“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

7/11/12

Barack Obama / Vida y muerte de la esperanza

Barack Obama  Ramón Rodríguez
“La esperanza no es un optimismo ciego (..) La esperanza es ese algo dentro de nosotros que afirma, pese a toda evidencia contraria, que nos espera algo mejor si tenemos el coraje para alcanzarlo, para trabajar y luchar por ello. La esperanza es la creencia en que nuestro destino no está escrito, sino que lo escribimos nosotros, que lo escriben los hombres y mujeres que no se resignan a aceptar el mundo tal y como es, que tienen el coraje de rehacer el mundo tal y como debería ser”: Barack Obama. Discurso en Des Moines, Iowa. 3 de Enero de 2008

“Todo el esfuerzo durante la campaña debe dirigirse a mostrar que eres la esperanza del Estado, pero evitando al máximo hablar de política”: Quinto Tullio Cicerón, Commentariolum petitionis. 65-64 a.C.

Pablo Bustinduy

Sucedió en Carolina del Norte, hace apenas dos meses. Barack Obama clausuraba la Convención Demócrata con el discurso de aceptación de su candidatura. Por primera vez en muchos meses, en un país cuya “opinión pública” acostumbra a hibernar en gran medida entre campañas electorales, por fin todos los focos volvían a caer sobre él. Obama maneja esos momentos con una brillantez innegable. Habla con el cuerpo, con la mirada, con cada uno de sus gestos.


Poco importan las dimensiones de la masa que tenga enfrente, lo artificial que resulte el decorado, la sensación de ridículo que pueda producir ese gusto tan estadounidense por la puesta en escena (Marx se mofaba de aquellos revolucionarios franceses que, decía, tenían que vestirse de romanos para darle a las cosas una “dignitas” que no se creían del todo). Poco importa todo eso, porque rara es la vez en que Obama, al poco de comenzar un gran discurso, no logra generar una atmósfera inquietante, adictiva, como una novela cuya trama obliga a seguir pasando páginas, aunque uno sepa desde el principio que todo lo que se cuenta es, en última instancia, mentira.

Por eso su discurso en la Convención era tan importante. Obama volvía a su ejercicio preferido, a su condición de orador en jefe; una vez más él, solo frente a las masas, como en aquellos meses de 2008. No hay que olvidar el escenario de entonces: un país sumido en la peor crisis capitalista desde 1929, con su sistema financiero a punto de colapsar, la burbuja inmobiliaria hecha pedazos, dos guerras estancadas sangrando a la vez los presupuestos del Estado y la moral de la clase media, y, en general, un estado de emergencia social que no se daba desde los años de plomo norteamericanos, los de las revueltas por los derechos civiles, la oposición a la guerra de Vietnam y la insurrección de las Panteras Negras. Tras alimentar el delirio de Wall Street durante años, Bush y Greenspan acababan de marcar la ruta a seguir, aquella en la que nosotros seguimos caminando: socializar las pérdidas de la estafa, nacionalizar las facturas de la especulación financiera. La realidad se estaba descoyuntando, y con ella uno de los mecanismos fundamentales que sustentan el imperio americano: su narrativa.

En los Estados Unidos, dice esa narrativa, los conflictos políticos son, en realidad, culture wars, guerras culturales: desacuerdos anclados en creencias, valores u opiniones, y no en procesos sociales o en estructuras económicas. Esos desacuerdos pueden ser profundos e incluso violentos, y de hecho afectan a cuestiones fundamentales para el país: el rol del Estado, el gobierno, los sindicatos o la religión en la vida pública, los derechos sociales, sexuales y reproductivos, la política energética, el estilo -y en ocasiones, también el fondo- de la política exterior. Pero esa es la clave: los conflictos se presentan ya despolitizados, como una lucha de creencias incompatibles o de perspectivas sobre la realidad, y no como resultado de realidades contradictorias, complementarias, antagónicas. El sentido común de la política norteamericana “oficial” dice así que hay cosas que no se tocan, cosas en torno a las que todos han de reunirse por igual. Son los dogmas de fe del imperio norteamericano: el amor al éxito y la libertad, a su patria, al ejército que los protege, a esa extraña mezcla de movilidad social, libre empresa y derecho a la propiedad que resulta en el famoso sueño americano. En realidad, son principios sin traducción clara -nociones vagas que apenas significan nada, significantes semi-vacíos y por tanto fácilmente maleables: así se puede hacer constantemente la guerra en nombre de la paz y la libertad, y así cualquier intento de regular Wall Street lo convierte a uno en comunista. La función esencial de esos principios no está en lo que dicen, sino en lo que no permiten decir. Esa narrativa sirve, en la política estadounidense, para blindar la sala de máquinas del capitalismo imperial.

Ese era el riesgo real en 2008. Cuando Bush decidió nacionalizar la práctica totalidad del sistema financiero, la máquina estaba a punto de descarrilar, y la perspectiva de la kénosis imperial, de la autodestrucción del imperio, inspiraba un terror religioso en todo aquel que tenía acceso a las cifras reales de la economía del país. El monstruo era demasiado grande como para ocultarlo debajo de la alfombra, y sin esa máquina, sin esa simbología de himno, bandera y sueño americano, ¿cómo explicar el fracaso del sistema sin producir un estallido social? ¿Cómo explicarle a los jubilados que alguien se había jugado los ahorros de toda su vida, y los había perdido? ¿Cómo novelar la historia de una estafa que involucraba a todos y cada uno de los poderes fácticos del país? ¿Cómo disimular el rescate inmediato de los estafadores, su impunidad insultante, y la nacionalización de facto de la banca en la patria misma del capitalismo y del dogma neoliberal? Ese fue el momento en que apareció Barack Obama, tal vez el mejor orador que ha dado la historia de un imperio que se apoya tanto en su ejército como en su capacidad de producir ficción.

Obama se sentía cómodo frente a las masas. Ahí estaba él, hijo a la vez de un padre africano, medio-musulmán, y de una madre divorciada; crecido entre Hawai e Indonesia, hecho a sí mismo gracias a su talento, a su esfuerzo, y cómo no, a las oportunidades que se le dieron. De la nada absoluta a la Casa Blanca pasando por Harvard: Obama era el sueño americano mismo, dirigiéndose con voz pausada a un público ansioso, preocupado y atemorizado, dándole razones para creer, hablándole de un cambio radical, de posibilidades ilimitadas, de justicia social, de deudas morales y sociales que no podían esperar a ser satisfechas. Obama era el inconsciente norteamericano sublimado y presentado como una imagen gozosa: todo aquello que ese sueño americano reprime (en tres palabras: su realidad social), todas las fracturas, los desgarros, las culpas presentes y pasadas se le presentaban al público desde la escena, debidamente procesadas, neutralizadas y resueltas. Obama era algo así como la imagen del capitalismo norteamericano reconciliado consigo mismo, como una promesa de renacimiento que, en la hora más baja del imperio, aparecía para levantar la moral. Por eso no fue de extrañar que el público reaccionara bebiéndose hasta la última palabra de sus discursos, haciéndolos propios, aportándole ellos mismos el dinero, los cuerpos y la fuerza necesaria para “hacer historia”: con Obama, fue la “esperanza” de una gran parte del país quien se hacía por fin con la Casa Blanca. Y la esperanza en Obama logró lo que parecía imposible: evitar un colapso aún más peligroso que la crisis financiera del imperio, el colapso de su economía ficcional.

Cuatro años después, en la noche de Carolina del Norte, Obama se veía ante el que probablemente fuera el ejercicio retórico más difícil de su carrera. Ya no se trataba de llenar de promesas los oídos de un público deseoso de escucharlas, sino de comparecer para rendir cuentas. Entre medias, cuatro años de presidencia sobre los que ya se ha dicho casi todo. Los grandes logros del presidente Obama han consistido, en primer lugar, en “tapar el agujero de la crisis” socializando en dos direcciones las pérdidas de los gigantes de Wall Street: hacia dentro, en los 50 millones de norteamericanos que dependen de las food stamps, los cheques de alimentación del gobierno federal, para comer todos los días, e hipotecando al país para los próximos 50 años; hacia afuera, en la crisis mundial que amenaza con hundir Europa y con asfixiar a China. También está su histórica “reforma sanitaria”, que consiste en crear un mercado sanitario blindado en el que el Estado paga las facturas a la vez que se prohíbe a sí mismo prestar un servicio público alternativo, lo que en la práctica garantiza un trasvase de fondos permanente y gigantesco de las arcas del Estado a las aseguradoras, los hospitales y las farmacéuticas privadas (es el modelo que, con la excusa de la crisis, por fin están logrando implantar en Madrid, y cuyas virtudes incluyen costar el doble que el que tenemos ahora; queda por ver que, cuando la reforma de Obama entre en vigor, ese 25% de la población que ahora mismo no tiene cobertura de ningún tipo deje de morirse en la calle). Obama se ha posicionado a favor del matrimonio homosexual, aunque la narrativa no le ha permitido usarlo en la campaña, y ha terminado también la guerra de Irak, después de redoblar la campaña en Afganistán y de ordenar (y defender con ahínco, cada vez que tiene ocasión) los centenares de ataques con drones, esos aviones no tripulados que permiten volar un edificio en Somalia jugando con un joystick en el desierto de Nevada. Claro que probablemente su caballo ganador en estas elecciones no sea otro que el asesinato extrajudicial de Bin Laden: en este país, ahí no hay apenas voces discordantes.

Pero el discurso de Carolina del Norte no era difícil porque los logros de Obama fueran tan, por decirlo de forma suave, ambivalentes. Ni siquiera lo era por la otra cara de la moneda, todas las cosas que Obama prometió y no cumplió: cerrar Guantánamo, hacer la reforma migratoria (Obama ha doblado el número de “ilegales” deportados en la era Bush, 400.000 por cada año de su mandato,), solucionar el problema de la deuda estudiantil (otro modelo al que nos apuntamos ahora con fervor austero y que, en los EEUU, ha inflado una burbuja de más un billón -con b- de dólares, superior a la deuda inmobiliaria de todo el país), o investigar la estafa de la crisis financiera y hacer que sus responsables paguen por ello (las grandes firmas de Wall Street aportaron 42 millones de dólares a su primera campaña). En realidad el mayor problema de Obama cara a la reelección, la mayor tara de sus cuatro años en el poder, no eran las promesas incumplidas, sino algo más profundo: el desvanecimiento de la “esperanza” que le llevó al poder, esa mezcla de atmósfera y estructura retórica que por un momento hizo celebrar su triunfo a gran parte de la nación como el comienzo de una nueva era.

El “fenómeno Obama”, de hecho, debería ser analizado desde esa perspectiva: la del nacimiento y la muerte de la esperanza que, centrada en un culto de su persona, logró su principal objetivo, impedir el colapso narrativo del imperio norteamericano en la que ha sido la peor crisis de su sistema, pero no pudo a continuación transformarse en otra cosa. El propio Obama lo explicó en una entrevista con la CBS del verano pasado: “el trabajo del presidente consiste en contarle una historia (to tell a story) al pueblo americano que le transmita un sentimiento de unidad, que sea una fuente de sentido y de optimismo”. Obama lo dice con todas las letras: su misión era contar una historia, contar esa historia de esperanza y unidad, y suturar así la herida que amenazaba con desangrar el imperio desde dentro. Esas heridas, frente a lo que creen los discursos deterministas o binarios, no consisten sólo en cifras y estructuras sociales; un orden social siempre cae primero en la conciencia de los que lo sostienen. La Boétie lo explicó en su tratado sobre La servidumbre voluntaria: el poder se sostiene por la obediencia, y la obediencia siempre se apoya sobre una ficción.


En el discurso de Carolina del Norte, Obama no sometía a juicio el balance de su presidencia, sino la vigencia imposible de esa ficción. ¿Cómo volver a pedir el voto tras estos cuatro años? Es una pregunta que Obama podría haberse formulado antes de subir al estrado. Y esta fue su respuesta:
“Ya no soy sólo un candidato. Ahora soy el Presidente. Sé lo que significa enviar a jóvenes americanos al campo de batalla, porque he abrazado a las madres y a los padres de los que no volvieron. He compartido el dolor de las familias que han perdido sus hogares, y la frustración de los trabajadores que se han quedado sin empleo (…) Y aunque estoy muy orgulloso de lo que hemos logrado juntos, pesan mucho más en mi conciencia todos mis fracasos. Ahora sé exactamente a qué se refería Lincoln cuando dijo: “He caído sobre mis rodillas muchas veces, golpeado por la convicción abrumadora de que no tenía otro lugar a donde ir”.
Pero hoy os puedo decir también que nunca he sentido tanta esperanza respecto a América. No porque crea tener todas las respuestas. No porque no sea consciente de la magnitud de los desafíos.

"Vosotros sois la causa de mi esperanza.”

A continuación, Obama entró a detallar los casos de varios ciudadanos de a pie que había conocido en los últimos días (un ejercicio de campaña electoral cuya obscenidad alcanza en los Estados Unidos cotas verdaderamente grotescas): una joven investigadora que ganó un premio científico pese a vivir en un albergue para homeless, un trabajador de la industria del automóvil que ganó la lotería pero siguió yendo a trabajar, un negocio “familiar” que renunció a parte de sus beneficios para no tener que despedir a ninguno de sus cuatro mil empleados, un soldado al que vio montar en bicicleta meses después de que le amputaran las dos piernas en Iraq. Y Obama concluye:

“No sé de qué partido son estos hombres y mujeres. No sé si me votarán. Pero sí sé que su espíritu nos define. Me recuerdan, en las palabras de las Escrituras, que tenemos un “futuro lleno de esperanza”.

Es un discurso estremecedor. El Presidente, el comandante en jefe del ejército más poderoso del planeta, enfrenta al pueblo desengañado, decepcionado por sus promesas rotas, y les dice: las cosas no eran como creíais. Vosotros creíais que yo era la fuente de esperanza; creíais que yo traería ese cambio que ansiáis para vuestras vidas. Pero estabais equivocados. La esperanza no era yo: en realidad sois vosotros los que me dais esperanza a mí, a todos nosotros, y así ha sido desde el principio.

En realidad el discurso de Obama es esencialmente freudiano. En la Psicología colectiva y análisis del yo, Freud intenta explicar el vínculo social a partir de uno de sus aspectos pulsionales más interesantes: la relación entre las masas y el líder. Según Freud, en esa relación se da una transformación del narcisismo, ese amor de sí que hace que uno quiera copular con su propia imagen, en amor del líder, que pasa a convertirse en una encarnación exterior de nuestro yo ideal, de aquella imagen de lo que querríamos ser. Lo interesante, dice Freud, es que ese yo ideal pasa entonces a ser común y compartido: las individualidades pulsionales se anulan en un único objeto, que pasa a sostener el deseo de todos, la identificación de todos, y se convierte así en un punto de apoyo y de estabilidad para el orden social. Vosotros sois la fuente de la esperanza, dice Obama: era vuestro deseo de cambio, de sentir esperanza, el que construyó mi imagen; es vuestra proyección la que creó mi carisma. Él, por su parte, se limitó a sostener ese deseo durante el momento más difícil, y a usarlo para lograr que no cambiara absolutamente nada.

La esperanza en Obama fue un proceso de identificación exitoso pero efímero: ya ha dejado de tener sentido. En cierto modo, ayer sólo había una elección: Romney representa a la clase de los cleptócratas que aspiran a repartirse las migajas para llevárselas a un paraíso fiscal, mientras que Obama sólo puede ofrecer ya una cosa: dirigir con elegancia un navío sin rumbo alguno y con varias vías de agua en el casco, en un lento proceso de hundimiento que puede durar años o algún decenio, pero no más. Ayer, los norteamericanos no votaron a Obama porque sigan “creyendo” en el cambio, sino porque Obama no es Romney, porque no es republicano y no piensa que haya “violaciones legítimas” ni que la teoría de la evolución sea un invento comunista y satánico. Los problemas que afectan hoy al imperio americano (la deuda, cómo no, pero también el aumento de la pobreza en una economía asfixiada, dependiente por completo de un modelo de sobre-consumo que es incompatible con el hundimiento de la clase media y con los procesos de acumulación que hacen que el 10% de la población controle el 90% de la riqueza) no son tan urgentes como en 2008, pero sí son igual de profundos. En el futuro ya no habrá narrativa que los sublime: ni el sueño americano, masacrado por una realidad que ya no se puede ocultar, ni la vaga esperanza de que aparezca de la nada el apóstol de un capitalismo amable, anunciando la buena nueva de que todo puede cambiar.


En los Discursos, Maquiavelo explica que la razón por la que Roma pudo estirar su imperio a lo largo de tantos siglos fue el conflicto que se dio en su seno entre el poder de los patricios y el deseo de resistir de los plebeyos. Los alzamientos populares salvaron Roma: esa tensión, ese roce, esa capacidad de abrirse a su propia fractura interior obligó a la ciudad a cambiar con sus circunstancias y fue, dice Maquiavelo, la causa última de su supervivencia. Hay una relación; pese a lo que se suele pensar en Europa, desde donde se proyecta a menudo esa imagen del imperio como un todo uniforme, monolítico y plano, la realidad social de los Estados Unidos es muy compleja; está recorrida por poderosas tensiones, quebrada por múltiples puntos, habitada por sujetos políticos en mutación: una clase trabajadora hundida, 12 millones de indocumentados, minorías que son mayoría, estudiantes con una deuda monstruosa por futuro. El reverso del sueño americano, además, es un imaginario histórico radical; se trata, a pesar de todo, de un país nacido de una revolución, con un fuerte instinto por la autogestión y una tradición plagada de luchas emancipadoras. La poderosa eclosión del movimiento Occupy dio una idea, ante el estremecimiento y la sorpresa general, de las posibilidades disruptivas que tendría la articulación política de esas tensiones en el presente norteamericano. Ese primer esfuerzo fue ahogado por múltiples razones, pero sobreviven las células y los resortes que lo hicieron estallar; como acaba de demostrar la impresionante respuesta a los daños del huracán Sandy (una red autogestionada de ayuda mutua y reconstrucción ciudadana), esas células se activan a la velocidad del rayo en lugares que el Estado ya no puede saturar. Es pronto para aventurarse en anticipaciones, pero no es descabellado pensar que, antes o después, esa llama volverá a prender.

¿Qué tienen que ver Obama y Occupy? Tal vez que uno de los mayores problemas de Occupy fuera su dependencia histórica del fenómeno Obama. No porque hubiera filiación de ningún tipo entre ambas cosas, pues al fin y al cabo el movimiento surgió como fenómeno de masas cuando la realidad terminó de desgarrar el velo seductivo que Obama había tendido sobre gran parte de las fuerzas progresistas del país. No: Occupy dependía de Obama porque, alrededor suyo e incluso en su seno mismo, la ficción de la esperanza operaba todavía como un sentido común, como un límite imaginario, como el vocabulario dominante con el que expresar a la vez la crisis del sistema y la voluntad de superarlo. Ese tiempo ya ha pasado. En la Ética, Baruch Spinoza explicó que la esperanza es una forma de “deseo inconstante, suscitado por la imagen de una cosa futura o pasada, sobre cuyo resultado albergamos dudas” (Ética, libro III, 18, scholium). La esperanza, dice Spinoza, es la forma más inconstante e improductiva de relacionarse con el propio deseo. Tal vez una de las claves de la nueva política que, de un lado y otro del océano, se plantea el reto de frenar la barbarie capitalista que amenaza con llevarnos por delante, consista precisamente en eso: en inventar otras formas para sostener el deseo de transformar la realidad, y en sustituir la esperanza pasiva de la duda, y las historias que hablan de tradiciones o de milagros por venir, por otra cosa, por el deseo activo de comunidad, de igualdad y libertad que Spinoza llamaba democracia.