- “Si la clase gobernante británica es abyecta o solamente idiota es una de las incógnitas más intrincadas de nuestro tiempo, y en determinados momentos, una incógnita de importancia capital” | George Orwell, Recuerdos de la Guerra Civil Española
Es un silencio sintomático, que dice mucho sobre el momento que se vive en el país y sobre las expectativas que acechan en lo inmediato. Parte de ese silencio se explica por la reforma misma, que es en realidad un enorme subsidio público a la industria de las aseguradoras. Obama defiende sistemáticamente posturas que hace veinte años se ubicarían en el ala derecha del partido republicano, lo que dificulta cada vez más cualquier tipo de movilización en torno a las bases demócratas. Claro que tampoco se trata de algo nuevo; en los últimos 25 años, todo el espectro político se ha desplazado significativamente a la derecha, de modo que en las instituciones norteamericanas un conservador moderado pasa hoy en día por liberal, los liberales por socialdemócratas y los socialdemócratas, por agentes revolucionarios. La causa principal de ese silencio, sin embargo, es que en realidad la crisis del shutdown no ha tenido mucho que ver con Obama, ni con una reforma sanitaria que ya había sido discutida, aprobada y ratificada por el Tribunal Supremo hace años. El verdadero protagonista de la crisis no ha sido él; ha sido la derecha del país, sumida desde hace tiempo en un conflicto de intereses a la vez alucinatorio y revolucionario que se expresa bajo la forma de una parálisis aparente de los poderes del Estado. La intensidad que ha alcanzado ese proceso es tal que, cada 6 meses, el simple mantenimiento de la normalidad institucional se presenta como un hecho notable, casi como un éxito democrático. Normal que no haya mucho que celebrar.
Sin embargo, la situación no deja de tener interés, porque el bloqueo sistemático de las instituciones está basado en un mecanismo de separación de poderes que garantiza esa posibilidad de hacer política contra el poder constituido –cosa que no sucede en otros lugares, donde ganar unas elecciones por un puñado de votos garantiza un control casi total de las instituciones del estado y de los vectores de poder tanto en la vida pública como en la privada. Claro que ahora esos mecanismos, santo y seña del constitucionalismo liberal norteamericano, se están utilizando para lo que desde fuera parece un harakiri de la clase dirigente del país, en un combate sin cuartel donde nadie, con la excepción del Tea Party, parece tener claro qué es exactamente lo que está en juego y por qué.
La estrategia del Tea Party es meridiana: hacerse con la hegemonía a medio plazo dentro del partido republicano. Lo demuestra el comportamiento de los republicanos moderados, que no se atrevieron a alzar la voz contra la estrategia demencial de los radicales por una razón sencilla: bien financiados, apoyados por los altavoces de la FOX y los medios de la derecha evangélica, con una base social tremendamente activa y movilizada y un discurso articulado, mesiánico, poderoso, los candidatos del Tea Party representan una amenaza real para su reelección en unas elecciones primarias. La realidad es que el poder del Tea Party no ha dejado de crecer en los años de Obama, hasta el punto de que hoy sus líderes juegan a lanzar órdagos suicidas contra los aparatos del Estado. Prueba de ese poder (y de su fanatismo discursivo, que no conoce límites) es la lectura que le han dado a la resolución del conflicto: no es una derrota, sino una victoria mutilada; la culpa es de los republicanos moderados, del enemigo interior que los ha traicionado y malvendido al tirano. Lejos de amilanarse, la derecha radical saca pecho, convencida de que realmente está acercándose a la consecución de su objetivo.
¿Pero cuál es en realidad ese objetivo? ¿Merece la pena poner en riesgo la estabilidad del sistema financiero internacional para dar un golpe de autoridad dentro de un partido que, sumido en el desconcierto, no deja de caer en las encuestas? Aquí está la esencia del problema: el Tea Party no es un partido, ni siquiera una corriente política, sino una amalgama de intereses particulares que en realidad no tienen un proyecto a largo plazo, ni un plan para conseguir que la revolución ideológica de la derecha, que es lo que supuestamente persiguen con tanto ahínco, se traduzca en una paradigma consistente de gobierno. El Tea Party no es Reagan, por mucho que sus bases lo veneren como guía espiritual y se reclamen de su legado; lo que para Reagan era una cuestión de estrategias y objetivos intermedios, para el Tea Party es una especie de obsesión fanática, milenarista, tan excesiva como desnortada. En realidad, la fuerza del Tea Party es la fuerza de quienes lo financian: grandes intereses corporativos, mediáticos o regionales que utilizan el movimiento como ariete para perseguir sus propios fines particulares dentro y fuera del partido, y siguen alimentando a la bestia sin imaginar que un día también pueda volverse contra ellos. Crecidos en su propia embriaguez, cómodos en el cuerpo a cuerpo, los líderes del movimiento han decidido jugarse el todo por el todo, y le han declarado la guerra al estado con las armas del estado mismo.
La clave, sin embargo, no está tanto en la osadía religiosa del Tea Party como en la incapacidad absoluta de los demócratas y los republicanos moderados para hacerles frente. Una escena resume bien lo esencial de la crisis: ideológicamente desconcertados, sumidos en sus propios soliloquios, mercadeos y batallas internas, sin absolutamente nada que decir, los dirigentes de uno y otro partido repetían lugares comunes ante las cámaras en los pasillos del congreso, mientras en las televisiones el reloj se acercaba a cero y las encuestas mostraban que un 87% de la población, cada vez más incapaz de entender lo que está sucediendo, manifestaba su desprecio por el trabajo de sus representantes. La escena resume lo esencial porque, en realidad, el Tea Party no es nada en sí mismo. El Tea Party es un síntoma de otra cosa, de la desorientación profunda de unas élites dirigentes que desde hace tiempo son incapaces de establecer una línea política coherente, estable y homogénea para la dirección de la primera potencia del capitalismo mundial. El Tea Party no es la causa sino el efecto: se nutre y respira en las grietas mismas de esa incapacidad.
La inestabilidad institucional que viven los EE.UU. expresa una situación inédita en la historia reciente, que se caracteriza por la fragmentación de los intereses de sus segmentos dominantes. A lo largo del siglo XX, la clase dirigente del país siempre había dispuesto en los momentos decisivos de una cierta distancia respecto de los poderes industriales, corporativos y financieros, un margen de autonomía para definir la visión y las prioridades del país en el largo plazo. En las guerras mundiales, en el plan Marshall, en las decisiones fundamentales de política internacional, las élites políticas tenían por misión anteponer los intereses del sistema a largo plazo (garantizar, por ejemplo, los flujos económicos globales y la estabilidad de las áreas geopolíticas decisivas), conscientes de que los intereses particulares e inmediatos de cada grupo de poder en realidad dependían y se beneficiaban de la salud general del conjunto. La unidad y la coherencia de clase requieren de esas distancias internas, que hoy en día han desaparecido. De hecho, el contraste no podría ser más acentuado: familias políticas en pugna abierta por el poder; una crisis de causas parciales, inmediatas, sin perspectiva ninguna ni explicación aparente, que se reitera en el tiempo y pone en riesgo, sin que nadie sepa muy bien por qué, la función imperial misma que la élite política debería garantizar.
La razón de este cambio puede tener que ver con un hecho
bastante simple: hoy en día no existe un sujeto político que suponga un desafío
o una amenaza real para el orden establecido, como fueron en el pasado los
movimientos sociales, sindicales y contestatarios que pusieron en jaque la
normalidad del país y arrancaron importantes cesiones y compromisos por parte
del Estado. La presencia de esa fuerza interna, poderosa y bien articulada,
forzaba la unidad y la coherencia interna de las élites, que debían pensar a
largo plazo y asociarse en torno a las cuestiones esenciales para asegurar su
posición como clase dirigente. En los últimos 30 años, sin embargo, la política
securitaria y la represión externa e interna de la contestación han logrado que
ya no haya quien presione al sistema. Sin enemigo común, sin incentivos
inmediatos para mantener la coherencia de clase, se multiplican las divisiones,
las luchas internas por el poder, las situaciones de incertidumbre: la élite es
víctima de su propio éxito. En un artículo reciente,
el profesor Alex Gourevitch explica que la crisis del shutdown muestra en
efecto una ausencia histórica, la insignificancia misma de la izquierda en la
política institucional norteamericana. Y concluye criticando la suficiencia con
que la izquierda se mofa del disparate ideológico del Tea Party: ya le gustaría
a los movimientos sindicales y sociales disponer de la capacidad de influencia
y la fuerza social de la derecha, que en la práctica monopoliza la expresión de
las tensiones ligadas a la desigualdad, el estancamiento y la frustración de
los sectores populares. Occupy anunció la posibilidad de disputarle ese espacio
a la derecha, pero desgraciadamente su empeño no ha tenido continuidad. Valdría
la pena preguntarse por qué.
¿Qué escenario cabe prever a partir de esta disfunción? Es lógico que el sistema financiero internacional vea con preocupación la deriva institucional que afecta a la estabilidad del dólar y del Tesoro norteamericano, y que pueda reaccionar acelerando el proceso de reconfiguración de equilibrios que se lleva produciendo desde hace tiempo. El modelo posterior a 1989, de hegemonía casi absoluta de los EE.UU, está en un lento proceso de declive, que se acelera con cada una de estas crisis políticas. En el corto plazo, sin embargo, es difícil imaginar que se pueda encontrar un sustituto para las funciones de centralización y normalización que Washington lleva a cabo dentro de la red del capitalismo financiero contemporáneo. Por eso Estados Unidos puede permitirse con relativa facilidad una deuda pública monstruosa, equivalente a más de 17 billones de dólares (el 101% de su PIB), mientras se sigue financiando casi gratis en el mercado global. La razón de esa aparente paradoja no es económica sino política: mientras los EE.UU sigan siendo lo más parecido a un centro político en el engranaje financiero del capitalismo global, mantendrán una posición de hegemonía relativa y seguirán nutriendo su economía con los flujos de capital venidos del mundo entero. Pero esa hegemonía está en fase decreciente, sometida a fuertes tensiones internas y externas, y ya nadie puede decir con certeza qué va a pasar en el futuro inmediato. ¿Hasta dónde podrá crecer la deuda? ¿Cuánto afectarán las crisis presupuestarias a la reproducción permanente de su superioridad militar (EE.UU gasta en defensa cada año el doble de la totalidad de los presupuestos generales del Estado español)? ¿Qué modelo de hegemonía sucederá a la (breve) etapa unilateral surgida de la guerra fría? De momento, solo una cosa está clara: cuando un imperio pierde la capacidad de planear, de imaginar su propio futuro, es señal de que vienen tiempos movidos. Y como se vio en 2008, lo que pasa en Wall Street resuena amplificado en todos los países del mundo. Una sacudida en el centro repercute hasta en los últimos rincones de un espacio unificado.
¿Qué escenario cabe prever a partir de esta disfunción? Es lógico que el sistema financiero internacional vea con preocupación la deriva institucional que afecta a la estabilidad del dólar y del Tesoro norteamericano, y que pueda reaccionar acelerando el proceso de reconfiguración de equilibrios que se lleva produciendo desde hace tiempo. El modelo posterior a 1989, de hegemonía casi absoluta de los EE.UU, está en un lento proceso de declive, que se acelera con cada una de estas crisis políticas. En el corto plazo, sin embargo, es difícil imaginar que se pueda encontrar un sustituto para las funciones de centralización y normalización que Washington lleva a cabo dentro de la red del capitalismo financiero contemporáneo. Por eso Estados Unidos puede permitirse con relativa facilidad una deuda pública monstruosa, equivalente a más de 17 billones de dólares (el 101% de su PIB), mientras se sigue financiando casi gratis en el mercado global. La razón de esa aparente paradoja no es económica sino política: mientras los EE.UU sigan siendo lo más parecido a un centro político en el engranaje financiero del capitalismo global, mantendrán una posición de hegemonía relativa y seguirán nutriendo su economía con los flujos de capital venidos del mundo entero. Pero esa hegemonía está en fase decreciente, sometida a fuertes tensiones internas y externas, y ya nadie puede decir con certeza qué va a pasar en el futuro inmediato. ¿Hasta dónde podrá crecer la deuda? ¿Cuánto afectarán las crisis presupuestarias a la reproducción permanente de su superioridad militar (EE.UU gasta en defensa cada año el doble de la totalidad de los presupuestos generales del Estado español)? ¿Qué modelo de hegemonía sucederá a la (breve) etapa unilateral surgida de la guerra fría? De momento, solo una cosa está clara: cuando un imperio pierde la capacidad de planear, de imaginar su propio futuro, es señal de que vienen tiempos movidos. Y como se vio en 2008, lo que pasa en Wall Street resuena amplificado en todos los países del mundo. Una sacudida en el centro repercute hasta en los últimos rincones de un espacio unificado.