Especial para La Página |
Los escritos literarios de Jean-Paul Sartre son mejores que
los escritos filosóficos de Sartre, Jean-Paul. ¿Por qué he intercambiado la
posición de las palabras en la frase anterior? Lo hice para dar a entender lo
siguiente: el Sartre literario escribe como hombre, mientras que el Sartre
filosófico escribe como autómata.
México |
En las muchas biografías que hay sobre Sartre, he leído que
el filósofo nauseabundo leía a Spinoza (la bella Castor, Simone de Beauvoir, lo
atestigua). Y Sartre no se olvida jamás de citarlo (lo cita como "jamais
vu" y no como "déjà vu"). Todo el Ser y la Nada será, para mí,
un juego dialéctico, un binomio, una marejada de parejas conceptuales. Le rezo
a Thor, a Wodan y a Zeus, les rezo para poder concluir sin hastío el mamotreto
filosófico de Sartre.
Si bien Sartre es un clásico de la filosofía, Sartre no
tiene la virilidad de Aristóteles. Platón practicó el diálogo para darse a entender,
y Kant, como el autor que nos ocupa (lleno de solecismos necesarios para pensar
filosóficamente), inauguró los meandros y los "cristalinos
laberintos" del pensamiento.
Ya Woody Allen se ha burlado de los libros metafísicos,
tales como los de Kierkegaard, Heidegger o Sartre, escritos para que nadie los
entienda y para confundir a la posteridad, citando a mi maestro Alfonso Reyes.
Los filósofos occidentales rompen la máxima de Confucio, pues siguen órdenes,
no leyes.
Nada más saludable que traducir a los clásicos (Schopenhauer
no se fatigaba leyendo a Petrarca, poeta de su corazón). El hijo de Victor Hugo
aderezaba sus tardes vertiendo a Shakespeare a la lengua de Ronsard. Pound
gastaba sus mañanas desanudando ideogramas chinos. Borges practicaba la lengua
de Goethe martirizando su paladar con párrafos kafkianos. Da Vinci y Newton
traducían el libro mundano y Quevedo afilaba su mordacidad en rasposos hebreos.
Traducir, friccionar castellanos contra galicismos, muele el
alma, la hace mejor. Traducir aniquila nuestra personalidad, apalea nuestro
ego, disciplina nuestra emoción. Supuestamente, Borges leyó por vez primera el
Quijote en inglés. El "Arc-en-Ciel", que tanto le gustaba a Borges,
puede traducirse así: "Arco en el cielo", "Arco del cielo",
"Arco celeste" o como queramos.
El buen traductor enfoca su atención en los predicados, en
los acontecimientos, en la celeste celeridad. El sujeto, el personaje principal
o el protagonista de una obra, puede hablar por sí mismo. Pero si desatendemos
las minucias de los paisajes de Dante, de las tramas de Goethe o de los
infinitos y subordinados ciclos de Kafka, todo se irá por la buhardilla.
El predicado, el acontecimiento o la acción, configura lo
temporal y lo espacial. El "Ciel" de Borges, el "Caelo" de
Swedenborg o el "Sky" de Eliot, son azules (la negra noche es
alegoría trágica). No hay que mover nuestro sistema óseo para saber que por todos
lados el cielo es azulado, diría Goethe. El traductor, sabiéndolo, puede
juguetear, puede decir "arco en el cielo" o "arco del
cielo" sin penurias y sin angustias.
El "Arc-en-Ciel", el arco en el azul, es el
Horizonte, que a su vez es una cuerda, cuerda forzada por un esférico arco,
arco que lanza barcos, razas, es decir, colores pelirrojos, rubios o cafés.
Bello es el oficio de traductor. Los colores son los mejores instrumentos para
el traductor.
Un color es un cuerpo, dice Deleuze, uno que envuelve o
refleja diversos cuerpos. El color azul puede estar en el cielo, pero también
en los ojos. El buen escritor, el que será traducido, sabe que será traducido
por las posteridades, y con esta consciencia en la mano escribe pensando en los
colores, en la luz o en las sombras, que son cuerpos que siempre envolverán al
mundo.
Ejemplifiquemos lo que aseveramos con una joya tejida por G.
de Cetina (el español no se mete en líos, y deja que los lectores del devenir
crean que los ojos claros pueden ser grises, azules, verdes o rojos, en el caso
de los opiómanos):
"Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar
sois alabados".
si de un dulce mirar
sois alabados".
Un buen traductor encuentra cuáles son los puntos fijos de
su texto. Estos puntos están hechos de "datas", de experiencias
primarias, de colores, de olores, de sabores, de texturas o de sonidos, diría
John Locke. Traducir es aducir sin deslucir lo dicho por el aludido. Traducir a
los clásicos es traducir hombres. Traducir a los modernos es traducir espejos,
cosas horribles que multiplican nuestras palabras y nuestros rostros, según el
autor del Evaristo Carriego. Retorno a mis maquinistas labores.