictino Odo Casel y su La liturgia como
fiesta mistérica (1921)) y el humor (“Démeter,
inconsolable, lo rechaza. Entonces Baubo se pone frente a ella con las piernas
obscenamente abiertas y le muestra el sexo, en el cual aparece el rostro del
niño Iaco (…) La diosa se echa a reír y acepta la bebida”).
La “muchacha indecible” es el símbolo “de
una existencia alegre e intransigentemente infantil”. El italiano parece sugerir
que la búsqueda de la sabiduría siempre está condenada al fracaso (“no era
posible divulgar el misterio, porque no había nada que divulgar”). La
literatura al respecto se refiere a una infancia feliz e imaginaria previa a la
adquisición del lenguaje. La ilusión de entrar en contacto con lo vivido sin
que medie el lenguaje no es sino nostalgia de un paraíso perdido que jamás se
podrá recuperar, porque nunca ha existido. (“Que una joven muchacha que juega
se vuelva la cifra perfecta de la iniciación suprema y de la consumación de la
filosofía –que sea, de hecho, ella misma iniciación y pensamiento, y sea, por
eso, indecible–, he ahí el misterio”).
La
ciencia moderna, en su búsqueda de certezas, ha hecho de la experiencia el
lugar, del método, una forma de conocimiento. Pero para ello vuelve a ser
necesario el lenguaje, de ahí que toda explicitación esté destinada a chocar
con dificultades casi insuperables. Por lo tanto, el mito de Kore ilustra la
oposición entre racionalismo e irracionalismo en nuestra cultura: “no hay ahí
ninguna certeza, sino un proceder titubeante en la oscuridad o en la penumbra,
sobre un sendero suspendido entre los dioses inferiores y los superiores”.
Casi
al final de su ensayo se alude a Hegel y su Fenomenología
del espíritu para ilustrar la escisión entre deseo y realidad y la
aparición del concepto de inconsciente, así como el rechazo a las razones del
conocimiento: “A los que afirman la
verdad y la realidad de los objetos sensibles, hay que decirles que deben
volver a la escuela primaria de la sabiduría (…) el misterio de comer el pan y
beber el vino, porque el que ha sido iniciado en esos misterios no sólo llega a
dudar de la realidad de las cosas sensibles, sino también a desesperar de ella”.
En la
antigüedad clásica la imaginación media entre el sentido y el intelecto,
mientras que en la ciencia moderna la imaginación ha sido expulsada del
conocimiento por irreal. No es irreal, afirma el filósofo romano citando a
Platón, porque encuentra su realidad en el mundo de lo inteligible y el mundo
de lo sensible. Es, sin duda, la condición en que ambos mundos se unen. “[Diotima] afirma que no habrá, en los misterios amorosos, ‘ni discurso ni
ciencia’ (…) y que la belleza se volverá visible por sí misma y consigo misma,
en una sola, eterna visión”.
En
todas las secciones de este libro el lector puede disfrutar de las
ilustraciones de la artista Monica Ferrando, así como de la traducción de los
documentos de origen griego y latino que tratan de “la muchacha indecible”. La artista italiana domina diversas
disciplinas, entre otras, la tinta sumi sobre papel reciclado, óleo y pastel
sobre distintos soportes (papel de seda, Ingres, nepalés), experimentación
encaminada a reflexionar en torno al lenguaje (gráfico o no) y el silencio. Al
contemplar sus dibujos, uno no puede evitar pensar en “los misterios que los
iniciados contemplaban [en la noche eleusina] (…) una especie de ‘cuadros
vivientes’ que implicaban gestos (dromena),
palabras (legomena) y exhibición de
objetos (deiknymena)”.
Las
reproducciones de paisajes y figuras parecen anularse a sí mismas para
alcanzar, más allá de la imagen, la oscura sustancia de su esencia. O, para
decirlo en palabras de la propia Monica Ferrando, “lo invisible y lo visible se convocan el uno al otro: es verdad para el
ojo, que se abre y se cierra; es verdad para el mundo”. En sus
ilustraciones, racionalismo e irracionalismo se unen. Expresan a la perfección
el misterio por el cual la fantasía pasa de la esfera del conocimiento (el
texto) al plano de la irrealidad.
“Una sola figura de múltiples transformaciones y rostros, Kore, pupila indecible. Kore es la pintura que emerge de la oscuridad de Hades”, afirma Monica Ferrando. Su pintura rechaza las razones de la experiencia y viaja desde lo cotidiano hacia lo extraordinario. El filósofo lo resume de forma magistral, aunque refiriéndose a las alegorías de Lotto o de Tiziano: “Forma y contenido coinciden no porque el contenido aparezca sin velos, sino porque, según el significado literal del verbo latín cocidere, “caen juntos”, se reducen y se mantienen en reposo. Lo que ahora contemplamos es una apariencia pura. La muchacha indecible se muestra.”
Agamben
se graduó en Derecho en la Universidad de Roma en 1965, asistió en Alemania a
los seminarios de Martin Heidegger sobre Heráclito y Hegel. Ha realizado un
arduo trabajo para editar las obras completas de Walter Benjamin en lengua
italiana. Es autor de más de quince libros sobre temas que van desde la
estética a la poética, la ontología y la filosofía política. Se ha jubilado
recientemente de la Università IUAV di
Venezia. Monica Ferrando es una artista contemporánea que estudió Filosofía
y Arte en Turín y Berlín.
El
filósofo romano se niega a caer en lamentaciones, con perfecta desenvoltura
lacaniana. En La muchacha se celebra
la sabiduría través de una recreación masiva de toda la historia de la
filosofía occidental, que comienza en la antigua Grecia, pasando por la
Alemania del siglo XIX, y terminando en la posmodernidad. La narración se
centra en Hegel, que comprendió mejor que nadie cómo todas nuestras verdades
incorporan los errores e ilusiones de las que surgieron. Se altera el pasado,
así como el futuro, para adaptarlo a nuestras contradicciones.
¿Qué es un dispositivo?
Parece
ser una regla general que cualquier esfuerzo para eximir la influencia de la
religión hace que ésta sea aún más vulnerable. La ficticia resistencia a la
intemperie magnifica los efectos erosivos de los elementos. Cualquier lector
inocente es probable que se sienta desconcertado por este libro, que no ha sido
escrito contra la religión, pero lo parece. La ausencia de referentes no ayuda:
el lector, basándose en el lanzamiento de un dado (de todos los mecanismos
primitivos posibles), habrá de desplazarse por el tablero de la argumentación
para generar movimientos.
Maquiavelo
sostenía que las ideas religiosas, aunque vacuas, eran una forma útil de
aterrorizar a la muchedumbre. Voltaire rechazaba al Dios cristiano, pero no
deseaba contagiar a sus sirvientes su escepticismo. Unamuno se aferró a una
religión racional, pero pensó que el pueblo debería ser fiel a sus
supersticiones. Slavoj Žižek considera que el ateísmo está bien para la élite,
pero podría crear disenso entre las masas. En ¿Qué es un dispositivo? (Anagrama, Colección Argumentos, 2015) el
pensador agnóstico Agamben concluye que las doctrinas religiosas todavía pueden
ser útiles.
El
teórico italiano ha sido uno de los primeros en reflexionar sobre el impacto
social de las nuevas tecnologías. En el ensayo ‘¿Qué es un dispositivo?’ afirma que son algo sin duda
sobrenatural: amplían las leyes de la física, y de paso, nuestras facultades.
Sin embargo, abjura de ellas por ser más una forma de adicción que un medio
para la formación, “un conjunto de praxis, de saberes, de medidas, de
instituciones cuyo fin es gestionar, gobernar, controlar y orientar en un
sentido que se pretende útil, los comportamientos, los gestos y los
pensamientos de los hombres”.
A la
tiranía de la tecnología, el pensador de Profanaciones
(2006) opone el placer de la amistad. En el ensayo ‘El amigo’ se defiende una
forma poetizada del cristianismo. Materialista de entrada (y salida), diseña
una sociedad ideal con versiones seculares: “El amigo no es otro yo, sino una
alteridad inmanente en la mismidad, un devenir otro de lo mismo. En el punto en
el que el yo percibe mi existencia como agradable, mi sensación está atravesada
por un con-sentir que la disloca y deporta hacia el amigo, hacia el otro mismo.
La amistad es esta desobjetivación en el corazón mismo de la sensación más
íntima de sí”.
Por
último, en ‘La Iglesia y el Reino’ el
autor de Homo Sacer toma partido por
el Evangelio de aquel predicador judío que fue torturado y ejecutado por hablar
a favor de la justicia, y que advirtió a sus compañeros de que si seguían su
ejemplo se encontrarían con la misma suerte. La religión se convierte así en
una forma de terapia espiritual, capaz de “leer las señales de su presencia en
la historia, de reconocer en su curso la marca de la economía de la salvación”.
El italiano insta a la Iglesia a aprovechar “su ocasión histórica” y
reencontrar “su vocación mesiánica”, para restaurar un sentido de comunidad en
una sociedad fracturada.
Lo
que hace Dispositivo, en definitiva,
es vaciar las creencias de falso contenido y volver a ponerlas en práctica en
nombre del orden moral, el consenso social y el placer estético. Mercedes
Ruvituso traduce de forma magistral esta ambiciosa empresa, esta alternativa
posible a la sociedad liberal capitalista, por naturaleza dividida, llena de
lugares en conflicto, siempre en busca de la dosis justa de comunitarismo. A la
solución errónea de una religión secularizada, se opone una ficción poética.
Las
ironías se presentan como tantas fichas en el tablero de la narrativa agambiana.
Su literatura nos vuelve jugadores compulsivos con una comprensión de los
conflictos en el mundo real. Como crítico, el filósofo italiano no sólo reforma
nuestra comprensión de muchos escritores importantes, como Michel Foucault o
Jacques Derrida, sino que reconoce las potencialidades y riesgos de los medios
tecnológicos que, supuestamente, han revolucionado la cultura.
De-construccionista literario avant la
lettre, teórico social que prevé una renovación de la sensibilidad humana a
través de la reforma de los medios de comunicación, el autor de La muchacha indecible se muestra en
Dispositivo como un cristiano que escupe fuego, como un místico sin evangelio.
El fuego y el relato
El
exceso de información, la auto-evidencia y la instantaneidad nos aíslan en el
tiempo y el espacio. Hemos dejado de escuchar para compartir en Facebook. Nos
hemos convertido en meros receptores. Denuncia de nuestra falta de interés en
las preguntas para privilegiar las respuestas, la colección de ensayos El fuego y el relato (Editorial Sexto
Piso, 2016) es un cuaderno de ejercicios pedagógicos: “Todo relato –toda la literatura–, es, en este sentido, memoria de la
pérdida del fuego”. Leer es recuperar esa historia olvidada que denominamos
ficción: “Si la novela (…) deja caer la
memoria de su ambigua relación con el misterio (…) si dilapida el misterio en
un cúmulo de hechos privados (…) la forma misma de la novela se pierde junto
con el recuerdo del fuego”.
Los
silencios del filósofo romano Giorgio Agamben son visibles. La reticencia ha
dotado a su carrera con el aura de la auto-posesión y la autenticidad. En el
ensayo ‘El fuego y el relato’,
perteneciente a la colección homónima antes citada, el italiano, en traducción
al castellano de Ernesto Kavi, no aporta argumentos dramáticos, sino destellos
de compostura: “Puede ser suficiente, pero ¿para qué? ¿Es creíble que pueda
satisfacernos un relato que no tiene ya ninguna relación con el fuego?”.
Disquisiciones
acerca de la utilidad de la lectura, enfrentada a la soledad del lector, dan
paso a observaciones sobre la naturaleza misma del ensayo. Teórico del
fragmento, el aforismo, el habla popular y culta, el manifiesto pedagógico e
incluso la reseña, Agamben domina todas las formas de prosa.
Es
crucial para el autor de Lo abierto (2005) que el narrador sea un oyente que
embebe historias arraigadas en la colectividad: “La historia es aquello donde
el misterio ha extinguido y ocultado sus fuegos”. Nuestra vida se consume en
las llamas de lo innominado. La Historia, para el escritor de Desnudez (2012),
es casi sagrada; nada menos que una unidad de elementos comunes, de
experiencias compartidas: “El escritor (…) deberá creer sólo e
intransigentemente en la literatura (…) deberá saber distinguir, en el fondo
del olvido, los destellos de negra luz que provienen del misterio perdido”. La
agitación tecnológica amenaza nuestra capacidad de comunicar(nos); este ensayo
nos advierte contra una moral que no es moral, sino puro nihilismo. Si un
intelectual se disocia del mundo real, no oye una voz distinta a la suya. Se
convierte en una personalidad dogmática, víctima de la venalidad de los
ignorantes.
“Escribir significa contemplar la lengua, y
quien no ve y ama su lengua (…) no es un escritor”. Contar para entretener.
Narrar para conectarnos. El tiempo desencantado del lector solitario promulga
una ética del solipsismo. Nada es capaz de neutralizar miríadas de información
inútil: “Donde hay relato, el fuego se ha
apagado; donde hay misterio, no puede haber historia”. El propósito del
autor tal vez no sea dar voz, sino restar silencio: “El fuego, que sólo puede ser relatado, el misterio (…) nos quita la
palabra”. Endeble andamiaje el que hemos erigido sobre esta base secreta.
Tal vez la muerte sea, en última instancia, la única autoridad que nos ayude a
comunicar, a través de la ausencia, una vida de experiencias compartidas.
El espíritu que vive
Los
amantes de los libros, como yo, con hileras de volúmenes irregulares de Hegel y
Marx en sus estanterías, encontrarán un montón de argumentos bien construidos
en estas páginas. Incluso si se sienten atraídos por el fundamentalismo
hegeliano estarán obligados, como yo, a preguntarse cómo se conecta el
equilibrio del filósofo alemán con el espectacular radicalismo del italiano.
Después de todo, Hegel nunca caminó en esa dirección: podría decirse que era
notoriamente tímido acerca del cambio político.
Para
el de Stuttgart, como para el romano, el canon no acepta una colección de
extraños libros de autores idiosincráticos, sino una sola obra maestra
unificada compuesta por “el espíritu que vive”. La filosofía, para ambos, es
más bien como el Antiguo y el Nuevo Testamento, según los cristianos
evangélicos: un epítome de todo lo que puede suceder en el mundo, que abarca
todo lo que sabemos, y todo lo que necesitamos saber. Para Hegel no había
ningún problema teórico que no pudiera ser resuelto a través de la historia
filosofía.
Doscientos
años más tarde esa opinión es, en el mejor caso, un vestigio de otra época.
Nadie cree en ella nunca más. A excepción del autor que nos ocupa. El italiano
todavía tiene fe en la unidad de la filosofía, y tal vez por eso emplea miles
de palabras para explicar lo que Platón en realidad quería decir, o qué se
considera materialista, hegeliano o apocalíptico. Nunca habla de la pobreza, la
desigualdad, la guerra, las finanzas, el cuidado de niños, la intolerancia, la
delincuencia, la educación, el hambre, el nacionalismo, la medicina, el cambio
climático, o la producción de bienes y servicios, y, sin embargo, su filosofía
lidia con los problemas sociales más apremiantes de nuestro tiempo.