Francisco de Quevedo @ Juan Andrés |
Especial para La Página |
Ayer terminé el acoso de los libros de Francisco de Quevedo
(mi guía para leer tal capital estético, fue un prólogo que escribió Borges al
respecto). He terminado, una vez más, sus Obras Escogidas, obras compiladas y
compulsadas por Alfonso Reyes y por el amor a la gran literatura.
Pocos libros merecen ser comentados. Alto fue el costo que
pagué por las obras del clásico (vacíate los bolsillos para amueblarte el
cerebro, dijo un italiano desde la cárcel, palurdo lector). Cada vez hay más
autores y más lectores que desperdician sus míseras vidas fatigando retinas
sobre retretes acústicos.
Si no es un clásico, no quiero leer nada. Y no me importa
leer lentamente los latines y los griegos, no importa mientras sean clásicos, o
mejor dicho, costumbres. O como dice Borges, sólo quiero leer:
A Quevedo le decían el Juvenal Español. Bello nombre. Como
Juvenal, Quevedo profesionalizó la sátira, la burla, la ironía. Quevedo, como
dice Espronceda, siempre traía:
"el insulto en los ojos,
en los labios la ironía".
en los labios la ironía".
Burlar reyes, hacer de las putas santas santas putas,
aconsejar súbditos, hablar como Catón y laurear Cristos Crucificados, fueron
algunas de las actividades literarias de Quevedo, insigne blasón de nuestras
letras. Conocí a Quevedo leyendo a Alfonso Reyes, a Borges y a Neruda.
Se dice por las calles que Quevedo es un demonio preciso
(¿precioso, preciosista?), uno con lentes y lento a la hora de matar. Sus
palabras son cuchillas, sus ritmos, puñaladas, y sus libros son péndulos que
atosigan (como en un cuento de Poe). Quevedo conocía a la perfección la
doctrina cristiana y los versos latinos.
Quevedo es el máximo estilista español (muy a pesar de
Reyes) y hasta nos enseña minucias machistas, tales como la etimología hebrea
de la palabra "viuda", que no es otra cosa que una "mujer sin
voz".
Redactó honores para coronar heroísmos, encarceló su persona
para meditar insolencias, aherrojó costumbrismos para enseñorear españoles,
calculó méritos mal ganados para hacer justicia, esquivó críticas para vivir en
el tiempo y me enseñó que el estilo genera ideas, siendo lo contrario
inefectivo. Intenté, con fracaso, imitar el estilo del Marco Bruto, símbolo de
Quevedo.
No cualquier mediocre lee a Quevedo (los policías son inferiores
por no leer a Revueltas, dijo un joven citado por José Agustín, aburridísimo
autor mejicano), pues sus letras sólo son tolerantes o tolerables para los
hombres de letras. ¿Por qué? Porque Quevedo, enseña Borges, no es sensiblero,
no enseña, no ilustra, no se preocupa por ser mal entendido, no se aterra por
ser entendido.
Los subterfugios de Quevedo son superiores a los de Lope,
aunque Lope domina argumentos más sólidos que los de Quevedo. Ayer tuve un
debate orientado hacia la intolerancia de los judíos (cité a Schmitt, a Berlin
y a Arendt). En los libros del Juvenal Español irradia la intolerancia.
Italianos, rabinos, galenos, árabes, científicos, hipócritas Hipócrates y más,
son tachados de herejes y blandengues, de pérfidos y zafios. Para nuestro
escritor:
"el lujo, más insidioso
que el enemigo extranjero",
es el peor de los males (peor que la Hipocresía, los sastres
y los comedores de novedades). El anterior verso es una bella y anónima
traducción de Juvenal, una que podría disfrazarse de copla quevediana. Muchas y
excelentes son las metáforas de nuestro máximo estilista. La que más me gusta,
es una que unifica piedras y dientes.
Se nota por doquier que nuestro redactor leía con furia y
constancia. Grandes momentos y risas gocé leyéndolo. Sólo Moliere puede
competir, medianamente, en hilarantes con el madrileño. En sus textos abundan
las variaciones fonológicas ("güérfano" y "huérfano",
"codicia y cudicia", por nombrar algunas).
De Edmund Husserl aprendí la noesis y de Quevedo, el noema.
De Paul Ricoeur (autor que le gusta a mi docta Ana Luisa) aprendí que la
consciencia adquiere sus rumbos contemplando objetos, y de Quevedo aprendí que
cualquier objeto puede derrumbarse con conscientes palabras.
De los filósofos analíticos aprendí que los "data"
o que los "atributos" (Ortega y Gasset les llamaba "notas")
son adjetivos, y de Francisco de Quevedo y Villegas que son verbos. Leyendo a
Leibniz comprendí que la filosofía engendra comunidades de conceptos, pero del
sátiro Juvenal castellano aprendí que filosofar es romper con el sentido común.
Máximas cristianas, consejos árabes, estrofas romanas y
abundantes críticas dedicadas con acérrimo cariño a la torpe y moza Bretaña,
forjan la prosa del esteta. En los tomos de Bertrand Russell supe que el mundo
podría ser una ficción, y del castellano supe que el mundo es una ficción
("debajo de la cuerda").
Quevedo es para España y para el soldado Saavedra lo que
Petrarca es para Italia y para el "alígero Dante". Quevedo luchó con
la pluma, con la cepa castellana,
"with a grateful heart
and a constant mind",
and a constant mind",
según los bellos versos de Henley. Hoy comenzaré un libro de
Keynes, uno de Friedman, la Tora otra vez y el Quijote eternamente. Sin Quevedo
seríamos Quijotes, pero no Quijanos ni Cervantes. Seguiré con mis labores de
burócrata oficinista.