“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

31/5/12

Manifiesto literario tras el fin de la literatura y los manifiestos / Desnudo en la bañera, asomado al abismo

Lars Iyer

Hubo un tiempo en que los escritores eran como dioses. Vivían en las montañas, cual eremitas desahuciados o aristócratas lunáticos. Escribían con la única finalidad de comunicarse con los muertos, los aún no nacidos, o con nadie en absoluto. No habían oído hablar nunca del mercado, eran misteriosos y antisociales.

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Aunque tal vez deploraran sus vidas, marcadas por la soledad y la tristeza, vivían y respiraban en el reino sagrado de la literatura. Escribían teatro y poesía y filosofía y tragedias y cada muestra era más devastadora que la anterior. Los libros que alcanzaban a escribir llegaban con carácter póstumo a sus lectores, y por el más tortuoso de los caminos. Asomarse a sus pensamientos e historias era tan aterrador como toparse con los huesos de un animal extinto.

Andando el tiempo, surgió una segunda oleada de escritores. Vivían en los bosques, al pie de las montañas y, aunque seguían soñando con las alturas, necesitaban morar en los confines de bosques colindantes con alguna ciudad, en la que se adentraban de vez en cuando, para darse una vuelta por la plaza pública. Congregaban multitudes, cuyas mentes agitaban; provocaban escándalos, se metían en política, se retaban en duelos e instigaban revoluciones. A veces emprendían largos viajes a las montañas y cuando regresaban, el pueblo temblaba oyendo sus nuevas proclamas. Los escritores se habían convertido en héroes, áureos, audaces y pomposos. Más de uno entre quieres deambulaban ociosamente por la plaza dio en pensar: ¡Me place esto que veo! Me siento medio inclinado a intentarlo yo mismo.

Pronto, los escritores empezaron a instalarse en pisos de la ciudad, y aceptaron puestos de trabajo. De hecho, ciudades enteras se vieron colonizadas y ocupadas por escritores. Pontificaban acerca de cuanto tema hay bajo el sol, concedían entrevistas y publicaban en la editorial local, Libros del Monte Santo. Los había que llegaron incluso a vivir de las ventas y, cuando éstas menguaron, impartieron clases en la facultad de Olimpia City, y cuando se dejó de contratar a nadie en los Departamentos de Humanidades, se dedicaron a escribir libros de memorias sobre el arte de “vivir en las montañas”. Se hicieron expertos en publicidad, porque resultaba evidente que la industria editorial era una rama de la comunicación. Los más astutos empezaron a escribir anuncios, pues era una excelente manera de adquirir una buena técnica. En poco tiempo, los autores empezaron a ser más numerosos que los lectores, y pronto quedó claro que a fin de cuentas el público no era más que una alucinación, del mismo modo que la importancia de la escritura era básicamente una alucinación.

Ahora te sientas ante el escritorio, soñando con la Literatura y leyendo distraídamente el artículo de Wikipedia sobre la “novela”, mientras picas algo y ves vídeos de perros y gatos en el móvil. Escribes un poco en tu blog y tuiteas los pensamientos más profundos de que eres capaz, te devanas los sesos intentando añadir tu propia opinión sobre algún tema de moda en la red. Susurras, como en una plegaria, los nombres de Kafka, Lautréamont, Bataille, Duras, con la esperanza de conjurar el espectro de algo que apenas comprendes, algo ridículo y obsoleto que, sin embargo, te reconcome todos los días de tu vida. Y te sorprendes riéndote impotente de ti mismo muy a tu pesar, hasta que casi se te saltan las lágrimas. Por fin haces clic en “abrir nuevo documento” y estremecido, clavas la mirada en la pantalla, y te preguntas qué demonios podrías escribir ahora.

El cadáver de la marioneta

Decir que la Literatura ha muerto es a la vez empíricamente falso e intuitivamente cierto. Según la mayoría de datos estadísticos, el diagnóstico es acertado. Hay más lectores y escritores que nunca. El crecimiento de internet indica, en cierto sentido, el aumento de una cultura profundamente alfabetizada. Tendemos a mandar mensajes, en vez de hablar. Ahora más que nunca publicamos comentarios por escrito, en vez de observar o escuchar. Se suele citar el dato de que el número de diplomados en programas de escritura es superior al número de londinenses en tiempos de Shakespeare. Como dice Gabriel Zaid, autor de Demasiados libros: la proliferación exponencial de autores apunta a que el número de libros publicados pronto eclipsará al de la población humana. Pronto habrá más libros que personas han existido desde el principio de los tiempos. Tenemos bibliotecas enteras en los móviles, libros (disponibles o descatalogados) a los que podemos acceder con sólo mover un dedo. La todopoderosa Amazon, la infinita Feed, la inagotable Aggregation, la Wikisabiduría, las recomendaciones, favoritos, listas, críticas, comentarios... Vivimos en una época de palabras sin precedentes.

Con todo y con ello... en otro sentido, conforme a un criterio diferente, la Literatura es un cadáver, y lleva además mucho tiempo frío. Intuitivamente sabemos que así es, lo sentimos, lo sospechamos, lo tememos y lo aceptamos. El sueño se ha desvanecido, nuestra fe y nuestro asombro han huido, hemos dejado de creer en la Literatura. En algún momento de la década de los 60 el gran río de la Cultura, la Tradición Literaria y el Canon de las Obras Sublimes se empezó a ramificar, rompiéndose en una miríada de afluentes, discurriendo con lentitud por las llanuras del delta cultural. En una cultura sin verticalidad, la Literatura sobrevive como referente primordial del efecto de realidad, o como un diploma menor otorgado por una universidad recién privatizada. Ahora bien: ¿qué era antaño la Literatura? La Literatura eran nombres como Diderot, Rimbaud, Walser, Gogol, Hamsun, Bataille y, por encima de todos, Kafka: revolucionario y trágico, profético y solitario, póstumo, incompatible, radical y paradójico, refugio de oráculos y outsiders. Kafka planteaba retos a base de emoción, su objetivo era romper moldes, alterar lo existente, a base de describir, sí, solo que sus descripciones eran devastadoras; se situaba fuera de la cultura a fin de observar bien su interior, o se instalaba en el interior de la cultura, para ver bien qué había fuera. Nadie escribe ya obras así, impregnadas de este espíritu. O, más bien, siguen existiendo, pero sólo como una parodia de modelos pasados. La Literatura se ha convertido en una pantomima de sí misma, su peso en la cultura está sobrevalorado, teniendo en cuenta que sus acciones son unidades infinitesimales que valen calderilla en el mercado de la bolsa.

¿Cuáles son las causas de tamaño declive? Se puede señalar la caída de antiguas clases y estructuras de poder, como la iglesia, la aristocracia y la burguesía. Estas grandes instituciones que lastraban el avance de las energías modernistas se han disuelto. Como la paloma de Kant, que para atravesar el aire en vuelo libre precisa de su resistencia, también el escritor necesita sentir una especie de resistencia por parte de la Literatura; el escritor necesita oponerse a algo, en su lucha por alcanzar algún logro. Y ¿a qué oponerse cuando no queda enemigo contra el que luchar? Se podría hablar de la globalización, de la absorción del planeta entero por el mercado mundial, cuyo efecto ha sido el debilitamiento de las antiguas formas culturales así como de las literaturas nacionales. Vemos cómo se eleva la idea de individuo a un punto en que el concepto mismo de idiosincrasia se convierte en un lugar común, un punto en el que términos como yo, alma, corazón y mente son jerga demográfica. Nuestra idea de lo que es tradición se ha reducido a algo tan exiguo que no tiene sentido plantarle cara; no quedan autores del pasado a los que hacer frente. Se podría apuntar como causa el populismo de la cultura contemporánea, la disolución de los antiguos límites entre arte culto y popular, así como el debilitamiento de nuestros recelos ante el poder del mercado. Hoy día, los escritores trabajan en concierto con el capitalismo, más que adoptando una postura en su contra. No eres nada si no vendes, si tu nombre no es conocido, si no acuden decenas de admiradores cuando firmas ejemplares de tus libros. Y también podríamos señalar la banalidad de las democracias liberales; al tolerarlo todo, al absorberlo todo, nuestro sistema político no da licencia para nada. Hubo un tiempo en que el arte fue oposición, pero actualmente ha sido fagocitado por el aparato cultural, y la idea de seriedad se ha visto reducida a una especie de producto kitsch para consumo de la Generación X, Y o Z. No nos faltan temas a los que enfrentarnos con seriedad: la atmósfera está en ebullición, las reservas de agua se están desecando, las dinámicas políticas nos empujan a la ingenuidad de cruzarnos de brazos como si la catástrofe no fuera con nosotros... y en medio de todo esto la Literatura ha perdido la capacidad de dar cuenta de esta tragedia. La globalización ha aplastado la Literatura, reduciéndola a un millón de nichos en el cementerio del mercado. La prosa se ha convertido en un producto más: algo agradable, llamativo, exquisito, laborioso, respetado, pero irremisiblemente insignificante. Ya no se escriben poemas que llamen a la revolución, ya no se escriben novelas que desafíen a la realidad. Ya no.

La  historia de la Literatura es como el eco que reproduce una cámara de sonido, que va debilitándose con cada nueva reiteración. O, para emplear otra metáfora, se podría decir que la Literatura era, a fin de cuentas, un recurso finito, como el petróleo, como el agua. Cada nueva manifestación literaria ha sido una prospección que ha ido mermando las reservas hasta acabar con ellas. Si la historia de la Literatura es la historia de los movimientos literarios y sus posibilidades,  entonces hemos alcanzado el punto en que el modernismo y el postmodernismo la han agotado. El postmodernismo, nombre que en el fondo no hace más que añadir al modernismo una dosis de desesperación, nos ha conducido al final del juego: todo está a nuestro alcance pero nada nos sorprende. En el pasado, cada gran afirmación contenía un manifiesto y cada vida literaria era una invitación a la heterodoxia; pero hoy todo es fotocopia, nota a pie de página, gesto teatral. Ni la originalidad misma es ya capaz de sorprendernos. Hemos presenciado tantos ejercicios de estilo y forma que incluso algo original en cada uno de sus componentes contiene la novedad como meta-cualidad y así nos resulta, paradójicamente, reconocible al instante.

Algunos optan por tocar los clarines del pasado, reclamando el regreso de las viejas formas, exigiendo que la Cultura vuelva a subirse a su viejo carruaje, proclamando la vigencia del concepto de autoridad literaria. Pero estas exigencias grandiosas o son vistas con recelo, o resultan irrisorias o nadie hace caso de ellas. Los “clásicos”, de la antigüedad hasta el presente, son repertorios rutinarios, como el Cascanueces en Navidad. El prestigio literario sólo existe como una forma litúrgica, tan pintoresco como una monja en el metro. ¿Quién, sino los más pomposos escritores de la tercera oleada, se toma a sí mismo en serio como Autor? ¿Quién se atrevería a soñar con archivar sus e-mails y tweets para que los lea agradecida la posteridad? La reclusión de Blanchot ya no es posible, al igual que el exilio de Rimbaud o la muerte adolescente de Radiguet. Ya no se rechaza ni ignora a nadie, puesto que se publica a todo el mundo instantáneamente, sin esfuerzos ni reflexión. La idea de autor se ha evaporado, siendo sustituida por un ejército de obreros de la tecla, que trabajan codo con codo con los publicistas y los programadores.

Se podría argüir que deberíamos estar agradecidos por este nuevo orden. ¿No es estupendo, al fin y al cabo, tener como hobby ser todo un novelista? Que los demás puedan leerte. ¡Menuda sorpresa! Que la gente leyera ficción sería de por sí una sorpresa. Tus amigos y tu familia también creen que es estupendo. ¡Así que has publicado una novela! ¿La gente aún lee novelas? ¡Quién lo hubiera dicho! Para tu círculo de amigos, el hecho de publicar una novela es más importante que lo que pueda contener. El hecho de que tu nombre aparezca en Google acompañado de algo más que fotos en que se te ve desnudo en la bañera es ya algo. Y así, el prestigio de ser un verdadero autor cede ante la frívola idea de fama literaria, algo efímero que se olvida rápidamente.

¿Qué es tan terrible, entonces? Entre los puestos del mercado se escucha un parloteo fascinante, el ruido de una vida estable. Que brote un millar de flores y todo eso. Tal vez la muerte de la Literatura sea el síntoma del fin de algo que ha dejado de ser necesario. Tal vez debamos aceptar esta muerte. ¿Para qué evocar el espectro pantomímico del poète maudit, las sombras burlonas de Rimbaud o Lautréamont, con su botella de absenta y los ojos inyectados en sangre? Para los más prácticos, el fin de la Literatura no es más que el fin de un modelo melodramático, una falsa esperanza que ha seguido el camino del psicoanálisis, del marxismo, del punk rock y de la filosofía. Pero quienes somos menos pragmáticos nos damos cuenta de lo que se ha perdido, lo vivimos. Junto con la Literatura perdemos la posibilidad de la Tragedia y la Revolución, las últimas modalidades de Esperanza que teníamos a nuestro alcance. Y cuando desaparece la posibilidad de lo trágico, nos hundimos en una forma de pesar sin atributos, una vida cuya enorme tristeza carece de grandeza trágica. Ansiamos la tragedia, pero ¿dónde encontrarla, cuando sólo hay lugar para la farsa? La burla y el desdén son hoy las únicas reacciones que se dan cuando alguien lee en público un nuevo manifiesto. Todos los esfuerzos son tardíos, todos los intentos son impostados. Sabemos lo que queremos decir y oír, pero los nuevos instrumentos a nuestro alcance no duran mucho tiempo afinados. No podemos repetir fórmulas antiguas ni probar fórmulas nuevas, ambas posibilidades se han alejado telescópicamente de nosotros, reducidas a algo que nos suena. Somos como payasos de circo incapaces de estrujarnos todos juntos en un cochecito. Las palabras de Pessoa nos resuenan en los oídos: “Ya que no podemos extraer belleza de la vida, busquemos al menos extraer belleza de no poder extraer belleza de la vida”. Esta es la tarea que se nos ha encomendado, nuestra mejor y única salida.

Enfermos de literatura

“Quien escribe está en destierro de la escritura; allí está su patria donde no es profeta”: Maurice Blanchot

 Como ante cualquier muerte, cualquier calamidad, nuestra primera y perversa reacción es la negación. Amábamos demasiado a nuestros genios literarios como para aceptar que sus días han terminado. Danzamos en torno al tótem de Bloomsday y paladeamos el nombre de Camus como la eucaristía. En vano se conceden, pomposa y solemnemente, medallas de grandeza a novelas que imitan pálidamente el vago recuerdo de las obras maestras. El prestigio, los escombros, el cuerpo de la Literatura sigue ahí, pero su espíritu ha volado. Sólo un puñado de escritores ha captado la gravedad del momento que atraviesa actualmente la Literatura. Sólo un puñado de escritores es sincero a la hora de escribir acerca de la situación en que nos encontramos y los obstáculos que hay en el camino. Y lo que escriben es enfermizo y canibalesco, absurdo y desesperado, pero paradójicamente son también alegres y auténticas. Sus obras son increíblemente honestas y tienen un poder liberador. Estos son los escritores que, tal vez, nos muestran el camino a seguir.

Antes de curarnos debemos diagnosticarnos. El narrador de El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas, padece la “enfermedad de la literatura”, lo cual le hace experimentar el mundo únicamente a través de los libros que ha leído, escritos por los grandes autores de la historia de la literatura. Está condenado a entenderse a sí mismo y todo lo que le rodea a través de las vidas y obras de los autores que le obsesionan. Escribe El mal de Montano para encontrar una cura, para salir de la Literatura mediante la Literatura.

En la primera parte del libro, una novela corta independiente, Montano va a Nantes para liberarse de su enfermedad literaria, pero acaba aún más inmerso en ella. La ciudad le recuerda a Jacques Vaché, el legendario protosurrealista conocido únicamente por sus cartas a Breton. Nacido y criado allí, Vaché pensaba, igual que Breton, que Nantes sólo iba detrás de su querida París como fuente de inspiración. Y cuando Montano visita a su hijo en la misma ciudad, sólo puede verse a sí mismo como el fantasmagórico padre de un Hamlet que, como el personaje de Shakespeare, finge haber perdido totalmente la razón.

Montano está atrapado por la literatura. Decidido a marcharse de la ciudad, coge el primer tren y admite que se trata de “un gesto muy literario, los trenes son muy literarios”. También los medios de transporte se han contagiado del mal de Montano. Un viaje que efectúa más adelante a Chile tampoco le proporciona alivio. Volar en  avioneta le trae el recuerdo de Antoine de Saint-Exupéry, quien repartía correspondencia en aquellas mismas montañas. Montano evoca a incontables autores a lo largo del viaje: Danilo Kiš, Pablo Neruda, Alejandra Pizarnik, y así sucesivamente.

Montano sufre. Su proximidad a la literatura es agobiante. El mundo mismo parece un sistema de tropos literarios, de asociaciones literarias. Montano no puede ni recurrir al suicidio, poniendo fin a todo esto, puesto que “la muerte... es precisamente de lo que más habla la literatura”. No hay salida, no hay acción posible que no corra el riesgo de convertirse en una especie de cliché literario, de manifestación literaria kitsch. Y es que el problema de Montano no es sólo estar atrapado en la Literatura; es que la propia Literatura aparece como un escenario de mal gusto.

La afección de Montano encuentra sus raíces en Kafka (a decir verdad: ¿qué problema de los últimos cien años no ha sido previsto por Kafka?). Montano escribe que nadie ha estado más “enfermo de literatura” que el autor de Praga. “Estoy hecho de literatura”, afirma Kafka, pero él consiguió hacer literatura gracias a su enfermedad. El castillo se podría entender, como sugiere el narrador de El mal de Montano, como una alegoría de la imposibilidad de intercambiar exégesis por realidad, de permutar enfermedad por salud, pero el hecho de crear una alegoría a partir de su enfermedad es ya literatura. En otras palabras, Kafka aún puede escribir Literatura y así aliviar temporalmente su enfermedad literaria.

El narrador de Vila-Matas dispone de menos opciones aún que Kafka. El sostén de la religión ya se había desmoronado en tiempos de Kafka, dejándole en el reino de la alegoría, pero Vila-Matas ni siquiera tiene el sostén de la alegoría, peor aún: la propia estructura de la narrativa se ha desplomado. Kafka todavía podía contar una historia, pero esto le está vedado al narrador de Vila-Matas. De la misma manera que Kafka nació demasiado tarde para la religión, todos nosotros hemos nacido demasiado tarde para la Literatura. Al reactivar las vidas y obras de literatos legendarios, el narrador de Montano no hace sino poner de relieve cuán remotas son estas figuras para nosotros, todas ellas de escritores a quienes la propia Literatura parecía mantener a cierta distancia. La Literatura se aleja de nosotros al igual que se alejó de nuestros predecesores literarios, empezando por autores de diarios como Gide quien, como se describe en El mal de Montano, sueña eternamente con escribir una Obra Maestra. Y es que la noción misma de Obra Maestra, o incluso albergar la esperanza de escribir una Obra Maestra, es ya síntoma de mal gusto literario. A esto se refiere el narrador cuando sostiene que la literatura en sí misma padece el mal de Montano: la enfermedad de Montano, si contemplamos el mundo a través de la lente de la Literatura, es también la enfermedad de la Literatura, un espejo que ya no es capaz de reflejar el mundo.

“Don Quijote representa la juventud de una civilización: se inventaba los sucesos, mientras nosotros no sabemos escapar a los hechos que nos acosan”, escribe E. M. Cioran. Inventar sucesos, incluso hacer alegorías sobre ellos, ya no parece posible. Como cuando escupimos contra el viento, nuestro menor gesto literario nos es devuelto en plena cara. Esto, como sucede con el brillante virtuosismo de la primera parte de El mal de Montano, puede resultar divertido, pero acaba siendo agotador. Como afirmaba un crítico: “los chistes tienen cada vez menos gracia” y el libro se vuelve una tortura. Resulta difícil no estar de acuerdo con la idea de que el narrador parece “haber perdido el hilo del argumento, y eso sin perder de vista el hecho de que en realidad nunca llegó a haber un argumento en el pleno sentido de la palabra”. Con todo y con ello, a pesar de tan agobiante encerrona, Vila-Matas pone fin a su obra con una sorprendente nota de rebeldía, incluso de esperanza: el narrador y Robert Musil se arrodillan juntos frente a un gran abismo, rodeados de escritores pomposos y petulantes (“enemigos de lo literario”) que se congratulan unos a otros durante la celebración de un grotesco festival literario. “Es el aire de los tiempos”, se lamenta el narrador, “el espíritu está amenazado”. Pero Musil le contradice: “Praga es intocable... es un círculo mágico. Praga ha sido siempre demasiado para ellos. Y siempre lo será”. Para ser un libro cuyo propósito es determinar la enfermedad terminal de la Literatura, El mal de Montano acaba insistiendo en que algo queda todavía, que subsiste una cualidad decidida y secreta que ni siquiera tiempos como los nuestros pueden desbaratar.

Volvamos ahora la mirada hacia Thomas Bernhard, otra víctima del mal de Montano. No hay nada que hacer, no hay salida, no se puede hacer nada excepto subrayar el hecho de que no hay nada que hacer, y de que no hay salida. La misma historia contada una y otra vez, el intento de encontrar tiempo y espacio para elaborar un compendio, una exhaustiva obra de recopilación dedicada a algún tema específico (la naturaleza del sentido auditivo; la música de Mendelssohn) que sirve de excusa para que el narrador haga que la sustancia del relato sean los insuperables problemas que plantea su escritura. Bernhard aborda sus temas (el resentimiento y los deseos frustrados de quien aspira a una vida intelectual; la culpa y el sufrimiento derivados de haber vivido totalmente sometidos a la exigencias del estado austríaco; la abominación moral inherente a las secuelas del nazismo) recurriendo a una prosa cacofónica que desarrolla un tema con variaciones. Son grandes bucles repetitivos que se estiran hasta alcanzar el punto de ruptura, propagándose después en una espiral huracanada de rabia y frustración. Sus libros giran como torbellinos, arrastrando cuanto se cruza en su camino: hipérboles de gran calado revolotean mezcladas con menudencias lamentables; aforismos del Viejo Mundo colisionan con estúpidas perversiones, grandes denuncias se repliegan, transformándose en distracciones banales. El valor de una maleta, el valor de una vida; cómo los perros de compañía sabotean toda posibilidad de actividad intelectual; el desayuno cotidiano entendido como asalto. Las frases de Bernhard, siempre a punto de desmoronarse, no pretenden únicamente representar la vida (la vida ordinaria y tediosa de los filósofos fracasados, los científicos fracasados, los músicos fracasados y los escritores fracasados que viven bajo regímenes corruptos) sino también las fuerzas que en ella se encierran.

El incesante movimiento hacia delante de su prosa pone de relieve la completa intolerancia al fracaso, a las componendas y al odio, hacia las presuntuosas poses de aquellos que no entienden sus propios fracasos y componendas. Al declararse la guerra a sí mismos, los frustrados narradores de Bernhard, permanentemente incapaces de encontrar un tiempo y espacio en el que por fin les resulte posible escribir como los maestros que tratan de imitar (trátese de Schopenhauer, Novalis, Kleist o Goethe) declaran la guerra a una cultura en la que la imitación de los maestros ha dejado de ser posible. Bernhard es el nombre del sumidero que succiona los remolinos que forman una Cultura, una Literatura y una Filosofía que corresponden al pasado. Bernhard lamenta, horrorizado, el suicidio de la Cultura, al tiempo que escupe bilis contra los “enemigos de lo literario” que aún quedan: los artistas, actores, escritores y compositores subvencionados por el estado que acuden a la insufrible cena que nos describe en Tala. Se ve envuelto en una neblina de odio hacia la vida no literaria, actitud que encarnan personajes como la célebre y ajetreada hermana de Hormigón. En El malogrado, Bernhard incluso llega a postular que las únicas salidas posibles a una vida dedicada a la creación artística son el suicidio, la locura o el más abyecto fracaso.

Evidentemente, la ironía de Bernhard reside en el hecho de que, en tanto que sus narradores fracasan una y otra vez, incluso antes de empezar, el propio Bernhard encuentra una manera y una vía en que expresarse. Puede que sus músicos hayan renunciado a su arte y que sus críticos musicales sean incapaces de escribir una línea, pero Bernhard ha creado una música para sí mismo. Es, tal vez, una sinfonía grotesca, un vals ridículo, irrisorio, disparatado y oscuro, pero hay algo emocionante, podríamos decir incluso hermoso, en su canto abnegado. Una vez más, como en la obra de Vila-Matas, sólo al borde del abismo somos capaces de recordar qué es lo intocable.

Un último ejemplo de literatura que se enfrenta a su propia muerte y sobrevive es Los detectives salvajes de Bolaño, un libro sobre el intento de crear una vanguardia literaria en 1975, escrito después de que las condiciones para poner en práctica la vanguardia se hayan desmoronado. Es un libro sobre la revolución política después de la constatación del fracaso a que estaban condenadas dichas revoluciones. Se trata de una novela sobre las vanguardias literarias, pese a lo cual se resiste a la conceptualización y al estilo que exige la idea de vanguardia literaria. Se trata de una novela extática, apasionada (el propio Bolaño la describe como una “carta de amor” a su generación) que parodia los deseos de que existan la Literatura y la Revolución. Se trata de una novela que, como todas las novelas recientes, llega demasiado tarde, pero a diferencia de la mayoría, encuentra el modo de abordar este retraso. Gracias a ello, Los detectives salvajes aporta a quienes aspiran a ser considerados autores un modelo que permite hablar con propiedad de nuestros sueños anacrónicos.

Los supuestos protagonistas del libro, Ulises Lima y Arturo Belano, líderes de una banda literaria conocida como los “realistas viscerales”, ocupan pocas veces el primer plano de la narración. En general, nos llega un lejano eco de ellos, a través de los múltiples narradores a quienes Bolaño encomienda que den cuenta de la historia. Y el veredicto que recae sobre ellos es desigual: encuentran un admirador en Madero, izquierdista exaltado, estudiante de leyes, cuyos brillantes y divertidos diarios enmarcan Los detectives salvajes. Pero también tienen detractores: “Belano y Lima no eran revolucionarios. No eran escritores. A veces escribían poesía, pero tampoco creo que fueran poetas. Eran vendedores de droga”, dice uno de los narradores de Bolaño. “Todo el realismo visceral era… el pavoneo demencial de un pájaro idiota, algo bastante vulgar y sin importancia”, dice otro. Al final, se dirigen hacia “la catástrofe o el abismo”, mientras recorren el mundo, intentando mantener una pose literaria y política cuando el tiempo de la Literatura y de la Política ha pasado. “Luchamos por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados”, dice Bolaño hablando de su generación. “Luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto”.

Abrazar deliberadamente un ideal muerto: esta es la cualidad que impregna Los detectives salvajes. La intuición de Bolaño, perturbadora y liberadora a un tiempo, revela que ya sólo es posible escribir el epílogo de la Literatura: la historia de quienes se rascan las rodillas mientras rastrean las huellas que ha dejado la Literatura tras su desaparición. No es cuestión de alardes metaliterarios ni de  solipsismos; se trata de mirar las cosas de frente. Vivimos en una cultura en que millones de escritores se dedican a mimetizar los grandes modelos que adoran, con tan solo una vaga consciencia de que lo único que hacen es vomitar vulgaridades. Todos sabemos que Libertad [la novela de Jonathan Franzen] no es Flaubert, y aún así no alcanzamos a comprender por qué se nos ha cerrado esa puerta. Año tras año vemos cómo se intenta hacer pasar como si fuera el último grito muestras de estilos muertos como el realismo, el modernismo, el nuevo periodismo o alguna variante lúdica del postmodernismo, todos ellos más retro que la peste. Es hora de que la literatura acepte su propia muerte, en vez de seguir jugando a las marionetas con su cadáver. Debemos denunciar la farsa de una cultura que sueña con cosas que no puede crear, porque esta farsa es nuestra tragedia. Debemos afrontar con humor la oscuridad y la amargura de la situación en que vivimos. ¿Por qué, si no, dibuja uno de los narradores de Bolaño enanos con penes gigantescos, mientras mata el tiempo en la celda de una prisión israelí? ¿Por qué Madero juega con sus compañeros a las adivinanzas con las caricaturas que aparecen en las últimas páginas de Los detectives salvajes, cuando la búsqueda de Cesárea Tinajero se acerca a su fin? Estos comportamientos son propios de quien vive después de la Literatura. Una vez más, como en Cervantes, la historia más poderosa es la que realza el papel que tiene la Literatura en nuestras vidas, sólo que en las circunstancias actuales es un papel reducido al de un fuego que flota sobre una ciénaga, un fantasma que arrastra sus cadenas, un ente derrotado que hipnotiza a un ejército de idiotas integrado por supuestos novelistas, revolucionarios, críticos, conferenciantes de filosofía, editores de blogs literarios, suscriptores de revistas y supuestos intelectuales... en una palabra: todos nosotros.

Qué escribir en las postrimerías

“Hay esperanza, infinita esperanza, pero no para nosotros”: Kafka

De modo que aquí estamos, a este lado de la montaña, nostálgicos de las mesetas tormentosas donde nuestros ancestros escritores emplearon una vez su magia, pero conscientes de que somos habitantes de las tierras bajas. Aquí estamos, al cabo de la Literatura y la Cultura, desnudos, despojados, azorados. Somos como niños que se han encontrado unas botas viejas y andan trotando por ahí con ellas. ¡Puede que hasta Bernhard y Bolaño sean demasiado grandes como para que los imitemos!  Deberíamos estudiar a los perversos garabateadores, como David Shrigley e Ivan Brunetti. El medio de expresión que han elegido pone de relieve hasta qué punto han abrazado su condena. Deberíamos apagar los ordenadores, subir los libros al desván y olvidar que hubo un tiempo en que sabíamos leer y nos parecía algo importante. Pero para los que no podemos escapar a la necesidad de borronear y teclear, he aquí algunas pistas.

Utiliza una sencillez a-literaria. El juego ha terminado, ya no queda nada. El estilo de Los detectives salvajes es notoriamente a-literario, exento casi de elegancia, pese al virtuosismo desasosegado de sus voces narrativas. Es “directo hasta la asfixia”. Incluso Bernhard, pese a todas sus circunvoluciones gramaticales, a la postre escribe con una suerte de obviedad patética. No se maquilla ni adorna, sino que escupe la materia de su descontento. El abismo necesita la clara quietud de un testigo, el testimonio sobrio del día después para recordar lo que pasó. La Literatura ya no es nada por sí misma, es la Gran Desaparecida.

Resístete a las formas cerradas, a las obras maestras. El empeño por escribir obras maestras es una modalidad de necrofilia. Escribir debe ser un acto abierto por todos sus flancos, de modo que un esbozo de vida real (aunque ésta no sea más que una farsa lúgubre y ridícula) pueda atravesarlo, pasando las páginas. Según Vila-Matas, cualquiera que escriba un texto de ficción debe permitir que se le vea la mano, que la imagen de uno mismo aparezca. Pero en el ámbito de la literatura después de la Literatura lo que permite ver la mano es la vida como farsa. Los autores deben renunciar a imitar a los genios. En lugar de ello, es preferible mostrar a los autores como monos de imitación, en una palabra, como idiotas. No tengas la arrogancia de intentar ser cómico. Tú eres el serio en esta farsa; el gracioso es el universo. No vayas de tonto, ni de listo, ni de simpático, ni de tímido. Eso sí, deja un margen a la hilaridad, a una risa dolorosa y purificadora que te parta en dos los costados y el corazón. Sigue tu propia estupidez como unas huellas en la arena.

Aunque trates otros temas, no dejes de escribir acerca de este mundo, un mundo dominado por sueños muertos. Resalta la ausencia de Esperanza, de Fe, de Compromiso, de Seriedad rimbombante. Señala el pasado, del que hemos sido desgajados; señala el futuro, que nos destruirá. Escribe sobre un tipo de esperanza que antaño fue posible en tanto que Literatura, Política, Vida, pero que ya no es posible para nosotros.

Deja ver claramente que eres consciente de tu impostura. No eres un Autor, no en el sentido tradicional. En realidad, no has escrito ningún Libro, un Libro de Verdad. No formas parte de ninguna tradición, movimiento ni vanguardia. No te estás jugando verdaderamente nada en la Literatura, por muchos aires insensatos que te quieras dar. Además, la verdad es que hoy día es poquísima la gente que lee. No dejes de recalcar bien este dato. ¡Nadie lee, pedazo de idiota! Hay más novelistas que lectores. Hay demasiados libros...

Deja ver tu melancolía, resalta el hecho de que el final se acerca. Se acabó la fiesta. Las estrellas salen y el cielo negro se muestra indiferente ante ti y tus sandeces. Estás con los personajes de Bolaño al final de la búsqueda, perdido en el desierto de Sonora, al final de todas las búsquedas. Estás haciendo dibujos estúpidos para matar el tiempo en el desierto. No hay más, ésas son tus obras completas: dibujos estúpidos para matar el tiempo en el desierto.

Lars Iyer
No seas generoso ni amable. Ríete de ti mismo y de lo que haces. Saquea el arte, como el caníbal que eres. Recuerda: únicamente cuando el cuerpo está sin vida, y ha sido picoteado durante millones de años por los cuervos, roído por los chacales, cubierto de escupitajos y olvidado, sólo entonces descubriremos que aún queda una última esquirla de hueso intacta.

Lars Iyer es el autor de la novela Spurious (Melville House 2011, que será traducida al español por la editorial Pálido Fuego: http://www.palidofuego.com) y su secuela, Dogma (recientemente publicada). Vive y trabaja en Newcastle upon Tyne, Inglaterra. Este texto fue originalmente publicado en http://www.thewhitereview.org

Traducción: Susana Lago Ballesteros