Transfusión de amor @ Gwenda Kaczor |
Enrique Lynch
Argentina |
Mishkin responde siempre literalmente a una situación, por
mucho que ésta se deba a alguna mezquindad o miseria ajena. La espontaneidad de
su conducta se presenta a los ojos de los demás como una especie de idiotez
angélica, propia de un individuo que va por la vida a remolque de lo que ve y
escucha y como arrastrado por las circunstancias y a merced de ellas. Mishkin
es uno que no se posee a sí mismo, o sea, es un idiota consumado. Pero al mismo
tiempo se muestra como un ser excepcional puesto que es justamente su
inocencia, su absoluta indefensión frente a la ilusión, lo que, a la postre, desarma
las iniquidades de sus semejantes al tiempo que muestra que también las bajas y
las pequeñas pasiones de los demás son estupideces nacidas de alguna forma de
ilusión.
Una versión del iluso Mishkin muy a tono con nuestra época
de variadas perplejidades se traza en la figura de Mr. Chance, el jardinero
estúpido que por azar se convierte en presidente de los EE.UU. en la novela de
Jerzy Kosinsky, Bienvenido Mr. Chance (también conocida como Desde el jardín).
Merece la pena detenerse en este personaje que, con toda
seguridad, parodia a Ronald Reagan, mejor dicho, es el retrato sesgado –no muy
justo, por cierto– que desde las filas de la izquierda norteamericana se quería
dar del carismático Reagan. Mr. Chance, como todos los débiles mentales, habla
con frases inconexas y balbuceos por la simple razón de que no sabe qué
contestar; pero sus respuestas son interpretadas como parábolas declamadas por
un iluminado que bien podría servir como estadista, un presidente profético, e
inmediatamente instrumentadas por los medios masivos de comunicación para
atrapar la conciencia de las masas, ilusionarlas y hacerlas afines a los
intereses de las grandes corporaciones.
La fórmula de Kosinsky es sencilla: consiste en la enésima
denuncia de la manera en que los mecanismos de la ilusión manipulada sirven
para colocar en las grandes responsabilidades políticas a personajes inicuos,
bobos solemnes que ofician como títeres de los poderosos.
La ilusión, en estrecha relación con la credulidad, es el
arma secreta de la religión. El Credo quia
absurdum de los católicos, que propone la renuncia voluntaria al sentido
común y a la autonomía racional como vía para alcanzar la fe, no es muy
distinto, en esencia, de los fanatismos ideológicos o de aquella forma de enajenación
que proponían los fascistas italianos cuando aconsejaban a sus militantes: “Non pensì, il Partito pensa per te!”.
También en este tipo de enajenación hay cierto goce cuyo
fundamento último está en la humana inclinación por sentirse ilusionado por
algo. En última instancia, la ilusión de que –por fin– no es preciso tener que
pensar.
De todas formas el mayor estrago que causa la ilusión se
produce cuando a la inocencia de uno se suma la credulidad del otro. Cuando
estas dos conductas estúpidas se combinan tiene lugar una catástrofe, como
ocurre en la estafa, en cualquiera de sus manifestaciones.
La combinación de la inocencia y la credulidad, ambas con
relación a una ilusión compartida, es aún más devastadora en las relaciones
amorosas, donde se configura como una especie de folie-à-deux. Evidente es que
en este contexto hay un inmenso goce, como también es obvio que en el
enamoramiento la seducción del otro –y el sentirse seducido por el otro–
consuma la mayor de las ilusiones, aunque la experiencia universal pruebe que
el estado beatífico del enamorado es necesariamente perecedero y volátil.
Incurrimos en el amor desenfrenado sólo porque, en el mismo
momento en que nos sentimos enamorados, olvidamos que esa beatitud será
pasajera. El amor es el territorio natural de todas las ilusiones y la pasión
que hace placentera la estupidez. Por consiguiente, no es tanto una enfermedad
de la razón, como piensan los racionalistas, sino la prueba de la fragilidad de
la razón frente a la ilusión.
Se cree que la ilusión es una experiencia espiritual, que
está inspirada por ideas y se representa con imágenes, como los fantasmas y los
espejismos, pero en la medida en que está firmemente arraigada en las
necesidades del cuerpo está directamente relacionada con nuestra finitud. La
precariedad de la existencia y la angustia consiguiente imponen que, para
sobrellevarlas, tengamos que valernos de ficciones a las que, por fuerza, hemos
de dar crédito.
Sin la ilusión no habría apariencia sensible, no habría
mundo –esta, tu piel, que me encanta, este paisaje tan querido, esa melodía que
no quiero olvidar–, sin ilusión no habría nada. La vida en la ficción,
ilusionados, es la única posible, la única que nos proporciona alivio frente a
la certeza de la muerte y esa especie de revelación que es la mayor de todas
las ilusiones: la ilusión del sentido donde conviven en inverosímil confusión
las mayores patrañas y las verdades más necesarias.