Mientras que la cuestión de la “igualdad” es heredera de la revolución francesa, la que creó ese artificio que logró imponer a la nueva realidad social y colocó en primer lugar la lógica de la igualdad y la libertad ante la ley. Las categorías de nación y representación atravesarán el
siglo XIX posibilitando que las sociedades “civilizadas” encuentren en el “voto”, el medio para dirimir los antagonismos que antes se resolvían por las armas. De este modo se crea un lugar para la política. Foucault plantea que “la humanidad instala cada una de las violencias en un sistema de reglas y va así de dominación en dominación”; esas reglas sustituyen la guerra. Por lo tanto, la dominación puede darse de todas maneras, o a través de la guerra, o a través de las reglas impuestas. Esto sugiere el límite, incluso la imposibilidad intrínseca de los ideales prescriptos por la revolución francesa: igualdad, libertad, fraternidad.
Las consecuencias del capitalismo en la cultura
Hoy, en tiempos del capitalismo, vivimos en un mundo que ha
generado la ilusión de una cultura global, al haberse roto el lazo que ligaba
la cultura con la tradición y el territorio. La cultura -antes objeto de
estudio de la Antropología que por eso se llamaba cultural estaba ligada
en siglos pasados a la cultura nacional- hoy ha sufrido una
transnacionalización, de la mano del desplazamiento de los capitales hacia esas
zonas de la
economía.
Ejemplo de este borramiento de las fronteras de lo nacional
por lo transnacional es la información que escuchaba en vez pasada por la
radio: que en el término de dos años, más o menos, el cine será transmitido por
satélites y ya no en cintas enlatadas. Por eso, Argentina estaría comprando dos
satélites, para que puedan transmitirse las películas argentinas, porque de lo
contrario los productores deberían trasladarse a Hollywood, a Estados Unidos,
para que le transmitan desde allí sus películas, con el costo que esto supone.
Walter Benjamin hablaba de la autonomía de la imagen como un fetiche del
capitalismo, anticipándose a ese fenómeno de la técnica como sería la
televisión, exponente del franqueamiento de fronteras, comenzando por la de
nuestra propia casa.
Este desprendimiento de lo “nacional” en aras de lo “global”
acarrea también a la lengua en esta cultura producida desde un capitalismo de
mercado, en una actualidad que tiende a concentrar el interés en una lengua
común: el inglés. Si bien no debemos preocuparnos en exceso, porque la
pluralidad de las lenguas estaría preservada, ya que a “las cosas más íntimas
no nos las diremos en inglés americano”, según vaticinara Hans-Georg
Gadamer.
La sociedad actual, viró del contractualismo a la
contrahistoria, pensamiento desde el cual se analiza que hubo un pasaje en los
Estados modernos, de la guerra concebida como contra un enemigo exterior, a la
idea del enemigo interno. La amenaza proviene del interior de la comunidad
misma. El enemigo ya no será el invasor sino el peligroso, el que podría
atentar contra el orden social, ese puede ir desde el loco al criminal, pasando
por el perverso, hasta el judío o bien los marginales o excluidos del sistema.
Es lícito pensar que tal lugar quedará en reserva para ser cubierto por aquel
que cada sociedad, según su interpretación, elija como el circunstancial
enemigo. En el caso de la película Elysium que comentaba al comienzo, el
enemigo es el terráqueo, el ser humano que vive en la tierra, mientras que la
sociedad de control, integrada también por humanos, habita en el espacio.
Homogeneización y
segregación
Desde que al mundo se lo considera global, las amenazas a
ese mundo también lo son. Pero en esta globalidad descripta, no todos los
países, ni tampoco todos las vidas humanas tienen el mismo valor, poder o peso.
No son iguales por ejemplo los intereses norteamericanos que los de otros
países del mundo, lo demuestra la caída de las Torres Gemelas y la reacción e
intervención que desencadenó por parte de los Estados Unidos.
Lo global, como categoría, resume una aspiración de unidad,
de homogeneidad, todos iguales. Pero como bien lo plantea De Sousa Santos, en
realidad no hay globalización sin localización, ni universalismo sin
particularismo, y lo local y particular, son invisible, descartable,
desechable, ante lo global y universal.
El todos lo mismo de la democracia liberal, encuentra quizás
su correlato en el discurso capitalista que va borrando progresivamente la
diferencia entre el desecho y el producto. Como se aprecia en la comida basura
o en las personas que se alimentan de la basura o en signos puntuales de la
bulimia anorexia donde a veces el sujeto come los desechos.
En la modernidad las verdades han sido disciplinadas,
ordenadas en las distintas disciplinas que forman parte de la ciencia, que
también aspira a universalizar y uniformar. Jacques-Alain Miller nos advierte
que la ciencia, por un lado, aparece como antisegregativa, es decir desde un
aparente humanismo es antiideológica, antinacionalista y antirracista, todos
iguales. Pero en una lectura más sutil, nos señala el peligro de la
ciencia que hace que todo se ordene desde el polo del “desarrollo”, lo que
lleva a suponer que hay pueblos o comunidades que no cumplen con este valor, y
por lo tanto se las considera subdesarrolladas, se hace sobre ellas un juicio
de valor que sirve para estigmatizar y
segregar.
Esa segregación apunta a algún aspecto de la identidad:
nacional, sexual o racial y se convertirá en chauvinismo, sexismo o racismo.
Ejemplos de esta segregación es el tratamiento que se da al inmigrante en
países de ese mundo desarrollado, por ejemplo la prohibición a usar el velo a las
mujeres musulmanas en Francia. O a manejar a las mujeres en Arabia Saudita,
como leímos por estos días en la prensa. O cierto trato discriminatorio a
inmigrantes sudamericanos en nuestro país, etc.
La lectura desde el
psicoanálisis
Uno se pregunta por qué esa intolerancia. Qué lectura hacer
de este síntoma social, cómo podemos interpretarlo desde el psicoanálisis. Lo
que el psicoanálisis aporta es que lo que se segrega siempre tiene que ver con
algo en el Otro, con algo que no es ni homogéneo, ni unificado, sino que se
trata de una presencia de algo que molesta y se rechaza. Algo por fuera de una
clasificación posible y por lo tanto fuera de control disciplinario y que
genera como correlato más que agresividad, odio. El odio es lo que está
presente en el racismo actual. ¿Qué se odia en el racismo? Se odia eso
inclasificable del otro, y que Lacan llamó goce.
Se odia el goce del otro. Si bien ese goce no es privativo
del otro, ya que está en cada uno de nosotros como marginal al yo conocido, y
es lo que autoriza a Miller a decir que la raíz última del racismo sea el odio
al propio goce.
Por lo tanto somos desiguales, no solo los unos de los
otros, sino en relación a nosotros mismos; y lo somos porque tenemos una
condición desconocida, un goce segregado, respecto del cual la experiencia de
un psicoanálisis puede ser una manera legítima de tratar con ese goce que nos
habita, con esa diferencia
absoluta.
El psicoanálisis nos ofrece una interpretación del síntoma
social, pero una intervención sobre la singularidad que solo puede hacerse caso
por caso. Otras formas en las que se puede dar comunidad a este goce solitario
es a través del arte, la amistad, el amor, lo político. Pero las muchedumbres
marginadas, quedan excluidas de esta posibilidad de hacer con su goce más
íntimo un lazo social, lo que no deja de tener relación con el aumento masivo
del fenómeno del racismo, cosa acertadamente expuesta en la película Elysium.
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