“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

17/5/12

Apología de Francisco de Quevedo

Francisco de Quevedo
@ Juan Andrés
Eduardo Zeind Palafox

Especial para La Página
Ayer terminé el acoso de los libros de Francisco de Quevedo (mi guía para leer tal capital estético, fue un prólogo que escribió Borges al respecto). He terminado, una vez más, sus Obras Escogidas, obras compiladas y compulsadas por Alfonso Reyes y por el amor a la gran literatura.

Pocos libros merecen ser comentados. Alto fue el costo que pagué por las obras del clásico (vacíate los bolsillos para amueblarte el cerebro, dijo un italiano desde la cárcel, palurdo lector). Cada vez hay más autores y más lectores que desperdician sus míseras vidas fatigando retinas sobre retretes acústicos.

Si no es un clásico, no quiero leer nada. Y no me importa leer lentamente los latines y los griegos, no importa mientras sean clásicos, o mejor dicho, costumbres. O como dice Borges, sólo quiero leer:
"Algún verso latino o sajón,
que no es otra cosa que un hábito".


A Quevedo le decían el Juvenal Español. Bello nombre. Como Juvenal, Quevedo profesionalizó la sátira, la burla, la ironía. Quevedo, como dice Espronceda, siempre traía:
"el insulto en los ojos,
en los labios la ironía".

Burlar reyes, hacer de las putas santas santas putas, aconsejar súbditos, hablar como Catón y laurear Cristos Crucificados, fueron algunas de las actividades literarias de Quevedo, insigne blasón de nuestras letras. Conocí a Quevedo leyendo a Alfonso Reyes, a Borges y a Neruda.

Se dice por las calles que Quevedo es un demonio preciso (¿precioso, preciosista?), uno con lentes y lento a la hora de matar. Sus palabras son cuchillas, sus ritmos, puñaladas, y sus libros son péndulos que atosigan (como en un cuento de Poe). Quevedo conocía a la perfección la doctrina cristiana y los versos latinos.

Quevedo es el máximo estilista español (muy a pesar de Reyes) y hasta nos enseña minucias machistas, tales como la etimología hebrea de la palabra "viuda", que no es otra cosa que una "mujer sin voz".

Redactó honores para coronar heroísmos, encarceló su persona para meditar insolencias, aherrojó costumbrismos para enseñorear españoles, calculó méritos mal ganados para hacer justicia, esquivó críticas para vivir en el tiempo y me enseñó que el estilo genera ideas, siendo lo contrario inefectivo. Intenté, con fracaso, imitar el estilo del Marco Bruto, símbolo de Quevedo.

No cualquier mediocre lee a Quevedo (los policías son inferiores por no leer a Revueltas, dijo un joven citado por José Agustín, aburridísimo autor mejicano), pues sus letras sólo son tolerantes o tolerables para los hombres de letras. ¿Por qué? Porque Quevedo, enseña Borges, no es sensiblero, no enseña, no ilustra, no se preocupa por ser mal entendido, no se aterra por ser entendido.

Los subterfugios de Quevedo son superiores a los de Lope, aunque Lope domina argumentos más sólidos que los de Quevedo. Ayer tuve un debate orientado hacia la intolerancia de los judíos (cité a Schmitt, a Berlin y a Arendt). En los libros del Juvenal Español irradia la intolerancia. Italianos, rabinos, galenos, árabes, científicos, hipócritas Hipócrates y más, son tachados de herejes y blandengues, de pérfidos y zafios. Para nuestro escritor:
"el lujo, más insidioso
que el enemigo extranjero",

es el peor de los males (peor que la Hipocresía, los sastres y los comedores de novedades). El anterior verso es una bella y anónima traducción de Juvenal, una que podría disfrazarse de copla quevediana. Muchas y excelentes son las metáforas de nuestro máximo estilista. La que más me gusta, es una que unifica piedras y dientes.

Se nota por doquier que nuestro redactor leía con furia y constancia. Grandes momentos y risas gocé leyéndolo. Sólo Moliere puede competir, medianamente, en hilarantes con el madrileño. En sus textos abundan las variaciones fonológicas ("güérfano" y "huérfano", "codicia y cudicia", por nombrar algunas).

De Edmund Husserl aprendí la noesis y de Quevedo, el noema. De Paul Ricoeur (autor que le gusta a mi docta Ana Luisa) aprendí que la consciencia adquiere sus rumbos contemplando objetos, y de Quevedo aprendí que cualquier objeto puede derrumbarse con conscientes palabras.

De los filósofos analíticos aprendí que los "data" o que los "atributos" (Ortega y Gasset les llamaba "notas") son adjetivos, y de Francisco de Quevedo y Villegas que son verbos. Leyendo a Leibniz comprendí que la filosofía engendra comunidades de conceptos, pero del sátiro Juvenal castellano aprendí que filosofar es romper con el sentido común.

Máximas cristianas, consejos árabes, estrofas romanas y abundantes críticas dedicadas con acérrimo cariño a la torpe y moza Bretaña, forjan la prosa del esteta. En los tomos de Bertrand Russell supe que el mundo podría ser una ficción, y del castellano supe que el mundo es una ficción ("debajo de la cuerda").

Quevedo es para España y para el soldado Saavedra lo que Petrarca es para Italia y para el "alígero Dante". Quevedo luchó con la pluma, con la cepa castellana,
"with a grateful heart
and a constant mind",
según los bellos versos de Henley. Hoy comenzaré un libro de Keynes, uno de Friedman, la Tora otra vez y el Quijote eternamente. Sin Quevedo seríamos Quijotes, pero no Quijanos ni Cervantes. Seguiré con mis labores de burócrata oficinista.