Empieza a cansarme este cuento del soldado demente”. Era
predecible, por supuesto. No bien el sargento de 38 años que masacró el domingo
pasado a 16 civiles afganos, entre ellos nueve niños, cerca de Kandahar,
regresó a su base, ya los expertos en defensa y los chicos y chicas de los
“centros de pensamiento” anunciaban que había “enloquecido”. No era un perverso
terrorista sin entrañas –como sería, desde luego, si hubiera sido afgano, en
especial talibán–, sino sólo un tipo que se volvió loco.
Esa misma tontería se usó para describir a los soldados
estadunidenses homicidas que perpetraron una orgía de sangre en la ciudad
iraquí de Haditha. Con la misma palabra se describió al soldado israelí Baruch
Goldstein, quien masacró a 25 palestinos en Hebrón, algo que hice notar en este
mismo periódico apenas unas horas antes de que el sargento “enloqueciera” de
pronto en la provincia de Kandahar.
“Al parecer enloqueció”, anunciaron periodistas. Un hombre
“que probablemente había sufrido algún colapso (The Guardian)”, un “soldado
rufián” (Financial Times) cuyo “disturbio” (The New York Times) fue “sin duda
(sic) perpetrado en un rapto de locura” (Le Figaro).
¿De veras? ¿Se supone que creamos eso? Claro, si hubiera
estado loco por completo, nuestro sargento habría matado a 16 de sus compañeros
estadunidenses. Habría asesinado a sus camaradas y después prendido fuego a los
cuerpos. Pero no, no mató a estadunidenses; escogió matar a afganos. Hubo una
elección. ¿Por qué, entonces, mató a afganos?
Existe una pista interesante en todo esto, la cual no
hubiera aparecido en los informes de los medios. De hecho, la narración de los
hechos ha sido curiosamente lobotomizada –censurada, incluso– por quienes han
tratado de explicar la atroz masacre en Kandahar. Recordaron la quema de
ejemplares del Corán –cuando soldados estadunidenses en Bagram los arrojaron a
una hoguera– y las muertes de seis soldados de la OTAN, dos de ellos
estadunidenses, que vinieron después. Pero vuélenme en pedazos si no olvidaron
–y esto se aplica a todas las notas informativas sobre la reciente matanza– una
declaración notable y sumamente significativa del comandante en jefe del
ejército estadunidense en Afganistán, el general John Allen, hace exactamente
22 días. De hecho, fue una declaración tan inusitada que recorté las palabras
en mi periódico matutino y puse el recorte en mi maletín para referencia
futura.
Allen dijo a sus hombres: “Ésta no es la hora de la venganza
por las muertes de los soldados estadunidenses muertos en los disturbios del
jueves”. Les advirtió que debían “resistir cualquier urgencia que sientan de
devolver el golpe”, luego de que un soldado afgano dio muerte a los dos
estadunidenses. “Habrá momentos como éste en que estarán ustedes buscando el
significado de estas muertes –continuó–. Momentos como éste, en que sus
emociones serán gobernadas por la rabia y el deseo de desquite. Ésta no es la
hora de la venganza; es la hora de mirar al fondo de su alma, de recordar su
misión, recordar su disciplina, recordar quiénes son ustedes.”
Fue un llamado extraordinario, viniendo del comandante en
jefe de Estados Unidos en Afganistán. El general se vio precisado a decir a su
ejército, supuestamente bien disciplinado, profesional, de élite, que no
“cobrara venganza” en los afganos a los que supuestamente está
ayudando/protegiendo/educando/adiestrando, etc. Tuvo que decir a sus soldados
que no cometieran asesinatos.
Sé que los generales decían esas cosas en Vietnam. Pero, ¿en
Afganistán? ¿Han llegado las cosas a ese extremo? Me temo que sí. Porque, por
mucho que me disgustan los generales, he tratado con muchos de ellos en persona
y, en general, tienen una idea bastante acertada de lo que ocurre en sus filas.
Y sospecho que el general John Allen ya había sido advertido por sus oficiales
de que sus soldados estaban furiosos por las muertes que vinieron después de la
quema de los ejemplares del Corán y tal vez habían decidido emprender una
escalada de venganza. Por eso trató de un modo tan desesperado –en una
declaración tan impactante como reveladora– de prevenir una masacre exactamente
como la que ocurrió el domingo pasado.
Sin embargo, ese mensaje fue borrado por completo de la
memoria de los “expertos” cuando analizaron esa matanza. No se permitió en sus
relatos ninguna alusión a las palabras del general Allen, ninguna referencia,
porque, desde luego, eso habría sacado a nuestro sargento del grupo de los
“enloquecidos” y le habría dado un posible motivo para la masacre. Como de
costumbre, los periodistas tuvieron que meterse a la cama con los militares
para procrear un demente y no un asesino. Pobre tipo: andaba mal de la cabeza.
No sabía lo que hacía. No es extraño que lo hayan sacado de Afganistán tan
rápido.
Todos hemos tenido nuestras masacres. Ahí está My Lai, y
nuestro propio My Lai británico, en una aldea malaya llamada Batang Kali, donde
los guardias escoceses –envueltos en un conflicto contra despiadados
insurgentes comunistas– asesinaron a 24 indefensos trabajadores del hule, en
1948. Claro, se puede aducir que los franceses en Argelia fueron peores que los
estadunidenses en Afganistán –se dice que una unidad francesa de artillería
“desapareció” a 2 mil argelinos en seis meses–, pero eso es tanto como decir
que somos mejores que Saddam Hussein. Cierto, pero vaya parámetro de moralidad.
De eso se trata todo esto. Disciplina. Moralidad. Valor. El
valor de no matar en venganza. Pero cuando uno va perdiendo una guerra que
finge estar ganando –me refiero a Afganistán, por supuesto–, supongo que eso es
esperar demasiado. Parece que el general Allen perdió su tiempo.
© The Independent / Traducción: Jorge Anaya http://www.jornada.unam.mx/2012/03/18/opinion/024a1mun |