Durante mucho tiempo existió una especie de acervo de la
humanidad que gozaba, no siempre con justicia, de un amplio consenso. Es lo que
se conoció por siglos como “los clásicos”, cuyo catálogo era de conocimiento
obligatorio, o casi. Un caballero del siglo XIX podía recitar fragmentos
enteros de La Ilíada o de La Divina Comedia y el acceso a ellos marcaba también
diferencias de clase y de origen. Un gentleman porteño, como Lucio V. Mansilla,
apela aquí y allá a ese tesoro compartido por el resto de su clase y un
provinciano como Sarmiento se ve restringido a acudir a autores más
contemporáneos, como un tal Fourtoul, convirtiéndolo en esa frase célebre que
se trae a colación cuando la situación se pone pesada: “Bárbaros, las ideas no
se matan”.
La cultura era una especie de reserva de sabiduría a la que acudir en momentos de desánimo o de incomprensión y, también, como una contraseña para discriminar leídos de ignorantes. En el ámbito académico más reciente, en Estados Unidos sobre todo, pero también entre nosotros, apareció una noción que, siendo antigua, está puesta sobre rieles nuevos.
Se trata de lo que se denominó como
la polémica del canon, desatada por Harold Bloom frente a un estado de cosas
que ponía en cuestión la noción de clásico y consideraba más importante el
rescate de textos olvidados o ninguneados (como los de las minorías) antes que
dedicarse a indagar en las obras consagradas. Esas incorporaciones, decía
Bloom, eran la muestra del triunfo de una “cultura del resentimiento”. Como una
de las muchas respuestas a esta posición, el argentino Walter Mignolo, de la
Universidad de Duke, planteó que la presencia del Popol Vuh en los programas de
enseñanza equivalía a un acto de descolonización. Como puede verse, cuando se
discute de cultura la cosa está lejos de ser etérea y descolgada.
En nuestra elección de los textos del pasado hay una toma de posición. Y, también, en la manera de valerse de ellos. Pueden ser una guía literal para los actos más concretos de la vida, como la consulta permanente al I-Ching o el ejercicio de una costumbre hoy casi perdida, que consiste en abrir la Biblia al azar para descubrir bajo qué signo habrá de transcurrir nuestro día. También puede ser una forma de fijar principios, lo que se llama la cita de autoridad; por ejemplo, la apelación a las Sagradas Escrituras para intentar refutar, en nombre de la “palabra de Dios”, los planteos de la teoría de la evolución. No es el único uso posible. Puede encontrarse en esos textos que ciertas preguntas siguen insistiendo, pese al paso del tiempo y a los cambios de época. El conflicto del Quijote, entre la realidad y lo que ha leído, no pierde su vigencia cuando pensamos que hoy se cree, sin duda alguna, que la Tierra es redonda, mientras que toda nuestra experiencia nos indica que es, al menos tal cual la vemos, plana. Vivimos entre dos versiones, una libresca y otra empírica, que muchas veces están en flagrante contradicción. Pero el hecho de que esas preguntas se mantengan hace que los clásicos tengan una cualidad que no sería bueno olvidar: les ponen palabras (las mejores, las más certeras) a cuestiones actuales.
Parece ser lo que ha pensado el actor griego Yannis Simonides, quien, luego de pasear por toda Europa su adaptación teatral de la Apología de Sócrates, escrita por Platón hacia 399 A.C., decidió presentarla en su país. El contexto no es cualquiera. Grecia está descendiendo los peores peldaños de la crisis europea y no parece encontrar la salida. Simonides, quien cierra cada función con un debate en torno a la vigencia de las enseñanzas de Sócrates, sostiene: “Izquierdistas y derechistas deben sentarse a la mesa y plantearse unos a otros las mismas preguntas, para buscar puntos en común. Si no lo hacemos, terminaremos hundidos”.
Su postura puede sonar un tanto ingenua, porque el texto platónico es bastante menos conciliador en términos políticos. El Sócrates que diseña (hay más de una apología y no todas cuentan las cosas del mismo modo) es bastante poco condescendiente con el poder. En sus 42 párrafos, se cuenta el juicio que terminó por condenarlo a morir tomando cicuta. Sócrates nunca busca la absolución -es más, le parece indigno valerse de cualquier recurso que no sea argumentativo para lograrla-, sino que considera que lo que está mal de base es que se lo esté juzgando. Sobre todo, porque su única búsqueda es la verdad. En la obra platónica hay, como en otros de sus textos, una fuerte impugnación de la política por ser necesariamente contingente y coyuntural, siendo que la verdad es eterna, esencial.
En momentos difíciles, se le pide a la política que se
enfrente a lo esencial y ése es el sentido que parece tener la presentación de
la obra por toda Grecia. Hace rato que no es un país próspero, pero el fantasma
de la caída, tal vez, requiere mucho más que soluciones económicas, sobre todo
cuando son tan resabidas como el ajuste y la restricción del gasto público. Eso
implica, entre muchas otras cosas, que no existen muchas posibilidades de
elegir cómo actuar ni cómo vivir, según Simonides las dos grandes enseñanzas de
Sócrates. No se puede intentar ser sabio, vivir de acuerdo a la verdad en
mundos que se desmoronan. La desesperación nunca piensa.
Desde hace casi 2.500 años llegan palabras para poder
encontrar aquello que no está a mano: la posibilidad de pensar en otra cosa, en
lo que parece ausente de todos los horizontes. Con lo cual, eso que parecería
ser un lujo -el monólogo de un actor recitando, el alegato de un hombre frente
a un tribunal que se reunió para juzgarlo hace 25 siglos- se transforma en
necesidad. No para saber qué hacer, sino para encontrar la pausa para pensarlo.
Si hay algún heroísmo a rescatar en Sócrates es el de seguir buscando la verdad
sabiéndose condenado de antemano, a la muerte y al fracaso de ese intento. Esa
insistencia hasta el último momento encarna, de una rara manera, la posibilidad
de la esperanza. Y podemos suponer, sin ser griegos, pero habiéndolo sido, que
Sócrates vuelve a hablar porque tiene quien lo escuche.