Nicolas Sarkozy @ Marco Calcinaro |
John Berger
Inglaterra |
La verdad es que Sarkozy nunca ha sido un político en el
sentido en que sí lo han sido todos los otros presidentes de la Quinta
República. Desde el principio su papel esencial fue diferente, y únicamente si
definimos eso podremos entender su conducta, sus motivaciones y su destino
histórico.
Debo dejar claro que no soy un comentarista político; soy un
ardiente observador de los gestos, las reacciones y el comportamiento. Miro muy
de cerca las representaciones.
Sarkozy era (es) un agente encubierto. Arribó a los
escenarios políticos con la misión secreta que sirvió a los intereses de una
potencia exterior global –el poder del capital financiero especulativo que, por
definición, amenaza los intereses de cualquier Estado. Como lo argumenta
sucintamente Zygmunt Bauman, las fuerzas corporativas que hoy manejan el mundo
están "libres de las restricciones territoriales –las restricciones de la
localidad".
La misión secreta de Sarkozy era desmantelar en Francia, y
luego en la Unión Europea, todas las agencias y las tradiciones estatales que
podrían haber sido hostiles a las prioridades de las nuevas y
desterritorializadas fuerzas globales del mercado.
Creyó absolutamente en su misión, no porque la hubiera
pensado él mismo –no es ningún Milton Friedman–, sino porque la asumió de un
modo personal; fue lo que le dio sentido a su vida, a sus ambiciones y a su
adicción por los juegos de poder. (Jugó éstos como se juega en un tablero.)
La política fue su cobertura. Construyó un personaje
político convincente para sus asociados y los medios, y no obstante su
personaje apenas fue creíble. Se hizo hábil con los antecedentes y las
estadísticas. Reunió un guardarropa de argumentos prefabricados muy a su
medida. Tenía una energía notable –los agentes secretos aprenden a vivir sin
descanso, sin recurrir a la relajación normal, porque nunca están en su hogar
real. Aprendió la retórica del patriotismo a la que todos los políticos
recurren en ciertos momentos.
Y no obstante era apenas creíble. ¿Por qué? En parte porque
lo que prometía no llegaba. Pero a un nivel más profundo, porque no podía
entender la pasión política y por tanto no entendía la búsqueda que implica la
política, con todas las contradicciones e historias que con frecuencia son más
duraderas que cualquier tiempo de vida. No era un ser político: la política era
su careta. De ahí sus equivocaciones recurrentes y sus decisiones erráticas.
Si entendemos esto bien, podemos percibir y situar mejor su
caótico y patético egocentrismo. Uno que nada tiene que ver con el carismático
egocentrismo de, digamos, un Napoleón o un Tito. El egocentrismo de Sarkozy no
era una vocación sino algo relacionado con las situaciones. Trataré de
explicar.
La práctica satírica de representar gráficamente como
animales a los políticos y a quienes detentan el poder, comenzó en el siglo 19.
Grandville y Daumier nos vienen a la memoria de inmediato. Antes, tales
comparaciones críticas existían sólo en los proverbios, en el teatro callejero
y en las canciones de mofa.
Conforme las elecciones presidenciales se acercaban a su
fin, en la pantalla y en las fotografías Sarkozy comenzó a verse más y más como
un chimpancé en una jaula. La jaula de un zoológico atestado.
Ahí lo vieron y evaluaron millones de votantes, y la única
forma que él halló para responder a esta atención fue la de referirse de
continuo a sí mismo. Por supuesto tenía palabras y gestos, pero sus palabras
estaban solas, era un monólogo. No pudo mostrar o elaborar su verdadera misión.
Y de repente se encontró solo en una arena política ante un popular Will que
insistía en retornar a la política con sus pasiones y longevidades, un retorno
a todo lo que Sarkozy había confiado en desmantelar.
La jaula estaba hecha de la soledad de una misión secreta no
cumplida.
John Berger es
un escritor británico, novelista y critic de arte. Entre sus muchos libros: Selected
Essays of John Berger and About
Looking.
Traducción de Ramón Vera Herrera |