Hoy intentaré comentar a Eric Hobsbawm como pensador
político y desde un punto de vista latinoamericano. Pero, en homenaje al
materialismo, antes deseo reconocer que su consistente búsqueda de la
universalidad de sus conclusiones descansa en el examen de los hechos aportados
por la historia, es decir, en el suceder de la realidad, no en la especulación
ideológica. Aun así, Hobsbawm no deja de ser un intelectual muy europeo ―más
europeo que otros académicos ingleses―. Así que en ocasiones la luz con que
aborda a esta parte del mundo se empaña al caracterizar algunos procesos y
personajes de nuestra América. Es decir, que a este lado del Atlántico su
lectura debe acompañarse de la necesaria sal y pimienta.[1]
En las páginas que siguen he preferido parafrasear a
Hobsbawm en vez de citarlo, incluso entremezclando frases que tomo de
diferentes textos suyos, junto con acotaciones y matizaciones mías, para
reconsiderar algunos de sus dichos no solo en clave latinoamericana sino
reciente, cuando él ya no está aquí para decirlo o contradecirme (si de esa
combinación salen errores, solo a mí se me podrán atribuir). Al efecto, las
ideas que así pretendo glosar son algunas relativas a los conceptos de
situación revolucionaria, reforma y revolución ―temas que hoy ocasionan no
pocas discusiones en las izquierdas latinoamericanas― y provienen de unas pocas
páginas de la Historia del siglo XX[2], varias de Revolucionarios[3] y algunas
otras de Cómo cambiar el mundo[4].
Para situarnos en época recordaré ―muy resumidamente― que,
bajo el impacto de un conjunto de acontecimientos entre los cuales descolló la
Revolución cubana, en los años 60 y 70 del siglo pasado las motivaciones e
ideas revolucionarias tuvieron un importante auge en América Latina. En ese
período ellas desarrollaron no una sino varias formas de lucha, como grandes
movilizaciones sociales, guerrillas rurales y urbanas, el intento de revolución
por medios pacíficos encabezado por Salvador Allende, y los regímenes militares
nacional-revolucionarios de Perú, Panamá y Bolivia. Además, en ese período el
trabajo intelectual de nuestras izquierdas alcanzó notable relevancia.
No obstante, desde los tempranos 80 ese fenómeno declinó,
erosionado por divisiones de las izquierdas a escala internacional, fatiga
socioeconómica y repliegue político de la Unión Soviética, cambio de la
política exterior china, reveses de los proyectos guerrilleros, la contrarrevolución
en Chile y la desaparición de los regímenes militares progresistas. Al inicio
de los 90 a eso se agregarían la implosión del “socialismo real” y el
subsiguiente “período especial” cubano.
A la par, tuvimos la ofensiva neoconservadora iniciada por
los gobiernos de Reagan y la señora Tatcher y la entronización del
neoliberalismo, no solo en su condición de política económica dominante sino de
embestida ideológico‑cultural
instrumentada en múltiples planos, en los medios de comunicación, universidades,
organizaciones laborales y ciudadanas, etc., que incluyó la degradación y
desideologización de los grandes partidos populares latinoamericanos, así como
la capitulación del socialismo europeo y la socialdemocracia internacional, que
se plegaron al dictado neoliberal.
En América Latina eso acumuló una doble serie de
consecuencias. Por un lado, la desorientación y repliegue de las izquierdas
criollas y, por el otro, la emersión de un creciente malestar e inconformidad
sociales que, desde los años 90, precipitaron el descrédito de las
instituciones políticas tradicionales y desataron protestas sociales que
derribaban gobiernos sin disponer de propuestas alternas. El inicio de un nuevo
capítulo histórico quedó marcado, emblemáticamente, por tres sucesos venezolanos:
el “caracazo”, el alzamiento liderado por el teniente coronel Hugo Chávez y,
poco más tarde, por la elección de Chávez y la Constituyente, que a su vez
despejarían el camino a la aparición de procesos revolucionarios y de gobiernos
progresistas en otros países, que reconfiguraron el mapa político de nuestra
región.
Este cambio se dio a través de diferentes tipos de proceso
político según las respectivas condiciones nacionales. Sobre ese trasfondo
general de repudio a las secuelas neoliberales y a sus portavoces locales, en
algunos lugares eso alentó procesos revolucionarios que pudieron cambiar la
constitucionalidad preexistente, y en otros la elección de gobiernos
progresistas dentro la institucionalidad preestablecida. En uno u otro casos,
los gobiernos que ahora allí tenemos no son el producto de revoluciones en el
sentido clásico del término ―como la soviética, la china o la cubana― ni pueden
hacer todo lo que esas revoluciones pudieron. Pero esto no significa que se
trate de casos o procesos cerrados.
Esas experiencias nos han traído a un peculiar período de
transición donde las razones de protesta social y los motivos para cambios
políticos pasaron a ser muy fuertes, pero las ideas revolucionarias habían
perdido cohesión y brío. En general, la cultura política dominante se anquilosó
sin que todavía se desarrollaran las propuestas político‑ideológicas adecuadas a la nueva época. A
la inversa de los años 60, al final del siglo XX las condiciones objetivas para
una revolución se habían incrementado, mientras que las subjetivas se habían
retraído. Eso dio pie a una situación donde el rechazo a los efectos del
neoliberalismo llevó a grandes masas a repudiar la política y los políticos que
había, a debilitar la gobernabilidad y votar por ciertas opciones de izquierda,
sin que aún las izquierdas como tales hubieran construido y arraigado un nuevo
proyecto de mayor alcance.
Ese estado de cosas emplaza determinadas cuestiones. Entre
otras, la de si en América Latina están en curso procesos de reformas o
revolucionarios, de cómo las fuerzas e ideas establecidas actúan al respecto, y
de cómo las izquierdas pueden situarse dentro de la diversidad de situaciones
nacionales y etapas históricas en que todo eso está ocurriendo. Lo que
igualmente demanda rediscutir los conceptos con que tradicionalmente analizamos
estas situaciones, aprendidos cuando la realidad mundial y las disyuntivas
latinoamericanas todavía no eran las que hoy vemos.
Comentar a Hobsbawm desde el punto de vista de la actual
coyuntura latinoamericana implica reconocer que ella no es igual en los
distintos parajes de un Continente tan multicolor como este. Así, uno de los
primeros temas que saltan a la vista es el de los tránsitos entre situaciones
reformistas y revolucionarias, y las formas de entender el concepto de
situación revolucionaria, cuya definición usual más de una vez dificultó
percibir que esa situación puede surgir en un momento efímero, que puede darse
sin que la hayamos previsto y desvanecerse antes de que sepamos reaccionar.
Hobsbawm sintetiza cómo esos tránsitos y momentos se han
presentado en diferentes circunstancias históricas y lo primero que advierte es
que las revoluciones nacen de situaciones políticas, conclusión que encierra
varias implicaciones.
“Para Marx ―señala― la
cuestión no era si los partidos obreros eran reformistas o revolucionarios, ni
siquiera lo que estos términos implicaban. No reconocía conflicto alguno en
principio entre la lucha diaria de los obreros para la mejora de sus
condiciones bajo el capitalismo y la formación de una conciencia política que
presagiaba la sustitución de una sociedad capitalista por una socialista, o las
condiciones políticas que conducían a ese fin. Para él la cuestión era vencer
los diversos tipos de inmadurez que retrasaban el desarrollo de los partidos
proletarios de clase […] desviándolos de la necesaria unidad de la lucha
económica y política”.
Pero la política es obra humana. “Marx y Engels ―continúa Hobsbawm― no confiaban en la intervención espontánea de las fuerzas históricas,
sino en la acción política dentro de los límites de lo que la historia
permitiera”. La política debía concebirse en el marco del desarrollo histórico
dado, pues “las perspectivas del esfuerzo político socialista dependían de la
fase alcanzada por el desarrollo capitalista, tanto globalmente como en países
concretos”.
Según Marx ―prosigue―, la política es crucial, pues para
triunfar la clase obrera ha de estar organizada políticamente y apuntar a la
transferencia del poder político, a través de una transición a realizarse bajo
la autoridad del proletariado. “Así pues,
la acción política era la esencia del papel del proletariado en la historia.
Operaba a través de la política, es decir, dentro de los límites establecidos
por la historia: elección, decisión y acción consciente”.
En consecuencia, ―continúa Hobsbawm― “Marx y Engels rechazaban los modelos programáticos a priori y la
tendencia a concebir modelos operativos fijos, por ejemplo, a determinar la
forma exacta del cambio revolucionario, declarando ilegítimos a todos los
demás”. No se puede en Ecuador o Paraguay hacer la revolución como en Rusia o
en China, ni en Uruguay como en Cuba. Por eso ellos colocaron la acción del
movimiento en el contexto del desarrollo histórico. “La forma del futuro y las
tareas de la acción solo podían discernirse descubriendo el proceso de
desarrollo social que conduciría a ellas […] en una cierta fase del
desarrollo”.
Por otra parte, una revolución importante ―o un proceso
revolucionario significativo― no puede suscitarse sin grandes motivos de
malestar social y cultural, prontos a emerger al menor estímulo. Las personas
se vuelven revolucionarias cuando empiezan a estimar que sus expectativas de la
vida cotidiana son irrealizables sin que ocurra una revolución. Y lo que las
lleva a hacerse revolucionarios conscientes no es lo ambicioso de sus
objetivos, sino la percepción de que todas las vías alternas fracasan, de que
todas las puertas se cierran. Sin embargo, uno se lanza contra una puerta
cuando tiene la expectativa de que ella cederá. Es decir, convertirse en
revolucionario implica no solo cierto grado de desesperación, sino también de
esperanzas fundadas en un nuevo modo de concebir la situación.
Desde que detonó la crisis global iniciada en el 2008 ha
reaparecido, como en los tiempos de la Gran Depresión, una percepción de que el
sistema se puede derrumbar. El neocapitalismo y el neocolonialismo no han
resuelto el problema sino que lo continúan agravando. No obstante, lo que hace
atrayente la revolución no es tanto la previsión de una inminente caída de la
economía y el orden social, sino la crueldad del creciente abismo entre las
personas y los países ricos y los pobres, junto al ostensible fracaso crónico
de todas las alternativas de reforma al sistema.
Pero las personas tienen que basarse en sus pasadas
experiencias para comprender la nueva situación. Su lucha comienza según viejas
costumbres y orientaciones políticas y demandas reformadoras. Esa reacción
genera tanto la experiencia de opciones como visiones anticipadas de un futuro
factible más que resultados prácticos inmediatos, y eso ayuda a formar una
nueva cultura política, una contracultura, en el sentido que Gramsci le dio al
concepto.
Al cabo, lo que de hecho convierte a hombres y mujeres al
marxismo ―comenta Hobsbawm― es precisamente la acuciante necesidad de una
crítica fundamental de la sociedad burguesa y de las formas más evidentes de
desigualdad e injusticia existentes en ella, sobre todo en los países del
Tercer Mundo. Poniéndolo en términos latinoamericanos, nos enfrentamos a una
situación que por motivos morales nos indigna y nos hace tomar la decisión de
ayudar a cambiarla. Y lo que le da legitimidad a esa decisión es que tiene una
fuerte raíz moral y solidaria.
Según Hobsbawm, para que suceda una revolución deben
combinarse: la sensación de que todas las vías están cerradas, el anhelo de
mejorar la vida cotidiana, y un sentimiento de urgencia que supera los llamados
a la resignación o a la paciencia. Pero en todo esto hay muchos componentes
subjetivos ―estados de ánimo, convicciones o meras creencias circunstanciales―
que por lo tanto pueden resultar volubles o descarriarse.
Por consiguiente, la función que una ideología
revolucionaria tiene en los movimientos de masas consiste en ayudar a sus
miembros a reconocer sus mejores objetivos y superar su dependencia de tales
fluctuaciones. Les da consistencia y perseverancia.
El sistema cultural vigente, y en particular los mecanismos
políticos establecidos y los grandes medios de comunicación, juegan con esas
fluctuaciones, con extraviar o disipar la indignación. Así pues, en un proceso
revolucionario se entremezclan la lucha social, la lucha política y también una
revolución cultural contra las formas de manipulación, integración y control de
las conductas personales.
La calidad de una ideología revolucionaria y la calidad de
su arraigo en el movimiento son tanto más necesarias cuando el enemigo ya no es
una persona o categoría visible, sino el sistema, que carece de rostro y no es
siquiera una cosa o institución sino un conjunto de relaciones
despersonalizadas, la explotación, la alienación.
Todos estos temas han sido objeto de abundante tratamiento
teórico. Pero, aunque el desarrollo de la ideología alcance una gran amplitud
de temas de interés socioeconómico, político y cultural, al acercarse la
coyuntura revolucionaria es necesario focalizarse en determinados objetivos concretos,
para evitar que la fuerza de las energías revolucionarias se disperse.
Esa coyuntura cristaliza en determinada circunstancia, tanto
si la izquierda es parte del gobierno como si está en la oposición. Cuando se
da esa suma de malestar y desesperación sociales, un acontecimiento específico
puede desatar un conjunto de fuerzas. Es necesario tener la perspicacia de
detectarlo en el momento preciso, pues hace falta prever el mecanismo de
arranque que ponga en marcha el motor de la revolución ―el motor chico que
encienda al motor grande―.[5]
Sin embargo, el malestar social por sí solo, y el desgaste
del sistema político vigente, pueden ocasionar un movimiento popular que no
alcance a ser político sino apenas subpolítico o antipolítico, y que por
consiguiente puede desenvolverse en direcciones equívocas o dispersarse. Por
otro lado, ese género de movimiento puede, asimismo, ser capitalizado por la
derecha, como sucedió cuando el nazismo se adelantó a canalizar a su favor el
descontento social en Alemania, como contrarrevolución preventiva, en los años
de la Gran Depresión.
Una vez puestas en marcha, las revoluciones tienden a
multiplicar sus propios activistas. Pueden empezar sin que haya todavía muchos
revolucionarios, en tanto que haya descontento, fermentación popular y
militancia en el contexto de una crisis económica y política del régimen. Pero
hay que haber sembrado la necesaria consistencia ideológica y organización
popular. De lo contrario, no sucederán más que expresiones de descontento y
desórdenes periódicos.
Todo ello ocurre en el ámbito de un país donde existe cierta
autoridad –material y psicológica– del Estado. La revolución se da en el
contexto de una crisis no solo socioeconómica sino política, cuando el régimen
vigente pierde domino de la situación. El progresivo desmoronamiento de la
autoridad del gobierno ―o la de su contrincante― deja un vacío en cual el
trasfondo oculto de la dominación política se hace visible. Como apuntó José
Martí, en la política lo real es lo que no se ve; en esas circunstancias, la
crisis acaba con la política postiza de los cálculos electorales y deja a la
vista la política real de los poderes efectivos.
Así las cosas, el banco de prueba de un movimiento
revolucionario no es su capacidad de desatar protestas y trastornos callejeros,
sino su aptitud para percibir acertadamente cuándo dejan de actuar las
condiciones normales de la rutina política, y asumir la conducta que
corresponde a la nueva situación. Consiste en percibir el momento en que sus
oponentes pierden la autoridad y la ocasión de recuperar la iniciativa. Cuando
ello ocurre la espera es fatal; quien pierde la iniciativa pierde la partida.
Con todo, el estallido social no prueba que una revolución
puede triunfar, sino que ella puede producirse. De allí en adelante su éxito y
sostenibilidad dependerán de otros factores. Antes de lanzarse, hay que
calcularlos.
En muchos de nuestros países, hoy está ocurriendo una gran
mutación, de una vieja sociedad oligárquica a otra más modernamente burguesa y
tecnocrática. Eso engendra conflictos y disidencias no solo en su seno, sino
también en su periferia. En ese contexto también ha tomado cuerpo un tipo de
movimiento social que busca adaptarse a una nueva economía, y que tiene
ocasionales puntos de contacto con el movimiento popular.
Ya antes del presente renacimiento del espíritu
revolucionario de los años 60, había venido dándose una rápida transformación
tecnológica y social, que se ha agregado a la evidencia de que la respuesta que
el capitalismo le da al problema de la escasez y la desigualdad revela un
persistente incremento de las contradicciones y problemas del sistema. Cada vez
hay más conocimientos y recursos técnicos para resolver los problemas sociales,
pero menos aptitud del capitalismo para solucionaros.
Por lo tanto, se necesita cambiar tal situación. No estamos
apenas ante la necesidad de una readaptación dentro del marco del sistema
existente, sino ante importantes dificultades del sistema mismo para
reproducirse y para cumplir sus responsabilidades.
El capitalismo ha entrado en una fase tanto de acelerado
desarrollo científico‑técnico, como de grandes y prolongadas dificultades económicas. Más
aún, en una crisis que es global no solo por su dimensión planetaria sino
porque también es crisis energética, alimentaria, ambiental, política y
cultural. Como se ha visto a lo largo de la historia, los movimientos
revolucionarios suelen detonar en circunstancias de crisis económica. Y esta
suma de crisis económica y desintegración social puede resultar más explosiva
que la de la Gran Depresión.
Pero no debe perderse de vista que en aquella oportunidad en
Europa la extrema derecha logró obtener más ventajas que la izquierda
revolucionaria. Ahora, en nuestro caso, ante el hecho de que las izquierdas asumen
más gobiernos en América Latina ya estamos frente a una amplia contraofensiva
de las derechas transnacionales y locales. La revolución social clásica no es
la única salida que la historia puede darle a estas situaciones. Además, cuando
la crisis del 30 al otro lado de Europa había una perspectiva socialista como
modelo alterno; ahora no. Lo que hoy remplaza a aquel ideal es una combinación
de aleccionadores resentimientos contra la sociedad existente y nuestra
incipiente propuesta de nuevas alternativas socialistas.
Por otra parte, el portador potencial de esta propuesta ya
no es solo la clase obrera sino el “pobretariado”, los desposeídos, marginados
y explotados de varios ámbitos sociales, así como la clase media asalariada,
que estructuralmente tiene motivos para compartir preocupaciones sociales y
morales con “los pobres de la tierra”. Un arco social más amplio pero menos
integrado.
Se sugiere ―dice Hobsbawm― que esa clase media “es una
fuerza reformista efectiva, que es revolucionaria en la medida en que se contemple
una transformación gradual y pacífica, aunque fundamental, de la sociedad”.
Pero ante eso hay una cuestión crucial: la de si es posible tal transformación
y, en caso de serlo, si puede ser considerada como una revolución. Con un tono
sombrío, Hobsbawm comenta que algunos proponen quedarse donde están y hacer
algo más dentro del sistema existente (en el supuesto ―ironiza― de que allí se
puede hacer más de lo que los revolucionarios suponen). En cambio, hay otros
que demandan remplazar enseguida el sistema.
¿Pero cuál es este remplazo? Y, de saberlo, ¿es ahora
posible emprenderlo en países aislados? Y ante el poderío que aún detenta el
imperialismo, una vez emprendido ese remplazo ¿podrá sostenerse? ¿Con el
respaldo efectivo de qué fuerzas sociales y aliados externos?
Ya en su tiempo Rosa Luxemburgo puntualizó que “la reforma social y la revolución no son
[…] diversos métodos del progreso histórico que a placer podamos elegir en la
despensa de la Historia, sino momentos distintos del desenvolvimiento de la
sociedad de clases” [6]. En otras palabras, no siempre es posible emprender
una revolución en el sentido clásico del término, pero esto no significa que
todas las opciones quedan cerradas. A eso se refirió Hugo Chávez al dejar
sentado que:
“No creo en los postulados dogmáticos de la revolución marxista. No
acepto que [ahora] vivamos en un período de revoluciones proletarias. Todo eso
debe revisarse; la realidad nos lo dice día con día. ¿Aspiramos hoy en
Venezuela a la abolición de la propiedad privada o a una sociedad sin clases?
No lo creo. Pero si me dicen que por esa realidad no podemos hacer nada por los
pobres, por la gente que ha hecho rico a este país con su trabajo […] entonces
digo: «aquí nos apartamos». Nunca aceptaré que no pueda haber redistribución de
la riqueza en la sociedad […] Creo que es mejor morir en la batalla que
levantar un estandarte muy revolucionario y muy puro y no hacer nada… Esa
posición me ha parecido muy convenenciera, una buena excusa… Intentamos hacer
una revolución […] avanzar un poco, aunque sea un milímetro, en la dirección
correcta, en vez de soñar utopías” [7].
Lo que, a su vez, no le impidió a Chávez promover objetivos
socialistas a alcanzar por otra ruta, a otro compás. Esto es, a concebir su
búsqueda como un proceso, que se puede materializar en la medida en que el
apoyo popular haga suyas unas metas más ambiciosas.
Ciertamente, comenta Hobsbawm, al final de los años 80 los
socialistas ―marxistas o no― nos quedamos temporalmente sin una alternativa al
capitalismo, al menos hasta que volviésemos a reflexionar sobre lo que
proponemos y lo que vamos a construir con nuestra oferta de “socialismo” y,
además, hasta superar la presunción de que la clase obrera ―la de los
trabajadores manuales― necesariamente tiene que ser el agente fundamental de
esa transformación social.
No obstante, al otro lado de la barrera, desde el año 2008
también los fundamentalistas del mercado perdieron sus últimos argumentos. En
contraste, pese a nuestras deficiencias, hoy las izquierdas podemos mostrar lo
que estamos logrando a América Latina; las derechas, por su parte, solo exhiben
los escombros de su fiasco. Las teorías en que se basaba la escolástica
neoliberal, por vistosas que fuesen, tenían poco que ver con la realidad.
Al respecto, Hobsbawm observa: “puede que no esté en el horizonte un sistema alternativo sistemático,
pero la posibilidad de una desintegración, incluso de un desmoronamiento, del
sistema existente ya no se puede descartar”.
Y enseguida observa que (visto desde Europa) el siglo XX
finalizó con un desorden global de naturaleza poco clara, y sin ningún
mecanismo aceptado para poner fin al desorden o mantenerlo controlado. A lo que
agrega que la causa de esa impotencia no reside solo en la profundidad de la
crisis y su complejidad, sino también en el patente fracaso de todos los
programas, nuevos o viejos, para manejar o mejorar los asuntos de la especie
humana.
Es decir, la fantasía opuesta a la soviética también estaba
en quiebra. Era la fe teológica en una economía que pretendía asignar
totalmente los recursos a través de un mercado sin restricciones, y en una
situación de competencia ilimitada. El fracaso del modelo neoliberal le ha
confirmado a los socialistas la creencia, bastante más razonable, de que los
asuntos humanos, entre ellos la economía, son demasiado importantes para
dejarlos al juego del mercado.
Esa reflexión conduce a Hobsbawm a aseverar que una vez más “resulta obvio que […] «el mercado» no tiene
respuesta al principal problema al que se enfrenta el siglo XXI: que el
ilimitado crecimiento económico cada vez más altamente tecnológico en busca de
beneficios insostenibles produce riqueza global, pero a costa de un factor de
producción cada vez más prescindible, el trabajo humano [y a costa también, hay
que añadir] de los recursos naturales del globo”.
Las experiencias latinoamericanas, aunque todavía estén
incompletas, dejan claro que el Estado-nación resultó debilitado por el tsunami
neoliberal pero, como el propio Hobsbawm observa, eso no lo hizo innecesario ni
ineficaz. El Estado, o cualquier otra forma de autoridad política que
represente el interés público, es ahora tanto más indispensable para remediar
las injusticias sociales y las depredaciones ambientales causadas por la
economía de mercado y ―agregamos nosotros― para articular nuevas perspectivas
de mayor alcance.
Para detener la inminente crisis ecológica es imprescindible
que no sea el mercado quien se ocupe de asignar los recursos. De lo cual se
deduce que, de una u otra forma, en esta fase del nuevo milenio el destino de
la humanidad dependerá de la restauración de las autoridades públicas, de su
legitimidad y de su autoridad moral.
Si estas décadas demostraron algo ―concluye Hobsbawm―, ha
sido que el principal problema del mundo (incluyendo al mundo desarrollado) no
es cómo multiplicar la riqueza de las naciones, sino cómo distribuirla en
beneficio de todos sus habitantes. Por lo tanto, la distribución social y no el
crecimiento es lo que dominará las políticas del nuevo milenio. Lo que también
exige, añadimos, mejores instrumentos de participación y fiscalización social.
Estamos en una de esas coyunturas en las que uno vuelve a la
pregunta clásica: ¿Qué hacer? y donde una vez más la respuesta no puede ser
igual para cualquier lugar y momento, aunque todos tengan mucho en común.
Durante los preparativos para asaltar el cuartel Moncada, Fidel Castro le
recomendó a su segundo, Abel Santamaría, leer el famoso libro de ese título.
Naturalmente, la lectura de Fidel y la de Abel ya no podían ser la misma que
hicieron los compañeros de Vladimir Lenin en vísperas de la más difícil de las
revoluciones. Varios lustros más tarde, el cadete Hugo Chávez ocultaría el
mismo libro entre sus pertenencias y, seguramente, lo estudió con los ojos
propios de otra circunstancia. Una que ya no sería igual, tampoco, algunos años
después, cuando Chávez salió de la cárcel y decidió emprender un camino distinto
para abrirle paso a la misma esperanza. Uno más adecuado a las posibilidades de
su realidad y momento.
Pero la pregunta sigue ahí, a medio transcurso de la
siguiente etapa del trayecto, y allí volverá a replantearse cada vez que el
acontecer nos demande darle otra vuelta a la historia ―y una nueva lectura a
esas páginas―, puesto que en la marcha de los tiempos y lugares ellas nunca se
dejarán leer dos veces de igual manera.
Notas
[1]. Como es el caso, por ejemplo, de su equivocada
identificación ideológica de personajes como Getulio Vargas, Juan Domingo Perón
y Jorge Eliécer Gaitán, de quienes dice que fueron ejemplos de la influencia
del fascismo en América Latina, lo que implica un serio error de interpretación
de los movimientos sociopolíticos que ellos representaron, y del papel
histórico que estos movimientos desempeñaron, cuyas secuelas llegan hasta
nuestros días.
Asimismo, la errónea interpretación de las izquierdas
nacionales, o del “patriotismo de izquierda” en América Latina, cuyo
surgimiento él atribuye a la influencia de los Frentes Populares que la III
Internacional promovió contra el fascismo, como si la aparición de estas
izquierdas hubiese derivado de una decisión tomada en Moscú, cuando de hecho se
trataba de corrientes y personalidades de izquierda críticas de las actuaciones
soviéticas.
No obstante, esos y otros deslices de Hobsbawm se presentan
al hacer alusiones marginales, en textos que no son sobre América Latina ni
para lectores latinoamericanos, dentro del cuerpo de razonamientos generales
que, sin embargo, son acertados.
[2]. Crítica, Barcelona, 1995.
[3]. Biblioteca de Bolsillo, Barcelona, 2010.
[4]. Crítica, Buenos Aires, 2011.
[5]. Por ejemplo, recuerda Hobsbawm, durante un largo
período la Rusia zarista reclamó una revolución social, pero solo de vez en
cuando tuvo situaciones revolucionarias.
[6]. En Reforma social o revolución y otros escritos contra
los revisionistas, Distribuciones Fontamara S.A., México, D.F., 1989, pp. 118‑119.
[7]. Tariq Alí, Hugo Chávez y yo, en La Jornada, México, 10
de Marzo de 2013.
Nils Castro es escritor y catedrático panameño.