Foto: Nath Carr |
Estoy parado frente al espejo y me aterra la idea de que si
abro la boca encontraré la pata de un insecto entre mis dientes. Es un pavor
culposo. Minutos antes he comido con gusto el último bocado del día: un pequeño
animal de seis zancas, caparazón alargado y un color pardo, ligeramente
brillante, capaz de provocar una estampida en cualquier cocina que yo haya
conocido hasta hoy. Solo probarlo ya es un triunfo de la diplomacia emocional:
que el símbolo culinario de un pueblo ajeno deje de ser una barrera en tu
cabeza. Estoy parado frente al espejo, porque en un rapto de entusiasmo se me
ocurrió observar con detenimiento un segundo bocado acercándolo a una lámpara
como quien tasa una joya, y de pronto un espasmo eléctrico hizo que se me
cayera de las manos. Fue como si mi cerebro y mi paladar funcionaran por
separado, de modo que la imagen de ese artrópodo muerto anuló por completo su
agradable sabor a hierba tostada. Sobre la mesa de la habitación queda una
bolsa con cien insectos más, listos para crujir entre mis dientes, y otra con
una sal anaranjada hecha con la misma clase de caparazones, antenas y patas
molidas. Estoy parado frente al espejo porque mi novia acaba de ver por skype
que meto en mi boca un animal muy parecido al que detona sus fobias y se ha
tapado la cara de espanto. Ella, que ha comido gusanos vivos en la selva del
Perú, no admite que esto pueda ser una delicia. Ahora, frente al espejo, debo
convencerme, otra vez, de que ya pasé ese Rubicón.
Chapulines en venta en un puesto callejero de Oaxaca |
***
Los cocineros profesan desde siempre un axioma que ha ganado
popularidad durante la última crisis financiera mundial: el mejor escenario
para romper tabúes siempre será el mercado. En términos culinarios, tabú es
todo eso que no comerías sin antes pensarlo tres veces, aunque estés muerto de
hambre. Un insecto, por ejemplo. A mediados del siglo pasado, el misionero y
etnólogo francés Jacques Dournes se quejaba de que el mundo no estaba preparado
para disfrutar las recetas que había recogido en el sudeste asiático: termitas
fritas, gusanos asados o una sopa de hormigas coloradas. “Por muy exquisito
placer que puedan proporcionar esos platos, pocos paladares occidentales se
dejarían tentar por ellos a menos que se les obligara a probarlos”, escribió
luego. Dournes no vino por Oaxaca, que está al otro lado del mundo, pero es
seguro que aquí confirmaría su hipótesis. Comer un bicho es una experiencia que
deja una huella en todo viajero que llega a esta ciudad del sur de México. “De
las últimas comidas que probé en los últimos días, los saltamontes me han gustado
especialmente”, escribió el famoso neurólogo estadounidense Oliver Sacks en un
diario que registra su visita a esta región. ¿Se puede comprender a un pueblo
por el sabor sus insectos? Esta es una buena mañana para que uno confirme si
tiene el paladar listo para los desafíos de la globalización.
—¿De qué tamaño desea, grandes o chicos? — pregunta Amelia
Raymundo, una de las amables matronas que venden saltamontes en el mercado.
Estamos en un pasillo interior, cerca de los comedores y las
carnicerías. La señora Raymundo lleva cuarenta años aderezando artrópodos al
paso. Ahora está sentada al pie de dos bateas: la de la izquierda contiene un
cerro de saltamontes tan pequeños que de reojo parecen cáscaras de ajíes secos
o alguna clase de especia de tono rojizo; la de la derecha guarda saltamontes
más grandes, del tamaño de un dedo meñique. A ojos forasteros, tan solo en este
rincón del mercado hay suficientes insectos como para declarar en emergencia
sanitaria cualquier centro de abastos del mundo; pero lo que en territorios
ajenos sería una plaga, en Oaxaca es tradición: un saltamontes es un chapulín y
un chapulín es un insecto que rebota (en el idioma nativo) y un insecto que
rebota es una delicia comestible. Tanto, que ahora la señora Raymundo debe traer
los suyos desde el vecino Estado de Puebla, porque en Oaxaca ya no se
consiguen. Cosas del desequilibrio ecológico.
Venta de insectos en un puesto callejero de Oaxaca |
Escojo uno pequeño.
Si la memoria no me falla, es el mismo lugar en que el chef
viajero Anthony Bourdain tomó saltamontes para el desayuno. “Es como comer
papas fritas”, dijo en un capítulo de su programa dedicado a Oaxaca. La señora
Raymundo no conoce a Bourdain, pero sabe reconocer a los paladares
desconcertados. Tiene el gesto amable de darme conversación para superar el
trance: me explica que sus saltamontes están aderezados con ajo, sal y limón;
que puede prepararlos fritos, con aceite de oliva, cebolla blanca y chile; que
uno los puede comer enteros, molidos o en pasta; que van bien con guacamole,
queso o huevo. Como uno quiera. Y es justo cuando dice eso, como uno quiera,
que sin querer ya estoy masticando uno. El primer mordisco es la frontera,
pienso. Siento un crujido como de hojarasca, ligeras punzadas en la lengua, un
sabor intenso que invade la boca como una pastilla que se disuelve en el
paladar.
Como comer papas fritas, sí, pero de otro sabor.
—Está bueno— digo con sorpresa.
Y en realidad, está muy bueno.
—Ya está estudiado que tiene más nutrientes que la carne—
dice ella, complacida.
Una mujer se detiene a comprar una porción para llevar. La
señora Raymundo sumerge un tazón forrado con papel de aluminio en la batea de
la izquierda. Veinte pesos la docena. Una niña se acerca a pedir otra porción y
se va con la bolsa abierta.
Como comer papas fritas, sí, pero de otro sabor.
Los oaxaqueños están tan orgullosos de sus insectos como los
peruanos de sus pescados o los argentinos de sus carnes. “Oaxaca tiene
ingredientes tan extraños, tan diversos, tan mágicos y tan simbólicos como una
hormiga con sabor a café”, dice el crítico gastronómico Eduardo Plascencia en
una conversación vía skype. Se refiere a la llamada hormiga chicatana, una
variedad que alcanza la hercúlea medida de cinco centímetros y que, a decir de
Plascencia, sabe también a cacao con cierto matiz de ahumado natural. Los
manuales gastronómicos de México la incluyen como ingrediente para distintas
salsas, guisos o simplemente como aperitivo. Un sabor exótico incluso entre los
compatriotas de Benito Juárez, el primer presidente indígena de México, nacido
en Oaxaca. “Para la persona que jamás haya visto y degustado una chicatana, le
parecerá inverosímil que un insecto pueda ser considerado un manjar”, dijo en
el 2008 la revista México, de la A a la Z. No es difícil constatar la premisa
al interior del mercado: en otros puestos de chapulines instalados cerca de las
puertas, en las fuentes que las vivanderas pasean por los pasillos. O fuera.
La señora Reina Cruz abanica un montículo de saltamontes
bajo una sombrilla roja en plena calle. Cerros de insectos rojos sobre canastas
cubiertas de papel plastificado también rojo. En este caso el color no es una
señal de advertencia. Me animo a comprar una bolsa pequeña de un polvo
anaranjado. Es sal de saltamontes molidos. Mientras Reina prepara el paquete,
un hombre mayor asoma la cara con un gesto de sorpresa. La suya es una mueca
del tipo: ¿de verdad-vas-a-comer-eso? La dueña del puesto le ofrece un bocado.
—No, gracias. Es que soy muy asquiento— dice el hombre.
—Pero usted es mexicano— le pregunto al notar su acento.
—Sí, pero en Michoacán no comemos esto. A lo mejor mi esposa
se anima, ella siempre anda haciendo locuras.
***
“¿Por qué la aversión a los insectos, si los mexicanos
éramos entomófagos declarados?”, se preguntaba el diario Universal, uno de los
mayores de ese país, en un artículo del 2004. El dilema es crucial: una cosa es
que dejes de consumir un ingrediente, por la causa que sea, y otra cosa es que
te provoque rechazo radical. En la tierra del melodrama latinoamericano, dejar
de querer es el paso inmediato a odiar con ganas. “La mayoría de la población
ha perdido la costumbre de alimentarse con moscas, hormigas y chinches, tal
como lo consignan los códices prehispánicos”, alertaba la nota casi en tono de
denuncia. Los antiguos mexicanos celebraban la fiesta de los muertos con un
banquete de jumil, un chinche con sabor a canela. La fiesta se mantiene, pero
el jumil está en riesgo de desaparecer y a nadie parece preocuparle demasiado.
“Si hubiera latas o bolsas de insectos en la tiendas la gente los consumiría”,
se quejó en el reportaje la especialista Julieta Ramos Elorduy, la entomóloga
más conocida de México. La única mujer que ha patentado el cultivo de tres
especies de insectos dice que el futuro alimentario de su país está amenazado
por los insecticidas. El último baluarte de esa costumbre nacional está en la
cocina indígena.
Abigail Mendoza en el evento San Sebastián Gastronómika |
—Yo siempre digo que no hay que dejar de hacer nuestras
comidas porque eso es lo que nos identifica, nuestras raíces— dice Abigail
Mendoza, una mujer que gobierna su cocina en lengua zapoteca.
Mendoza es una celebridad internacional. En 1993, la crítica
gastronómica del The New York Times se declaró rendida admiradora de su comida.
También ha recibido comentarios favorables de las revistas Saveur, Gourmet y
National Geographic. La prensa del primer mundo parece fascinada con sus
tocados de trenzas, sus blusas con bordados de flores, esa actitud de
sacerdotisa de los fogones que protege un secreto al borde de la extinción. Más
que una cocinera, Mendoza es una performer, una artista de la representación:
suele participar en exposiciones abiertas al público en las que prepara
chocolate atole, una bebida de complicado proceso, que suele estar destinada a
las festividades religiosas de su pueblo. En 2005 le tocó hacerlo en el Salón
del Chocolate de París. El público siempre termina amándola. Lo mismo hará
semanas después de nuestro encuentro en San Sebastián Gastronómika, una fiesta
de la cocina que convoca a varios de los chefs más importantes del mundo en esa
ciudad española.
La cocinera Abigail Mendoza en su restaurante Tlamanalli, en Teotitlán del Valle |
Este mediodía, la función está reservada para mí. Mendoza me
ha citado en el Tlamanalli, su famoso restaurante de cocina nativa. Famoso y
solitario, cabría decir esta mañana. Ocurre que el local está ubicado en la
calle central de , un tranquilo pueblo de tejedores de tapetes a media hora de
Oaxaca. No es un lugar para comer al paso. Hay que trasladarse expresamente
para probar sus platos. El público de este conservatorio gastronómico suele
estar formado por turistas con sed de aventuras o críticos con ansias de
novedad. La gente del pueblo no come allí porque, entre otras cosas, no es un
lugar barato. Mendoza ha logrado elevar la cocina zapoteca al estatus de comida
gourmet. En el libro autobiográfico que publicó en octubre del 2011 cuenta que
cuando abrió por primera vez, a inicios de los años noventa, sus clientes eran
los chóferes de autobuses de paso. En el 2008 las cosas habían cambiado lo
suficiente para tener entre sus mesas a un ex presidente de los Estados Unidos:
aquella vez Jimmy Carter probó el mismo potaje que Abigail Mendoza va a
preparar hoy, sopa de flor de calabaza con chepiles y quesadillas.
Mendoza deshoja los chepiles, unas plantas aromáticas de
tallo muy delgado. Luego trae unas calabazas apenas más grandes que una naranja
y las corta en cuatro partes. Enseguida pone todo en un fogón de gas. La cocina
es amplia, abierta al salón para permitir que los turistas se asomen a ver la
preparación. Ella misma diseñó los espacios. Al otro extremo del local, siempre
a la vista, están los metates, esa suerte de batán con patas en el que las
cocineras nativas muelen el maíz. Todo está pensado para que el cliente observe
el estilo tradicional de la cocina zapoteca. Mientras machaca la ración precisa
de granos para el plato, Mendoza cuenta que durante la preparación del terreno
los obreros encontraron un metate prehispánico. El objeto luce como una piedra
oscura, de superficie curva, sin adornos. Le pregunto si lo toma como alguna
clase de señal. “A lo mejor”, murmura. Ahora lo exhibe como parte del decorado.
A veces deja que los turistas lo toquen para sentirse prehispánicos por un
momento.
Hora de la cocción. Mendoza me ofrece un plato de
saltamontes como aperitivo.
—Estos chapulines son más frescos que los del mercado. Ayer
nomás estaban vivos. Vas a sentir la diferencia.
Y en realidad, están muy buenos. No sería raro fundar aquí
un club de entomólogos gourmet.
La cocinera de trenzas rojas me explica que el método
tradicional de preparar los saltamontes es ponerlos vivos en una calabaza
vacía, de la cual se extrae la cantidad necesaria para ahogarlos por puñados en
un recipiente de agua caliente. “Así termina la vida del chapulín”, dice con
una sonrisa. Mendoza es una guardiana de la tradición. Sobre la mesa de la
cocina hay tres trofeos de plata que acaba de recibir por su defensa de las
técnicas, ingredientes y recetas indígenas. Se los otorgó un instituto
gastronómico del Distrito Federal, donde viajó hace unos días para ofrecer una
charla a los futuros cocineros de México. Las estatuillas, del alto de un puño cerrado,
muestran al mismo personaje: un chef con gorro y uniforme, de pie, con los
brazos entreabiertos, ligeramente inclinado hacia adelante, como en una actitud
de avance o encuentro. O tal vez ambas. La nueva cocina reconoce a la cocina
antigua. La cocina antigua se cuida de la nueva. Durante su visita capitalina
un grupo de estudiantes la agasajó con una salsa de chapulines con langostinos.
Era una manera de mostrarle su entusiasmo. A ella no le gustó el resultado.
—El problema es que le están cambiando el sabor. Le ponen
grasa, le ponen aceite, y ya no es el sabor auténtico que acabas de probar—
señala-. Quieren volverlo un plato gourmet, pero no hace falta tanta mezcla. La
alta cocina está en el paladar.
La máxima concesión de su restaurante ha sido poner en la
mesa una sal alternativa a la típica sal de gusanos de maguey, a petición de
clientes que no estaban dispuestos a probar un condimento que parece sacado de
un banquete para extraterrestres. La sola vista de los gusanos en un plato aterrorizaba
a ciertos comensales. “Se parecen a los gusanos Klingon que se comen en Star
Trek”, dice el neurólogo Oliver Sacks en su Oaxaca Journal. Así que, después de
la apreciable y famosa sopa de flor de calabaza con chepiles y quesadillas,
Abigail Mendoza me ofrece una ración personal de gusanos. El plato que pone
ante mí trae poco más de una docena, tostados y arrugados como pasas secas.
Saben a maíz ahumado, de una textura más ligera que la de un trozo de bambú. La
cocinera espera el veredicto con una expresión del tipo:
dime-si-tengo-o-no-tengo-razón. La cocina antigua reclama sus prerrogativas
ante la cocina nueva.
—Ellos dicen que están enseñando la auténtica cocina
oaxaqueña, pero yo veo las fotos y me parece que cambian todo, la forma y el
sabor— comenta.
Abigail Mendoza ha visto las fotos, pero no ha probado los
platos. Los chefs más vanguardistas, dice, los que llevan adelante la cruzada
nacionalista de Oaxaca, no la han invitado a sus reuniones.
***
Los dogmas de cocina tendrían que estar prohibidos en un
país que digiere quinientas especies de insectos. Es un tercio de las
variedades disponibles en el mundo. Mientras el pueblo puede dividirse entre
quienes los disfrutan y quienes los rechazan, una nueva revolución los lleva
como bandera: ¿es posible que los chefs de México recuperen con saltamontes y
hormigas el prestigio de una nación golpeada por la corrupción de sus políticos
y la virulencia del crimen organizado? El chef Alejandro Ruiz encabeza una
secta de sibaritas que aspira a convencer al mundo de las bondades de la
entomofagia. “Es la comida del futuro”, me dirá luego mediante un correo
electrónico. En setiembre del 2011, cuando todo México no salía del shock por
la masacre de cincuenta y cuatro personas en una discoteca de una ciudad del
norte, Ruiz inauguraba en esta ciudad del sur la tercera edición del festival
gastronómico El saber del sabor. Había algo de épico en la cercanía de los
acontecimientos: mientras el narcotráfico desataba una violencia nunca vista,
un grupo de cocineros se reunía para debatir sobre la comida mexicana del
mañana. El mejor síntoma de los nuevos tiempos es que, en la patria de los
chiles, el logotipo de la fiesta culinaria fue la imagen de un insecto. “El
chapulín es el símbolo gastronómico de Oaxaca”, dirá Ruiz.
El saber del sabor es una plataforma desde la que se
proclama una nueva manera de entender la identidad mexicana: la primera edición
sirvió para conocer en vivo lo que se estaba preparando en veinticinco de los
mejores restaurantes del país; la segunda edición logró que los cocineros
invitados utilizaran ingredientes de Oaxaca para crear nuevos platos; este año,
la idea fue abrir puntos de encuentro entre la alta cocina y la cocina
indígena. “La idea era que se produjera una simbiosis entre esta cultura
tradicional y una interpretación más vanguardista”, comenta el investigador
Eduardo Plascencia desde el ciberespacio. Además de miembro de la secta
organizadora del festival, es autor de un blog cuyo nombre ya es una
declaración de principios: Nacionalismo Gastronómico. La cocina es una
militancia. Plascencia debe ejercerla para hablar en todo el país sobre la gran
transformación que la cocina está generando en estas tierras del sur. Esta
mañana, por ejemplo, llevó su prédica a una universidad de Mérida. “Hay que dar
a las cocineras el mismo reconocimiento que a un chef como Enrique Olvera,
quien tiene el restaurante número 49 del mundo”, refiere desde allá. El sitio
se llama Pujol y es uno de los dos únicos restaurantes mexicanos incluidos en
la famosa lista San Pellegrino. La web de esa organización destaca el plato en
que Olvera mezcla “café, maíz y hormigas voladoras”. La sopa chicatana permitió
que pasara de ser un comedor elegante cualquiera a un recinto “con alma”
mexicana.
Cena gourmet en Oaxaca: Filete de res con salsa de
chapulines y puré del istmo. Es la noche final tras una semana de
descubrimientos culinarios. El plato brinca desde la carta de Los Danzantes,
uno de los epicentros de la cocina de vanguardia de la ciudad. Un gran trozo de
carne bañado en una salsa oscura. Patas de saltamontes para adornar la esquina
superior izquierda de tu plato. El tercer paso al nirvana insectívoro ya no
parece tan recio, aunque en la mesa hay varios comensales de distintas regiones
de México que no tienen la menor intención de probarlo. Lo dicho: no es fácil
conquistar el paladar de un país con quinientas especies de insectos
comestibles. Y sin embargo, los cocineros van ganando una batalla a la vez. En
algunas semanas más, Alejandro Ruiz conquistará al público español con un
banquete de tlayudas de chapulines (una especie de pizza mexicana de
saltamontes), tostadas de hormigas chicatanas, tacos de gusanos de maguey y
diversas salsas a base de las mismas especies. Serán platos depurados por la
técnica, nuevas versiones de antiguas recetas. “Soy parte de esa tradición,
pero ya no es justo ni verdadero que nos sigan mostrando como algo exótico,
solo con trenzas, metate, nopal y huaraches”, dice el chef. Más que fusión,
Ruiz prefiere hablar de evolución.
Termino mi filete con salsa de chapulines. Mi impresión es
que el plato podría triunfar en cualquier carta del resto del mundo. Pero solo
cuando el mundo deje de fumigar a los insectos.
David Hidalgo
es cronista y editor de publicaciones. Fue editor general de la revista
Etiqueta Negra y autor del libro de no ficción Sombras de un rescate: tras las
huellas ocultas en la residencia del embajador japonés. Mantiene el blog El
club de lo insólito.
http://www.fronterad.com/?q=node/4981 |