Regresé de Túnez, donde participé en el Foro Social Mundial,
convencido de que el Mediterráneo continuará haciendo justicia a la importancia
que le atribuyeron Hegel y Fernand Braudel, aunque por razones diferentes. Si
para Hegel el Mediterráneo fue el elemento unificador y el centro de la
historia mundial, para Braudel fue la cuna del capitalismo. Ambos pusieron en
valor el Mediterráneo a partir de Europa y de lo que entendían que era la
superioridad de ésta. Yo veo en el Mediterráneo la premonición de un mundo
diferente, no sé si mejor o peor, pero donde la Europa que esos autores
imaginaron será un pasado cada vez más pequeño para poblaciones cada vez
mayores en el mundo.
Ibn Khaldun, el fundador de las ciencias sociales modernas |
Puede parecer extraño que estos pensamientos se me ocurran
en el momento en el que participo en una reunión de muchos miles de personas
venidas de todo el mundo, unidas por la voluntad de luchar por un mundo mejor.
Pero como sociólogo, no puedo huir de la magia de esta ciudad de Túnez, donde
nació, en 1332, Ibn Khaldun, aquél que hoy considero que fue el gran fundador
de las ciencias sociales modernas después de haber enseñado durante décadas que
ese título correspondía a Max Webber, Émile Durkheim y Karl Marx.
En un libro espléndido, Ibn Khaldun aborda temas tan
diversos como la historia universal, el ascenso y la caída de las
civilizaciones, las condiciones de la cohesión y de cambio social, economía,
teología islámica y teoría política. Me refiero a Muqaddimah, o Prolegomena,
escrito en 1377.
Inmerso en el bullicio del comercio de Medina, o en la
algarabía de la marcha monumental con la que abrió el Foro Social Mundial,
releo de memoria el libro y entiendo por qué las dos orillas del Mediterráneo
están en llamas. Al norte, los ciudadanos de países supuestamente democráticos
asisten al secuestro de sus ahorros, de sus salarios y de su esperanza para
satisfacer a los banqueros insaciables; al chantaje de sus gobiernos a los
tribunales constitucionales, como si las constituciones fuesen tan descartables
como la montaña de papel que queda de la comida macdonaldizada; a la pesadilla alemana que, después de destruir a
Europa dos veces en un siglo, parece querer destruirla una tercera, siempre en
nombre de la superioridad teutónica. Y todo esto pasa en las ciudades italianas
otrora libres, y en países como Portugal y la España a la que Braudel confirió
tanta importancia en el nacimiento del capitalismo moderno y que ahora, ninguna
importancia consiguen conferir a la humillación a la que son sometidos.
Al sur, ciudadanos sedientos de democracia y de dignidad han
concluido que han estado sujetos a dos dictaduras: a la de los dictadores y sus
policías, y a la del capitalismo global.
Entre la sorpresa y la confirmación de tanta derrota
histórica, verifican que sus vecinos del norte saludaron su libertad de la
primera dictadura, pero que en ningún caso tolerarán que se libren de la
segunda. Por el contrario, arrestan, matan o dejan morir a sus hijos que,
desesperados, se lanzan al mar con la esperanza de una vida mejor llamada Isla
de Lampedusa. Si con la democracia ven la miseria, no es difícil decretar la
miseria de la democracia.
Y es aún más fácil si las dictaduras más retrógradas del
golfo Pérsico vienen de un Islam agresivo que sabe explotar la piedad de los
creyentes para bloquear el ímpetu democrático que, en caso de que el contagio
funcionase, un día podría llegar a su tierra. ¿Qué le sucedería a los
súper-ricos del norte si los súper-ricos del sur no pudiesen disponer de esas
dictaduras para prosperar en sus negocios?
Ibn Khaldun no narra estos hechos, pero narra otros muy
parecidos. Común a todos es la idea de que la civilización declina cuando las
élites políticas que quieren servir al pueblo no lo pueden hacer y las que se
quieren aprovechar del pueblo tienen el camino libre. En términos contemporáneos
sería así. Los miembros de la clase política que se dedican al país lo hacen de
forma que nunca podamos participar en la gobernanza. Todos los demás, la
aplastante mayoría, gobiernan el país en función de sus carreras personales
futuras, sea en las instituciones internacionales, como comentaristas políticos
o colocados en multinacionales. Si esto no es el principio del fin, es el fin
de todos los principios.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo
y catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coímbra en Portugal