Hubo un tiempo en que los escritores eran como dioses.
Vivían en las montañas, cual eremitas desahuciados o aristócratas lunáticos.
Escribían con la única finalidad de comunicarse con los muertos, los aún no
nacidos, o con nadie en absoluto. No habían oído hablar nunca del mercado, eran
misteriosos y antisociales.
Aunque tal vez deploraran sus vidas, marcadas por
la soledad y la tristeza, vivían y respiraban en el reino sagrado de la
literatura. Escribían teatro y poesía y filosofía y tragedias y cada muestra
era más devastadora que la anterior. Los libros que alcanzaban a escribir
llegaban con carácter póstumo a sus lectores, y por el más tortuoso de los
caminos. Asomarse a sus pensamientos e historias era tan aterrador como toparse
con los huesos de un animal extinto.
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Andando el tiempo, surgió una segunda oleada de escritores.
Vivían en los bosques, al pie de las montañas y, aunque seguían soñando con las
alturas, necesitaban morar en los confines de bosques colindantes con alguna
ciudad, en la que se adentraban de vez en cuando, para darse una vuelta por la
plaza pública. Congregaban multitudes, cuyas mentes agitaban; provocaban
escándalos, se metían en política, se retaban en duelos e instigaban
revoluciones. A veces emprendían largos viajes a las montañas y cuando
regresaban, el pueblo temblaba oyendo sus nuevas proclamas. Los escritores se
habían convertido en héroes, áureos, audaces y pomposos. Más de uno entre
quieres deambulaban ociosamente por la plaza dio en pensar: ¡Me place esto que
veo! Me siento medio inclinado a intentarlo yo mismo.
Pronto, los escritores empezaron a instalarse en pisos de la
ciudad, y aceptaron puestos de trabajo. De hecho, ciudades enteras se vieron
colonizadas y ocupadas por escritores. Pontificaban acerca de cuanto tema hay
bajo el sol, concedían entrevistas y publicaban en la editorial local, Libros
del Monte Santo. Los había que llegaron incluso a vivir de las ventas y, cuando
éstas menguaron, impartieron clases en la facultad de Olimpia City, y cuando se
dejó de contratar a nadie en los Departamentos de Humanidades, se dedicaron a
escribir libros de memorias sobre el arte de “vivir en las montañas”. Se
hicieron expertos en publicidad, porque resultaba evidente que la industria
editorial era una rama de la comunicación. Los más astutos empezaron a escribir
anuncios, pues era una excelente manera de adquirir una buena técnica. En poco
tiempo, los autores empezaron a ser más numerosos que los lectores, y pronto
quedó claro que a fin de cuentas el público no era más que una alucinación, del
mismo modo que la importancia de la escritura era básicamente una alucinación.
Ahora te sientas ante el escritorio, soñando con la
Literatura y leyendo distraídamente el artículo de Wikipedia sobre la “novela”,
mientras picas algo y ves vídeos de perros y gatos en el móvil. Escribes un
poco en tu blog y tuiteas los pensamientos más profundos de que eres capaz, te
devanas los sesos intentando añadir tu propia opinión sobre algún tema de moda
en la red. Susurras, como en una plegaria, los nombres de Kafka, Lautréamont,
Bataille, Duras, con la esperanza de conjurar el espectro de algo que apenas
comprendes, algo ridículo y obsoleto que, sin embargo, te reconcome todos los
días de tu vida. Y te sorprendes riéndote impotente de ti mismo muy a tu pesar,
hasta que casi se te saltan las lágrimas. Por fin haces clic en “abrir nuevo
documento” y estremecido, clavas la mirada en la pantalla, y te preguntas qué
demonios podrías escribir ahora.
El cadáver de la
marioneta
Decir que la Literatura ha muerto es a la vez empíricamente
falso e intuitivamente cierto. Según la mayoría de datos estadísticos, el
diagnóstico es acertado. Hay más lectores y escritores que nunca. El
crecimiento de internet indica, en cierto sentido, el aumento de una cultura
profundamente alfabetizada. Tendemos a mandar mensajes, en vez de hablar. Ahora
más que nunca publicamos comentarios por escrito, en vez de observar o
escuchar. Se suele citar el dato de que el número de diplomados en programas de
escritura es superior al número de londinenses en tiempos de Shakespeare. Como
dice Gabriel Zaid, autor de Demasiados libros: la proliferación exponencial de
autores apunta a que el número de libros publicados pronto eclipsará al de la
población humana. Pronto habrá más libros que personas han existido desde el
principio de los tiempos. Tenemos bibliotecas enteras en los móviles, libros
(disponibles o descatalogados) a los que podemos acceder con sólo mover un
dedo. La todopoderosa Amazon, la infinita Feed, la inagotable Aggregation, la
Wikisabiduría, las recomendaciones, favoritos, listas, críticas, comentarios...
Vivimos en una época de palabras sin precedentes.
Con todo y con ello... en otro sentido, conforme a un
criterio diferente, la Literatura es un cadáver, y lleva además mucho tiempo
frío. Intuitivamente sabemos que así es, lo sentimos, lo sospechamos, lo
tememos y lo aceptamos. El sueño se ha desvanecido, nuestra fe y nuestro
asombro han huido, hemos dejado de creer en la Literatura. En algún momento de
la década de los 60 el gran río de la Cultura, la Tradición Literaria y el
Canon de las Obras Sublimes se empezó a ramificar, rompiéndose en una miríada de
afluentes, discurriendo con lentitud por las llanuras del delta cultural. En
una cultura sin verticalidad, la Literatura sobrevive como referente primordial
del efecto de realidad, o como un diploma menor otorgado por una universidad
recién privatizada. Ahora bien: ¿qué era antaño la Literatura? La Literatura
eran nombres como Diderot, Rimbaud, Walser, Gogol, Hamsun, Bataille y, por
encima de todos, Kafka: revolucionario y trágico, profético y solitario,
póstumo, incompatible, radical y paradójico, refugio de oráculos y outsiders.
Kafka planteaba retos a base de emoción, su objetivo era romper moldes, alterar
lo existente, a base de describir, sí, solo que sus descripciones eran
devastadoras; se situaba fuera de la cultura a fin de observar bien su interior,
o se instalaba en el interior de la cultura, para ver bien qué había fuera.
Nadie escribe ya obras así, impregnadas de este espíritu. O, más bien, siguen
existiendo, pero sólo como una parodia de modelos pasados. La Literatura se ha
convertido en una pantomima de sí misma, su peso en la cultura está
sobrevalorado, teniendo en cuenta que sus acciones son unidades infinitesimales
que valen calderilla en el mercado de la bolsa.
¿Cuáles son las causas de tamaño declive? Se puede señalar
la caída de antiguas clases y estructuras de poder, como la iglesia, la
aristocracia y la burguesía. Estas grandes instituciones que lastraban el
avance de las energías modernistas se han disuelto. Como la paloma de Kant, que
para atravesar el aire en vuelo libre precisa de su resistencia, también el
escritor necesita sentir una especie de resistencia por parte de la Literatura;
el escritor necesita oponerse a algo, en su lucha por alcanzar algún logro. Y
¿a qué oponerse cuando no queda enemigo contra el que luchar? Se podría hablar
de la globalización, de la absorción del planeta entero por el mercado mundial,
cuyo efecto ha sido el debilitamiento de las antiguas formas culturales así
como de las literaturas nacionales. Vemos cómo se eleva la idea de individuo a
un punto en que el concepto mismo de idiosincrasia se convierte en un lugar
común, un punto en el que términos como yo, alma, corazón y mente son jerga
demográfica. Nuestra idea de lo que es tradición se ha reducido a algo tan
exiguo que no tiene sentido plantarle cara; no quedan autores del pasado a los
que hacer frente. Se podría apuntar como causa el populismo de la cultura
contemporánea, la disolución de los antiguos límites entre arte culto y
popular, así como el debilitamiento de nuestros recelos ante el poder del
mercado. Hoy día, los escritores trabajan en concierto con el capitalismo, más
que adoptando una postura en su contra. No eres nada si no vendes, si tu nombre
no es conocido, si no acuden decenas de admiradores cuando firmas ejemplares de
tus libros. Y también podríamos señalar la banalidad de las democracias
liberales; al tolerarlo todo, al absorberlo todo, nuestro sistema político no
da licencia para nada. Hubo un tiempo en que el arte fue oposición, pero
actualmente ha sido fagocitado por el aparato cultural, y la idea de seriedad
se ha visto reducida a una especie de producto kitsch para consumo de la
Generación X, Y o Z. No nos faltan temas a los que enfrentarnos con seriedad:
la atmósfera está en ebullición, las reservas de agua se están desecando, las
dinámicas políticas nos empujan a la ingenuidad de cruzarnos de brazos como si
la catástrofe no fuera con nosotros... y en medio de todo esto la Literatura ha
perdido la capacidad de dar cuenta de esta tragedia. La globalización ha
aplastado la Literatura, reduciéndola a un millón de nichos en el cementerio
del mercado. La prosa se ha convertido en un producto más: algo agradable,
llamativo, exquisito, laborioso, respetado, pero irremisiblemente
insignificante. Ya no se escriben poemas que llamen a la revolución, ya no se
escriben novelas que desafíen a la realidad. Ya no.
La historia de la
Literatura es como el eco que reproduce una cámara de sonido, que va
debilitándose con cada nueva reiteración. O, para emplear otra metáfora, se
podría decir que la Literatura era, a fin de cuentas, un recurso finito, como
el petróleo, como el agua. Cada nueva manifestación literaria ha sido una
prospección que ha ido mermando las reservas hasta acabar con ellas. Si la
historia de la Literatura es la historia de los movimientos literarios y sus
posibilidades, entonces hemos alcanzado
el punto en que el modernismo y el postmodernismo la han agotado. El
postmodernismo, nombre que en el fondo no hace más que añadir al modernismo una
dosis de desesperación, nos ha conducido al final del juego: todo está a
nuestro alcance pero nada nos sorprende. En el pasado, cada gran afirmación
contenía un manifiesto y cada vida literaria era una invitación a la
heterodoxia; pero hoy todo es fotocopia, nota a pie de página, gesto teatral.
Ni la originalidad misma es ya capaz de sorprendernos. Hemos presenciado tantos
ejercicios de estilo y forma que incluso algo original en cada uno de sus
componentes contiene la novedad como meta-cualidad y así nos resulta,
paradójicamente, reconocible al instante.
Algunos optan por tocar los clarines del pasado, reclamando
el regreso de las viejas formas, exigiendo que la Cultura vuelva a subirse a su
viejo carruaje, proclamando la vigencia del concepto de autoridad literaria.
Pero estas exigencias grandiosas o son vistas con recelo, o resultan irrisorias
o nadie hace caso de ellas. Los “clásicos”, de la antigüedad hasta el presente,
son repertorios rutinarios, como el Cascanueces en Navidad. El prestigio
literario sólo existe como una forma litúrgica, tan pintoresco como una monja
en el metro. ¿Quién, sino los más pomposos escritores de la tercera oleada, se
toma a sí mismo en serio como Autor? ¿Quién se atrevería a soñar con archivar
sus e-mails y tweets para que los lea agradecida la posteridad? La reclusión de
Blanchot ya no es posible, al igual que el exilio de Rimbaud o la muerte
adolescente de Radiguet. Ya no se rechaza ni ignora a nadie, puesto que se
publica a todo el mundo instantáneamente, sin esfuerzos ni reflexión. La idea
de autor se ha evaporado, siendo sustituida por un ejército de obreros de la
tecla, que trabajan codo con codo con los publicistas y los programadores.
Se podría argüir que deberíamos estar agradecidos por este
nuevo orden. ¿No es estupendo, al fin y al cabo, tener como hobby ser todo un
novelista? Que los demás puedan leerte. ¡Menuda sorpresa! Que la gente leyera
ficción sería de por sí una sorpresa. Tus amigos y tu familia también creen que
es estupendo. ¡Así que has publicado una novela! ¿La gente aún lee novelas?
¡Quién lo hubiera dicho! Para tu círculo de amigos, el hecho de publicar una
novela es más importante que lo que pueda contener. El hecho de que tu nombre
aparezca en Google acompañado de algo más que fotos en que se te ve desnudo en
la bañera es ya algo. Y así, el prestigio de ser un verdadero autor cede ante
la frívola idea de fama literaria, algo efímero que se olvida rápidamente.
¿Qué es tan terrible, entonces? Entre los puestos del
mercado se escucha un parloteo fascinante, el ruido de una vida estable. Que
brote un millar de flores y todo eso. Tal vez la muerte de la Literatura sea el
síntoma del fin de algo que ha dejado de ser necesario. Tal vez debamos aceptar
esta muerte. ¿Para qué evocar el espectro pantomímico del poète maudit, las
sombras burlonas de Rimbaud o Lautréamont, con su botella de absenta y los ojos
inyectados en sangre? Para los más prácticos, el fin de la Literatura no es más
que el fin de un modelo melodramático, una falsa esperanza que ha seguido el
camino del psicoanálisis, del marxismo, del punk rock y de la filosofía. Pero
quienes somos menos pragmáticos nos damos cuenta de lo que se ha perdido, lo
vivimos. Junto con la Literatura perdemos la posibilidad de la Tragedia y la
Revolución, las últimas modalidades de Esperanza que teníamos a nuestro
alcance. Y cuando desaparece la posibilidad de lo trágico, nos hundimos en una
forma de pesar sin atributos, una vida cuya enorme tristeza carece de grandeza
trágica. Ansiamos la tragedia, pero ¿dónde encontrarla, cuando sólo hay lugar para
la farsa? La burla y el desdén son hoy las únicas reacciones que se dan cuando
alguien lee en público un nuevo manifiesto. Todos los esfuerzos son tardíos,
todos los intentos son impostados. Sabemos lo que queremos decir y oír, pero
los nuevos instrumentos a nuestro alcance no duran mucho tiempo afinados. No
podemos repetir fórmulas antiguas ni probar fórmulas nuevas, ambas
posibilidades se han alejado telescópicamente de nosotros, reducidas a algo que
nos suena. Somos como payasos de circo incapaces de estrujarnos todos juntos en
un cochecito. Las palabras de Pessoa nos resuenan en los oídos: “Ya que no
podemos extraer belleza de la vida, busquemos al menos extraer belleza de no
poder extraer belleza de la vida”. Esta es la tarea que se nos ha encomendado,
nuestra mejor y única salida.
Enfermos de
literatura
“Quien escribe está en destierro de la escritura; allí está su patria
donde no es profeta”: Maurice Blanchot
Como ante cualquier
muerte, cualquier calamidad, nuestra primera y perversa reacción es la
negación. Amábamos demasiado a nuestros genios literarios como para aceptar que
sus días han terminado. Danzamos en torno al tótem de Bloomsday y paladeamos el
nombre de Camus como la eucaristía. En vano se conceden, pomposa y
solemnemente, medallas de grandeza a novelas que imitan pálidamente el vago
recuerdo de las obras maestras. El prestigio, los escombros, el cuerpo de la
Literatura sigue ahí, pero su espíritu ha volado. Sólo un puñado de escritores
ha captado la gravedad del momento que atraviesa actualmente la Literatura.
Sólo un puñado de escritores es sincero a la hora de escribir acerca de la
situación en que nos encontramos y los obstáculos que hay en el camino. Y lo
que escriben es enfermizo y canibalesco, absurdo y desesperado, pero
paradójicamente son también alegres y auténticas. Sus obras son increíblemente
honestas y tienen un poder liberador. Estos son los escritores que, tal vez,
nos muestran el camino a seguir.
Antes de curarnos debemos diagnosticarnos. El narrador de El
mal de Montano, de Enrique Vila-Matas, padece la “enfermedad de la literatura”,
lo cual le hace experimentar el mundo únicamente a través de los libros que ha
leído, escritos por los grandes autores de la historia de la literatura. Está
condenado a entenderse a sí mismo y todo lo que le rodea a través de las vidas
y obras de los autores que le obsesionan. Escribe El mal de Montano para
encontrar una cura, para salir de la Literatura mediante la Literatura.
En la primera parte del libro, una novela corta
independiente, Montano va a Nantes para liberarse de su enfermedad literaria,
pero acaba aún más inmerso en ella. La ciudad le recuerda a Jacques Vaché, el
legendario protosurrealista conocido únicamente por sus cartas a Breton. Nacido
y criado allí, Vaché pensaba, igual que Breton, que Nantes sólo iba detrás de
su querida París como fuente de inspiración. Y cuando Montano visita a su hijo
en la misma ciudad, sólo puede verse a sí mismo como el fantasmagórico padre de
un Hamlet que, como el personaje de Shakespeare, finge haber perdido totalmente
la razón.
Montano está atrapado por la literatura. Decidido a
marcharse de la ciudad, coge el primer tren y admite que se trata de “un gesto
muy literario, los trenes son muy literarios”. También los medios de transporte
se han contagiado del mal de Montano. Un viaje que efectúa más adelante a Chile
tampoco le proporciona alivio. Volar en
avioneta le trae el recuerdo de Antoine de Saint-Exupéry, quien repartía
correspondencia en aquellas mismas montañas. Montano evoca a incontables
autores a lo largo del viaje: Danilo Kiš, Pablo Neruda, Alejandra Pizarnik, y
así sucesivamente.
Montano sufre. Su proximidad a la literatura es agobiante.
El mundo mismo parece un sistema de tropos literarios, de asociaciones
literarias. Montano no puede ni recurrir al suicidio, poniendo fin a todo esto,
puesto que “la muerte... es precisamente de lo que más habla la literatura”. No
hay salida, no hay acción posible que no corra el riesgo de convertirse en una
especie de cliché literario, de manifestación literaria kitsch. Y es que el
problema de Montano no es sólo estar atrapado en la Literatura; es que la
propia Literatura aparece como un escenario de mal gusto.
La afección de Montano encuentra sus raíces en Kafka (a
decir verdad: ¿qué problema de los últimos cien años no ha sido previsto por
Kafka?). Montano escribe que nadie ha estado más “enfermo de literatura” que el
autor de Praga. “Estoy hecho de literatura”, afirma Kafka, pero él consiguió
hacer literatura gracias a su enfermedad. El castillo se podría entender, como
sugiere el narrador de El mal de Montano, como una alegoría de la imposibilidad
de intercambiar exégesis por realidad, de permutar enfermedad por salud, pero
el hecho de crear una alegoría a partir de su enfermedad es ya literatura. En
otras palabras, Kafka aún puede escribir Literatura y así aliviar temporalmente
su enfermedad literaria.
El narrador de Vila-Matas dispone de menos opciones aún que
Kafka. El sostén de la religión ya se había desmoronado en tiempos de Kafka,
dejándole en el reino de la alegoría, pero Vila-Matas ni siquiera tiene el
sostén de la alegoría, peor aún: la propia estructura de la narrativa se ha
desplomado. Kafka todavía podía contar una historia, pero esto le está vedado
al narrador de Vila-Matas. De la misma manera que Kafka nació demasiado tarde
para la religión, todos nosotros hemos nacido demasiado tarde para la
Literatura. Al reactivar las vidas y obras de literatos legendarios, el
narrador de Montano no hace sino poner de relieve cuán remotas son estas
figuras para nosotros, todas ellas de escritores a quienes la propia Literatura
parecía mantener a cierta distancia. La Literatura se aleja de nosotros al
igual que se alejó de nuestros predecesores literarios, empezando por autores
de diarios como Gide quien, como se describe en El mal de Montano, sueña
eternamente con escribir una Obra Maestra. Y es que la noción misma de Obra
Maestra, o incluso albergar la esperanza de escribir una Obra Maestra, es ya
síntoma de mal gusto literario. A esto se refiere el narrador cuando sostiene
que la literatura en sí misma padece el mal de Montano: la enfermedad de
Montano, si contemplamos el mundo a través de la lente de la Literatura, es
también la enfermedad de la Literatura, un espejo que ya no es capaz de
reflejar el mundo.
“Don Quijote representa la juventud de una civilización: se
inventaba los sucesos, mientras nosotros no sabemos escapar a los hechos que
nos acosan”, escribe E. M. Cioran. Inventar sucesos, incluso hacer alegorías
sobre ellos, ya no parece posible. Como cuando escupimos contra el viento,
nuestro menor gesto literario nos es devuelto en plena cara. Esto, como sucede
con el brillante virtuosismo de la primera parte de El mal de Montano, puede
resultar divertido, pero acaba siendo agotador. Como afirmaba un crítico: “los
chistes tienen cada vez menos gracia” y el libro se vuelve una tortura. Resulta
difícil no estar de acuerdo con la idea de que el narrador parece “haber
perdido el hilo del argumento, y eso sin perder de vista el hecho de que en
realidad nunca llegó a haber un argumento en el pleno sentido de la palabra”.
Con todo y con ello, a pesar de tan agobiante encerrona, Vila-Matas pone fin a
su obra con una sorprendente nota de rebeldía, incluso de esperanza: el
narrador y Robert Musil se arrodillan juntos frente a un gran abismo, rodeados
de escritores pomposos y petulantes (“enemigos de lo literario”) que se
congratulan unos a otros durante la celebración de un grotesco festival
literario. “Es el aire de los tiempos”, se lamenta el narrador, “el espíritu
está amenazado”. Pero Musil le contradice: “Praga es intocable... es un círculo
mágico. Praga ha sido siempre demasiado para ellos. Y siempre lo será”. Para
ser un libro cuyo propósito es determinar la enfermedad terminal de la
Literatura, El mal de Montano acaba insistiendo en que algo queda todavía, que
subsiste una cualidad decidida y secreta que ni siquiera tiempos como los
nuestros pueden desbaratar.
Volvamos ahora la mirada hacia Thomas Bernhard, otra víctima
del mal de Montano. No hay nada que hacer, no hay salida, no se puede hacer
nada excepto subrayar el hecho de que no hay nada que hacer, y de que no hay
salida. La misma historia contada una y otra vez, el intento de encontrar
tiempo y espacio para elaborar un compendio, una exhaustiva obra de
recopilación dedicada a algún tema específico (la naturaleza del sentido
auditivo; la música de Mendelssohn) que sirve de excusa para que el narrador
haga que la sustancia del relato sean los insuperables problemas que plantea su
escritura. Bernhard aborda sus temas (el resentimiento y los deseos frustrados
de quien aspira a una vida intelectual; la culpa y el sufrimiento derivados de
haber vivido totalmente sometidos a la exigencias del estado austríaco; la
abominación moral inherente a las secuelas del nazismo) recurriendo a una prosa
cacofónica que desarrolla un tema con variaciones. Son grandes bucles
repetitivos que se estiran hasta alcanzar el punto de ruptura, propagándose
después en una espiral huracanada de rabia y frustración. Sus libros giran como
torbellinos, arrastrando cuanto se cruza en su camino: hipérboles de gran
calado revolotean mezcladas con menudencias lamentables; aforismos del Viejo
Mundo colisionan con estúpidas perversiones, grandes denuncias se repliegan,
transformándose en distracciones banales. El valor de una maleta, el valor de
una vida; cómo los perros de compañía sabotean toda posibilidad de actividad
intelectual; el desayuno cotidiano entendido como asalto. Las frases de
Bernhard, siempre a punto de desmoronarse, no pretenden únicamente representar
la vida (la vida ordinaria y tediosa de los filósofos fracasados, los
científicos fracasados, los músicos fracasados y los escritores fracasados que
viven bajo regímenes corruptos) sino también las fuerzas que en ella se
encierran.
El incesante movimiento hacia delante de su prosa pone de
relieve la completa intolerancia al fracaso, a las componendas y al odio, hacia
las presuntuosas poses de aquellos que no entienden sus propios fracasos y
componendas. Al declararse la guerra a sí mismos, los frustrados narradores de
Bernhard, permanentemente incapaces de encontrar un tiempo y espacio en el que
por fin les resulte posible escribir como los maestros que tratan de imitar
(trátese de Schopenhauer, Novalis, Kleist o Goethe) declaran la guerra a una
cultura en la que la imitación de los maestros ha dejado de ser posible.
Bernhard es el nombre del sumidero que succiona los remolinos que forman una
Cultura, una Literatura y una Filosofía que corresponden al pasado. Bernhard
lamenta, horrorizado, el suicidio de la Cultura, al tiempo que escupe bilis
contra los “enemigos de lo literario” que aún quedan: los artistas, actores,
escritores y compositores subvencionados por el estado que acuden a la
insufrible cena que nos describe en Tala. Se ve envuelto en una neblina de odio
hacia la vida no literaria, actitud que encarnan personajes como la célebre y
ajetreada hermana de Hormigón. En El malogrado, Bernhard incluso llega a
postular que las únicas salidas posibles a una vida dedicada a la creación
artística son el suicidio, la locura o el más abyecto fracaso.
Evidentemente, la ironía de Bernhard reside en el hecho de
que, en tanto que sus narradores fracasan una y otra vez, incluso antes de
empezar, el propio Bernhard encuentra una manera y una vía en que expresarse.
Puede que sus músicos hayan renunciado a su arte y que sus críticos musicales
sean incapaces de escribir una línea, pero Bernhard ha creado una música para
sí mismo. Es, tal vez, una sinfonía grotesca, un vals ridículo, irrisorio,
disparatado y oscuro, pero hay algo emocionante, podríamos decir incluso
hermoso, en su canto abnegado. Una vez más, como en la obra de Vila-Matas, sólo
al borde del abismo somos capaces de recordar qué es lo intocable.
Un último ejemplo de literatura que se enfrenta a su propia
muerte y sobrevive es Los detectives salvajes de Bolaño, un libro sobre el
intento de crear una vanguardia literaria en 1975, escrito después de que las
condiciones para poner en práctica la vanguardia se hayan desmoronado. Es un
libro sobre la revolución política después de la constatación del fracaso a que
estaban condenadas dichas revoluciones. Se trata de una novela sobre las
vanguardias literarias, pese a lo cual se resiste a la conceptualización y al
estilo que exige la idea de vanguardia literaria. Se trata de una novela
extática, apasionada (el propio Bolaño la describe como una “carta de amor” a
su generación) que parodia los deseos de que existan la Literatura y la
Revolución. Se trata de una novela que, como todas las novelas recientes, llega
demasiado tarde, pero a diferencia de la mayoría, encuentra el modo de abordar
este retraso. Gracias a ello, Los detectives salvajes aporta a quienes aspiran
a ser considerados autores un modelo que permite hablar con propiedad de
nuestros sueños anacrónicos.
Los supuestos protagonistas del libro, Ulises Lima y Arturo
Belano, líderes de una banda literaria conocida como los “realistas
viscerales”, ocupan pocas veces el primer plano de la narración. En general,
nos llega un lejano eco de ellos, a través de los múltiples narradores a
quienes Bolaño encomienda que den cuenta de la historia. Y el veredicto que
recae sobre ellos es desigual: encuentran un admirador en Madero, izquierdista
exaltado, estudiante de leyes, cuyos brillantes y divertidos diarios enmarcan Los
detectives salvajes. Pero también tienen detractores: “Belano y Lima no eran
revolucionarios. No eran escritores. A veces escribían poesía, pero tampoco
creo que fueran poetas. Eran vendedores de droga”, dice uno de los narradores
de Bolaño. “Todo el realismo visceral era… el pavoneo demencial de un pájaro
idiota, algo bastante vulgar y sin importancia”, dice otro. Al final, se
dirigen hacia “la catástrofe o el abismo”, mientras recorren el mundo,
intentando mantener una pose literaria y política cuando el tiempo de la
Literatura y de la Política ha pasado. “Luchamos por partidos que de haber
vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados”, dice
Bolaño hablando de su generación. “Luchamos y pusimos toda nuestra generosidad
en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto”.
Abrazar deliberadamente un ideal muerto: esta es la cualidad
que impregna Los detectives salvajes. La intuición de Bolaño, perturbadora y
liberadora a un tiempo, revela que ya sólo es posible escribir el epílogo de la
Literatura: la historia de quienes se rascan las rodillas mientras rastrean las
huellas que ha dejado la Literatura tras su desaparición. No es cuestión de
alardes metaliterarios ni de solipsismos;
se trata de mirar las cosas de frente. Vivimos en una cultura en que millones
de escritores se dedican a mimetizar los grandes modelos que adoran, con tan
solo una vaga consciencia de que lo único que hacen es vomitar vulgaridades.
Todos sabemos que Libertad [la novela de Jonathan Franzen] no es Flaubert, y
aún así no alcanzamos a comprender por qué se nos ha cerrado esa puerta. Año
tras año vemos cómo se intenta hacer pasar como si fuera el último grito
muestras de estilos muertos como el realismo, el modernismo, el nuevo
periodismo o alguna variante lúdica del postmodernismo, todos ellos más retro
que la peste. Es hora de que la literatura acepte su propia muerte, en vez de
seguir jugando a las marionetas con su cadáver. Debemos denunciar la farsa de
una cultura que sueña con cosas que no puede crear, porque esta farsa es
nuestra tragedia. Debemos afrontar con humor la oscuridad y la amargura de la
situación en que vivimos. ¿Por qué, si no, dibuja uno de los narradores de
Bolaño enanos con penes gigantescos, mientras mata el tiempo en la celda de una
prisión israelí? ¿Por qué Madero juega con sus compañeros a las adivinanzas con
las caricaturas que aparecen en las últimas páginas de Los detectives salvajes,
cuando la búsqueda de Cesárea Tinajero se acerca a su fin? Estos
comportamientos son propios de quien vive después de la Literatura. Una vez
más, como en Cervantes, la historia más poderosa es la que realza el papel que
tiene la Literatura en nuestras vidas, sólo que en las circunstancias actuales
es un papel reducido al de un fuego que flota sobre una ciénaga, un fantasma
que arrastra sus cadenas, un ente derrotado que hipnotiza a un ejército de
idiotas integrado por supuestos novelistas, revolucionarios, críticos,
conferenciantes de filosofía, editores de blogs literarios, suscriptores de
revistas y supuestos intelectuales... en una palabra: todos nosotros.
Qué escribir en las
postrimerías
“Hay esperanza, infinita esperanza, pero no para nosotros”: Kafka
De modo que aquí estamos, a este lado de la montaña,
nostálgicos de las mesetas tormentosas donde nuestros ancestros escritores
emplearon una vez su magia, pero conscientes de que somos habitantes de las
tierras bajas. Aquí estamos, al cabo de la Literatura y la Cultura, desnudos,
despojados, azorados. Somos como niños que se han encontrado unas botas viejas
y andan trotando por ahí con ellas. ¡Puede que hasta Bernhard y Bolaño sean
demasiado grandes como para que los imitemos!
Deberíamos estudiar a los perversos garabateadores, como David Shrigley
e Ivan Brunetti. El medio de expresión que han elegido pone de relieve hasta
qué punto han abrazado su condena. Deberíamos apagar los ordenadores, subir los
libros al desván y olvidar que hubo un tiempo en que sabíamos leer y nos
parecía algo importante. Pero para los que no podemos escapar a la necesidad de
borronear y teclear, he aquí algunas pistas.
Utiliza una sencillez a-literaria. El juego ha terminado, ya
no queda nada. El estilo de Los detectives salvajes es notoriamente
a-literario, exento casi de elegancia, pese al virtuosismo desasosegado de sus
voces narrativas. Es “directo hasta la asfixia”. Incluso Bernhard, pese a todas
sus circunvoluciones gramaticales, a la postre escribe con una suerte de
obviedad patética. No se maquilla ni adorna, sino que escupe la materia de su
descontento. El abismo necesita la clara quietud de un testigo, el testimonio
sobrio del día después para recordar lo que pasó. La Literatura ya no es nada
por sí misma, es la Gran Desaparecida.
Resístete a las formas cerradas, a las obras maestras. El
empeño por escribir obras maestras es una modalidad de necrofilia. Escribir
debe ser un acto abierto por todos sus flancos, de modo que un esbozo de vida
real (aunque ésta no sea más que una farsa lúgubre y ridícula) pueda
atravesarlo, pasando las páginas. Según Vila-Matas, cualquiera que escriba un
texto de ficción debe permitir que se le vea la mano, que la imagen de uno
mismo aparezca. Pero en el ámbito de la literatura después de la Literatura lo
que permite ver la mano es la vida como farsa. Los autores deben renunciar a
imitar a los genios. En lugar de ello, es preferible mostrar a los autores como
monos de imitación, en una palabra, como idiotas. No tengas la arrogancia de
intentar ser cómico. Tú eres el serio en esta farsa; el gracioso es el
universo. No vayas de tonto, ni de listo, ni de simpático, ni de tímido. Eso
sí, deja un margen a la hilaridad, a una risa dolorosa y purificadora que te
parta en dos los costados y el corazón. Sigue tu propia estupidez como unas
huellas en la arena.
Aunque trates otros temas, no dejes de escribir acerca de
este mundo, un mundo dominado por sueños muertos. Resalta la ausencia de
Esperanza, de Fe, de Compromiso, de Seriedad rimbombante. Señala el pasado, del
que hemos sido desgajados; señala el futuro, que nos destruirá. Escribe sobre
un tipo de esperanza que antaño fue posible en tanto que Literatura, Política,
Vida, pero que ya no es posible para nosotros.
Deja ver claramente que eres consciente de tu impostura. No
eres un Autor, no en el sentido tradicional. En realidad, no has escrito ningún
Libro, un Libro de Verdad. No formas parte de ninguna tradición, movimiento ni
vanguardia. No te estás jugando verdaderamente nada en la Literatura, por muchos
aires insensatos que te quieras dar. Además, la verdad es que hoy día es
poquísima la gente que lee. No dejes de recalcar bien este dato. ¡Nadie lee,
pedazo de idiota! Hay más novelistas que lectores. Hay demasiados libros...
Deja ver tu melancolía, resalta el hecho de que el final se
acerca. Se acabó la fiesta. Las estrellas salen y el cielo negro se muestra
indiferente ante ti y tus sandeces. Estás con los personajes de Bolaño al final
de la búsqueda, perdido en el desierto de Sonora, al final de todas las
búsquedas. Estás haciendo dibujos estúpidos para matar el tiempo en el
desierto. No hay más, ésas son tus obras completas: dibujos estúpidos para
matar el tiempo en el desierto.
Lars Iyer |
No seas generoso ni amable. Ríete de ti mismo y de lo que
haces. Saquea el arte, como el caníbal que eres. Recuerda: únicamente cuando el
cuerpo está sin vida, y ha sido picoteado durante millones de años por los
cuervos, roído por los chacales, cubierto de escupitajos y olvidado, sólo
entonces descubriremos que aún queda una última esquirla de hueso intacta.
Lars Iyer es
el autor de la novela Spurious (Melville House 2011, que será traducida al
español por la editorial Pálido Fuego: http://www.palidofuego.com)
y su secuela, Dogma (recientemente publicada). Vive y trabaja en Newcastle upon
Tyne, Inglaterra. Este texto fue originalmente publicado en http://www.thewhitereview.org
Traducción: Susana Lago Ballesteros |