El fracaso de lo que
fueron los proyectos de emancipación hegemónicos durante el siglo XX alentó una
búsqueda de nuevas vías. Muchas de ellas abandonaron todo camino de liberación,
amoldándose al orden existente. Por eso mismo, pensar un proyecto socialista
implica reafirmar nuestra crítica al mismo y colocar como objetivo un horizonte
más allá del capital y del estado capitalista, rescatando una imaginación
social que todas las nuevas alquimias sociales, desde la democracia radical del
posmarxismo, hasta el neokeynesianismo antiliberal, carecen por completo. Si
estas deserciones se
han dado
paradójicamente en el período de mayor polarización social y recrudecimiento guerrerista de las últimas décadas, ello es muestra de la imposibilidad de reafirmar nuestras convicciones siendo indiferentes a los extraordinarios cambios sociales y políticos que a escala global se han desarrollado en los últimos 30 años y a las dificultades que aún tenemos por delante.
paradójicamente en el período de mayor polarización social y recrudecimiento guerrerista de las últimas décadas, ello es muestra de la imposibilidad de reafirmar nuestras convicciones siendo indiferentes a los extraordinarios cambios sociales y políticos que a escala global se han desarrollado en los últimos 30 años y a las dificultades que aún tenemos por delante.
Otras
corrientes, en particular
las denominadas autonomistas,
han cobrado fuerza
como resultado de la denominada “crisis de la política” y la
deslegitimación de los partidos de masas que han estado al frente de los
gobiernos neoliberales. Ellas han anclado su acción política desde un
fundamento anti-estatista, que contiene un eco, y también una continuidad, con
los debates que llevaron a cabo los movimientos libertarios y anarquistas de
los años `70, y que en parte se nutrieron de la “nueva filosofía francesa”.
Quizá sea en América Latina donde el debate sobre el estado
y la política sea más candente que en ningún otro lugar, puesto que desde el
período de formación de las clases modernas, el estado ha jugado aquí un papel
estructurador del conjunto de las relaciones sociales y de su dinámica y
conflicto.
La retirada de un estado relativamente integrador y su
metamorfosis en neoliberal creó la ilusión de
que el poder
dejó de atravesar
todo el cuerpo
social, despejando el
camino para una autonomía comunista despreocupada de las
luchas de poder. El retorno incluso débil del estado con el triunfo de los
gobiernos de centroizquierda, sobre todo de Chávez, despejó hasta cierto punto
esa ilusión y saldó más de una cuenta, aunque en las nuevas condiciones este
debate seguirá estando en la agenda de los movimientos sociales.
Se trata de saber en qué medida los viejos conceptos sobre
el estado, la política y el poder pueden ser relevantes y sobre qué nuevas
bases, ser útiles a la lucha de recomposición socialista en este nuevo período
histórico.
Esta discusión, sigue siendo relevante no tanto porque
ofrezca nuevos argumentos a los ya esgrimidos por los autores, sino debido a que
ha tenido una influencia más allá de su círculo, estableciendo ciertos
preceptos inamovibles incluso entre algunos de sus críticos.
El comunismo aséptico
La catástrofe final del proyecto más libertario y
emancipador que los explotados hayan nunca realizado, ha tenido consecuencias
históricas. El impulso instituyente, liberador de las revoluciones proletarias,
ha culminado progresivamente en
dictadura, chovinismo,
burocratismo, y reglamento disciplinario en la fábrica y fuera de ella. El
estado policial terminó abarcándolo todo.
Redefinir el ideario comunista se vuelve una precondición de
cualquier proyecto emancipatorio. Una sociedad poscapitalista, basada en la
asociación de individuos libres, deberá orientar su ciencia y tecnología y la
organización colectiva del trabajo hacia formas no opresivas y democráticas de
producción y distribución. Sobre la base de una economía socialmente organizada
la producción automatizada facilitaría una progresiva disminución del tiempo de
trabajo y una superación de la frontera entre trabajo y obra de arte. Dussel
remarca el contenido kantiano de esta idea de libertad en Marx: “La libertad
(…) solo puede consistir en que el hombre socializado, los productores
asociados, regulan racionalmente ese intercambio suyo con la naturaleza
poniéndolo bajo su control comunitario (Gemeinschaftliche), en vez de ser
dominado por él como por un poder ciego”2. Pero este postulado es empíricamente
imposible: el nulo tiempo de trabajo y el control total de la dinámica social.
En Kant las ideas inmanentes de la razón, a diferencia de Hegel son sólo
regulativas, puesto que no brotan ontológicamente de su ser. Este contenido nos
indica el objetivo, el contenido de nuestro proyecto. Es el mapa de ruta de una
perspectiva comunista.
Pero el comunismo es también ‘hegeliano’, pues emerge de las
condiciones históricas de su ser. Ese ser histórico, como sabemos, no alcanza
su desarrollo pleno más que a través de una dolorosa experiencia de escisión y
negación de si mismo. Si el hegelianismo impactó tanto a muchas generaciones de
intelectuales marxistas, fue no tanto por su teleología histórica cerrada y
predefinida, sino porque puso en movimiento todo lo que parecía sólido e
inerte. De ahí esa bella frase del Manifiesto Comunista que hizo época “todo lo
sólido se desvanece en el aire”. Marx hablaba no tanto de la lucha emprendida
por los hombres, sino del proceso mismo de la modernización industrial que
barrió con el viejo orden.
De alguna manera fue Lenin quién retomó esta idea, pero se
trató no tanto de esperar a que el “viejo topo de la historia” haga su trabajo,
sino más bien a poner manos a la obra. No de manera voluntarista, sino mediante
el análisis de la situación y el arte de la estrategia.
Como sabemos no todo salió bien en este siglo. En el
doloroso parto de la historia, no elegimos los caracteres de lo nuevo que nace,
pues nos enfrentamos a una lucha viva y continuada. Es una lucha política, es
una lucha que marca nuestros cuerpos, nos golpea, nos hiere. Es un conflicto
con final siempre provisorio.
Sobre los escombros acumulados de la crisis y las frustraciones Negri nos vino a ofrecer un nuevo comunismo, aséptico, esterilizado, puro, que no emerge de la lucha política, de la revolución, no atraviesa los fracasos y las derrotas. Por el contrario, surge de las nuevas condiciones de la producción biopolítica. El comunismo aparece así como propiedad constitutiva del ser productivo cooperante. No se trata de un proceso de constitución transicional, sino una emergencia que brota de lo material mismo. No se trata ya del dolor de la negación, sino del panteísmo comunista que se halla en nuestra propia naturaleza. Hay que desplazar a Hegel y retomar a Spinoza.
Marx encontró en el proceso de socialización productiva los
elementos anticipatorios de una sociedad comunista. Pero a condición de
desembarazarse, de hacer estallar su constricción mercantil, privada, que
estructura esa socialización bajo relaciones de producción jerárquicas y
opresivas. Ellas debían ser negadas mediante una superación dialéctica de la
ley del valor, que el progreso del General Intellect reducía a una medida
miserable pero esencial. En ese choque civilizatorio se abría la era de
convulsiones y la promesa del socialismo.
Para evitar el purgatorio de la lucha de clases, el
comunismo inmanente de Negri nos ofrece un atajo. Como un cirujano adiestrado,
nos separa con su bisturí el contenido comunista de la producción socializada,
las redes de cooperación y producción afectiva, del desecho de alienación, explotación,
y miseria que en el período del capitalismo mundializado ha reforzado su
contenido. Lo que antes era un entramado indistinguible en el proceso de
reproducción social, lo que era una “ilusión verdadera” encerrado en el
fetichismo de la mercancía, ahora se ha duplicado, se ha separado, recreando un
dualismo entre el ser social y el poder, bajo la denominación de multitud e
imperio. Lo que Negri considera como inmanente a la relación social, el
comunismo, no lo es respecto del poder, que ahora se halla duplicado, fuera de
nuestras propias relaciones de producción y de nuestras vidas. Un cielo de
poder y una tierra comunista. Hete aquí la inversión conceptual del poder de
Foucault.
La producción
biopolítica
Para Foucault la naturaleza biopolítica del poder en la era
del control consistía en la penetración de todo el cuerpo social por parte de
los dispositivos de poder, que son interiorizados y se hunden en las
profundidades de las mentes y los cuerpos. El biopoder de Negri da vuelta el
argumento estructuralista. Allí donde había un control que desbordaba el
aparato de estado y disciplinario y en consecuencia se volvía inasible en las
coordenadas de una lucha espacio temporal (el poder está más allá del estado),
ahora, un desborde estatal sobre la sociedad civil termina liberando los
elementos que antes coordinaba. Ya no se trata de qué tipo de resistencia
podría ser adecuada al dispositivo de control. Ahora, cuando es la misma vida,
el bios, lo que está en la base de la producción social, la biopolítica brota
como quién dice desde abajo, ahora es productiva, cooperativa y afectiva. En
una inversión teórica radical, el poder se vuelve una sanguijuela, no produce,
no controla, no penetra, no logra interiorizar. Ahora sólo expropia lo que el
bios social produce. Existe una naturaleza liberadora en la producción de la
multitud. Y esa naturaleza productiva es solidaria y creativa, es el nombre
mismo del comunismo3. A diferencia de
otros contractualistas, Rousseau también asignaba a la naturaleza humana
cualidades positivas, corrompidas por la sociedad moderna. En la era
posfordista, esa bondad humana
brota de la
propia producción biopolítica. Virno
advirtió, sin embargo,
lo profundamente contradictorio que puede ser esa multitud. “El general
intellect, o intelecto público, si no deviene república, esfera pública,
comunidad política, multiplica localmente las formas de la sumisión”4.
El comunismo de la biopolítica abandona la política
transformadora al campo más incierto de la vida. Pero de la vida como tal no
brota un proyecto de emancipación. La naturaleza biopolítica puede resultar
extraordinariamente individualista y egoísta como lo observamos en esa guerra
de todos contra todos de los ciudadanos abandonados a su suerte en Nueva
Orleáns tras el paso del Katrina. Sucede que no existe tal naturaleza desgajada
de la totalidad de las relaciones sociales que la determinan. Ella sigue
estando mediada por representaciones políticas y valores culturales que ordenan
todo el campo de la subjetividad, constituido por los elementos más
contradictorios.
Raúl Zibechi hace el panegírico de las comunidades
bolivianas de tradición campesina, en las que encuentra un trabajo no alienado,
lazos de solidaridad uniformes, carentes de explotación, donde la
soberanía no existe
separada del cuerpo
social, ni hay
representación política moderna5. Zibechi
consagra la dispersión
de los barrios
en El Alto
y el arcaísmo, tradicionalismo y poco desarrollo
de las comunidades, donde no funcionarían los imperativos capitalistas. Esta
pintura angelical de las comunidades omite la opresión, el machismo y atraso de
las comunidades, que tampoco evitan la su subordinación obligada al poder del
dinero y el estado modernos.
Su fundamento está en cierta “naturaleza” comunitaria,
cierta esencia positiva de lo arcaico, a la que se sustrae de la explotación
capitalista, como el trabajo sin patrón de pequeños emprendimientos de baja
productividad. No importa que ellas hundan en la pobreza a las poblaciones del
campo y la ciudad. Hace recordar a ciertos intelectuales románticos que
redescubrieron la cultura popular en tradiciones arcaicas a las que purificaron
de toda contaminación moderna, para ofrecerlas como íconos de un “ser
nacional”. Esa cultura popular fue asociada en nuestro continente con la pureza
naturalista de la tradición campesina, una esencia no corrompida.
Lo que Zibechi no logran introducir es el contenido
histórico y la acumulación política que el campesinado y el proletariado
bolivianos adquirieron durante las luchas del siglo XX. Por eso debe remitir
sus lazos de solidaridad y sus formas políticas asamblearias no a su historia
política y sindical, de las más ricas del continente, sino sólo a los
fundamentos bioproductivos, a su naturaleza comunal agraria, reforzando un
vitalismo político para oponer al estado centralizado, que aparece como un ente
extraño, ajeno, expropiador, sin capacidad de penetrar en el fondo de la
sociedad.
El comunismo concebido
como determinación biopolítica
clausura la acción
política remitiéndola a una producción biosocial que se apropió de sus
sentidos: el espacio de aparición que
constituye para Hanna
Arendt uno de
los rasgos constitutivos
de la arena política
es remitido al trabajo posfordista, cuya propiedad es la obra no
reproductible, conformando lo que Paul Virilo denominó estética de la
desaparición. El trabajo comunicativo, cuando el pensamiento se convierte en el
resorte fundamental de la creación de riqueza, es obra, artificio creativo que
para Virno explica la despolitización creciente de la sociedad actual, mediante
la transferencia de sus atributos políticos6.
Si para Badiou la política es un evento milagroso, de pura
contingencia, indeterminado, para Virno este campo se ha disuelto en la pura
bioproducción social. Ahora todo es política, salvo la misma política, que se
ha retirado sigilosa detrás del telón.
Holloway ha contrapuesto al carácter positivo de la potencia
biopolítica, el contenido negativo del grito7. El movimiento de la lucha es un
movimiento de negación. Fue un paso adelante, al reconocer el carácter
fetichista del capital, con el cual comienza su teoría del anti-poder. Pero el
precio que paga es una flagrante contradicción con su postulado del poder del
trabajo y la primacía del trabajo sobre el capital8. Si el crédito, el estado
keynesiano y la política reguladason sólo respuestas defensivas del capital
frente al trabajo, se le debería conceder, como lo hace Negri, un poder
exclusivamente positivo.
Pero Holloway reconoce
el movimiento negativo sólo en su medida pasional, en su grito de No. Aborrece
la paciencia, la acumulación. Prefiere decir no y huir de la relación
fetichista, como si los explotados pudieran escapar de las relaciones de
explotación y decir un día “tú no existes”, como si desconocer el estado pueda
impedir que el estado y el poder nos reconocieran en cada uno de nuestros
actos.
Holloway quiere que todos digamos con él: “Aquí vamos a
hacer sólo aquello que nosotros mismos consideramos necesario o deseable
hacer“.9 El fondo de sus palabras
apunta a la liberación posible del trabajo abstracto. “El viejo concepto de
revolución está en crisis porque su esencia, el trabajo abstracto o trabajo
alienado, está en crisis. Este concepto conformaba la teoría revolucionaria del
movimiento obrero, la lucha del trabajo asalariado contra el capital. Su lucha
era limitada porque el trabajo asalariado es el complemento del capital y no su
negación”. La crisis de la relación salarial parece abrir oportunidades
liberadoras, una invitación a “reinventar de
nuevo el mundo”. Esta caracterización
evita el análisis minucioso de
las relaciones del capital y trabajo en el período de la mundialización
actual. Ellas no han eliminado dicha relación de dependencia. Al revés, el capital
se ha hecho más dependiente aún del trabajo asalariado que se ha extendido por
todos los poros incluso de sociedades hasta ayer mayoritariamente agrarias. Lo
que hubo es una modificación sustancial de esas relaciones, en ningún caso
liberadoras.
Sobre la base de la teoría del fetichismo Holloway se
propone buscar una relación, lo que otros han hecho cosa. El dinero, el valor,
no son cosas, son relaciones sociales. Pero una relación implica, dentro de la
estructura de dominación, estadios y disposiciones diversas, en función de las
relaciones sociales de fuerza. Si es una relación hay lucha. Pero de esa lucha
no podemos retirarnos. No se un juego a que podemos abandonar, porque estamos
inmersos en él.
El estado como
instrumento y como relación
Foucault se propuso demostrar que el poder está más allá de
la localización estatal. Su teoría abrió el campo de investigación a las
relaciones de poder en las profundidades de la sociedad. Aunque de manera
particular, su estructuralismo se sumaba a las diversas corrientes que debían
explicar el rebasamiento del estado regulador del período de posguerra a todos
los poros de la sociedad, superando la separación básica de la sociedad civil y
el estado del período decimonónico y el estado liberal, con el que habían
trabajado tanto Hegel como Marx. Igual que para Focault, el marxismo, o bien,
un cierto tipo de marxismo que en general se deslinda del más determinista,
entiende de la misma manera las relaciones de poder más allá del estado. La
diferencia es que en las
relaciones de producción capitalistas, en su núcleo, se hallan las relaciones económicas
de explotación, aunque ellas no contengan, ni mucho menos, todas las relaciones
de poder.
Ese desborde de poder es el que impide estudiar las relaciones de base y superestructura como una disposición espacial, tomándolas sólo como una metáfora analítica. Las mismas relaciones de producción en las unidades productivas están surcadas por relaciones desiguales de poder, donde la interpenetración entre el poder político estatal y el poder despótico del capital se cruzan e imbrican mutuamente.
El estado en consecuencia, no es un bloque homogéneo donde
se concentra todo el poder y fuera de allí el espacio público podría adecuarse
a relaciones igualitarias, sino que él mismo está atravesado por las relaciones
de poder antagónicas. No existe un campo bipolarizado de poder. Este atraviesa
todos los campos. Tampoco es homogéneo, pues las relaciones de poder y las
instituciones sólo expresan a largo plazo relaciones de fuerza sociales. Lo que
tenemos es una topografía rugosa, plagada de grietas y fisuras, con altos y
bajos en una geografía de poder accidentada por las luchas de clases pasadas y
presentes.
Pero ello mismo ocurre en el seno del mismo aparato de estado. Más allá de la definición ambigua de dónde comienza y donde terminan las fronteras del estado, lo que importa aquí es el contenido heterogéneo de las relaciones de poder también en el seno del mismo. La definición instrumental del estado es sólo una base abstracta para poder definir las formaciones sociales complejas. Ahora, el estado mismo debe ser entendido en toda sus contradicciones, la huella en su cuerpo ha sido marcada por las luchas de clases en su ámbito nacional y cada vez más, en la medida en que el proceso de globalización amplía las relaciones regionales entre estados, en ámbitos propiamente internacionales.
La idea de un estado separado de la sociedad civil expresó
el contenido particular que adoptó el estado liberal del siglo XIX. Es recién
con la expansión del aparato burocrático de estado, la incorporación de las
masas al sistema electoral y la conformación de grandes corporaciones
industriales y sindicales, cuando el rebasamiento estatal sobre la sociedad
civil y su imbricación se hicieron evidentes, con la penetración del estado en
los ámbitos de la reproducción social, como la vivienda, los servicios,
sanidad, educación, etc.
Si los poderes del estado no agotan las relaciones de reproducción es porque son los poderes de las relaciones sociales los que desbordan constantemente las formas del estado. Ello tiene implicancias políticas, puesto que ningún fetichismo estatal puede reemplazar las relaciones de fuerza extraparlamentarias y extra institucionales que son la base amplia y definitiva que estructura las relaciones de fuerza y da sentido y contenido a las instituciones del estado. Aún así el estado cumple un papel constitutivo en el conflicto de clase, lo que impugna la teoría que aparece como “heterodoxa” pero que nos regresa a la descripción más simplista de la determinación unívoca de lo social como principio instituyente.
Tanto los neoanarquistas como las concepciones
sustitucionistas y estatistas adoptan un análisis instrumental del mismo, ya
sea para reforzarlo y volverlo la traducción automática de los intereses del
proletariado (el estalinismo) como para subestimar su poder de constitución
social, subestimando la lucha política en el terreno mismo de las instituciones
de estado. En ambos casos las formas de democracia directa se ven resentidas,
en un caso porque un aparato se arroga la representatividad, en otro porque no
se encara la democracia directa como instrumento de lucha y antagonismo frente
a un estado que hay que derrocar, sino como una práctica autónoma de
alternancia del estado, quitándole todo contenido de poder. Es la inversión
especular del estado de Hegel, que como en Aristóteles que decía “yo soy lo que
la ciudad me hizo”, es el amo y señor a través del cual existe lo social. Como
sostuvo Poulantzas “contra toda concepción de apariencia libertaria u otra
cualquier que se alimenta de ilusiones, el estado tiene un papel constitutivo
no sólo en las relaciones de producción (…) sino en el conjunto de las
relaciones de poder a todos los niveles. En cambio contra toda concepción estatista
(…) son las luchas, campo prioritario de las relaciones de poder, las que
tienen siempre primacía sobre el estado”10.
Es la estructura relacional del estado la que permite
entender el contenido contradictorio y complejo del mismo. Esto significa que
no se trata de una máquina cuya racionalidad esté provista por anticipado, de
manera externa al propio conflicto. “Está inscripto igualmente en el armazón
organizativa del Estado como condensación material de una relación de fuerzas
entre las clases. El Estado condensa no sólo la relación de fuerzas entre
fracciones del bloque en el poder, sino igualmente la relación de fuerzas entre
éste y las clases dominadas”. Si las luchas políticas atraviesan al estado es
porque las tramas estatales se configuran en relación a ellas. Que el contenido
de clase permanezca uno, porque toda su estructura se erige sobre el principio
del orden capitalista, no implica que su cuerpo sea impermeable a las luchas
populares. Al revés, en la medida en que el estado es constituido y constituye
las relaciones de poder entre clases antagónicas, ella no puede dejar de verse
atravesadas por el conflicto. Esto significa que el estado no es monolítico y
sobre el cual no se incide más que asaltándolo como fortaleza. Si el estado
zarista se resquebrajó como entidad exterior al propio cuerpo social mostrando
la caducidad definitiva del orden policial absolutista, en occidente las
estructuras flexibles del estado capitalista han mostrado ser más capaces de
absorber e integrar el conflicto clasista. Pero fue justamente a raíz de ese
imperativo, que se vio sometido a presiones cada vez más interiorizadas en sus
propias estructuras de poder. Como ya lo hemos dicho en otro lugar, fue Gramsci
el primero que comprendió las nuevas formas que adquiría el estado en
occidente. Esas formas llevaron a Lenin, de manera empírica en su tramo final,
a modificar las condiciones de la lucha de masas en el continente europeo11.
Desde la constitucionalización alemana de los consejos de
fábrica hasta la reglamentación de las tasas de interés y la inflación y el
estado planificador de posguerra, se plasmó esta doble cara de integración e
interiorización del conflicto de clases. El estado que debe asegurar la
reproducción de las relaciones sociales clasistas sobre la base del compromiso
y del consenso (aunque el látigo esté siempre en la ventana), no puede sino
interiorizar el conflicto, puesto que debe controlar y asimilar los
antagonismos más virulentos. Esta integración le dio poder a las clases
trabajadoras para sobrecargar de demandas al estado, utilizando las
prerrogativas institucionales de los sindicatos y los partidos obreros. Fue
también esa sobrecarga la que cortocircuitó el estado de bienestar y lo batió
en retirada.
Estas instituciones fueron un instrumento de cooptación y
compromiso conservador, de transformismo político, pero consolidaron al mismo
tiempo una relación de fuerzas favorables a las clases trabajadoras desde su
origen. La ley es un instrumento fetichista de objetivación y cosificación del
saber-hacer, de la lucha, del acto constituyente, de la pasión. Pero al mismo
tiempo preserva y asegura un piso legal a ese poder que el proletariado
consolida, evitando una lucha permanente que sería imposible de sobrellevar. La
idea de que han sido las conquistas institucionalizadas las responsables del efecto
anti-revolucionario del período de posguerra omite la otra cara del
proceso: fue en la cúspide de su desarrollo, a fines de la década del 60,
cuando se desarrolló la más impresionante revuelta fabril y lucha directamente
anti-capitalista en diversos países de manera amplia y profunda, cuestionando
el ejercicio del poder en las fábricas y exigiendo una creciente participación
y control de todo el aparato productivo.
Es esa dialéctica abierta entre el poder instituido y el
poder renovador del movimiento constituyente el que contribuyó al inmenso poder
que la clase trabajadora adquirió en los años 60, el que explica el poderoso
movimiento de control obrero en occidente, y es ese mismo poder sin resolución
revolucionaria el que precipitó la gran crisis en la tasa de beneficio y empujó
a la clase capitalista a la más formidable reestructuración del capital global.
La lección fundamental
de ese movimiento
mostró que ninguna
acumulación cuantitativa permite
alcanzar un objetivo cualitativo. Esas conquistas no fueron eternas, sino
inestables, frágiles y puestas en juego a cada momento. A fines de los años 70,
Mandel polemizó con los teóricos del Eurocomunismo que elevaron el momento
gramsciano de la guerra de posición a estrategia universal. El eurocomunismo
fue la tentativa más ambiciosa por transformar a Gramsci, así como servirse de
un concepto relacional del estado en occidente, en la base de sustentación de
una estrategia abiertamente socialdemócrata, con su fe infinita en el estado
como agente de cambio. Sin embargo no se debería rechazar instrumentos más
sofisticados de análisis marxista por el simple motivo de que ellos han sido
utilizados para fines poco loables, como pienso que con apuro, ha hecho Alex
Callinicos, al advertirnos correctamente sobre los usos espurios que se ha
hecho del pensador italiano.12
El estado en el
período del capitalismo mundializado
En el período abierto con la decadencia del estado
benefactor y la consolidación del estado neoliberal, pareció que el
retroceso y abandono
por parte del estado
de sus compromisos sociales, retrotraía las
condiciones políticas a la etapa del estado liberal. Pero ello es pura
ilusión. La reformulación
del estado acompañó,
de manera más
o menos traumática,
un retroceso sin precedentes de las clases trabajadoras y sus
organizaciones. Ello ha sido el fruto combinado de derrotas políticas y
recomposiciones tecnológicas ante las cuales la clase obrera no ha podido aún
ofrecer resistencias capaces de quebrar la lógica impuesta. Ella se ha basado
entre otras cosas en la desterritorialización del poder del dinero y en la
relocalización del capital invertido, creando la clase de lo que Bauman ha
denominado propietarios absentistas de nuevo tipo13, aquellos que gracias a su
libertad de movimientos, pueden sacarse de encima la responsabilidad por las
consecuencias de su propio abandono. Esa movilidad se ha convertido en un
poderoso factor de estratificación, modificando y polarizando la vivencia de
una cúpula cosmopolita para la que las magnitudes de tiempo y espacio pierden
importancia, y una masa confinada al gueto local, para la que el espacio global
es aún más que inalcanzable. Pero ni uno ni otro se han desconectado, y el
Estado, intermediario de ambas geografías, sigue siendo su elemento regulador.
La nueva oligarquía financiera ha puesto en competencia en
el mercado mundial a una fuerza laboral que sin embargo no puede circular
deterritorializadamente, ni puede ejercer su derecho al Éxodo.
El Estado, aunque ha perdido ámbitos de soberanía y potestad
sobre los capitales trasnacionalizados, es el vehículo más formidable de
reorganización capitalista y sigue siendo el administrador y la base de
operaciones decisiva de los capitales mundiales, lo que exige una estrategia
combinada sobre espacios de lucha superpuestos. Lejos de haber perdido su
capacidad intermediaria, ella se ha colocado como eje de una mediación
regulativa entre el capital mundial y la fuerza de trabajo nacional (y la clase
dominante nativa en los países dependientes), que le exige la responsabilidad
insustituible de administrar el conflicto de clases. Es en ese papel
fundamental en que las instituciones del estado continúan respondiendo al mismo
parámetro relacional en el conflicto de clases.
El estado neoliberal no es un aparato históricamente
independiente, es la manifestación coagulada de una relación de fuerzas
sociales que por el momento sigue siendo desfavorable para las masas
explotadas, a pesar de que, en algunos países de América Latina, hemos
presenciado modificaciones parciales de esa relación como Venezuela y Bolivia.
Globalmente, un debilitamiento estructural y político de la
clase trabajadora ha permitió al estado reorganizar por completo el sistema de
seguridad social universal por un servicio focalizado, dirigido hacia los
“sectores vulnerables”, abandonar el capitalismo regulado que aseguraba el
pleno empleo, y prescindir relativamente de las organizaciones sindicales
debilitadas para contener las presiones salariales. No se trata de especular
sobre si fue la derrota política o la reconversión tecnológica organizacional,
la que dio origen al proceso de estructuración del estado neoliberal. Fue un
proceso combinado, una trama compleja de influencias recíprocas que
determinaron un nuevo período defensivo de la lucha de clases a nivel mundial,
permitiendo una recomposición general luego de la crisis capitalista
inflacionaria del estado de posguerra. La caída del Muro de Berlín y el
desplome ideológico del socialismo como imaginario de las masas, fue sólo un
aditamento extra, de enorme influencia, sobre un camino que hacia principios de
los años 90 ya se había consolidado.
Gracias al espejismo de la “deserción estatal” del
neoliberalismo se creyó que las clases populares eran abandonadas a su suerte
por un “estado ausente”. Algunos festejan la crisis de la “ilusión keynesiana”,
pues este movimiento de “descoptación estatal” habría librado a las masas de
las viejas taras socialdemócratas y estalinistas, ahora aptas para una lucha
autónoma, anti- estatal, revolucionaria. Se obvia así el carácter relacional
del poder y el estado, que pone en evidencia que el abandono keynesiano no era
expresión de una recomposición proletaria, sino al revés, de una estabilización
y ofensiva capitalista.
Lo práctico inerte y
el poder instituyente
Las conquistas que cristalizan en determinadas leyes no
constituyen sólo una objetivación enmudecida, sorda y congelada de la potencia
del proletariado, sino al mismo tiempo, el poder pasional, acto puro de
potencia, de transformación permanente y constante de las mismas. Esta
dialéctica abierta niega en parte la cosificación de los estatutos, pero una
negación sólo puede operarse sobre la base de lo que es negado, constituyendo
ambos un mismo movimiento de desarrollo.
Este proceso de muerte y vivificación de lo instituido ha
sido estudiado por la corriente del Análisis Institucional, sobre todo gracias
a los aportes prácticos operados luego del movimiento del Mayo Francés,
superando las concepciones clásicas de la razón de Estado hegeliana de la
Filosofía del Derecho, o de la sociología de fines del siglo XIX y principios
del XX.
Las instituciones cuentan con una base material, y están
atravesadas por lo económico, lo político, lo ideológico y lo cultural. Se
debería renunciar a dos errores teóricos en el campo del marxismo: la
separación de la lucha económica-sindical de un lado, y la lucha
anti-institucional- toma del poder por el otro. “Hay que reconocer que el
marxismo vacila entre un economicismo que ve en las instituciones un reflejo o
una “forma secundaria” del modo de producción, y un activismo anarquista
que favorece la
oposición a las
instituciones”.14
Como ganancia tendríamos un análisis más rico de
las contradicciones del estado y las instituciones, lo que contribuye a una
estrategia compatible con la emergencia de movimientos de contra-poder.
Estudiando sólo el momento de lo instituido como lo muerto inerte, se priva al
análisis del dinamismo que le confiere la instancia de lo opuesto, de lo
instituyente. El resultado de este movimiento son nuevas formas
institucionalizadas, recorridas también por tensiones y fisuras. De esta manera
se podría interpretar la unidad negativa de las formas sociales y abandonar en
el mismo campo marxista un positivismo árido. En el interior de las
instituciones actúa la negatividad, deteriorando el estatus fijo e inmóvil de
lo cosificado. El izquierdismo abandona el campo de lo instituido por
considerarlo un bloque cerrado a las fisuras, a la negatividad de la práctica
instituyente y, como lo define Sartre, a la cosa práctico inerte,
serializada15.
Mientras que la institución encarna el orden establecido, se
tiende a ver al grupo en fusión, aquel que deshiela la cosificación, el que
transforma la serie en grupo, como un opuesto antagónico. El grupo es la
anti-institución, la espontaneidad en detrimento de la organización, la
creatividad en detrimento de la enajenación, la afectividad en detrimento de la
política. Pero se olvida que el grupo no está nunca apartado de las
instituciones en las que actúa y como consecuencia es también parte de ellas.
Si el movimiento del poder constituyente no logra reorganizar sobre nuevas
bases institucionales su propio poder, este acaba por desaparecer en un breve
lapso de tiempo. En las sociedades en que el proceso constituyente de un poder
popular no se juega en el asalto inmediato al poder, sino que debe atravesar
por todo un período de preparación y maduración social, política e ideológica,
la autonomía solipsista del grupo es fantasmal. “este fantasma lo constituye el
desconocimiento de las singularidades institucionales que permiten la
existencia del grupo, atraviesan su composición y su funcionamiento, y
determinan su corta duración”.16
Para Sartre la institución es cosa, muerte e inercia, pero
al mismo tiempo praxis, que evita la serialidad. En la práctica real todos los
momentos de grupo en fusión, de organización, de terror se dan en la
institución, en una lucha práctica entre el proceso y la praxis que permite evitar
el acabamiento y fijeza para evocar la actividad instituyente de una dialéctica
abierta.
Táctica y estrategia
A medida que un grupo poco estructurado pretende afianzarse
y agrandar su poder, se va institucionalizando. Pero en ese mismo instante se
somete a la muerte. Se vuelve materia, se cosifica. Es la advertencia
fundamental por la que Holloway nos dice que un anti-poder no debe
volverse nunca un
nuevo poder. El
neo-anarquismo no comprende
que se trata
de un movimiento inevitable y no significa
la traición al mandato, al proyecto comunista. Porque lo práctico inerte está
cruzado por los momentos que hemos descrito, por la negatividad de su propio
poder instituyente que lo niega, son momentos de un mismo proceso. Los límites
del rango de la lucha están dados por la relación de fuerzas sociales. Son
ellas el fundamento primordial de cualquier institución, incluso del estado. Un
estado capitalista que debemos hacer estallar para que emerja un nuevo tipo de
estado que finalmente se extinga en su proceso histórico.
En las luchas revolucionarias declaradas se ponen en juego
instituciones de poder alternativo, de características soviéticas y
consiliares, que son la máxima expresión de la presión ejercida por las masas
al interior de los aparatos de estado.
En la vida práctica de los movimientos sociales y de ciertos
movimientos autónomos un instinto primario a abstenerse de la lucha sindical,
parlamentaria, y reivindicar el “movimiento desde abajo” expresa un renacer del
movimiento popular, aunque a veces se carece de la comprensión necesaria para
entender que no existen grupos que no estén atravesados por el orden de alguna
institución. Ni los movimientos piqueteros en Argentina, ni las comunidades de
El Alto o los movimientos sociales de Venezuela han podido ser prescindentes
del estado, ya sea como garantes del subsidio de desempleo, como proveedores de
la infraestructura y leyes necesarias para la actividad agrícola (campesinos
del Chapare y otras zonas) o receptores de ayuda, subsidios y reglamentos (Sin tierra
de Brasil). Tomar plenamente conciencia de esta relación ineludible es la mejor
ayuda para evitar un proceso de cooptación política, como ha sucedido en Brasil
y Argentina, tanto a nivel de los movimientos sociales como de grupos
partidarios que se han incorporado a los gobiernos de Kirchner y Lula.
La potencia al volverse acto exige objetivarse en nuevas
instituciones de poder. El movimiento revolucionario que no puede sostenerse en
la conquista material de ninguna institución, está condenado a recomenzar día
tras día, cargando con la letanía de un permanente recomenzar, como Sísifo,
condenado a subir la roca por la montaña sólo para volverla a arrojar indefinidamente.
El grito de dolor, la práctica reconstitutiva, el movimiento
anti-institucional y anti-estatal, se asemeja a aquel movimiento cultural que
se reapropia de los signos y sus significados. La enunciación es una forma de
apropiación de la lengua al hablar. Hago mías las palabras y les doy un
nuevo significado, las
concretizo y les doy
una nueva realidad.
El practicante es fabricante y no sólo consumidor. El lector
recorre la página, salta, subraya, imagina y vuela hacia otro pensamiento. Es
un cazador furtivo. Esta multiplicación de las prácticas de resignificación
remite a la vieja distinción entre la táctica y la estrategia. Michel de
Certaeu define a la estrategia como el cálculo de las relaciones de fuerza, Se
dispone de un lugar propio, desde donde son calculables las relaciones de
fuerza con el otro. Se trata del modelo maquiavélico del lugar de la acción.
Denomina táctico al cálculo de fuerza que no posee lugar propio, “ni con una
frontera que distinga al otro como totalidad visible. De este modo el lugar de
la táctica no puede sino ser el lugar del otro. Ella juega dentro del texto o
del sistema de otro”. No dispone de bases en las que pueda capitalizar sus
ventajas, se halla dentro del instante. “Sin lugar propio, sin posibilidad de
almacenar materiales de información, la táctica está vigilando en todo momento.
Lista para captar al vuelo la posibilidad de dar un golpe; así procede quien da
un paseo por la calle, un ama de casa que modifica su menú de acuerdo a las
ofertas del mercado del día. Pero estas prácticas, estas tácticas menudas no
conservan su ganancia cuando llegan a ganar. En este caso existe una relación
fundamental con la pérdida; hay que jugar sin parar con los acontecimientos.
Por estar privada de lugar propio esta posición es la del débil que debe sacar
partido de las cartas ajenas en el momento decisivo”17. Remite a una técnica de
colage y montaje, un juego efímero de ocasión y circunstancia.
La responsabilidad
leninista
Jacques Rancière utiliza la palabra policía, para el
conjunto de actividades con las cuales se “organizan los poderes, la
distribución de lugares y funciones y los sistemas de distribución de esa
legitimación”. En síntesis llama policía a lo que entra en el orden de lo
administrativo, la ley, un orden de lo visible y lo decible. La definición
antagónica a la segunda lleva el nombre de política, aquella actividad “que
desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado”, que “rompe la
configuración sensible donde se definen las partes”, es “la puesta en acto de
un supuesto que por principio es heterogéneo, el de una parte de los que no tienen
parte”18. La política rompe el espacio homogéneo, es pureza constitutiva, y
manifiesta la contingencia del orden y su único principio es la igualdad. Su
forma es el litigio por la igualdad frente al orden de policía.
Poder constituyente, poder constituido. Sobre Lenin pesan las dos maldiciones. El del aventurero que lanzado al juego irresponsable tomar un poder todavía demasiado inmaduro para el socialismo. El del político implacable, jacobino, que abandonó sus sueños revolucionarios para detentar un poder que lo condujo al primer paso del Thermidor.
La idea del litigio entre el poder de policía y el poder de
la política soslaya que el primero exige una determinación soberana para
conservarlo, y sólo puede perseverar si instala el orden de lo político, si es
capaz de decidir, una decisión que rebasa cualquier orden de las costumbres.
Sólo la pura aparición en el orden de las funciones asegura que el poder
instituyente se vuelva efectivo. Sólo el orden de la función asegura que la
subjetivación, el acceso a la palabra propia se haga efectivo e instaure la
igualdad. Si en el acontecimiento revolucionario la aparición de lo nuevo
instituye lo social, esa institución debe consolidar su poder mediante las
reglas y normas que la garanticen. Aquí de nuevo hay una dialéctica entre lo
instituido y lo instituyente, una dialéctica abierta, que impide la dispersión
de un juego siempre recomenzado, y la cristalización de la muerte de la serialidad totalitaria.
Si el poder constituyente ha sido finalmente aplastado por
la regla de empresa, ello no remite tan fácilmente ni a condiciones de
aislamiento donde sólo valen las causas externas, ni a las decisiones
equivocadas de un equipo dirigente dictatorial, sin comprender las condiciones
contradictorias del período histórico. Pero más allá de las respuestas
complejas que requiere la historia, ella no habilita a transformar en norma el
triunfo del estado hobbesiano ni a recular ante las responsabilidades que exige
el proyecto comunista. Lo que se necesita es extraer todas las conclusiones del
caso, aprender de la experiencia.
El carácter verdaderamente revolucionario de la apuesta
leninista ha sido justamente, como lo subraya Zizek, hacerse cargo del
acto19. La responsabilidad de
transformar el movimiento revolucionario permanente en funcionamiento de la
máquina social. La grandeza de Lenin fue su implacable determinación de
materializar la conquista de octubre no como una institución práctico inerte,
sino como parte de su dialéctica revolucionaria instituyente. Ese fue el
contenido de su pacto en Brest Litovst, sólo en función de la revolución
alemana. Esa fue su actitud ante el comunismo de guerra primero y luego la NEP
y ante cada una de las decisiones administrativas que requería poner en pie una
nueva nación en peligro, ese orden de policía, sin el cual todo amanecer es un
nuevo recomenzar, y sin el cual el proletariado está condenado a perder su
poder entre las manos, obligado a ser puro acto siempre disipado, y regresar a
ser pura potencia, simple promesa.
Cuando al principio sostuvimos la idea del comunismo como
idea regulativa kantiana, como progresión indefinida hacia el tiempo de trabajo
cero y hacia la transformación asintótica del trabajo en arte, nos estábamos
refiriendo a la utopía comunista no como un deseo imposible, sino como un
programa de lucha. Significa abandonar la irresponsabilidad “del liberal de
izquierda que consiste en invocar grandes proyectos de solidaridad, de
libertad, y salir corriendo cuando hay
que pagar su
precio con medidas
políticas concretas y
a menudo ‘crueles”20. Igual que
muchos neo-anarquistas, los liberales de izquierda son profundamente
irresponsables, porque no pueden hacerse cargo de los únicos actos que pueden
asegurar el triunfo de sus ideales. En Hegel la dialéctica de la libertad
comienza con la figura del estoico, que expresa el miedo a obrar. Soy libre,
pero sólo en mi pensamiento. Si actúo me puedo equivocar. El alma bella es
durable, eterna, porque no se marchita ni se mancha, aunque nunca pueda
realizarse.
El verdadero comunista es auténtico, en el sentido de que
asume hasta el final las consecuencias de sus actos, actúa y en consecuencia se
equivoca. Es político, porque introduce un espacio de aparición al mismo tiempo
que se hace cargo de esa aparición. Es conciente y no teme tomar el poder y
ejercerlo.
Hiper-partidismo e
hiper-movimientismo
Para las concepciones sustitucionistas, la auto-organización
democrática constituye una ‘ficción democrática’. Toda revolución contiene
inevitablemente un elemento de restricción democrática y de soberanía
estatal-partidaria. No se puede abjurar por anticipado de ella. Pero la
tentación autoritaria ha acechado a la izquierda durante mucho tiempo. En
cuanto el partido se erige en único garante de los llamados intereses
históricos del proletariado, y en cuanto un régimen de excepción es considerado
como una instancia de largo plazo de la dictadura, la eliminación de la
democracia socialista, parece un camino inevitable por todo un período
histórico.
En esta concepción hiper-bolchevique la soberanía soviética
(es decir de toda la clase obrera y los explotados) es condicional, la
partidaria absoluta. Mientras que en El estado y la revolución, Lenin
consideraba al partido un medio, un instrumento perecedero y subordinado, de la
emancipación social, la teoría de la soberanía partidaria absoluta asume un
concepto incluso menos democrático que
el “gobierno de
los políticos” de
la teoría procedimental Schumpeteriana, que cada
tantos años se impone la tarea de autovalidarse mediante el sufragio universal,
es decir mediante la opinión electoral de todo el pueblo. Al hiper-bolchevismo
le está vedado cualquier compromiso de validación, porque en ella el partido
oficial puede transformarse en minoría.
Pero el partido no es el propietario, ni puede concentrar o
reducir las manifestaciones de la conciencia socialista en su estrecho
perímetro. Además el apoyo conciente y firme de la clase obrera es el criterio
último de verdad, sin el cual cualquiera puede arrogarse la representación
obrera. Esta teoría jacobina del poder se vuelve una dictadura no del
proletariado, sino del partido, y en ese sentido las críticas de Luxemburgo son
una referencia inevitable, a la luz de la experiencia histórica.
Al mismo tiempo y de manera especular, los teóricos de la
“democracia total” (Negri) olvidan que en la lucha de clases, como en toda
guerra que pretende quebrar un orden e instituir otro, el momento decisional es
inevitable. Así la crítica a Carl Schmidt se vuelve por momentos moralizante.
El momento de excepción, en el que la soberanía es ejercida mediante la
concentración del poder no puede estar excluido de la lucha de poder. El valor
de esa lucha política, ya lo dijimos, es que constituye el mismo proceso de lo
social. La acción política en cuanto modifica relaciones de fuerzas sociales,
es constructiva de una mayoría previamente inexistente. El valor de la
representación política deviene de su irreductible poder creador, pues sólo a
través de su no serialidad, de su distinción en cuanto sujeto, puede
sobreponerse y resolver mediante decisión
soberana. Ella opera
sobre lo social,
configurándolo y estructurándolo
por medio de un sentido, de una significación político-material. Esa toma de
decisión, desde luego, no es contingente, está condicionada estructural e
históricamente, no es ontológicamente
constitutiva, pero sí
lo es cuanto
articulación hegemónica condicionada. Dentro de ciertos grados de
autonomía y libertad, ella opera como constitutiva y contingente en un rango de
opciones.
Sucede algo similar respecto a la identidad de los agentes
sociales, que se constituyen en la sedimentación del proceso histórico,
alcanzando una objetividad social que en el plano práctico fenomenológico no
existe más que por su articulación ideológico política instituyente. Eliminemos
hipotéticamente los sindicatos y las asociaciones obreras, incluidos los
partidos de izquierda que trabajosamente perseveran en constituir una
identidad. Después de eso ¿quedaría algo llamado una clase obrera? Sabemos de
la posición objetiva en las relaciones sociales. Pero ¿quedaría alguien que
pudiese nombrar siquiera a una clase tal? ¿Podría el obrero en su espontánea
desnudez, nominarse como sujeto social, prescindiendo de la historia política
que le confirió identidad y
coherencia? ¿Es algo
ese ser sin
sus determinaciones concretas?
Esa nominación es el fruto histórico del movimiento político de los
trabajadores, incluido el trabajo de sus organizaciones socialistas.
El problema fundamental del comunismo hoy es cómo la clase
creadora de la riqueza del mundo pero alienada y explotada cotidianamente, que
no puede exiliarse de su posición social subordinada hacia su propio edén
comunista, fragmentada y puesta en una lucha contra sí misma, puede volverse un
sujeto histórico de emancipación humana. La apuesta sociológica fue y es, más
aún hoy, insuficiente. Esa brecha abierta fue la que suturó Lenin mediante la
política como estrategia. El porvenir del comunismo está en saber interpretar
en la etapa histórica de la globalización capitalista las nuevas coordenadas de
esa política que la brecha social ha vuelto más, y no menos actual y
perentoria.
Notas
1 Este texto corresponde a la corrección y ampliación de la
presentación al taller sobre Comunismo hoy impulsado por la revista Carré Rouge
de Francia y otras organizaciones europeas, y organizado en Argentina por la
revista Herramienta.
2 Enrique Dussel, Dialogo con John Holloway - Sobre la
interpelación ética, el poder, las instituciones y la estrategia política,
Revista Herramienta Nº 26, 2004.
3 Toni Negri,
Imperio, Bs. As. Paidós, 2002.
Pág. 43.
4 Paolo Virno, Gramática de la multitud, Bs. As. Colihue,
2003, Pág. 35.
5 Raúl Zibechi, Dispersar el poder, Bs. As., Tinta Limón, 2006.
6 Paolo Virno, ídem.
7 John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder, Bs.
As., Herramienta, Capítulo 9.
8 Para evitar una falsa dicotomía entre el poder del capital
o del trabajo de manera alternativa y su relación dialéctica, que apunta a
superar el sesgo pro capital de los regulacionistas y el sesgo del trabajo del
marxismo abierto, vease Rolando Astarita, La importancia revolucionaria de la
“lógica del capital”, Bs. As. Cuadernos del Sur Nº 21, 1996.
9 John Holloway, ¿Qué
es revolución? Un millón de picaduras de abejas, un millón de dignidades,
Revista Herramienta Nº 33, 2006.
10 Nicos Poluntzas,
Estado, poder y socialismo, México, Siglo XXI,
1987.
11 Jorge Sanmartino,
Pasado y presente de la teoría socialista de partido, Bs. As., Revista Praxis,
suplemento especial, 2005.
12 Alex Callinicos,
¿Qu’entend-on par stratégie révollutionnaire aujourd’hui?, Critique Communiste
Nº
179, 2006.
13 Zygmunt Bauman, La
globalización, consecuencias humanas, FCE, 1999.
14 George Lapassade y
R. Lourau, Claves de la sociología. Barcelona, Laila, 1974.
15 Jean Paul Sartre,
Crítica de la razón dialéctica, tomo II: Del grupo a la historia, Bs. As.,
Losada, 1995.
16 Ïdem.
17 Michel de Certeau,
Les cultures populaires, París, 1979.
18 Jacques Ranciére,
El desacuerdo, Política y filosofía, Bs. As., Nueva Visión.
19 Slavoj Zizek, El
malestar en la subjetivación política, en ¿Pensamiento único en filosofía
política?, Actuel Marx, Bs. As., Kohen y Asociados Internacional, 2001.
20 Ídem.