En el cine de catástrofes el renacimiento de la comunidad –o
de la familia, en la evidente sintomatología edípica del género– ocurre después
de la debacle. El fundamento narrativo: a pesar de todo, la vida humana
continua. ¿Cómo leer, entonces, un filme cuyo final coincide con la extinción
de la humanidad? La pregunta surge de dos admirables películas del año pasado,
ajenas a las pulsiones del cine industrial: El caballo de Turín (A Torinói ló),
de Béla Tarr, y Melancolía (Melancholia), de Lars von Trier.
Definidas por búsquedas expresivas altamente diferenciadas,
ambas cintas son miradas del fin. La primera, protagonizada por proletarios
rurales húngaros, funciona esencialmente en el plano alegórico: su autor ha
dicho que es su último trabajo, por lo que la oscuridad podría aludir a su
condición de canto de cisne. La segunda, que explora la intimidad de la
burguesía estadounidense, parece aludir a otra cosa: una suerte de castigo
cósmico a la acumulación de riqueza y la improductividad. «De cierta manera, el
filme tiene un final feliz», ha declarado el director danés.
Las dos películas suceden en un microcosmos de contornos
teatrales. Tarr (Pécs, 1955) extrema los procedimientos habituales de sus
últimos filmes –fotografía en blanco y negro, largos planos secuencia, diálogos
reducidos al mínimo, un pesimismo inquietante– para mostrar a un padre (János
Derzsi) y a su hija (Erika Bók) en un mundo que parece agotar sus energías. Von
Trier (Copenhague, 1956) armoniza tableaux vivants de sorprendente plasticidad
(la cámara Phantom es su nuevo juguete predilecto), movimientos planetarios de
elegancia kubrickiana y tensas secuencias con cámara en mano en un díptico que
muestra los vaivenes temperamentales de dos hermanas que afrontan el fin de sus
días, de los días. Y, junto a estas vidas que se apagan, caballos que se niegan
a obedecer, animales funerarios que simbolizan un fin de ciclo.
Inspirado en la atmósfera de Los comedores de papas (1885)
de Van Gogh, que en El caballo de Turín (la respuesta a un instante en la vida
de Nietzsche) adquiere cualidades beckettianas, el cineasta magiar lleva al
relato la lentitud de la vida rural, su metódica rutina, hasta dejar al
espectador a la vez exhausto y maravillado. Todo comienza con una tormenta y
desemboca en termitas que dejan de alimentarse, en un pozo del que ya no
brotará agua (y no es El día después de mañana, 2004). La entropía gobierna la
Tierra, el Sol se apaga. El fin de la luz es el fin del cine, al menos del cine
de Tarr.
La terapia fílmica de Von Trier ha alcanzado un admirable
segundo capítulo (el primero fue Anticristo, de 2009). En Melancolía parece
ajustar cuentas consigo mismo en la figura de Justine (Kirsten Dunst), cuya
incapacidad para encontrar un lugar en el mundo la sume en la depresión… hasta
que un planeta con el nombre de su enfermedad revela su potencial mortífero (y
no es Armageddon, 1998). Su hermana, Claire (Charlotte Gainsbourg), hasta
entonces en dominio de su vida, descubre el sinsentido de la existencia cuando
la colisión planetaria es inminente. Gobernada por el preludio de Tristán e
Isolda de Wagner, la imaginería del filme proviene del romanticismo alemán. ¿El
sentimiento de un nuevo comienzo o la sensación de que la melancolía nos
aniquilará?
Está claro que dos directores centrales de nuestro tiempo
perciben un fin, con un pie en lo alegórico y otro en lo histórico. La
verdadera incógnita, entonces: ¿qué sigue?