- Ponencia presentada en el coloquio «Che Guevara en la hora actual en el 85 aniversario de su natalicio», celebrado en el teatro del Ministerio de Educación Superior de Cuba, en La Habana, los días 13 y 14 de junio de 2013
¿Tiene vigencia el pensamiento del Che en la América Latina del siglo
XXI, cuando la izquierda accede al gobierno mediante elecciones y el único
conflicto armado revolucionario que se mantiene activo, el colombiano, parece
avanzar hacia una solución negociada?
La vigencia del pensamiento de Ernesto Guevara de la Serna
–lo llamo por su nombre debido a que sus ideas revolucionarias empiezan a
formarse antes que sus compañeros en Cuba lo apodaran «Che» y que ascendiera a
comandante del Ejército Rebelde– aparece de manera nítida, evidente, y con
inusitada actualidad y fuerza, cuando traspasamos la cortina de humo que lo
estereotipa con una imagen estrecha, unilateral, sesgada de Che‑guerrillero, y
brota a la luz el pensador y líder revolucionario que, en su corta vida, tanto
hizo para desarrollar la teoría de la revolución de fundamento marxista y
leninista como teoría de la praxis, emanada de la interacción fecunda con la
realidad, enriquecida con la experiencia de la Revolución Cubana, en las
condiciones de la crucial sexta década del siglo XX, y con el objetivo de
emancipar a América Latina y todo el entonces llamado Tercer Mundo.
Es imposible para mí abordar el tema, con la profundidad y
la amplitud que merece, en el tiempo que me corresponde hablar en este coloquio
«Che Guevara en la hora actual en el 85 aniversario de su natalicio». Además,
sería presuntuoso intentarlo siquiera, al ser un evento del Centro de Estudios
Che Guevara, prestigiosa institución dedicada a analizar y divulgar su vida y
su obra, la más autorizada para fundamentar la vigencia de su pensamiento, a la
que mucho agradezco la distinción de invitarme a participar en este panel. Me
limito, por tanto, a puntualizar algunos elementos que contribuyen a difuminar
la mencionada cortina de humo.
El pensamiento revolucionario de Fidel Castro y Ernesto
Guevara, entrelazados y retroalimentados entre sí de manera indisoluble, son el
símbolo por excelencia de la etapa de luchas populares abierta en América
Latina por el triunfo de la Revolución Cubana, que comienza en 1959 y concluye
entre 1989 y 1991. Haré unos breves comentarios sobre esa etapa, y luego otros
sobre la actual.
Nada más lejos de la realidad que presentar al Che como un
ser esquemático, aferrado a la guerrilla como única forma de lucha. Al
contrario, él comprendió, reiteró y actuó con apego a la idea de que los
pueblos emprenden la lucha armada revolucionaria solo cuando se convencen de
que las vías legales para satisfacer sus necesidades e intereses vitales están
cerradas, la cual nos remite a la definición leninista de situación
revolucionaria [1]. La primera consideración que deseo trasladarles es que,
tanto la situación de América Latina previa al triunfo de la Revolución Cubana,
como la posterior al asesinato del Che, hasta el momento en que se produce el
derrumbe del bloque europeo oriental de la segunda posguerra mundial, validan
sus reflexiones sobre la lucha armada como motor de la revolución.
¿Qué sucedía antes de la victoria del Ejército Rebelde en Cuba?
La izquierda tradicional latinoamericana seguía aferrada a
la estrategia de frentes populares, que si bien le facilitó ocupar espacios
institucionales, políticos y sociales mediante la lucha legal mientras duró la
alianza antifascista entre los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión
Soviética, se tornó impracticable, y hasta suicida, a partir del estallido de
la guerra fría.
¿Y qué sucedió después del asesinato del Che?
La izquierda tradicional pretendió descalificar su
pensamiento mediante la construcción del estereotipo de Che‑guerrillero,
contrapuesto a la elección del gobierno de la Unidad Popular chilena. Sin
embargo, el derrocamiento del presidente Allende demostró que en América Latina
podría haber reveses en la lucha armada revolucionaria, pero era imposible
emprender un proceso de reforma social de signo popular –¡ni hablar de un
proceso de transformación social revolucionaria!– mediante la competencia
electoral, ni siquiera en Chile, uno de los dos casos excepcionales, junto a
Uruguay, donde la democracia burguesa funcionó en la primera mitad del siglo XX
con una estabilidad muy por encima de los estándares de la región.
Añádase a lo anterior que tampoco perduraron los procesos de
reforma social liderados por militares progresistas como Juan José Torres en
Bolivia, Juan Velasco Alvarado en Perú y Omar Torrijos en Panamá, y que desde
finales de la década de 1970 se produjo un nuevo auge de la lucha armada
revolucionaria, con la insurrección del Movimiento de la Nueva Joya en Granada
y el triunfo de la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua, y con la
convergencia de fuerzas revolucionarias materializada en la creación del Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional en El Salvador, la Unidad
Revolucionaria Nacional Guatemalteca y la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar
en Colombia, nuevo auge que fue neutralizado por el fin de la bipolaridad
mundial.
¿Cómo concebía el Che la lucha armada revolucionaria?
A riesgo de dar una visión reduccionista y esquemática, por
lo cual pido disculpas anticipadas, permítanme sintetizar que el Che evaluaba
que en América Latina existían las condiciones objetivas para emprender la
revolución, cuyo carácter tenía que ser socialista para ser verdadera. La
guerra de guerrillas no era para él la única forma de lucha, pero sí la más
conocida y efectiva en su momento, porque la acción de la vanguardia armada
revolucionaria contribuiría de modo decisivo a crear las condiciones
subjetivas. El propósito de las fuerzas revolucionarias era aniquilar al
enemigo mediante la lucha armada con la finalidad de conquistar el poder, y
ello presuponía que la guerrilla ascendiera a los peldaños que le permitiesen
obtener crecientes resultados militares, mejorar su composición social y
profundizar su desarrollo político, hasta convertirse en la impulsora del movimiento
generador de conciencia revolucionaria de las masas. No era la guerrilla la que
haría la revolución, sino la acción directa del pueblo que ella genera.
¿Por qué la concepción del Che sobre la lucha armada revolucionaria no
tuvo el resultado que él esperaba?
No lo tuvo por una combinación de factores, entre los que
resaltan: la violencia contrarrevolucionaria y contrainsurgente desatada por el
imperialismo, en sus dos vertientes, a saber, la empleada para bloquear, aislar
y estigmatizar a Cuba, y la utilizada para descabezar, desarticular y aniquilar
a los movimientos revolucionarios del resto de la región; la extrapolación de
la estrategia y la táctica victoriosas en Cuba a naciones con condiciones y
características económicas, políticas y sociales muy diferentes, incluidas las
dimensiones étnica y cultural; las debilidades, errores e insuficiencias de las
fuerzas revolucionarias, entre ellas, las pugnas que impidieron la unidad, un
principio elemental en la concepción revolucionaria del Che; y, cuando a
contracorriente de los elementos señalados parecía afianzarse una nueva etapa
de flujo de la lucha revolucionaria en Centroamérica y Colombia, entró en
escena el cuarto factor negativo, cuyo peso es determinante para el cierre de
la etapa histórica abierta por la Revolución Cubana. Ese factor es el cambio en
la correlación mundial de fuerzas, que en América Latina repercute a partir de
la proclamación de la política de nueva mentalidad de Mijaíl Gorbachov, en
particular, mediante las presiones que la dirección soviética ejerció sobre el
Gobierno Revolucionario de Nicaragua para que concertase, a cualquier costo, un
acuerdo político que «desactivara» el llamado conflicto centroamericano.
Es importante detenernos un instante en este punto porque
con demasiada frecuencia se habla de las tendencias mundiales como algo
inmaterial o sobrenatural, y se pasa por alto, por ejemplo, las torceduras de
brazos, amenazas, presiones, chantajes y agresiones a las que acudieron las
potencias imperialistas para imponer la globalización neoliberal, cuya esencia
asesina y depredadora no estuvo predestinada desde el «más allá», sino impuesta
por la fuerza bruta del «más acá». En el caso que nos ocupa, la «tendencia
mundial» que frenó el auge de la lucha revolucionaria en América Latina a
finales de la década de 1980, incluyó la decisión del gobierno soviético de
suspender la ayuda económica y militar que le permitía a la Revolución Popular
Sandinista enfrentar la guerra contrarrevolucionaria desatada contra ella por
el imperialismo norteamericano. Esta política, que pasó de la amenaza a los
hechos cuando la URSS interrumpió el suministro de petróleo a Nicaragua
mientras se negociaban los nefastos acuerdos de Esquipulas II, [2] no solo
hizo mella en ese país, sino también frenó el flujo revolucionario en la región
en su conjunto.
La interrelación entre las «tendencias mundiales» sublimadas
y los hechos concretos, mundanos y ocultos, sobre los que ellas se sustentan,
se evidenció cuando el entonces alcalde de Moscú, Boris Yeltsin, viajó a
Managua como portador de un mensaje del Buró Político del Partido Comunista de
la Unión Soviética, que informaba a la Dirección Nacional del Frente Sandinista
de Liberación Nacional la política a la que acabo de hacer referencia.
¿Dónde y cómo se aprecia hoy la vigencia del pensamiento del Che?
La vigencia del pensamiento del Che en América Latina –y en
el resto del mundo– se expresa, ante todo, a través de la supervivencia de la
obra de la cual él fue uno de los constructores principales, es decir, de la
Revolución Cubana, pues muy distinto sería el mapa político del continente si
ella no hubiese sido capaz de resistir y vencer la ofensiva ultrareaccionaria
que estremeció a la humanidad a finales de los años ochenta e inicios de los
noventa, y así demostrar, con su ejemplo, que los pueblos sí podían emprender y
llevar a cabo proyectos políticos, económicos y sociales contrapuestos a la
lógica del totalitarismo neoliberal. No encuentro palabras para enfatizar cuan
decisiva fue para América Latina la supervivencia de la Cuba libre y soberana
en ese momento, y cuan decisiva lo sigue siendo en el presente.
Del significado de la Revolución Cubana para la izquierda
latinoamericana de nuestros días, quiero destacar dos ingredientes del cemento
con que Fidel y el Che forjaron sus pilares, cuya extraordinaria calidad
explica que haya sobrevivido a todos los avatares enfrentó y enfrenta.
Un ingrediente del cemento de los pilares de la Revolución
Cubana es la concepción, ética, moral, integral, de la conciencia
revolucionaria y, en particular, del trabajo como fuente de riqueza social,
antes y por encima de, como medio de beneficio individual. Tan fuerte es ese
principio que sobre él se ha asentado el funcionamiento de la economía cubana
durante las cinco décadas y media en las cuales, por razones conocidas, Cuba no
ha logrado estabilizar la edificación de la base material del socialismo y, por
consiguiente, tampoco ha podido aplicar de modo efectivo la fórmula socialista
de distribución a cada cual según su trabajo, con otras palabras, no ha podido
establecer un balance entre las políticas sociales que benefician al pueblo en
su conjunto, y un salario real que cubra las necesidades particulares del
trabajador, la trabajadora y sus familias.
Pese al comprensible desgaste sufrido por el mecanismo
ideológico debido a su tan prolongada sobreutilización para compensar el
déficit en la producción y la distribución de la riqueza material, cuando hoy
hablamos de reencauzar la economía cubana, está claro que en el futuro
previsible tendremos que seguir apelando a él como el resorte fundamental para
mover a esa inmensidad de hombres y mujeres que llevan sobre sus hombros el
peso de la producción y los servicios del sector estatal, hasta el día en que
finalmente logremos definir la combinación de formas de propiedad social sobre
los medios de producción, de mecanismos –morales y materiales– de estimulación
del trabajo creador, y de políticas públicas y políticas salariales de
distribución social de riqueza, todos ellos adecuados a las posibilidades y las
necesidades de la Cuba del siglo XXI.
La impregnación en el pueblo de la concepción revolucionaria
de crear riqueza con la conciencia –y no conciencia con la riqueza–, esa
extraordinaria contribución de Fidel y el Che, es la que mantiene con vida a la
Revolución Cubana a más de dos décadas de que se derrumbara el socialismo en
países con mucho mayores recursos económicos y niveles de consumo que los
nuestros, y la que, pese a los costos sociales e ideológicos de las tareas
incumplidas de la infancia de nuestra economía socialista, aún nos tiende
puentes y amplía los plazos para enfrentar los problemas que arrastramos. Esa
concepción es uno de los elementos de mayor vigencia del pensamiento del Che,
no solo para Cuba, sino también para los países latinoamericanos que emprenden
procesos de transformación social revolucionaria, los cuales, igual que Cuba,
tendrán que enfrentar desafíos inéditos.
Un intelectual y líder del calibre del vicepresidente del
Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera habla del problema
recurrente de movimientos sociales que, en medio de las luchas que desembocaron
en la elección del gobierno de Evo Morales, asumieron posiciones y actitudes
universalistas, en pro de la emancipación de la sociedad boliviana en su
conjunto, y que luego, en el desarrollo de la Revolución Democrática y
Cultural, asumen posiciones y actitudes particularistas y corporativistas, como
la reciente huelga de la Central Obrera Boliviana –por solo citar un ejemplo,
ya que no es el único caso–, que pretenden desestabilizar al gobierno popular y
son capaces presionar con la intención de hacerlo caer, en función de sus
intereses egoístas y estrechos, sin importarles que ello provoque el retorno de
la derecha neoliberal al control del Estado, con su desastrosa secuela para las
mayorías y minorías nacionales, incluidos ellos mismos.
También puede hablarse de los efectos del rentismo y el
clientelismo que arrastra la sociedad venezolana de etapas anteriores a la
Revolución Bolivariana, una de las causas principales de la relativamente elevada
votación que recibió el candidato derechista derrotado en la reciente elección
presidencial, Henrique Capriles, ya que la burguesía y la clase media de esa
nación no pueden tener más de siete millones de votantes propios. Sin duda, hay
amplios sectores populares en Venezuela que aún zigzaguean al vaivén del flujo
y reflujo de la hegemonía del capital, y eso requiere librar una batalla, no
tanto económica, como ideológica.
El otro componente del metafórico cemento de los pilares de
la Revolución al que deseo referirme, es la concepción del internacionalismo
como deber político y moral, claro que practicado en correspondencia con las
condiciones y requerimientos de cada momento histórico. Precisamente por la
sistematicidad, el amor y el altruismo con que la Revolución Cubana desarrolló
el internacionalismo desde su triunfo mismo, es que en la actualidad cosecha
los beneficios de esa política. En lo interno, ella sirvió para profundizar la
conciencia revolucionaria del pueblo, algo que se entronca y complementa con lo
dicho en el punto anterior. En lo externo, permitió cambiar la correlación
continental de fuerzas a favor de los sectores de izquierda y progresistas, y
construir un sistema de relaciones políticas y sociales que sentaron las bases
de la ayuda internacionalista y solidaria que hoy recibimos nosotros mismos, la
cual se multiplica en la medida en que aquellos revolucionarios modestos, y en
muchos casos anónimos, que hace décadas recibieron la mano de Cuba a lo largo y
ancho de la geografía de Asia, África, América Latina y el Caribe, en la
actualidad son presidentes, primeros ministros, ministros o figuras políticas
de países con los que mantenemos relaciones fraternales de comercio,
colaboración y cooperación.
Ahora que hay varios de gobiernos de izquierda y
progresistas en América Latina y el Caribe, es el momento de evitar el
facilismo de encauzar la política internacionalista y las relaciones
solidarias, en forma exclusiva o desproporcionada, por canales
intergubernamentales. De la misma forma en que dentro de cada país donde la
izquierda gobierne se precisa una interacción complementaria, armónica y
respetuosa entre Estado, partido y movimiento social, también se precisa una
interacción semejante entre esos tres actores en el plano regional y mundial,
no solo para que el internacionalismo y la solidaridad sean realmente
integrales, sino también porque es la única forma de garantizar su continuidad
a largo plazo. Téngase en cuenta que en la historia se producen sucesivos
relevos generacionales, y el relevo de Fidel, Raúl, Chávez, Maduro, Evo,
Correa, Daniel, Lula, Dilma, Tabaré, Mujica y otros, si es genuino, no
provendrá de las estructuras gubernamentales, ni siquiera de las estructuras
gubernamentales que ellos encabezan, sino de las jóvenes generaciones de los
movimientos sociales, social‑políticos y políticos populares, de los cuales
ellos provienen.
Además de la vigencia del pensamiento del Che derivada de su
contribución a la Revolución Cubana, quiero resaltar que el acumulado de las
luchas populares libradas en la etapa 1959‑1989, la cual él simboliza, aunque
no haya sido coronado con la toma del poder político en las condiciones y con
las características que entonces lo entendíamos, es el principal factor que
obligó al imperialismo norteamericano y a las oligarquías criollas a abrir los
espacios de participación política legal a través de los cuales fuerzas de
izquierda y progresistas acceden al gobierno, lo que me hace evocar el concepto
marxista de trabajo acumulado.
Trabajo acumulado es aquel que se atesora en las maquinarias
que multiplican la productividad del trabajo vivo. Siguiendo ese concepto,
lucha acumulada es la que se atesora, no solo en la Revolución Cubana, que
conquistó el poder con las armas, sino también en todos los procesos de
transformación social revolucionaria y de reforma social progresista que se
desarrollan en América Latina. No habría hoy en la región gobiernos de
izquierda y progresistas si entre las décadas de 1960 y 1980 no se hubiese
producido un auge sostenido de diversas formas de lucha popular, entre ellas la
lucha armada revolucionaria. Esta afirmación no es etérea. Hay casos mucho más
obvios. Por ejemplo, si no hubiese triunfado una revolución en Nicaragua en
1979, el Frente Sandinista de Liberación Nacional no hubiese podido acceder al
gobierno por la vía electoral en los comicios de 2006, ni haberlo retenido en
los de 2011. Si el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de El
Salvador no hubiese desarrollado la insurgencia revolucionaria entre 1981 y
1991, no sería hoy el partido político en torno al cual se formó la coalición
que gobierna en el país.
Hay casos menos obvios, pero también reales y tangibles. El
Movimiento Revolucionario 200 de Venezuela, protagonista del pronunciamiento
militar de febrero de 1992 contra el desgobierno de Carlos Andrés Pérez, se
inserta en la tradición revolucionaria venezolana que, desde los años sesenta,
buscaba combinar la lucha armada con la insurrección de sectores militares de
izquierda. De manera análoga, en la construcción del Instrumento Político
boliviano, que desde las elecciones de 2005 asumió la identidad de Movimiento
al Socialismo, se inserta la lucha acumulada de los continuadores del Ejército
de Liberación Nacional, comandado por Ernesto Che Guevara. Recordemos, además,
que una de las vertientes de la construcción del Partido de los Trabajadores de
Brasil fueron los llamados sobrevivientes del movimiento insurreccional, entre
ellos la actual presidenta Dilma Rousseff. También juega un papel importante en
el Frente Amplio de Uruguay el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros,
entre cuyos dirigentes históricos se encuentra el presidente José Mujica. Es
cierto que hay quienes en sus actuales cargos en el gobierno, en la legislatura
o en la corte reniegan de su pasado guerrillero o lo consideran una etapa
superada de sus vidas, pero sin ese pasado no habría gobierno, ni legislatura,
ni corte que los aceptara como miembros.
En este contexto es preciso colocar a la insurgencia
colombiana, una parte de la cual está inmersa en un diálogo con el gobierno
nacional que esperamos desemboque en un acuerdo de paz, mientras otra parte
reitera su disposición de iniciar un proceso similar. La insurgencia colombiana
no pertenece a una especie de luchadoras y luchadores revolucionarios diferente
a la que ejerce el poder en Cuba, a la que desarrolla procesos de
transformación social revolucionaria en Venezuela, Bolivia, Ecuador y
Nicaragua, ni tampoco a la que impulsa procesos de reforma social progresista
en Brasil, Uruguay, El Salvador y Argentina. La diferencia radica en que la
lucha acumulada, que en los demás países mencionados ya se atesora en nuevos
procesos de transformación social revolucionaria o de reforma social
progresista, todavía no lo ha hecho en Colombia. Con otras palabras, en
Colombia hasta ahora no ha habido la posibilidad de convertir el acumulado de
lucha político‑militar en acumulado de lucha política, social y electoral, en
condiciones que no impliquen una renuncia a la historia ni a los objetivos
estratégicos, una conversión que sí fue posible hacer en Nicaragua, El Salvador
y Guatemala, una metamorfosis que, como bien sabemos, no está exenta de
contradicciones, retos y peligros. Digamos que mirar a la insurgencia
colombiana es mirar a un retrato de muchos de nosotros de hace veinte, treinta,
cuarenta o cincuenta años.
La otra cara de la moneda, también derivada de las luchas
populares en las décadas de 1960, 1970 y 1980, es el rechazo universal que
llegó a provocar el genocidio cometido por las dictaduras militares de
«seguridad nacional» del Cono Sur y los Estados contrainsurgentes de América
Central. El acumulado de luchas populares y el acumulado de represión
dictatorial compulsan al imperialismo norteamericano y a las oligarquías
criollas, a reconocer y respetar los derechos de participación política que
históricamente les negaron a los pueblos, y esto último sumado los efectos
sociales de la reestructuración neoliberal, explica que fuerzas de izquierda y
progresistas accedan al gobierno mediante elecciones.
Es cierto que fuerzas progresistas y de izquierda hoy ganan
elecciones, pero baste mencionar los golpes de Estado en Honduras y Paraguay,
las campañas desestabilizadoras y pro-golpistas en Venezuela, Bolivia y
Ecuador, y las guerras imperialistas de recolonización en África del Norte y el
Medio Oriente, para demostrar que la violencia reaccionaria no desapareció de
la faz de la tierra, sino se incrementó. De modo que la legalidad y la
legitimidad no bastan para defender los espacios institucionales, políticos y
sociales conquistados por los pueblos. Es necesario tener también la capacidad
y la voluntad de defenderlos mediante el ejercicio de la violencia
revolucionaria. Sin duda alguna, es muy importante que la auditoría de los
resultados de la elección del 14 de abril de 2013 haya demostrado la pulcritud
de ese proceso, porque ello ratifica el respeto de la Revolución Bolivariana a
la voluntad ciudadana. Sin embargo, por sí solo no bastaba. La verdad, algo que
nunca le ha interesado al imperialismo ni a la derecha, hubiese sido negada y
escamoteada, a no ser por el apego a la Constitución y el respaldo a la
Revolución de la Fuerza Armada Bolivariana, de las milicias populares, de la
mayoría de los hombres y las mujeres del pueblo venezolano, y de los gobiernos
y las fuerzas de izquierda y progresistas de América Latina y el Caribe.
Por último –no porque con ello se agote el tema, sino para
no extenderme más–, quiero mencionar la vigencia del multidimensional concepto
guevariano de emancipación política, económica, social, cultural, humana,
latinoamericana, tercermundista, concepto excepcionalmente fértil para el
cultivo y el florecimiento de las nuevas visiones que hoy amplían los
horizontes de los movimientos sociales y social‑políticos y políticos de
América Latina y el Caribe.
Notas