Foto: Ashin Issariya (a) King Zero |
En el quinto piso de un edificio de Mae Sot, en Tailandia,
King Zero recibe a sus visitantes, cuatro jóvenes originarios, como él, de
Birmania. Vestido solamente con una túnica de color azafrán, cumple uno de sus
deberes de todo monje budista: la transmisión del Dharma, las enseñanzas de
Buda. Recita algunas de las oraciones tradicionales y da la bendición a los
jóvenes. Estos se arrodillan tres veces delante de él. Tal vez no lo sepan,
pero King Zero, un hombre bajo y flaco, es una de las personas más buscadas por
el Gobierno de Myanmar (Birmania).
Todo empezó en septiembre del 2007, cuando el pánico se
apoderó de la junta militar de Birmania, que gobierna el país desde 1962. Sin
armas, sin violencia, los monjes budistas habían tomado la calle, arrastrando
con ellos a estudiantes y miles de ciudadanos en el mayor movimiento popular
desde las protestas de 1988.
En sus cincuenta años de historia, el régimen ya
se había enfrentado a guerrillas de todo tipo, a revueltas populares, incluso
al desafío de Aung San Suu Kyi. Esta vez era diferente. En ningún otro país
budista existe tanta veneración de los monjes. Son 400.000 en Birmania, un país
que cuenta con 54 millones de habitantes, y son las personas más respetadas.
Pero tal vez no por los militares. Las protestas, nuevamente, fueron reprimidas
a sangre y fuego. Algunos de los líderes fueron detenidos. King Zero, por su
parte, consiguió escapar.
King Zero (su verdadero nombre es Ashin Issariya) nació en
el seno de una humilde familia de campesinos. Su consciencia política se
remonta a la infancia. “Me preocupaba mucho la miseria de la gente y por eso
estaba muy inquieto y dormía muy mal. Me tenían que dar pastillas para dormir”.
La inquietud sobre las dificultades de sus compatriotas se transformó en espíritu
crítico. “Desde los tiempos del general Ne Win –dictador del país entre 1962 y
1988–, los jefes militares roban el dinero mientras la gente sigue siendo
pobre. Yo le hacía preguntas al maestro pero no le gustaba, y me pegaba. En
Birmania, el profesor exige que los alumnos aprendan sus lecciones de memoria,
pero estos no entienden su significado. Buda nos enseñó que esta no es la
manera de hacer. Debemos criticar. Si algo no te parece bien, lo puedes decir”.
El monje y el activista acabaron convirtiéndose en una única
persona. Para King Zero, la religión y el combate político son dos caras de la
misma moneda. Contra el discurso que ve en el budismo una fuente de pasividad,
King Zero defiende su dimensión progresista: “Buda dijo que el tiempo presente
es muy importante”.
Siguiendo esta idea, decidió crear una red de bibliotecas
para impartir cursos y fomentar el espíritu crítico de los jóvenes, la Best
Friend’s Library. Entre otras actividades, organizaba talleres de debate, según
él “la herramienta básica de la democracia”. Paralelamente, desarrolla una
actividad política creciente y empezó a escribir panfletos bajo el nombre de
King Zero. “King porque quiero ser un líder para la gente, aunque no en el
sentido monárquico, sino un líder que puede ser criticado, como Buda nos
enseñó. Zero porque necesito aprender mucho y actuar cada vez más”, explica. Se
esforzó especialmente en informar a los monjes sobre la situación política del
país. “En esa época, los novicios sólo se interesaban por el estudio del pali,
la lengua sagrada del budismo, no tenían la posibilidad de interesarse por
otros temas o de leer libros sobre otras cuestiones”, dice. En ese momento, era
uno de los líderes de una asociación de monjes de Mandalay, la Unión Sangha.
En agosto del 2007, el Gobierno decidió duplicar el precio
de la gasolina y del gas natural, lo que provocó una serie de protestas. Nada
realmente peligroso para el régimen. Pero la represión violenta de una
manifestación de monjes en la ciudad de Pakokku abrió la puerta a la escalada
del movimiento popular. “Les dimos un ultimátum para que se disculparan”,
recuerda King Zero.
Desde hacía meses trabajaba con otros monjes para activar la
oposición del mundo religioso. En los primeros meses de ese año había ido a
Bangkok y Nueva Delhi para encontrarse con líderes de la oposición en el
exilio. De estos viajes volvió con gran cantidad de libros. “Mis amigos me
advertían del peligro y me decían que podía acabar en la cárcel, pero yo veía
que cada vez más monjes se mostraban interesados”, recuerda. Junto a sus
compañeros, empezó a repartir secretamente panfletos políticos –que escondía en
el cuenco destinado a la limosna– en los que se definía su estrategia no
violenta y su apuesta por una transición pacífica del régimen. Pegatinas con la
señal STOP comenzaban a verse por las calles de Rangún.
El 17 de septiembre expiró el ultimátum. Como habían
anunciado, King Zero y sus compañeros llamaron a todos los monjes del país a
movilizarse. Miles de octavillas habían sido repartidas por todo el país, pero
aún quedaba por ver la respuesta de los religiosos en la calle.
Los manifestantes estaban convocados frente a la pagoda
Shwedagon. Este complejo religioso, construido según la leyenda hace 2500 años,
pero más probablemente entre el siglo VI y el siglo X, es el lugar más sagrado
de los budistas birmanos. Situada en una colina, la pagoda Shwedagon es visible
desde prácticamente cualquier punto de Rangún. Atesora también connotaciones
políticas. Fue ahí dónde, 19 años antes, Aung San Suu Kyi habló ante una
multitud de un millón de personas. Ese discurso se enmarcaba en las protestas
de 1988, que durante dos meses pusieron en jaque a la dictadura e hicieron caer
al general Ne Win. La represión del ejército causó entonces más de 3.000
muertos. El Gobierno inició después un proceso de democratización, pero pese a
la victoria holgada de la Liga Nacional por la Democracia (NLD), el partido de
Aung San Suu Kyi, la junta militar cerró de golpe el aperturismo político.
Grupos de estudiantes se involucraron desde entonces en las distintas
guerrillas.
El 18 de septiembre, los monjes respondieron al llamamiento
de protesta y, armados simplemente con la multicolor bandera del budismo,
recitaban el Metta Sutta, el cántico del “amor incondicional”. Salieron a la
calle para explicar a la gente cuál era el camino de la paz, del Nirvana,
mientras expresaban sus deseos:
“Que todos los seres vivan felices y libres de todo daño y que sus corazones se regocijen en su interior. Todo lo que existe y que respire, tanto si son seres frágiles como muy fuertes, sin excepción, sean altos, bajos o de mediana estatura; sean grandes, pequeños o gruesos; visibles o invisibles; si viven lejos o si viven cerca; los nacidos o por nacer, que todos los seres sin excepción estén felices”.
En las grandes ciudades del país también se produjeron
concentraciones similares frente a las principales pagodas. Había nacido la
Revolución Azafrán, un término engañoso ya que la túnica de los monjes
birmanos, al contrario de otros países budistas como la India, Tailandia o
Nepal, es de color borgoña.
El día 22, los monjes consiguieron acercarse a la casa de
Aung San Suu Kyi, en aquel momento en arresto domiciliario. La disidente fue
autorizada a salir y no pudo contener las lágrimas. En los días siguientes,
grupos de estudiantes y de ciudadanos se unieron a las protestas. Miles de
personas rodeaban a los monjes para protegerlos. Viendo la amplitud creciente
del movimiento, el Gobierno decidió actuar.
El 26, los militares bloquearon las vías de acceso a la
pagoda Shwedagon, dividiendo así a los manifestantes en tres grupos. Ordenaron
a la gente a dispersarse. “Yo les decía: ‘sentaos, no os vayáis’”, recuerda
King Zero. Pero la mayoría de los monjes obedeció al ejército. Los que se
quedaron sufrieron las primeras cargas. Por la noche, los militares entraron en
los monasterios para buscar a los responsables. Los detenían y los torturaban.
Hablaban con los superiores para que devolvieran a los novicios a sus pueblos
de origen. Los siguientes días, las protestas continuaron, y también la
represión. Los testigos hablaron de violencia tanto hacia los civiles como
hacia los monjes. La respuesta policial tuvo su efecto: a partir del 30 de
septiembre, las calles de Rangún volvieron a la normalidad. El resultado final
es incierto ya que las fuentes divergen. Hubo entre 80 y 140 muertos y entre
2.000 y 6.000 detenidos.
El 28 por la noche, Ashin recibió la visita de su hermano,
que había venido a decirle que se escondiera. Es lo que hizo. Fue dos veces a
Mandalay, a unas ocho horas de coche. Visitó también secretamente a su familia.
La policía se enteró. Detuvo y torturó a familiares suyos. Y mientras tanto,
King Zero iba cambiando de lugar, escondiéndose como podía.
A pesar de la clandestinidad, participó, gracias a sus
contactos fuera de Birmania, en el esfuerzo par ayudar a las víctimas del
ciclón Nargis. Hubo unos 128.000 muertos, según la Cruz Roja, y 2,5 millones de
personas afectadas en total, según las Naciones Unidas. “El régimen militar no hizo casi nada para
ayudar a la gente”, se indigna King Zero. Durante la catástrofe, varias
organizaciones (incluida la ONU) habían denunciado trabas a la intervención
humanitaria por parte de las autoridades birmanas. “Todo tenía que pasar por
los militares, y éstos se quedaban con la mayor parte de las cosas”, acusa King
Zero.
Un día, su hermano fue nuevamente a verle y le dijo que se
fuera, ya que le podía caer una pena de cárcel durísima. Y huyó, vestido de
paisano: “ya no estaba acostumbrado y me molestaba esa ropa”, cuenta entre
carcajadas. El 21 de octubre del 2008 llegó a Mae Sot. Esta ciudad mediana es
una sutil mezcla de Tailandia y Birmania. De hecho, la frontera está a menos de
10 kilómetros. En esta ciudad, los retratos del rey de Tailandia decoran las
calles como en todo el país, de acuerdo con la ley, pero los carteles de la
Dama, Aung San Suu Kyi, tampoco pasan inadvertidos en los numerosos locales de
inmigrantes. Los puestos de comida callejera donde se puede conseguir el famoso
padthai conviven con las cafeterías birmanas. En el mercado, las mujeres
maquilladas con el thanaka, un cosmético típico de Birmania, superan a las
autóctonas. Mae Sot es, en fin, el hogar de miles de birmanos que huyen de la
miseria y la opresión. No es de extrañar que reciba el apodo de Little Burma.
Cierra los ojos a menudo, como si tuviera que pensar
profundamente. Cuando se le pregunta si odia a los militares afirma que no. “No
me gusta lo que hacen, pero no los odio”, dice. “Ellos también están sufriendo,
están habitados por el miedo de perder su poder”, argumenta. “Hay que
distinguir el odio de la ira, que sólo es pasajera”, añade el monje activista.
Un mensaje nada diferente del Metta Suta:
“Que nadie sea la ruina de otro ni desprecie a otro de
ningún modo ni en ningún lugar; que nadie desee el sufrimiento de otro, con
enojo o malevolencia”.
Durante los últimos meses, el Gobierno emprendió varias
reformas democráticas para garantizar el derecho de manifestación y de huelga y
aflojar la censura de la prensa. Legalizó el partido de Aung San Suu Kyi, la
NLD, lo que permitirá a la Dama presentarse a una elección para conseguir un
escaño parlamentario. En enero de este año, unos 300 presos políticos fueron
liberados. Queda camino por recorrer, ya que todavía permanecen unos 900 presos
de conciencia en las cárceles birmanas: estudiantes, periodistas, militantes de
la NLD, personas pertenecientes a minorías étnicas, y también un centenar de
monjes, según la Asociación de Asistencia a los Presos Políticos.
“Hay que seguir luchando, y de dos maneras, públicamente y
en la sombra”, afirma con convicción King Zero. “Pero ahora no puedo volver,
porque si me arrestan no podré trabajar por mi país”. En Mae Sot, continúa la
lucha. Apoya a los jóvenes birmanos que desean formarse, se solidariza con las
familias que no tienen otra opción que la de vivir en el vertedero.
Activista político, King Zero no deja por un instante de ser
y de sentirse monje. Transmite el mensaje de Buda en charlas que pronuncia en
fábricas y en escuelas, en las que recibe regalos de los fieles deseosos de un
buen karma. Y, cuando cae la noche, entra en su habitación y medita antes de
acostarse. Mediante la religión y la lucha social, ha encontrado la paz. “Para
mí la vida de laico está llena de sufrimientos, me gusta la vida de monje, es
más tranquila y soy feliz así”. A la hora de dormirse, tal vez esté pensando en
el pequeño Ashin inquieto e insomne. Ahora, sin embargo, nada más le quita el
sueño.
Benoît Cros
es periodista freelance. Después de Europa y África, cubre ahora el sureste
asiático. En FronteraD ha publicado Casamance sueña con la paz.
http://www.fronterad.com/?q=node/5113 |