Libro libre ✆ John Frederick Peto |
En 1821, Heinrich Heine escribió en su obra Almansor. Eine Tragödie que “Dort, wo man Bücher verbrennt, verbrennt
man am Ende auch Menschen”: donde se queman libros, al final, también se
quemará a los hombres. Heine rememoraba a Mohamed Ibn Abi Amir, dit Almansor,
heredero forzado en el culto califato de Córdoba, ambicioso militar, filicida,
que permitió que los teólogos musulmanes quemaran todos los libros que
contradijeran la fe de Mahoma. Podría parafrasearse diciendo que donde se
tritura un libro, ¿se triturará también a los hombres?
Hoy ya los biblioclastas (o más bien bibliofóbicos) no son
intolerantes radicales o emperadores despóticos en busca de borrar pasado y
opositores, sino una gris tarea de posmarketing
de la industria editorial. Descubrimos horrorizados que las editoriales
destruyen sus libros malvendidos. Es indiferente su calidad literaria. Malthus
había descubierto la hermosa Trinidad, esos “delicados
monstruos” de la producción y la crisis capitalista: sobreproducción,
sobrepoblación, sobreconsumo. Y a pesar del aura que lo rodea, el libro no
escapa a esta lógica. Entonces a las tres formas básicas de biblioclastía
(superstición, incuria, interés) se sumaría una cuarta: la superproducción. A
la ingente generación geométrica de libros se le enfrenta una progresión
aritmética de lectores, diferencia que se manifiesta como stock inexplicable.
En el mundo anglosajón, el stripped book, la destrucción de existencias, se limita al formato paperback (tapa blanda); tiene razones
crematísticas, históricas y financieras: se evita pagar impuestos, se cumple
con leyes de reciclado y se reutiliza su papel para la literatura pulp. Una parte se dona sin la cubierta
a librerías de caridad (hospitales, etc.) o se comercializa en thrift shops (tiendas solidarias)
benéficas. Los hardbacks (tapas
duras) nunca se destruyen. En el mundo latino, las razones para aniquilar un
libro se reducen a mera lógica empresarial, a despotismo del cash-flow: costos actuales y ganancia
futura. Salvo excepciones, todos serán incinerados por ser faux frais, un falso costo. Mientras la primera suena a operación
cartesiana, sanitaria y ecológica, la segunda huele a libros ardiendo, a nuevas
inquisiciones. Es decir: en nuestro mercado, las propias editoriales se
transforman en espacios de exterminio; primero los dejan morir, desaparecer en
lugares recónditos e inaccesibles, y finalmente los queman de manera infame. Un
vandalismo cultural a escala industrial, silencioso, egoísta y legal. Los
libros tienen enemigos mortales en la propia naturaleza: el fuego, el agua, el
calor, ciertos gases, el polvo, el gusano Anobium,
pero el elemento humano ha demostrado serlo con la misma intensidad y decisión
que el fuego teológico.