Bertolt Brecht ✆ Rudolf Schlichter |
Al sopesar los pros y contras, hay que empezar con un hecho
básico: lo mismo como dramaturgo en activo que como teórico visionario, Brecht
cambió la faz del teatro moderno. Por hablar sólo de Gran Bretaña, yo
sostendría que la histórica visita a Londres del Berliner Ensemble de Brecht en
1956 hizo más que cualquier otro acontecimiento por si solo – más que el
estreno de Esperando a Godot un año antes – por sacudirnos nuestra arraigada
complacencia. La sobria estética de Brecht tuvo una profunda influencia en la
English Stage Company recién creada en el Royal Court Theatre, y la comprensión
de lo que podría llegar a hacer una
compañía permanente configuró la creación de la Royal Shakespeare Company en 1960 y del National Theatre en 1963.
compañía permanente configuró la creación de la Royal Shakespeare Company en 1960 y del National Theatre en 1963.
Directores, diseñadores y dramaturgos se vieron todos
influidos por la idea de Brecht de un teatro épico en el que la narración
substituye a la trama, el espectador se convierte en observador en lugar de
alguien implicado en la acción sobre el escenario, y cada una de las escenas
existe sólo por sí misma. Por encima de todo, la creencia de Brecht de que el
drama debería presentar ideas morales y políticas por medio de la acción dejó
su huella en una extensa panoplia de obras, desde Serjeant Musgrave´s Dance, de
John Arden, Luther, de John Osborne, y Saved de Edward Bond en las décadas de
1950 y 60, a Fanshen, de David Hare, y Destiny, de David Edgar, en los años 70.
Como dijo en cierta ocasión el mismo David Edgar: "Brecht forma parte
del aire que respiramos".
Para que no se piense que exagero la influencia de Brecht,
he revisado el catálogo de una exposición, "Bertolt Brecht en Gran
Bretaña", montada en el National Theatre en 1977. Incluye, entre otras
cosas, una lista de producciones anuales. En 1972 encontramos 15 producciones
profesionales en el Reino Unido, que van de Arturo Ui en Belfast y Bradford a Madre
Coraje y sus hijos en Watford y Canterbury, y una reposición en el West End de La
ópera de los cuatro cuartos con un reparto que contaba con Vanessa Redgrave y
Barbara Windsor. Se pusieron en pie 77 producciones amateur, incluyendo,
asombrosamente, 36 – muchas escenificadas por estudiantes – de El círculo de
tiza caucasiano. Para que no faltara, la BBC presentó también en televisión a Arturo
Ui con el formidable Nicol Williamson como protagonista.
Todo esto resulta hoy inimaginable. Pocos teatros regionales
disponen de los recursos financieros, aun cuando tuvieran voluntad, para montar
una obra de Brecht. La policía del pensamiento de la derecha se lanzaría sobre
el caso, sospecho, si una escuela montara una obra de Brecht. Y hay las mismas
probabilidades de que la BBC realice una producción televisiva de prestigio de
Brecht que las hay de que presente una obra de Sófocles, Shaw, Ibsen, Chejov o
cualquiera de los grandes dramaturgos clásicos. Hasta en el mundo académico
resulta Brecht mucho menos central de lo que solía ser: un amigo me contó
que un curso de teatro supuestamente amplio para estudiantes universitarios le
dedica aproximadamente un par de horas al año.
Sin embargo, aunque Brecht no esté de moda, estamos rodeados
de su legado. Stephen Unwin, en su excelente A Guide to the Plays of Bertolt
Brecht, apunta un ejemplo clave del desarrollo del drama documental. El tipo de
obra que pone en escena el teatro Tricycle de Londres con Nicholas Kent,
empezando por Half the Picture en 1993 y que nos lleva hasta el análisis de
Gillian Slovo de los disturbios de Londres de 2011, cumplía muchos de los
criterios teatrales de Brecht. Se trata de obras que, según la definición de
teatro épico de Brecht, ofrecían al espectador una imagen del mundo, le
obligaban a tomar decisiones. Apelaban a la razón más que al sentimiento. Hasta
el estilo de interpretación dejaba claro que los actores estaban representando,
en lugar de identificarse con personajes particulares.
Detecto la influencia brechtiana que opera en algunas de las
obras mayores que han surgido en años recientes. Puede que rehuyan el enfoque
visual brechtiano, pero se comprometen con las cuestiones de nuestro tiempo de
una manera que él habría comprendido. En Enron (2009), Lucy Prebble rastreaba
la caída del gigante energético tejano para mostrar en qué medida depende el
capitalismo de estafas e ilusiones. En 13 (2011), que muchos críticos
repudiaron de manera miope, Mike Bartlett sostuvo que la protesta popular era
ahora una fuerza mayor a favor del cambio que los partidos políticos
afianzados. Y en Chimerica, obra de 2013, Lucy Kirkwood, nos invita audazmente
a comparar y contrastar China y América: se trata de una obra que estimula de
modo genuino el pensamiento en el sentido de que su aparente conclusión de que
Norteamérica tolera el disentimiento mientras que China lo castiga queda en
cuestión ante los casos de Bradley Manning y Edward Snowden.
Puede que Brecht no esté de moda en el egocéntrico mundo del
teatro de inmersión, específico de un lugar, en el que todo depende de
conmociones menores y de las sensaciones del espectador individual: por buenos
que sean esos espectáculos, generalmente sales de Punchdrunk o Shunt queriendo
cambiarte de ropa, más que cambiar el mundo. Pero el legado de Brecht todavía
resulta demasiado penetrante y potente para que llegue a ser alguna vez del
todo invisible.
Estamos aprendiendo también a hacerlo sin la reverencia
pedagógica que durante años echaba a la gente para atrás. El excelente Arturo
Ui de Jonathan Church nos escolta hasta un bar clandestino de Chicago en el que
escuchamos los sonidos seductores de un trío de jazz. Y la producción con
vestuario moderno de Vida de Galileo de Roxana Silbert para la Royal
Shakespeare Company a principios de este año utilizó un texto sensiblemente
recortado por Mark Ravenhill y parecía vitalmente conectada a un mundo en el que
un Papa de intenciones liberales se encontraba atrapado por el conservadurismo
institucional.
Brecht es una fuerza demasiado grande como para ignorarla.
Uno de sus activos principales consiste en que escribía grandes papeles para
los actores. No hace mucho, tuve ocasión de mencionarle a Alexei Sayle que
sería un candidato natural para interpretar a Azdak, el granuja aldeano que
administra justicia en El círculo de tiza caucasiano y sus ojos se iluminaron
ante la perspectiva: un especialista en las antípodas de Brecht me señaló, por
cierto, que el frustrado ahorcamiento de Azdak es una referencia directa a
Nanki-Poo en el Mikado y que Brecht, como gran admirador de Gilbert y Sullivan
[maestros de la opereta decimonónica inglesa], ¡jugueteó con la idea de poner
en escena su propia versión de HMS Pinafore!
Pero me gustaría que nuestro teatro fuera más allá de las
reposiciones de Galileo, Madre Coraje, El círculo de tiza caucasiano y La buena
persona de Sechuán. Me fascinaría ver Santa Juana de los Mataderos, con su
heroína del Ejército de Salvación, los coros de Paul Dessau y las
parodias de Goethe y Schiller. Puede que Brecht no esté tan de moda como estuvo
antaño. Pero en un teatro que tiende a la introspección narcisista, su
capacidad de implicarse en el mundo me parece de una importancia más urgente
que nunca.
Michael Billington es crítico
teatral del diario británico ‘The Guardian’
Traducción del inglés por Lucas Antón
Traducción del inglés por Lucas Antón