Erupción del volcán Helgafell en Heimaey, Islandia Frans Lanting / Corbis |
Al sur de Islandia, 46 moles de roca negra emergen del mar
con violencia: es el archipiélago de Vestmannaeyjar, modelado por las
erupciones y los terremotos. Caminamos por Heimaey, la única isla habitada, y
subimos al volcán que brotó en 1973 y sepultó media ciudad.
El 22 de enero de 1973, el marino Siggi debía zarpar del
puerto de Reykiavik (capital de Islandia) para navegar con su pesquero hasta la
isla de Heimaey, su tierra natal. Siggi, que entonces tenía 38 años y ahora 73,
dice que tuvo un presentimiento y retrasó el viaje.
Unas horas más tarde, en la madrugada del 23 de enero, la
tierra crujió en el este del pueblo de Heimaey, el único del archipiélago. De
pronto se abrió una grieta de kilómetro y medio y desde las entrañas de la tierra
brotó una muralla de fuego de docenas de metros de altura. La erupción estalló
a cuatro pasos de Heimaey. El viento del Este, el más habitual, habría
sepultado la localidad con lava y cenizas en unas pocas horas, pero aquella
noche soplaba un salvador viento del Sur. Los 5.000 habitantes tuvieron tiempo
para abandonar la isla antes del amanecer. Salieron corriendo de sus casas y
subieron a los barcos que iban y venían sin parar hasta la cercana costa de la
isla de Islandia.
Casas enterradas en ceniza. Heimaey, Islandia, 1973 Owen Franken / Corbis |
Siggi recibió la noticia en el puerto de Reykiavik, esa
misma mañana. Zarpó con su barco pesquero hacia Heimaey, donde ya no quedaban
vecinos, y colaboró en el rescate de coches, muebles y toneladas de pescado,
que fueron transportados por mar y aire antes de que la lava los devorara.
Así empezó una batalla infernal. La grieta vomitó fuego y
rocas fundidas durante cuatro meses. Los grupos de bomberos y operarios
pelearon todo ese tiempo para salvar Heimaey. El tercer día, cuando empezó a
soplar el viento del Este, se abatió sobre el pueblo una lluvia de bombas de
lava y de cenizas abrasadoras. La lava fluyó por las calles en grandes ríos
incandescentes y durante las siguientes semanas se tragó 380 casas. Millones de
toneladas de ceniza cubrieron docenas de viviendas de Heimaey bajo una capa de
cuatro metros, y mandó a pique muchos de los barcos amarrados en el puerto. Los
trabajadores corrían de aquí para allá esquivando incendios, gases tóxicos y
lluvias de rocas, apuntalando casas, retirando la ceniza de los tejados y tratando
de frenar las lenguas de lava. Los bomberos instalaron docenas de mangueras a
presión, con las que lanzaban agua marina a las coladas ardientes para
enfriarlas. La principal obsesión era evitar que las erupciones taponaran la
bocana del puerto. El puerto de Heimaey constituía una de las mayores bases
pesqueras del Atlántico Norte, la razón por la que miles de personas habitaban
esta isla tan amenazante pero tan próspera.
Sin embargo, cualquier intento parecía tan inútil como
escupir a un monstruo. La lava siguió avanzando, alcanzó la orilla, se derramó
sobre el mar y produjo gigantescas columnas de vapor; se petrificó, formó un
puente sobre el que avanzaban las nuevas riadas y se acercó palmo a palmo hacia
la montaña que cerraba la bocana en la orilla contraria. Y entonces, de un modo
casi milagroso, se frenó 175 metros antes de cegar el puerto. Desde entonces,
el puerto de Heimaey cuenta con una entrada más estrecha y un refugio más
seguro.
Al margen de este beneficio inesperado, cuando se apagaron
los últimos fuegos el recuento fue desolador: casi medio pueblo estaba
enterrado bajo la lava, muchos barcos yacían en el fondo del mar, las aguas
polucionadas se quedaron sin peces y un manto de cenizas cubría los pastos de
la isla. A pesar de todo, los vecinos apostaron por reconstruir el pueblo con
su nuevo paisaje, en la falda del recién nacido volcán. Porque en el Este,
donde antes sólo había una estrecha franja costera entre las casas y el mar, se
alzaba una montaña cónica de 205 metros, a la que llamaron Eldfell -montaña de
fuego-, y se extendía un campo de lava de dos kilómetros cuadrados.
La nueva Heimaey
Zarpamos desde Thorlakshöfn y tardamos casi tres horas en
llegar a Vestmannaeyjar, ambas en la costa islandesa. El archipiélago hace una
aparición teatral. Se alza la neblina y en medio del Atlántico brotan 46 muelas
negras, castigadas por los vendavales, azotadas por el oleaje, rebozadas en
espuma y salitre. Desde más cerca descubrimos que muchos de los islotes están
cubiertos por un manto de hierba. Y en algunos se ven granjas inverosímiles
colgadas sobre el abismo. Para construirlas, los nativos trepan por los
acantilados, alcanzan la parte alta y allí montan una polea con la que suben
los materiales desde los barcos. Después, un pastor navega con su rebaño hasta
el islote y las ovejas equilibristas trepan por el acantilado hasta la pradera
de la cima.
El barco enfila hacia Heimaey y parece que va a chocar
contra un montañón volcánico de 200 metros. El acantilado es el territorio de
la vida vertical, al que se han adaptado todos los isleños, ya sean animales o
humanos. Las ovejas mordisquean hierba en los bordes del precipicio; los
frailecillos y las gaviotas anidan en nichos minúsculos y motean de guano las
paredes negras; y de vez en cuando aparece algún vecino de Heimaey colgado de
una liana, balanceándose de una repisa a otra, volando a 100 metros sobre el
mar, recolectando los huevos de las aves mientras cuatro o cinco compañeros le
sostienen desde arriba.
El barco va rodeando la montaña hasta que encuentra una
abertura estrecha, flanqueada por un campo de lava: es la bocana que estuvo a
punto de cegarse en la erupción de 1973. Nos colamos por ella y pronto
desembarcamos en el puerto de Heimaey, refugio de un centenar de naves que
salen al bacalao, al lenguado, al arenque, a la langosta.
La nueva Heimaey, trazada con escuadra y cartabón, es una
cuadrícula de calles amplias en las que se disponen hileras de casas bajas. Un
gran barrio residencial, ordenado y tranquilo. Un pueblo que parecería el más
sosegado del mundo si no fuera por una peculiaridad: está rodeado por volcanes y
asentado sobre una llanura que, en cualquier momento, puede abrirse y
devorarlo. Heimaey es pura testarudez islandesa, puro empeño de dignidad. En
1973 los vecinos retiraron las cenizas a golpe de pala y reconstruyeron una
ciudad modélica sobre las ruinas devoradas por una lava aún caliente. Incluso
aprovecharon los ardores del volcán recién nacido para calentar agua y lograr
calefacción gratis en las nuevas casas. Heimaey es la persistencia del orden,
de la disciplina, del trabajo, de la alegría, en medio de la naturaleza más
hostil. “Los años de la reconstrucción fueron muy emocionantes”, recuerda el
marino Siggi. “Todo el pueblo trabajó codo con codo, incluso vinieron
voluntarios de 19 países para echar una mano. También organizamos fiestas y conciertos en los que
participaba la gente del pueblo, para descansar y divertirnos”. En el verano de
aquel trágico año, entre ruinas y escombros, los vecinos montaron en el teatro
del pueblo un musical titulado Oklahoma. Una historia de colonos, como ellos.
De colonos optimistas pero no ilusos: en algunas esquinas de Heimaey se
levantan pequeños montones de piedras volcánicas del tamaño de melones que
bombardearon el pueblo durante la erupción. Son escultura… y recordatorio.
Cabezas de bacalao
Damos la vuelta a la isla bordeando los acantilados, una
caminata de cuatro horas. Pronto nos envuelve la niebla, cae un aguacero y
sopla un ventarrón que lanza la lluvia en horizontal y nos hace tambalearnos a
cada paso: la jornada ideal para una típica excursión islandesa. Heimaey es el
lugar más ventoso del país, que ya es decir, y uno de los más lluviosos, así
que no tiene sentido esperar al buen tiempo ni enfadarse por el malo. Sólo cabe
consolarse con que otros lo pasaron bastante peor en este mismo sitio.
Una placa lo recuerda: en estos acantilados se refugiaron
los pocos vecinos que escaparon a la invasión de piratas argelinos en 1627. Los
atacantes desembarcaron, dispararon, quemaron, robaron, violaron, asesinaron a
36 personas y secuestraron a 242. Vendieron a las mujeres como esclavas
sexuales en el norte de África y obligaron a los hombres a trabajar con ellos
en las siguientes campañas de piratería. Al cabo de los años sólo 13 de los
secuestrados regresaron a Heimaey. Allí seguía viviendo un grupo aterrorizado
de unos 100 vecinos, los que huyeron de los piratas descolgándose por los
precipicios costeros y refugiándose durante días en las cavidades donde secaban
el pescado.
Como se ve, la historia del archipiélago es el relato de una
supervivencia fraguada contra los desastres -erupciones, hambrunas,
invasiones-. Y está marcada a sangre desde el principio. Según el viejo Libro
de la Colonización, los primeros que llegaron aquí fueron cinco esclavos
irlandeses del siglo IX. Habían asesinado a su amo, el jefe vikingo Hjörleifur,
que era hermano de Ingólfur Arnarsson, el primer colono islandés, y en su fuga
alcanzaron Heimaey. Dos semanas después, los vikingos desembarcaron en la isla
y mataron a los cinco esclavos, que dieron nombre al archipiélago: Vestmannaeyjar
o las islas de Vestmann (es decir, “de los hombres occidentales”, porque
Irlanda era el confín occidental del mundo para los vikingos de entonces). En
el siglo X un vikingo llamado Herjólfur Bardursson construyó la primera
vivienda permanente de Heimaey. Y así nació una comunidad de granjeros y
pescadores empeñados en colonizar esta isla abrupta, tormentosa y temblorosa.
Heimaey es uno de los territorios más jóvenes del planeta y
la ruta litoral nos muestra un mundo recién estrenado: la brutalidad geológica
de un territorio negro y vertical, emergido del océano; la primera hierba
frágil que alfombra las laderas; las granjas remotas de los pioneros que pelean
para sobrevivir en esta tierra nueva. Pisamos playas de ceniza y subimos al
promontorio de Storhöfdi, el punto más ventoso de toda Islandia, con una marca
de 219 km/h. Allí sopla como si también acabaran de inventar el viento y
estuvieran probando el prototipo, para ver hasta dónde puede lanzar una oveja.
Los isleños, lejos de amedrentarse, aprovechan la ventolera
para sus negocios. En el borde de los precipicios encontramos dos grandes
secaderos. De los postes cuelgan ristras de cabezas de bacalao, sólo cabezas,
cientos, miles, decenas de miles. Nos metemos por los pasillos, entre las
estructuras de madera. Las cabezas, colgadas de cuerdas y ya apergaminadas,
sueltan un hedor mareante. El viento las balancea y entrechocan con un sonido
acorchado. En el pueblo preguntamos para qué secan esas miles de cabezas de
bacalao: “Para exportarlas a Nigeria. Allí son una delicatessen”.
Subimos tierra adentro para escalar el Eldfell, la montaña
de fuego que brotó en 1973 y alcanzó 205 metros. La erupción levantó un gran
cono de gravilla suelta, con vetas de color ladrillo y vetas de color carbón, y
los pies resbalan en la pedriza porque no hay un gramo de tierra ni una brizna
de hierba. El Eldfell es una montaña recién sacada del horno y puesta a
enfriar. Entre los resquicios de las rocas brotan fumarolas, la ladera emana un
olorcillo sulfuroso y algunos pedregales todavía queman los pies, 37 años
después de la erupción.
La panorámica desde el cráter revela mejor que nunca la
terrible situación de Heimaey: las oleadas de lava petrificada bajan hasta
rozar las primeras casas del pueblo. Al final del descenso, basta dar un
saltito para pasar de la escombrera volcánica a los jardines de las villas. Y
una escena escolar confirma la calma de los isleños: los niños de Heimaey,
dirigidos por una maestra, cuecen pan con el calor de la lava bajo la que yacen
las casas de sus padres y abuelos.
Un país a medio hacer
Europa y América se separan un par de centímetros al año.
Las dos placas tectónicas se alejan, y en medio, en el fondo del Atlántico,
queda una cicatriz que se va abriendo poco a poco, una grieta submarina por la
que brota el magma a golpe de erupciones y terremotos. Así se ha ido formando
la colosal cordillera submarina de la dorsal atlántica y así nació Islandia,
con los materiales que emergieron del océano. Islandia, por tanto, no es más
que la postilla de la herida.
Las islas Vestmann constituyen uno de los últimos brotes.
Aparecieron entre las aguas hace entre 5.000 y 10.000 años, apenas un suspiro
en la escala geológica, y todavía se sacuden con los estertores de la creación.
En 1963, una columna de vapor se elevó en el horizonte a pocos kilómetros de la
isla de Heimaey y creció hasta alcanzar diez kilómetros de altura. Pronto asomó
entre las aguas un cono volcánico que escupió lava durante cuatro años y formó
una isla de tres kilómetros cuadrados: el islote de Surtsey, una maravilla de
interés planetario porque permitió que los biólogos asistieran a un proceso de
colonización natural en un terreno absolutamente virgen. En el segundo año de
las erupciones apareció la arenaria de mar (Honckenya peploides), la primera
planta que colonizó Surtsey. En los años siguientes nacieron musgos y líquenes.
Ahora, cuatro décadas más tarde, en el islote ya se encuentra el 90% de las
especies islandesas, incluidas aves, peces o insectos. Una de las que falta es
la humana: Surtsey es terreno restringido y sólo pueden pisarlo científicos
autorizados.
Cierra la puerta, que
se escapa el terremoto
El pueblo de Hveragerdi, muy cerca del puerto donde zarpan
los barcos para ir a las islas Vestmann, es otra muestra de la alegría con la
que los islandeses se establecen en terrenos bastante parecidos al infierno.
Los dos mil y pico habitantes levantaron sus casas sobre un campo de lava
formado hace 5.000 años y pasean a los turistas por los senderos de un
inquietante geoparque, en el que brotan fumarolas y chorros de agua hirviente y
en el que de vez en cuando a alguien se le hunde el suelo bajo las botas y se
le escalfa una pierna.
Los islandeses son maestros en el arte de domesticar los
avernos geológicos. Mientras los escolares de Heimaey aprenden a cocer panes
sobre las laderas aún calientes del volcán que sepultó su pueblo en 1973, una
lechería de Hveragerdi aprovecha los vapores subterráneos para pasteurizar la
leche con la que elabora su famoso queso marrón. La energía termal también
proporciona calefacción gratis a todas las casas del pueblo y el calor
suficiente a los famosos invernaderos de Hveragerdi, donde se cultivan
toneladas de tomates y otras hortalizas, frutas y plantas, incluidas bananas,
papayas, aguacates y orquídeas tropicales, en plena tundra subártica. Islandia
es el principal productor europeo de bananas, aunque sean cantidades
anecdóticas (si no contamos las Islas Canarias, geográficamente africanas).
Por otro lado, en el arte de convertir los cataclismos en
atractivos turísticos, las autoridades locales no se arredraron al descubrir en
el año 2004 que bajo las obras de un nuevo centro comercial se abrían unas
grietas profundas, cicatrices de la separación entre las placas continentales
de Europa y América del Norte. Allí mismo construyeron una biblioteca, que
ahora presume de ser la única montada sobre dos continentes, y dejaron el suelo
transparente y bien iluminado para que los visitantes paseen un ratito sobre
América y otro sobre Europa.
Sin embargo, el atractivo más peculiar de Hveragerdi es el
simulador de terremotos: una sala que tiembla como si la estuviera sacudiendo
un seísmo de 6 grados en la escala Richter. Lo tremendo es que a las 15.46 del
29 de mayo de 2008 se produjo un terremoto de escala 6,1 con epicentro en el
mismísimo Hveragerdi. Las casas temblaron, cayeron cuadros, lámparas y muebles;
en la cercana Selfoss se derrumbaron dos viviendas; en Reykiavik, a unos 40
kilómetros, muchos vecinos notaron un temblor potente y salieron corriendo a la
calle. Entre unos sitios y otros, se registraron 28 heridos. Después vinieron
10 réplicas superiores a 3 grados y los vecinos de Hveragerdi pasaron la noche
en tiendas de campaña por precaución.
Queda pendiente saber si en aquel momento el encargado del
simulador se había dejado la puerta abierta y si se le escapó un terremoto.
Título original: “Vidas en la boca del infierno”: www.anderiza.com |