Barack Obama ✆ Ramón Rodríguez |
“Todo el esfuerzo durante la campaña debe dirigirse a mostrar que eres la esperanza del Estado, pero evitando al máximo hablar de política”: Quinto Tullio Cicerón, Commentariolum petitionis. 65-64 a.C.
Pablo Bustinduy
Sucedió en Carolina del Norte, hace apenas dos meses. Barack
Obama clausuraba la Convención Demócrata con el discurso de aceptación de su
candidatura. Por primera vez en muchos meses, en un país cuya “opinión pública”
acostumbra a hibernar en gran medida entre campañas electorales, por fin todos
los focos volvían a caer sobre él. Obama maneja esos momentos con una
brillantez innegable. Habla con el cuerpo, con la mirada, con cada uno de sus
gestos.
Poco importan las dimensiones de la masa que tenga enfrente, lo artificial que resulte el decorado, la sensación de ridículo que pueda producir ese gusto tan estadounidense por la puesta en escena (Marx se mofaba de aquellos revolucionarios franceses que, decía, tenían que vestirse de romanos para darle a las cosas una “dignitas” que no se creían del todo). Poco importa todo eso, porque rara es la vez en que Obama, al poco de comenzar un gran discurso, no logra generar una atmósfera inquietante, adictiva, como una novela cuya trama obliga a seguir pasando páginas, aunque uno sepa desde el principio que todo lo que se cuenta es, en última instancia, mentira.
Poco importan las dimensiones de la masa que tenga enfrente, lo artificial que resulte el decorado, la sensación de ridículo que pueda producir ese gusto tan estadounidense por la puesta en escena (Marx se mofaba de aquellos revolucionarios franceses que, decía, tenían que vestirse de romanos para darle a las cosas una “dignitas” que no se creían del todo). Poco importa todo eso, porque rara es la vez en que Obama, al poco de comenzar un gran discurso, no logra generar una atmósfera inquietante, adictiva, como una novela cuya trama obliga a seguir pasando páginas, aunque uno sepa desde el principio que todo lo que se cuenta es, en última instancia, mentira.
Por eso su discurso en la Convención era tan importante.
Obama volvía a su ejercicio preferido, a su condición de orador en jefe; una
vez más él, solo frente a las masas, como en aquellos meses de 2008. No hay que
olvidar el escenario de entonces: un país sumido en la peor crisis capitalista
desde 1929, con su sistema financiero a punto de colapsar, la burbuja
inmobiliaria hecha pedazos, dos guerras estancadas sangrando a la vez los
presupuestos del Estado y la moral de la clase media, y, en general, un estado
de emergencia social que no se daba desde los años de plomo norteamericanos,
los de las revueltas por los derechos civiles, la oposición a la guerra de
Vietnam y la insurrección de las Panteras Negras. Tras alimentar el delirio de
Wall Street durante años, Bush y Greenspan acababan de marcar la ruta a seguir,
aquella en la que nosotros seguimos caminando: socializar las pérdidas de la
estafa, nacionalizar las facturas de la especulación financiera. La realidad se
estaba descoyuntando, y con ella uno de los mecanismos fundamentales que
sustentan el imperio americano: su narrativa.
En los Estados Unidos, dice esa narrativa, los conflictos
políticos son, en realidad, culture wars, guerras culturales: desacuerdos
anclados en creencias, valores u opiniones, y no en procesos sociales o en
estructuras económicas. Esos desacuerdos pueden ser profundos e incluso
violentos, y de hecho afectan a cuestiones fundamentales para el país: el rol
del Estado, el gobierno, los sindicatos o la religión en la vida pública, los
derechos sociales, sexuales y reproductivos, la política energética, el estilo
-y en ocasiones, también el fondo- de la política exterior. Pero esa es la
clave: los conflictos se presentan ya despolitizados, como una lucha de
creencias incompatibles o de perspectivas sobre la realidad, y no como
resultado de realidades contradictorias, complementarias, antagónicas. El
sentido común de la política norteamericana “oficial” dice así que hay cosas que
no se tocan, cosas en torno a las que todos han de reunirse por igual. Son los
dogmas de fe del imperio norteamericano: el amor al éxito y la libertad, a su
patria, al ejército que los protege, a esa extraña mezcla de movilidad social,
libre empresa y derecho a la propiedad que resulta en el famoso sueño
americano. En realidad, son principios sin traducción clara -nociones vagas que
apenas significan nada, significantes semi-vacíos y por tanto fácilmente
maleables: así se puede hacer constantemente la guerra en nombre de la paz y la
libertad, y así cualquier intento de regular Wall Street lo convierte a uno en
comunista. La función esencial de esos principios no está en lo que dicen, sino
en lo que no permiten decir. Esa narrativa sirve, en la política estadounidense,
para blindar la sala de máquinas del capitalismo imperial.
Ese era el riesgo real en 2008. Cuando Bush decidió
nacionalizar la práctica totalidad del sistema financiero, la máquina estaba a
punto de descarrilar, y la perspectiva de la kénosis imperial, de la
autodestrucción del imperio, inspiraba un terror religioso en todo aquel que
tenía acceso a las cifras reales de la economía del país. El monstruo era
demasiado grande como para ocultarlo debajo de la alfombra, y sin esa máquina,
sin esa simbología de himno, bandera y sueño americano, ¿cómo explicar el
fracaso del sistema sin producir un estallido social? ¿Cómo explicarle a los
jubilados que alguien se había jugado los ahorros de toda su vida, y los había
perdido? ¿Cómo novelar la historia de una estafa que involucraba a todos y cada
uno de los poderes fácticos del país? ¿Cómo disimular el rescate inmediato de
los estafadores, su impunidad insultante, y la nacionalización de facto de la
banca en la patria misma del capitalismo y del dogma neoliberal? Ese fue el
momento en que apareció Barack Obama, tal vez el mejor orador que ha dado la
historia de un imperio que se apoya tanto en su ejército como en su capacidad
de producir ficción.
Obama se sentía cómodo frente a las masas. Ahí estaba él, hijo
a la vez de un padre africano, medio-musulmán, y de una madre divorciada;
crecido entre Hawai e Indonesia, hecho a sí mismo gracias a su talento, a su
esfuerzo, y cómo no, a las oportunidades que se le dieron. De la nada absoluta
a la Casa Blanca pasando por Harvard: Obama era el sueño americano mismo,
dirigiéndose con voz pausada a un público ansioso, preocupado y atemorizado,
dándole razones para creer, hablándole de un cambio radical, de posibilidades
ilimitadas, de justicia social, de deudas morales y sociales que no podían
esperar a ser satisfechas. Obama era el inconsciente norteamericano sublimado y
presentado como una imagen gozosa: todo aquello que ese sueño americano reprime
(en tres palabras: su realidad social), todas las fracturas, los desgarros, las
culpas presentes y pasadas se le presentaban al público desde la escena,
debidamente procesadas, neutralizadas y resueltas. Obama era algo así como la
imagen del capitalismo norteamericano reconciliado consigo mismo, como una
promesa de renacimiento que, en la hora más baja del imperio, aparecía para
levantar la moral. Por eso no fue de extrañar que el público reaccionara
bebiéndose hasta la última palabra de sus discursos, haciéndolos propios,
aportándole ellos mismos el dinero, los cuerpos y la fuerza necesaria para
“hacer historia”: con Obama, fue la “esperanza” de una gran parte del país
quien se hacía por fin con la Casa Blanca. Y la esperanza en Obama logró lo que
parecía imposible: evitar un colapso aún más peligroso que la crisis financiera
del imperio, el colapso de su economía ficcional.
Cuatro años después, en la noche de Carolina del Norte,
Obama se veía ante el que probablemente fuera el ejercicio retórico más difícil
de su carrera. Ya no se trataba de llenar de promesas los oídos de un público
deseoso de escucharlas, sino de comparecer para rendir cuentas. Entre medias,
cuatro años de presidencia sobre los que ya se ha dicho casi todo. Los grandes
logros del presidente Obama han consistido, en primer lugar, en “tapar el
agujero de la crisis” socializando en dos direcciones las pérdidas de los
gigantes de Wall Street: hacia dentro, en los 50 millones de norteamericanos
que dependen de las food stamps, los cheques de alimentación del gobierno
federal, para comer todos los días, e hipotecando al país para los próximos 50
años; hacia afuera, en la crisis mundial que amenaza con hundir Europa y con
asfixiar a China. También está su histórica “reforma sanitaria”, que consiste
en crear un mercado sanitario blindado en el que el Estado paga las facturas a
la vez que se prohíbe a sí mismo prestar un servicio público alternativo, lo
que en la práctica garantiza un trasvase de fondos permanente y gigantesco de
las arcas del Estado a las aseguradoras, los hospitales y las farmacéuticas
privadas (es el modelo que, con la excusa de la crisis, por fin están logrando
implantar en Madrid, y cuyas virtudes incluyen costar el doble que el que
tenemos ahora; queda por ver que, cuando la reforma de Obama entre en vigor,
ese 25% de la población que ahora mismo no tiene cobertura de ningún tipo deje
de morirse en la calle). Obama se ha posicionado a favor del matrimonio
homosexual, aunque la narrativa no le ha permitido usarlo en la campaña, y ha
terminado también la guerra de Irak, después de redoblar la campaña en
Afganistán y de ordenar (y defender con ahínco, cada vez que tiene ocasión) los
centenares de ataques con drones, esos aviones no tripulados que permiten volar
un edificio en Somalia jugando con un joystick en el desierto de Nevada. Claro
que probablemente su caballo ganador en estas elecciones no sea otro que el
asesinato extrajudicial de Bin Laden: en este país, ahí no hay apenas voces
discordantes.
Pero el discurso de Carolina del Norte no era difícil porque
los logros de Obama fueran tan, por decirlo de forma suave, ambivalentes. Ni
siquiera lo era por la otra cara de la moneda, todas las cosas que Obama
prometió y no cumplió: cerrar Guantánamo, hacer la reforma migratoria (Obama ha
doblado el número de “ilegales” deportados en la era Bush, 400.000 por cada año
de su mandato,), solucionar el problema de la deuda estudiantil (otro modelo al
que nos apuntamos ahora con fervor austero y que, en los EEUU, ha inflado una
burbuja de más un billón -con b- de dólares, superior a la deuda inmobiliaria
de todo el país), o investigar la estafa de la crisis financiera y hacer que
sus responsables paguen por ello (las grandes firmas de Wall Street aportaron
42 millones de dólares a su primera campaña). En realidad el mayor problema de
Obama cara a la reelección, la mayor tara de sus cuatro años en el poder, no
eran las promesas incumplidas, sino algo más profundo: el desvanecimiento de la
“esperanza” que le llevó al poder, esa mezcla de atmósfera y estructura
retórica que por un momento hizo celebrar su triunfo a gran parte de la nación
como el comienzo de una nueva era.
El “fenómeno Obama”, de hecho, debería ser analizado desde
esa perspectiva: la del nacimiento y la muerte de la esperanza que, centrada en
un culto de su persona, logró su principal objetivo, impedir el colapso
narrativo del imperio norteamericano en la que ha sido la peor crisis de su
sistema, pero no pudo a continuación transformarse en otra cosa. El propio
Obama lo explicó en una entrevista con la CBS del verano pasado: “el trabajo
del presidente consiste en contarle una historia (to tell a story) al pueblo
americano que le transmita un sentimiento de unidad, que sea una fuente de
sentido y de optimismo”. Obama lo dice con todas las letras: su misión era
contar una historia, contar esa historia de esperanza y unidad, y suturar así
la herida que amenazaba con desangrar el imperio desde dentro. Esas heridas,
frente a lo que creen los discursos deterministas o binarios, no consisten sólo
en cifras y estructuras sociales; un orden social siempre cae primero en la
conciencia de los que lo sostienen. La Boétie lo explicó en su tratado sobre La
servidumbre voluntaria: el poder se sostiene por la obediencia, y la obediencia
siempre se apoya sobre una ficción.
…
En el discurso de Carolina del Norte, Obama no sometía a
juicio el balance de su presidencia, sino la vigencia imposible de esa ficción.
¿Cómo volver a pedir el voto tras estos cuatro años? Es una pregunta que Obama
podría haberse formulado antes de subir al estrado. Y esta fue su respuesta:
“Ya no soy sólo un candidato. Ahora soy el Presidente. Sé lo que significa enviar a jóvenes americanos al campo de batalla, porque he abrazado a las madres y a los padres de los que no volvieron. He compartido el dolor de las familias que han perdido sus hogares, y la frustración de los trabajadores que se han quedado sin empleo (…) Y aunque estoy muy orgulloso de lo que hemos logrado juntos, pesan mucho más en mi conciencia todos mis fracasos. Ahora sé exactamente a qué se refería Lincoln cuando dijo: “He caído sobre mis rodillas muchas veces, golpeado por la convicción abrumadora de que no tenía otro lugar a donde ir”.
Pero hoy os puedo decir también que nunca he sentido tanta
esperanza respecto a América. No porque crea tener todas las respuestas. No porque
no sea consciente de la magnitud de los desafíos.
"Vosotros sois la causa de mi esperanza.”
A continuación, Obama entró a detallar los casos de varios
ciudadanos de a pie que había conocido en los últimos días (un ejercicio de
campaña electoral cuya obscenidad alcanza en los Estados Unidos cotas
verdaderamente grotescas): una joven investigadora que ganó un premio
científico pese a vivir en un albergue para homeless, un trabajador de la
industria del automóvil que ganó la lotería pero siguió yendo a trabajar, un
negocio “familiar” que renunció a parte de sus beneficios para no tener que
despedir a ninguno de sus cuatro mil empleados, un soldado al que vio montar en
bicicleta meses después de que le amputaran las dos piernas en Iraq. Y Obama
concluye:
“No sé de qué partido son estos hombres y mujeres. No sé si
me votarán. Pero sí sé que su espíritu nos define. Me recuerdan, en las
palabras de las Escrituras, que tenemos un “futuro lleno de esperanza”.
Es un discurso estremecedor. El Presidente, el comandante en
jefe del ejército más poderoso del planeta, enfrenta al pueblo desengañado,
decepcionado por sus promesas rotas, y les dice: las cosas no eran como
creíais. Vosotros creíais que yo era la fuente de esperanza; creíais que yo
traería ese cambio que ansiáis para vuestras vidas. Pero estabais equivocados.
La esperanza no era yo: en realidad sois vosotros los que me dais esperanza a
mí, a todos nosotros, y así ha sido desde el principio.
En realidad el discurso de Obama es esencialmente freudiano.
En la Psicología colectiva y análisis del yo, Freud intenta explicar el vínculo
social a partir de uno de sus aspectos pulsionales más interesantes: la
relación entre las masas y el líder. Según Freud, en esa relación se da una
transformación del narcisismo, ese amor de sí que hace que uno quiera copular
con su propia imagen, en amor del líder, que pasa a convertirse en una
encarnación exterior de nuestro yo ideal, de aquella imagen de lo que
querríamos ser. Lo interesante, dice Freud, es que ese yo ideal pasa entonces a
ser común y compartido: las individualidades pulsionales se anulan en un único
objeto, que pasa a sostener el deseo de todos, la identificación de todos, y se
convierte así en un punto de apoyo y de estabilidad para el orden social.
Vosotros sois la fuente de la esperanza, dice Obama: era vuestro deseo de
cambio, de sentir esperanza, el que construyó mi imagen; es vuestra proyección
la que creó mi carisma. Él, por su parte, se limitó a sostener ese deseo
durante el momento más difícil, y a usarlo para lograr que no cambiara
absolutamente nada.
La esperanza en Obama fue un proceso de identificación
exitoso pero efímero: ya ha dejado de tener sentido. En cierto modo, ayer sólo
había una elección: Romney representa a la clase de los cleptócratas que
aspiran a repartirse las migajas para llevárselas a un paraíso fiscal, mientras
que Obama sólo puede ofrecer ya una cosa: dirigir con elegancia un navío sin
rumbo alguno y con varias vías de agua en el casco, en un lento proceso de
hundimiento que puede durar años o algún decenio, pero no más. Ayer, los
norteamericanos no votaron a Obama porque sigan “creyendo” en el cambio, sino
porque Obama no es Romney, porque no es republicano y no piensa que haya
“violaciones legítimas” ni que la teoría de la evolución sea un invento
comunista y satánico. Los problemas que afectan hoy al imperio americano (la
deuda, cómo no, pero también el aumento de la pobreza en una economía
asfixiada, dependiente por completo de un modelo de sobre-consumo que es
incompatible con el hundimiento de la clase media y con los procesos de
acumulación que hacen que el 10% de la población controle el 90% de la riqueza)
no son tan urgentes como en 2008, pero sí son igual de profundos. En el futuro
ya no habrá narrativa que los sublime: ni el sueño americano, masacrado por una
realidad que ya no se puede ocultar, ni la vaga esperanza de que aparezca de la
nada el apóstol de un capitalismo amable, anunciando la buena nueva de que todo
puede cambiar.
…
En los Discursos, Maquiavelo explica que la razón por la que
Roma pudo estirar su imperio a lo largo de tantos siglos fue el conflicto que
se dio en su seno entre el poder de los patricios y el deseo de resistir de los
plebeyos. Los alzamientos populares salvaron Roma: esa tensión, ese roce, esa
capacidad de abrirse a su propia fractura interior obligó a la ciudad a cambiar
con sus circunstancias y fue, dice Maquiavelo, la causa última de su
supervivencia. Hay una relación; pese a lo que se suele pensar en Europa, desde
donde se proyecta a menudo esa imagen del imperio como un todo uniforme,
monolítico y plano, la realidad social de los Estados Unidos es muy compleja;
está recorrida por poderosas tensiones, quebrada por múltiples puntos, habitada
por sujetos políticos en mutación: una clase trabajadora hundida, 12 millones
de indocumentados, minorías que son mayoría, estudiantes con una deuda
monstruosa por futuro. El reverso del sueño americano, además, es un imaginario
histórico radical; se trata, a pesar de todo, de un país nacido de una revolución,
con un fuerte instinto por la autogestión y una tradición plagada de luchas
emancipadoras. La poderosa eclosión del movimiento Occupy dio una idea, ante el
estremecimiento y la sorpresa general, de las posibilidades disruptivas que
tendría la articulación política de esas tensiones en el presente
norteamericano. Ese primer esfuerzo fue ahogado por múltiples razones, pero
sobreviven las células y los resortes que lo hicieron estallar; como acaba de
demostrar la impresionante respuesta a los daños del huracán Sandy (una red
autogestionada de ayuda mutua y reconstrucción ciudadana), esas células se
activan a la velocidad del rayo en lugares que el Estado ya no puede saturar.
Es pronto para aventurarse en anticipaciones, pero no es descabellado pensar que,
antes o después, esa llama volverá a prender.
¿Qué tienen que ver Obama y Occupy? Tal vez que uno de los
mayores problemas de Occupy fuera su dependencia histórica del fenómeno Obama.
No porque hubiera filiación de ningún tipo entre ambas cosas, pues al fin y al
cabo el movimiento surgió como fenómeno de masas cuando la realidad terminó de
desgarrar el velo seductivo que Obama había tendido sobre gran parte de las
fuerzas progresistas del país. No: Occupy dependía de Obama porque, alrededor
suyo e incluso en su seno mismo, la ficción de la esperanza operaba todavía
como un sentido común, como un límite imaginario, como el vocabulario dominante
con el que expresar a la vez la crisis del sistema y la voluntad de superarlo.
Ese tiempo ya ha pasado. En la Ética, Baruch Spinoza explicó que la esperanza
es una forma de “deseo inconstante, suscitado por la imagen de una cosa futura
o pasada, sobre cuyo resultado albergamos dudas” (Ética, libro III, 18,
scholium). La esperanza, dice Spinoza, es la forma más inconstante e
improductiva de relacionarse con el propio deseo. Tal vez una de las claves de
la nueva política que, de un lado y otro del océano, se plantea el reto de
frenar la barbarie capitalista que amenaza con llevarnos por delante, consista
precisamente en eso: en inventar otras formas para sostener el deseo de
transformar la realidad, y en sustituir la esperanza pasiva de la duda, y las
historias que hablan de tradiciones o de milagros por venir, por otra cosa, por
el deseo activo de comunidad, de igualdad y libertad que Spinoza llamaba
democracia.