<> «Envuelta en las vanguardias europeas fermentales de los
años treinta, su obra resiste y desborda el encasillamiento estilístico:
mexicanista y comprometida con la raza, pero también crecida en la
frontera del sueño y la realidad, da testimonio de su vida dolorosa y plena, a
través de alrededor de doscientas piezas (óleo, lápiz, sepia) constituidas
mayormente por autorretratos. En ellos descubre, y también construye, su
identidad: un juego de espejos que la devela y la desvela».
Mariella Nigro
“Toma mi collar de
lágrimas. Te espero en ese lado del tiempo en donde la luz inaugura un reinado
dichoso (…). Allí abrirás mi cuerpo en dos, para leer las letras de tu
destino”. Fragmento de Mariposa de obsidiana (¿Águila o sol?)”: Octavio
Paz
De estar al tonalpohualli y al calendario solar de
los aztecas, la artista mexicana Frida Kahlo (6 de julio de 1907 – 13 de julio
de 1954) tal vez habría nacido en el año Doce Caña y habría muerto en Siete
Conejo. Es posible que ella también haya jugado a sacar estos vanos cálculos.
Buceando en los signos del calendario sagrado es difícil
hallar nombre y numeral de día, noche, semana, mes que abren y cierran el breve
y fecundo ciclo de una vida. Se trataría de un cálculo imprescindible en una
cosmogonía como la del antiguo mexicano en la que el sentido de la existencia
se revelaba según la relación entre el Tiempo y los dioses.
Viento, Casa, Venado, Serpiente, Movimiento, Flor, hora del
día o de la noche, estación del año ―luego, el nacimiento, el alimento, la
sabiduría, el juego, la muerte―, la referencia sería determinante para
establecer la mediación ―ni bendición ni castigo― de los dioses, sus señales,
su conjuro fatal en todos los sucesos.
Nombrando dioses y hechos, hacían suyas las fuerzas de la
naturaleza; nombrando ―aun cediendo su lenguaje al casar náhuatl con
castellano, asumiendo la mutación de Malintzin en Marina―, se perpetuaron
después de la conquista europea.
Un día de julio nació Frida Kahlo y 47 años después, un día
de julio murió, sin llegar a completar el ciclo mágico de 52 años del
calendario sagrado, aquel momento en que se hace “la atadura de los años”.
Casada dos veces (1929 y 1940) con el maestro Diego Rivera,
su propia maestría y una afinada intuición la lanzaron a los círculos artístico
y político mexicanos con sobrada independencia. Envuelta en las vanguardias
europeas fermentales de los años treinta, su obra resiste y desborda el
encasillamiento estilístico: mexicanista y comprometida con la raza, pero
también crecida en la frontera del sueño y la realidad, da testimonio de su
vida dolorosa y plena, a través de alrededor de doscientas piezas (óleo, lápiz,
sepia) constituidas mayormente por autorretratos. En ellos descubre, y también
construye, su identidad: un juego de espejos que la devela y la desvela.
Vivió muy próxima a la cultura precolombina, especialmente a
partir de su famoso encuentro con Diego Rivera en la Escuela Nacional
Preparatoria. Junto a él reúne una de las colecciones más importantes de piezas
precolombinas del mundo, primero en su casa de Coyoacán (ciudad de México),
luego en el próximo Anahuacalli (“casa de ídolos”) construida paso a paso por
el propio maestro, con piedras volcánicas de las cercanías de Coyoacán, frente
al monte Ajusco.
Esposos, pintores, amantes, camaradas, desde el andamio o la
silla de ruedas, sobre el enorme mural o sobre la pequeña lámina de metal, son
dos fases opuestas del arte mexicano de las primeras décadas del siglo: la
artista miniaturista y el artista monumentalista, la introspectiva y el
extrovertido, traductora de una experiencia íntima e intérprete de epopeyas
nacionales; poéticas del microcosmos y del macrocosmos. Quiasmo del arte de
este siglo, no pueden ser nombrados sino como en una ecuación, juntos y
opuestos.
Tal vez por esa proximidad con el arte ancestral, se hace
fácil descubrir en la performance artística de Kahlo una relación analógica
asombrosa con aspectos de la leyenda indígena, como si hubiera dialogado con
esos dioses polivalentes y andróginos de los que exhibe sus máscaras.
Así, en sus cuadros y en su diario íntimo, descubre a
Ometecuhtli-Omecíhuatl, aspectos femenino y masculino de un mismo dios, la
pareja primordial, dicotómica, como todos los dioses que encarnan los
principios de la existencia del ser precolombino (Diego y Frida. 1929-1944,
1944); por detrás de los lienzos, aún de los más testimoniales de su peripecia
personal, palpitan signos del mito: el sacrificio ritual del teoatl, “agua
divina” de la sangre (Árbol de la esperanza, 1946), la muerte y la resurrección
de toda forma de vida (Luther Burbank, 1931), la lluvia recibida por el conjuro
de los tlaloques (Mi nana y yo, 1937).
En julio ―hace más de quinientos años― celebraban en
Tenochtitlan la Fiesta de la Diosa del Maíz Tierno, una de las pocas ceremonias
en las que podían danzar las mujeres: con sus largas cabelleras sueltas, ellas
convocaban el crecimiento de las milpas. Tal vez ignorando el tributo,
Frida pinta uno de sus aproximadamente cuarenta autorretratos de medio cuerpo,
el Autorretrato con el pelo suelto, de 1947, justamente en el mes de
julio. En el segundo plano, en lugar de las exuberantes plantas tropicales que
estila representar en algunos de sus autorretratos, se levanta un pedregal
vertical, del que cuelgan las mieses como si estuvieran prontas para ser almacenadas
en esa masía colmada de frutos que era su casa. Trigo o maíz, Ceres o Xilonen,
el alimento es convocado.
La estaca que entonces la mutila, y que de alguna forma la
determina en su destino artístico ―cuchillo de pedernal, cuchillo de obsidiana―,
es representada en algunos trabajos en forma directa (v. gr. Recuerdo o
Corazón, 1937) y elípticamente en la mayor parte de su obra autobiográfica (Recuerdo
de la herida abierta, 1938, Las dos Fridas, 1939, La columna rota,
1944, El venado herido, 1946).
En ellos se oculta una Lucrecia singular, eternamente
escoriada, continuando en el lienzo la herida sufrida en el cuerpo, en una
especie de suicidio poético. También en su diario íntimo, textos y dibujos
ilustran el sufrimiento. Las imágenes convocan a los dioses, a Huitzilopochtli,
el dios guerrero de un solo pie, a Itzapapálotl, Mariposa del Cuchillo de
Obsidiana, a los nahuales que ayudan, al sol sangriento.
Y en julio muere, sin temerle a la muerte: como para el
ritual del fuego de los aztecas, durante un año se prepara para el sacrificio.
Luego, el catafalco en el Palacio de Bellas Artes será en realidad el altar de
la pirámide; la guardia de honor del féretro, los ocho sacerdotes escoltas;
flautas rituales se alternan con flores rojas sobre la escalinata. Un escudo y
un penacho de plumas asoman por debajo de la bandera partidaria que la cubre.
¿Crepita la pira o el crematorio? ¿Espera la urna o la empalizada? Dos
dimensiones simultáneas para una misma ceremonia.
Su sangre da el tono solferino a muchos de sus cuadros y a
su diario íntimo; escaldando pinceles en el “agua divina”, dejó una
extraordinaria historia narrada sobre su propia piel de venado.
En el patio de la Casa Azul de Coyoacán, junto a los
canteros llenos de yaros e hibiscos, unas manchas de pintura vuelcan aún
resplandores rojos y amarillos sobre la pared encalada; son restos de una tarde
lejana, óleos del crepúsculo trabajados sobre la última naturaleza muerta, Viva
la vida (1954).
Y Frida sigue en el patio de la Casa Azul. Resistiendo el
encierro prometido por la muerte, escucha a la diosa Itzpapálotl hablando desde
aquel otro lado del tiempo... El tiempo que es circular y en cuyo centro fijo
resplandecemos, como se presagia, ocultamente, en los oscuros trazos de un
códice.