Maite Larrauri | La película de Margarethe von Trotta sobre Hannah Arendt no
sólo se ajusta totalmente a los hechos sino, lo que es mucho más difícil, a las
ideas. Ha sabido filmar la emoción con la que una verdad se presenta al
pensamiento, y nos ha sabido hacer partícipes de la valentía que se requiere
para sostenerla. Se podría decir que es una película arendtiana sobre Hannah Arendt.
En el centro mismo de la película se encuentra una de las
preguntas filosóficas sobre las que Arendt se interrogó a lo largo de su vida. No
es otra que la misma que preocupó a su maestro –también amante- Heidegger:
“¿Qué significa pensar?”. La primera respuesta la formuló Heidegger: pensar es
ir a lo más profundo, y para ello hay que separarse de los demás, aislarse.
Arendt se inspiró en la respuesta del maestro y la redondeó: pensar es entrar
en diálogo con uno mismo, desdoblarse en dos, es un dos-en-uno, entre uno mismo
y su conciencia, y por ello la retirada del mundo es esencial; no se puede
pensar en medio de los demás y si lo hacemos, producimos la sensación de estar
ajenos a lo que pasa, entre el ensimismamiento y la distracción.
Hannah Arendt, en la película, se tumba en el sofá, con el sempiterno cigarrillo entre los dedos, o deambula por la casa, se detiene ante una ventana, de noche, y observa las luces de Nueva York, o se refugia en una casa a las afueras de la ciudad y se pasea solitaria por el campo. Está hablando consigo misma, y podemos imaginar las preguntas que está planteándose: ¿Eichmann es un monstruo antisemita?, ¿qué está diciendo cuando argumenta que lo único que hizo fue obedecer órdenes?, ¿los consejos hebreos hicieron lo único que se podía hacer en esas circunstancias? Y como, cuando se empieza a pensar, la mente entra en una deriva temporal, la película nos muestra esos flash backs por los que vuelve a su memoria Heidegger, y sentimos cómo de unas preguntas pasa a otras: ¿Heidegger era un nazi?, ¿qué tipo de amor tuve por él?, ¿por qué se comportó de esa manera?
Hannah Arendt, en la película, se tumba en el sofá, con el sempiterno cigarrillo entre los dedos, o deambula por la casa, se detiene ante una ventana, de noche, y observa las luces de Nueva York, o se refugia en una casa a las afueras de la ciudad y se pasea solitaria por el campo. Está hablando consigo misma, y podemos imaginar las preguntas que está planteándose: ¿Eichmann es un monstruo antisemita?, ¿qué está diciendo cuando argumenta que lo único que hizo fue obedecer órdenes?, ¿los consejos hebreos hicieron lo único que se podía hacer en esas circunstancias? Y como, cuando se empieza a pensar, la mente entra en una deriva temporal, la película nos muestra esos flash backs por los que vuelve a su memoria Heidegger, y sentimos cómo de unas preguntas pasa a otras: ¿Heidegger era un nazi?, ¿qué tipo de amor tuve por él?, ¿por qué se comportó de esa manera?
Von Trotta es muy sutil en el modo de presentar la relación
de Arendt con Heidegger. Mary McCarthy le pregunta si Heidegger fue el gran
amor de su vida, a lo que Arendt responde que el gran amor de su vida es
Heinrich (o sea su marido). Entonces, si no ha sido el amor de tu vida –le
replica la amiga McCarthy- completa tú esta frase: Heidegger es mi... Arendt no
rellena esos puntos suspensivos, se limita a decir que hay cosas más fuertes
que una misma.
Sabemos que una jovencísima Hannah Arendt se vio atraída
por su maestro Heidegger, 17 años mayor que ella. Y ella decidió dejarse
conmocionar por esa sacudida: era un pensador y eso no se encuentra todos los
días. El pensador la sedujo no sólo con la palabra y ella se metió de lleno en
esa aventura. Cuando él la abandonó, eso no significó para ella una negación de
la atracción que experimentaba, sino una desgraciada historia de pareja con un
hombre casado. Hannah Arendt siguió pensando que Heidegger era un gran filósofo
y sus ideas siguieron iluminándola.
Sin embargo, Arendt se atrevió a criticar al maestro. En un
artículo que escribió acerca de Heidegger, Arendt señala que el
pensamiento es para este filósofo no sólo su morada sino también su madriguera.
Y por ello acaba siendo finalmente su trampa. Dentro del pensamiento, Heidegger
está atrapado, su retiro del mundo no es momentáneo, pasajero, sino definitivo
y le sucede como ha pasado ya en tantos otros casos de filósofos: sabedores de
su aislamiento pero queriendo demostrar lo contrario, cuando se deciden a
participar de este mundo que también es el suyo, meten la pata, hacen el
ridículo. Platón hizo el ridículo en Siracusa haciendo de consejero del tirano
Dionisio. Heidegger hizo el ridículo durante el nazismo, aceptando el puesto de
rector de la universidad de Friburgo.
Arendt ni piensa ni dice que Heidegger sea un nazi. Eso es
lo que dice el moralista, el mojigato de Hans Jonas, que se congratula de que
sea su amiga Hannah la enviada como cronista al juicio de Eichmann, porque da
por descontado lo que ésta escribirá. Jonas es un ideólogo, un fanático.
Arendt afirma que pensar tiene sentido si es un modo de
retirarse del mundo para volver a él en la acción, en la toma de la palabra
sobre las cosas de este mundo. Pensar para después hablar y actuar. Y eso es lo
que explica la historia que nos narra esta película. Después de haber escrito
un libro sobre el totalitarismo, Arendt desea participar en un acontecimiento
de su actualidad, el juicio a Eichmann, para ver a un nazi “de carne y hueso”.
Ir a Israel, asistir al juicio y escribir después para el New Yorker es
un reto para el pensamiento, a condición, claro está, de no saber de antemano,
como lo saben los ideológicos, lo que va a decir.
El enfrentamiento que vemos en la película es el que existe
entre quienes ya saben lo que piensan de Eichmann antes de oírlo (las
autoridades israelíes, la opinión pública) y esta mujer que se atreve a pensar
sin andaderas, sin barreras, sin límites. O sea todos (o casi) contra una. Sola
ante el peligro de pensar.
Uno de los grandes aciertos de Von Trotta es que nos hace
ver al auténtico Eichmann y no a un actor, para que así también los
espectadores podamos juzgar. Y lo que sucede es que nos ponemos del lado de
Arendt: Eichmann no es un monstruo que atemoriza, es un hombrecillo con algunos
tics, con cara de funcionario, una especie de “fantasma y además resfriado”,
que habla de “su departamento”, de “cumplir con su trabajo”, y que declara que
no se planteó nada por propia iniciativa ya que lo único que hizo fue obedecer
órdenes. La acusación y los testimonios pretenden hacerle responsable de la
muerte y desaparición de millones de judíos. Él afirma que no es antisemita, en
medio de algunas otras frases ridículas como que se quiere hacer de él “una
chuleta para asarla después” y cosas semejantes. Arendt se ríe de él, desea que
sea castigado por la justicia porque lo considera culpable, pero no está
dispuesta a concederle la grandeza que supone atribuirle la maquinación y
ejecución del holocausto. Es culpable porque obedeció órdenes injustas y sólo
se puede decir de los niños y de los esclavos que obedecen. Los demás no
obedecen sino que consienten.
En sus artículos para el New Yorker lo castiga
también a su manera, aunque esto último nadie parece entenderlo. Ya que los
nazis intentaron negar todo rastro de humanidad en sus víctimas, sometiéndolas
a condiciones de degradación, ahora Arendt le negará su condición de humano a
Eichmann ya que no hizo lo que distingue a los humanos, esto es pensar. Y como
no ejerció el pensamiento, como obedeció las órdenes sin pararse a pensar, se
convirtió en una marioneta, en nobody, en un don nadie. El mal encarnado
en un imbécil. La banalidad del mal.
Pensar lo puede hacer cualquiera, no hace falta ser muy
inteligente, ni muy culto. Y por eso mismo, también no pensar lo puede hacer
cualquiera, incluso los más cultos, los más inteligentes. No siempre se está
pensando, no sólo porque estamos entre los demás, desarrollando alguna
actividad, sino también porque para muchas cosas aplicamos esquemas,
concepciones, sin revisarlas. No tiene importancia, a no ser que se trate de
algo crucial. Arendt afirma en sus escritos que la mayoría de nuestros juicios
son en realidad prejuicios. Nosotros consideramos sólo como prejuicios los
juicios que se emiten sobre un colectivo (por ejemplo, “los alemanes son
rígidos”, “las mujeres son subjetivas”). Arendt nos indica que existen
también prejuicios en juicios sobre particulares –“Aquiles es un valiente”-
porque no se cuestiona el significado de “valiente”, aceptando por descontado
lo que una sociedad en un momento determinado entiende. Estos últimos
prejuicios son mucho más difíciles de desenmascarar porque tienen la apariencia
de un juicio. Sin embargo, cuando nos ponemos a pensar es porque no aceptamos
sin más los significados compartidos por un grupo social. Disentimos. En
momentos históricos como los de la Alemania nazi era importante pensar por uno
mismo y rechazar los significados de “hebreo”, “patria”, “valentía”,
“justicia”, “alemán”, “raza”. Por no pensar, muchos don nadie como Eichmann se
volvieron peligrosos. Encarnaron el mal desde su propia pequeñez y mediocridad.
En una situación normal hubieran sido honrados y correctos ciudadanos. En una
situación extrema se convirtieron en cómplices del holocausto, por consentir en
un modo de hablar y de ver las cosas.
Pensamos, cuando lo hacemos, para determinar lo que para
nosotros es justo o injusto, bueno o malo. También pensar implica un cierto
peligro, cuando quien lo hace se opone a todos o casi todos. Y Arendt, que
pensaba que Heidegger había sido un cobarde, quiere afirmar su propia valentía,
demostrar con sus actos su propia teoría sobre el pensamiento. Escribe lo que
piensa sobre Eichmann y sobre la participación de los consejos hebreos en el
holocausto, en contra de lo que oficialmente quería sostener la comunidad
hebrea. La película muestra las amenazas y las tensiones que Hannah Arendt tuvo
que soportar, así como la dolorosa pérdida de los amigos que se quedaron en el
lado de los prejuicios, sin querer plantearse si las cosas admitían otros
puntos de vista, si quizá no todo había sucedido exactamente como el relato
biempensante hebreo había hecho creer.
Y nunca se retractó ni de lo que pensaba, ni del hecho de
haber desatado la polémica. “Lo volvería a hacer”. En uno de sus libros, afirma
que para salir de los aparentes juicios, en realidad prejuicios, lo que hay que
hacer no es dar una definición de lo que para una es el amor, o la amistad o la
justicia, o el bien, eso sería algo abstracto, y como todas las cosas
abstractas bastante inútil para orientar el comportamiento. Pensar es encontrar
un caso concreto que tenga validez ejemplar y definir algo en función de ese
caso: “Amar es lo que hace esta persona”. Pues bien, para mí, la valentía es
Hannah Arendt.
La actualidad de su pensamiento, como de esta película,
reside en el hecho de que siempre estamos llamados a pensar cuando existen
situaciones que lo requieren. Como antigua enseñante de filosofía en el
bachillerato, me atrevo a sugerir a los profesores que la proyecten y la
discutan. He tenido la experiencia de observar el impacto que tenía Hannah
Arendt en los estudiantes actuales, y la película puede ser un refuerzo
maravilloso.
Ahora mismo estamos atravesando una difícil situación. No se
había conocido tanta confusión desde el punto de vista de las convicciones
desde la Segunda Guerra Mundial. En muchos aspectos los ciudadanos no sabemos
qué pensar. Pues bien, este desconcierto podría ser un buen comienzo.
¡Atrevámonos a pensar!, lo que significa, dejemos de repetir los lugares
comunes de la opinión pública y formulemos una opinión propia, como nos ha
enseñado Hannah Arendt, no vagando entre abstracciones. Busquemos los casos de
validez ejemplar que nos hagan entender lo que es un buen político, una buena
ley, un buen alcalde, un buen profesor, un buen médico, un buen ciudadano. Y ya
tendremos mucho adelantado.