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Especial para La Página |
La Historia, decía James Joyce, es una pesadilla de la cual
trato de despertarme. Férreo y tenaz fue el sueño angustioso de nuestra
Historia Contemporánea. Desde 1958 nuestra cotidianidad consistió en
manifestaciones abaleadas, periódicos confiscados, censura directa o indirecta
de los medios, prohibición de piezas teatrales, exposiciones y películas,
violaciones de domicilio, partidos ilegalizados, elecciones donde acta mataba
voto, suspensiones de garantías de más de tres años consecutivos, allanamientos,
torturados, enterrados vivos, desaparecidos, exiliados, universidades ocupadas
militarmente y privadas de autonomía, Teatros de Operaciones donde no entraban
ni Constitución ni tribunales,
aplicación de bárbaras leyes de Vagos y Maleantes que permitían condenar mediante simple oficio a varios años de
trabajos forzados a quienes carecían de profesión
o domicilio, bombardeos contra zonas rurales, desplazamientos forzosos de campesinos, asesinatos selectivos, grupos delincuenciales de la policía, detenciones en masa de todos los habitantes de zonas populares con el pretexto de verificar si tenían antecedentes penales, masacres, hecatombes. Es posible que el número de víctimas fatales llegara a las diez mil. A este horror lo llamó Rafael Caldera “la vitrina de exhibición de la democracia latinoamericana”.
o domicilio, bombardeos contra zonas rurales, desplazamientos forzosos de campesinos, asesinatos selectivos, grupos delincuenciales de la policía, detenciones en masa de todos los habitantes de zonas populares con el pretexto de verificar si tenían antecedentes penales, masacres, hecatombes. Es posible que el número de víctimas fatales llegara a las diez mil. A este horror lo llamó Rafael Caldera “la vitrina de exhibición de la democracia latinoamericana”.
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Ante el diluvio de tropelías los organismos encargados de
aplicar la Ley, con honrosas excepciones, otorgaron y callaron. Correspondió a
simples ciudadanos, camaradas, comités de Derechos Humanos y uno que otro
parlamentario progresista denunciar e
investigar violaciones. No era fácil. Por el mero hecho de denunciar se
convertían en las primeras víctimas de la represión. Los expedientes de cuerpos
policíacos y tribunales de excepción permanecían cerrados a piedra y lodo, y
tal situación siguió igual después de que la Constitución de la República
Bolivariana de Venezuela dispuso inequívocamente en su artículo 143: “Los
ciudadanos y ciudadanas tienen derecho a ser informados e informadas oportuna y
verazmente por la Administración Pública, sobre el estado de las actuaciones en
que estén directamente interesados e interesadas, y a conocer las resoluciones
definitivas que se adopten sobre el particular. Asimismo, tienen acceso a los
archivos y registros administrativos, sin perjuicio de los límites aceptables
dentro de una sociedad democrática en materias relativas a seguridad interior y
exterior, a investigación criminal y a la intimidad de la vida privada, de
conformidad con la ley que regule la materia de clasificación de documentos de
contenido confidencial o secreto. No se permitirá censura alguna a los
funcionarios públicos o funcionarias públicas que informen sobre asuntos bajo
su responsabilidad”.
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Venezuela asume la investigación de estas atrocidades con
retardo injustificable. Dictadura hubo en Argentina, y para 1984 el informe
Nunca más, de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, presidida
por Ernesto Sábato, reconocía 8.960 desaparecidos. En Chile en 1990 el informe
Rettig, de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, verificó 2.296
víctimas fatales de Pinochet. Las organizaciones sociales afirman que las
cifras reales son muy superiores, pero por algo se empieza. En cambio, a
catorce años del triunfo bolivariano,
Ministerio de Justicia, Fiscalía,
Defensoría del Pueblo y tribunales apenas han comenzado a cumplir a plenitud
con las competencias que los obligan a
investigar y sancionar crímenes de lesa
humanidad. La mayoría de las realizaciones en la materia se deben a la empecinada
y desamparada labor de deudos y comités de víctimas. Sólo en 2011 la Asamblea
Nacional bolivariana emite una Ley para Sancionar los crímenes, desapariciones,
torturas y otras violaciones de los Derechos Humanos por razones políticas en
el período 1958-1998, y designa una Comisión de la Verdadpara cumplir dicha
tarea.
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Aquellos que no aprenden de la Historia, decía Santayana, se
ven obligados a repetirla ¿Qué hacer para evitar que el horror reincida? En
primer lugar, se deben abrir los sepulcros blanqueados de los expedientes de
tribunales y cuerpos represivos, hasta hoy vetados para la ciudadanía. Se debe
evitar que continúe la destrucción de archivos y de pruebas, e investigar y
sancionar a sus responsables.
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En segundo lugar, Ministerio de Justicia, Fiscalía y
Defensoría del Pueblo deben poner a
disposición de la Comisión las investigaciones que en función de sus
competencias estaban y están obligados a adelantar sobre estos crímenes de lesa
humanidad, y explicar y justificar las posibles omisiones en el cumplimiento de
ellas, entendiéndose que la creación de una Comisión de la Verdad no los releva
ni exonera del cumplimiento de tales atribuciones, ni del deber de continuar
desempeñándolas.
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En tercer lugar, la Comisión debe desarrollar un mecanismo
para desempeñar sus tareas. Un cuerpo colegiado trienal de una treintena
de personas que ejercerán funciones a
título honorífico, parece diseñado para hacer casi imposible que se
reúna y que cuente con medios para cumplir con tareas que durante una década no
cumplieron organismos con abundante dotación administrativa y
presupuestaria. Sólo el convocarnos para
la juramentación ha tomado año y medio. “Mas estas víctimas serán vengadas,
estos verdugos serán exterminados”, escribía Bolívar en Mérida el 9 de julio de
1813. Esperémoslo.