En este artículo intentamos realizar un acoplamiento de los discursos mencionados, entendiendo que la deconstrucción del fetichismo de la mercancía expuesta en el capítulo 1 de El capital se puede complementar con el par discursivo desarrollado por Heidegger que se forma, de una parte, con la descripción de los entes del mundo circundante, según se desarrolla en el capítulo 3 de la primera sección de la primera parte de Ser y tiempo, y de la otra, con la hermenéutica contenida en El origen de la obra de arte.
Mercancía y Fetiche
Según leemos en las primeras páginas de El capital, los
valores de uso, objetos aptos para satisfacer necesidades humanas, que son producidos
por la actividad que cambia de forma las materias naturales para que los
hombres se sirvan de ellos, devienen, en el modo de producción capitalista,
objetos mercancías, y en cuanto esos objetos empiezan a comportarse como
mercancías se convierten en “objetos físicamente metafísicos”. Recordemos el
célebre pasaje en el que Marx anima con su pluma uno esos objetos: la
mesa-fetiche, que en virtud de una magia peculiar «se incorpora sobre sus patas
(...) se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su cabeza de
madera empiezan a salir antojos mucho más peregrinos y extraños que si de
pronto la mesa rompiese a bailar por su propio impulso.»1
La relación entre objetos materiales adopta, pues, en el
universo capitalista, una forma fantasmagórica, y eso oculta que una relación
entre objetos materiales no es más que una relación social concreta establecida
entre los hombres mismos. Son las relaciones de cambio las que permiten que las
relaciones sociales aparezcan como relaciones materiales entre personas, y que,
a la inversa, aparezcan relaciones sociales entre cosas. Así, los productos del
trabajo se convierten, por la obra mágica del cambio, en jeroglíficos sociales.
Y entonces la singularidad de los trabajos de los obreros singulares se oculta
en la equiparación del trabajo humano abstracto. Más aún, hay un secreto que se
esconde detrás de las oscilaciones aparentes de los valores relativos de las
mercancías: la determinación de la magnitud de valor por el tiempo de trabajo
concebido de modo abstracto, esto es, el tiempo de trabajo socialmente
necesario. Queda oculto así el carácter privado y singular de la actividad de
los trabajadores que se materializa en sus productos, es decir, el tiempo
individualmente contingente para producir. Marx hace notar que no sólo se
ocultan las diferencias cualitativas entre las producciones del sastre, el
tejedor, o el zapatero, sino de las diferencias cualitativas entre un sastre y
otro sastre, un tejedor y otro tejedor, un zapatero y otro zapatero. El trabajo
humano abstracto, consecuentemente, homogeniza, disuelve, reduce todas las
diferencias.
Ahora bien, el despliegue conceptual −deconstructivo
diríamos hoy, si se nos permite el anacronismo−, tal como ha sido llevado a
cabo por Marx, puso al descubierto las relaciones de producción y las fuerzas
productivas que están por detrás de las mercancías, y de ese modo permitió
entender que en el momento del cambio se oculta la condensación de trabajos
individuales, de las singulares actividades humanas de transformación de la
materia que produjeron los valores de uso. Pero debemos observar que en medio
de ese riguroso análisis, que lleva a la determinación de la mercancía como
fetiche, y a la revelación de su carácter misterioso, aparece el empleo del
argumento del como si. Dice Marx que ese carácter misterioso «estriba en
que proyecta ante los hombres el carácter social de estos como si fuese
un carácter material de los propios productos de su trabajo, un don natural
social de estos objetos y como si, por tanto, la relación social que media
entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad fuese una relación
social establecida entre los mismos objetos, al margen de sus productores».2
¿Por qué apelar al uso del como si? Ya que la
naturaleza verdadera de la mercancía es imperceptible, y no guarda ninguna
conexión con las cualidades físicas de los objetos, la utilización de este
“argumento” parece imponerse, ante la aparente evidencia que muestra la
imposibilidad de “descifrar” el misterio de la mercancía en otros términos. En
efecto, un desciframiento que pretenda prescindir de modulaciones y acentos
conceptuales, y que a su vez se abstenga del uso de la figura retórica de la
comparación, requeriría un modo de percepción que permita ver, esto es,
que permita ver literalmente, y no de modo metafórico, la naturaleza de la
mercancía.
El útil
Vayamos ahora a la otra mitad del objeto-concepto de nuestro
interés, que constituye la parte complementaria de la mercancía comprendida
como fetiche. De la determinación del útil ofrecida por Heidegger en Ser y
tiempo se desprende que un útil no “es”, sino que al ser del útil le es
inherente un todo de útiles en que puede ser este útil que es. Un útil es
esencialmente, dice Heidegger, “algo para…”, y en la estructura del útil se
expresa una “referencia” de algo a algo. Además, el útil, en virtud del plexo
de referencias que lo co-constituye, se adscribe a otros útiles, pues con el
útil se pone al descubierto una totalidad de útiles. Pero lo que porta la
totalidad de referencia dentro de lo cual hace frente el útil es la obra que
hay que producir. La obra que hace frente es la que se encuentra en el trabajo
y permite «que en el “ser empleable” que le es esencialmente inherente cohaga
frente en cada caso ya el “para qué” de su “ser empleable”. La obra encargada
sólo es por su parte sobre la base de su uso y del plexo de referencia de entes
descubierto en este uso.»3 Pero con la obra hacen frente
no sólo los entes que son de la forma de lo “a la mano”, sino también los entes
de la forma del “ser-ahí”, para quienes viene a ser lo producido “a la mano” en
su “curarse de”. La obra no es “a la mano” solamente en el mundo doméstico,
sino en el mundo público circundante, el mundo en que viven portadores y
consumidores. «Un andén cubierto tiene en cuenta el mal tiempo; las
instalaciones públicas de alumbrado, la oscuridad (…) En los relojes se tiene
en cuenta una determinada constelación del sistema del mundo».4
Ahora bien, ¿qué pasa cuando el útil ya no es útil? ¿Qué
pasa cuando el útil está “muerto” como dice el mecánico de un motor que no
funciona, cuando ya ese motor no es “a la mano”? Como en el contexto de
Heidegger no puede serle aplicarse al útil el existenciario “ser relativamente
a la muerte”, los entes “a la mano” pueden darse como inempleables o
estropeados. Y en este descubrir la inempleabilidad, en el “ver en torno” del
“andar” usando “sorprende” el útil como “no ser a la mano”. El puro “ser ante
los ojos” se anuncia entonces en el útil. «Los modos de la “sorpresa”, la
“impertinencia” y la “insistencia” tienen la función de hacer visible en lo “a
la mano” el carácter del “ser ante los ojos”».5 Con la despedida generada por
la inempleabilidad del útil se muestra, explica Heidegger, la “mundiformidad”,
y el plexo de referencia salta a la vista. Así, el útil expresa a todos los
demás útiles, por las relaciones que mantiene con ellos. Y en ese sentido
podríamos decir, sin traicionar el análisis de Heidegger, que el útil adopta el
carácter de mónada, como lo adopta asimismo la obra, en tanto también descubre
el plexo de los entes.
La obra de arte como
fetiche
Una década después de Ser y Tiempo Heidegger presenta
su discurso sobre la obra de arte, en el que intenta determinar el tipo de ser
de la obra de arte, frente al modo tradicional que la había reducido al ser de
la cosa. Heidegger encuentra el ser del útil no mediante una descripción (que
ya había efectuado en Ser y Tiempo) de un ejemplar corriente de un útil,
sino contemplando una obra de arte, en la que se mostraría lo que el ser de un
útil es en verdad: la utilidad, que Heidegger encuentra en los rasgos de
servicialidad y fiabilidad. El par de botas de campesino que Heidegger ofrece
para la interpretación no tiene como fuente un valor de uso corriente sino un
cuadro. El apelar al cuadro y no a un par de zapatos vulgar y silvestre cobra
sentido en tanto lo que permite la obra de arte es captar el ser utensilio del
utensilio en la imagen del utensilio. Un zapato corriente, dice Heidegger, es
un útil que “sirve para” calzar los pies. Dependiendo de la finalidad variará
tanto de materia como de forma. Reducido a esa relación puede decirse que sólo
tiene una suela y un empeine de cuero, cosidos y clavados, y cuya forma se adapta
al pie. Nada más. El cuadro, en cambio, muestra. Permítasenos reponer in
extenso el célebre pasaje del texto en el que Heidegger dice lo que “ve”
en el cuadro.
«En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza de la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí mismo gracias a este modo de pertenencia salvaguardada en su refugio.»6
Fatiga, obstinación, soledad, llamada de la tierra,
renuncia, temor, alegría, miseria, angustia, muerte, aparecen entrelazados con
el helado viento invernal, la humedad y el barro de la tierra, en la imagen (y
su interpretación) de un par de zapatos de campesina. De la discusión que
Derrida mantiene con Schapiro, quien juzga el pasaje citado como «imaginativo»
y «patético» no podemos saber a ciencia cierta si los mentados zapatos son
realmente un par, si son zapatos de campesina, de campesino, o son los viejos
zapatos del propio pintor. Derrida considera que la adjudicación de la
propiedad poco importa. Pues no es en cuanto zapatos de campesino, sino en
cuanto producto (Zeug) o en cuanto zapatos como producto que el ser producto se
manifestó. La manifestación es la del ser producto del producto, y no de tal o
cual especie de producto, incluidos los zapatos. De allí que podría tratarse de
zapatos de campesina, de campesino, de Van Gogh, o de cualquier usuario.
Heidegger no dice –observa Derrida– que la obra sea una ilustración (bildliche
Darstellung), una presentación intuitiva (Veranschaulichtung) sensible. En
efecto, Heidegger escribe: «La obra no sirvió de ninguna manera, como podía
parecer en un principio, para ilustrar mejor lo que es un producto (...) es
mucho más que el ser producto del producto que llega, propiamente (eigens) y
sólo por la obra, a su aparecer».
¿Qué significa esto? Si no lo entendemos erróneamente, lo
que está diciendo Heidegger es que lo visible no representa lo invisible. Por
el contrario, Heidegger ve realmente en el cuadro el mundo de la
campesina y el ser producto del producto. El cuadro de Van Gogh nos hace clara
la pertenencia de un útil a la tierra y a un cierto mundo. En el par de zapatos
(del cuadro) todo y parte se entrelazan y aúnan, es decir, son lo mismo, en el
cuadro se percibe sinecdóquicamente el mundo de la campesina reducido a su
abreviatura. Pero, si así fuera, ¿no sería acaso el cuadro un fetiche?
Tres versiones
dialécticas de la imagen
Señala Susan Buck-Morss7 que el proyecto de Adorno,
tras las huellas de la “idea” benjaminiana, «consistía en descubrir la verdad
de la totalidad social (...) tal como aparecía literalmente dentro del objeto
en una configuración particular.»8 Es cierto que al afirmar que
la esencia social emerge de la apariencia Adorno parece inscribirse en la
tradición dialéctica en términos hegeliano-marxistas, pero el significado
otorgado por Adorno a este pensamiento de la presencia de la verdad en el
objeto particular está en realidad, dice Buck-Mors, más cerca de la noción
fenomenológica de experiencia cognitiva desarrollada por Husserl.
De acuerdo a esa comprensión el fenómeno es representación
física y concreta de la categoría. Cuando los conceptos se hacen visibles, como
los jeroglíficos, no hay en las imágenes trasfondo metafísico alguno, como si
en ellas hubiera un nexo de lo visible con lo invisible, como si a través de lo
sensible fuera posible ser conducido a lo no sensible, de modo que en el objeto
viéramos lo que no podemos ver sensiblemente. Por el contrario, las imágenes
históricas de Adorno, Organon del ars inveniendi, como las imágenes
dialécticas de Benjamin, permiten ver. Son imágenes (Bilder) monadológicas
del mundo, imágenes objetivas, producto de la fantasía exacta que requiere la
actividad subjetiva. Dice Adorno: «Estas imágenes no se dan simplemente. No
yacen orgánicamente terminadas en la historia, ninguna mirada (Schau) y ninguna
intuición son necesarias para ser conscientes de ellas; no han sido mágicamente
enviadas por los dioses para ser tomadas y veneradas. En su lugar, deben ser
producidas por los seres humanos.»9
Consideremos, para dar un ejemplo de esta caracterización,
la imagen del teatro que ofrece Adorno. En la disposición del teatro se podía
ver, según la mirada de Adorno, la estructura y los atributos de las relaciones
de clase, de modo que la ubicación física de las butacas proporciona una imagen
perceptual de esa estructura: «...todos ubicados en un mismo inclinado
nivel, y cada uno cuidadosamente separado del otro por el brazo de su asiento.
Su liberté es la de la abierta competencia: interferir a los otros y
usurpar la mejor visión del escenario. Su fraternité emana de las
largas hileras de asientos donde cada uno es igual al otro y sin embargo todos
permanecen apartados e imperturbados dentro del orden de las cosas. Su égalité está
encuadrada por la jerarquía de ubicación y precio. Pero es invisible. Las
butacas de la primera y segunda fila no parecen en nada diferentes. Los
asientos son plegables. Con su cubierta de rojos cojines resguardan la memoria
de los palcos privados: los habitantes de la platea avanzan hacia la clase
dominante del mundo.» 10
Podemos parangonar esta imagen con la que Baudelaire
brindaba del traje y la levita, cuya descripción tomaba Benjamin en préstamo: «Y
en cuanto al traje, la cáscara del héroe moderno... ¿no tiene su belleza y
encanto congénitos...? ¿No es el traje necesario a nuestra época que sufre y
que lleva sobre sus hombros negros y flacos el símbolo de un perpetuo
duelo? Advirtamos que el traje negro y la levita tienen no solamente su belleza
política, que es la expresión de la igualdad universal, sino que tienen además
su belleza poética, que es la expresión del alma pública; un inmenso desfile de
sepultureros, sepultureros políticos, sepultureros enamorados, sepultureros
burgueses. Todos celebramos un entierro. La librea uniforme de la desolación
atestigua la igualdad.»11
E incluso quizá también podamos equipararla con la imagen
proporcionada por Eisenstein del reloj dando las cinco de la tarde, imagen en
la que se ve una cantidad de representaciones sintetizadas en conexión
instantánea, como una “condensación” en el sentido freudiano, que hace
desaparecer la cadena de eslabones intermedios. Eisenstein dice que vemos «la
hora del té, el final de un día de trabajo, la prisa hacia el subterráneo,
quizá el cierre de los negocios o la luz característica del atardecer.» 12 La imagen de las cinco se
compone de todos esas figuras individuales.
Del tiempo de
producción al tiempo de consumo
Frente a la interpretación proporcionada por la economía
política clásica, que disociaba lo que en rigor constituye un todo, Marx
descubrió que las relaciones entre las categorías de producción, distribución,
intercambio y consumo se establecen de modo dialéctico. En efecto, no hay entre
ellas un encadenamiento de tipo silogístico, en el que la producción sería lo
general, la distribución y el intercambio lo particular, y el consumo lo
singular, pues cada categoría es inmediatamente su contraria. La producción es
inmediatamente consumo: «El acto de producción es él mismo, en todos sus
momentos, un acto de consumo». Es consumo productivo, subjetivo y objetivo.
Subjetivo, en tanto el individuo que desarrolla sus facultades, al producir
gasta las mismas, las consume en el acto de la producción, «del mismo modo que
la procreación natural es consumo de fuerzas vitales». Objetivo, pues en tanto
se producen valores de uso hay consumo de la materia prima y de los medios de
producción que se emplean para producirlos. El consumo es inmediatamente
producción. Producción consumidora. Sin consumo no hay producción. Ni subjetiva
ni objetiva. Subjetiva, ya que del mismo modo que en la naturaleza el consumo
de sustancias químicas es producción de la planta, en la alimentación del
hombre, al consumir éste los alimentos produce su propio cuerpo, produce fuerza
de trabajo. Objetiva, de un lado, porque sólo en el consumo el producto se
convierte en tal (el consumo produce la producción «pues la producción no es
producto como actividad objetivada, sino sólo como objeto para el sujeto
actuante»); y del otro, porque el consumo crea idealmente los objetos de la
producción (sin necesidad no hay producción, y el consumo reproduce la necesidad).
Pues bien, volvamos a los zapatos de Van Gogh. Al usar los
zapatos, al gastarlos, al consumirlos, la campesina heideggeriana produce, sea
trigo o papas. Así el consumo es inmediatamente producción. Pero al entrar en
juego la esfera del consumo entra en ella el tiempo de consumo. Y ese tiempo de
consumo es doble. Por una parte, tenemos el tiempo de consumo determinado
cuantitativamente, y que se funda en, y se traduce como, nueva producción. El
desgaste de los zapatos, cuya forma final es la inempleabilidad que los retira
de la esfera propia del uso, y por tanto de la producción, es un tiempo de
consumo socialmente necesario para reiniciar la producción de ese valor de uso,
para reproducir el útil. Por otra parte, tenemos un tiempo de consumo no medible
en las unidades del tiempo homogéneo, que es el tiempo propio de la producción.
Ese tiempo no medible es el tiempo del ser-ahí de cada caso. Tiempo
heterogéneo, cualitativo, singular, no calculable, que es el de la vida
irreductible de la campesina, que es el contenido en ese par de
zapatos. Cada día del laberinto de pasos dibujados por la campesina en los
surcos del campo, cada una de las progresivas deformaciones de sus pies
modelando el cuero, cada gota de transpiración curtiendolo, cada terrón pisado
ajándolo, está contenido en ese par de zapatos.
Derrida hace referencia a una plusvalía abismal por la
anulación del valor de uso, que hace que habiten fantasmas en los zapatos en
cuestión, o que ellos mismos sean la espectralidad (revenance). Según su reflexión,
en tanto lo inútil da lugar a una explotación especulativa, en tanto escapa al
espacio de la producción y tiende a la rareza absoluta, el útil se vuelve más
que útil: es útil para la aprehensión de la utilidad de lo útil. Agreguemos
nosotros, sin perjuicio de la interpretación derrideana, que no sólo se produce
plusvalía especulativa en el fuera de uso, sino también plusvalía del orden de
lo sensible, tanto en su uso efectivo, es decir, mientras se usa el valor de
uso, como en su fuera de uso, cuando, ya inútil, el útil es habitado por el
(los) fantasma(s).
Conclusión
provisoria: ¿rehabilitación de lo aurático o refetichización?
En el postfacio a El origen de la obra de arte Heidegger
sostiene que en la época moderna comenzó la consideración filosófica del arte
como estética, la cual toma a la obra de arte como un objeto: el objeto de laaisthesis, la
percepción sensible entendida en un sentido amplio. En el día de hoy, dice, se
denomina vivencia a esta percepción. Pero, para Heidegger, el arte no puede ser
comprendido ni a partir de la belleza separada de la verdad ni a partir de la
vivencia. Y sin embargo, y sin embargo..., debemos preguntarnos: ¿Realmente ve Heidegger
en el cuadro de Van Gogh el mundo de la campesina? ¿Ve el ser producto del
producto? ¿Será entonces el cuadro un fetiche? ¿Lo será la mercancía como valor
de uso?
Puede ensayarse una objeción con respecto al cuadro.
Recordemos que Adorno hizo notar que los fetiches mágicos son una de las raíces
históricas del arte, y que sus obras siguen teniendo algo de ese carácter. Pero
ese carácter, dice Adorno, está muy por encima del fetichismo de la mercancía.
Las obras de arte no pueden expulsarlo de sí ni tampoco negarlo. Ellas son la
cifra de la contradicción. El carácter fetichista le es ínsito a la obra de
arte en tanto momento de negatividad de la praxis. Adorno añadía que al
acertado reproche que la crítica social progresista hacía al programa de l'art
pour l'art por introducir el fetichismo en el concepto de la obra de arte
pura que se basta a sí misma, había que añadir que en esta autosuficiencia hay,
no obstante, un punto de verdad, porque las obras de arte, también ellas
producto del trabajo social al que someten su ley, se rebelan contra lo que las
constituye. Y en ese sentido, al afirmar la existencia de algo espiritual a
priori, independiente de las condiciones de su producción material, cualquier
obra de arte caería bajo el veredicto de tener una falsa conciencia y
convertirse en ideológica, con independencia de lo que diga en particular. Así
pues, en el contexto de la dialéctica adorniana, las obras de arte y su verdad
no se agotan en el concepto de arte, en tanto la verdad de las obras de arte,
que es también su verdad social, tiene como condición su carácter de fetiche,
que es ser la negación del principio del ser-para-otro, ser negación del
principio del intercambio, en el que se enmascara el dominio. De modo que está
cifrado en la obra de arte, y en ello reside para Adorno su poder explosivo
sociológico, que ella sea y a la vez no sea una mercancía, que esté y no esté
bajo la lógica de la racionalidad medios-fines de lucro, que sea y no sea
fetiche.13
Ahora bien, en tanto la exégesis heideggeriana desconoce,
omite, elude o descree de la lógica dialéctica, podría a primera vista
interpretarse como un curioso modo de restauración refetichizadora, próxima a
una vindicación extemporánea del modo aurático de consideración de la obra de
arte. Es lo que en apariencia se deduce cuando Heidegger toma los ejemplos del
templo griego y de la estatua. En efecto, en el templo Heidegger ve la
presencia del dios, en la estatua lo que le permite al dios hacerse presente;
más aún: la estatua no representa, sino que es (Heidegger subraya el
“es”) el dios mismo.
Si recordamos que, de acuerdo a la indagación benjaminiana,
el aura, que llevaba la marca de lo lejano y lo irrepetible (lo caracterizado
por la singularidad), es destruida por la reproducción técnica, por la
fabricación en serie, debemos inferir que en la mercancía, en tanto producto
serial, no hay aura. Sin embargo, el momento del consumo singulariza. No sólo,
claro está, en los valores de uso personal, como el calzado; también en los
valores de uso colectivo, sean ellos sagrados o profanos, como el templo, una
casa familiar, una plaza pública e incluso la entera ciudad. Entonces, ¿no se
recobra así el aura, en tales “prosaicos” objetos de nuestro inmediato mundo
circundante? La manifestación irrepetible de una lejanía, dice Benjamin, es lo
que define el aura. Pero la lejanía no es espacial (de allí la aparente
paradoja: «por cercana que pueda estar»), sino de orden temporal, a condición,
claro está, que despojemos el concepto de lejanía temporal del significado
vulgar del tiempo. Esta lejanía sería, pues, una lejanía respecto de la
totalidad del tiempo intramundano.
La otra alternativa que podemos considerar es aquella que
permite entender la refetichización no como restauración conservadora y
regresiva, sino como superación del fetiche dialéctico. Derrida hace notar que
Heidegger, en un punto de su discurso, deja de lado el cuadro; y “dejar de
lado”, dice Derrida, era en otros tiempos «una traducción rara pero aquí
interesante de aufheben».14 Si exploráramos esta vía
habríamos de tropezar con el breve pasaje de Ser y Tiempo (&17)
en el que Heidegger se refiere al fetiche en el contexto de su descripción de
la señal. Dice allí: «Cabría sentir la tentación de ilustrar el papel eminente
de las señales, en el cotidiano “curarse de”, para la comprensión del mundo,
con el vasto uso de “señales” en el “ser-ahí” primitivo, v. gr., con los
fetiches y amuletos.» Heidegger observa que ese uso de señales permanece dentro
de un inmediato “ser en el mundo”. Ahora bien, en tanto para el
hombre primitivo la señal coincide con lo señalado, de modo tal que no hay un
representar en el sentido de reemplazar, sino que para el primitivo la señal es siempre
lo señalado (nuevamente tenemos subrayado por Heidegger el “es”), se concluye
que «la exégesis de fetiches y amuletos siguiendo el hilo conductor de la idea
de la señal en general no basta para apresar la forma del “ser a la mano” de
los entes que hacen frente en el mundo primitivo.»15 Más aún, agrega Heidegger:
«La “coincidencia” no es una identificación de “cosas” antes aisladas, sino un
“aún no emanciparse” la señal de lo señalado.»16 Y remata con una conclusión
contundente: «Quizá tampoco este hilo conductor ontológico (“ser a la mano” y
“útil”) sea capaz de servir de nada para una exégesis del mundo primitivo, ni
mucho menos, ciertamente, la ontología del “ser cosa”.»17
Revisada a partir de esta exégesis (o más bien de esta
imposibilidad de exégesis) que propone Heidegger del fetiche, en tanto éste se
adscribe esencialmente al mundo del dasein primitivo, cabría plantear
la duda respecto de la licitud, tanto respecto de la mercancía como de la obra
de arte, del empleo de este concepto fuera de aquel contexto. La fórmula
oximorónica de Marx («el objeto físicamente metafísico») parece instalada
(quizá como todo oxímoron) a medio camino entre la intuición y el concepto. Ese
entredós permitiría, acaso, ir más allá. Las imágenes de la mesa que se
incorpora sobre sus patas, se pone de cabeza frente a todas las demás
mercancías, y de cuya cabeza salen extraños antojos, incluso una mesa que baila
(sólo creería en mesas que bailen diría algún nietzscheano), si no fueran
consideradas frutos maduros del talento literario de Marx, de la ironía y la
parodia propias de su estilo sarcástico, se acercarían al fetiche mágico lo
suficiente como para borrar la línea demarcatoria entre lo físico y lo
metafísico. El trabajo del concepto, que luego Marx despliega en El
capital, permite la disociación, la desfetichización, que remite la mercancía a
una esfera de entes que se encuentran fuera del primitivo ser en el mundo, una
esfera en la que no se confunde lo natural con lo sobrenatural. Pero esa
“confusión” parece haber sido uno de los más importantes legados de Heidegger.
Günter Anders lo ha dicho con absoluta claridad: «la filosofía de Heidegger
torna irrelevante la tradicional alternativa “natural-sobrenatural”.»18 Nuestra noción de fetiche se
mantiene aún apresada en esa tradicional alternativa. Si se pretendiera romper
con ella ¿supondría tal ruptura un pensar/percibir primitivamente?;
¿supondría un modo de percepción no conceptual, un modo de percepción de
imágenes-tiempo que permitan reunir en la mercancía el tiempo de producción y
el tiempo de consumo? ¿Sería esa una percepción alucinatoria de la mercancía, o
el fetiche efectivamente real, el fetiche para sí?
Resumamos lo expuesto. Según señaló Lukács oportunamente,19 el pensamiento filosófico
moderno, al considerar que los problemas filosóficos son transhistóricos y
ontológicos, y no generados por el contexto social, ha planteado las cosas de
un modo erróneo. Pero desde la publicación de El capital se sabe que
la forma mercancía expresa las relaciones sociales del capitalismo. Se sabe
también que esa forma fundamenta la naturaleza histórica del pensamiento
moderno. Admitida esta tesis, será a esa forma y a sus aspectos a los que
habría que dirigir todavía la atención filosófica, si pretendemos llevar
adelante análisis certeros, mientras el mundo permanezca bajo su signo. De los
múltiples aspectos de la mercancía reconocimos dos esenciales, que fueron
objeto de determinación conceptual por parte de Marx y de Heidegger, dos
aspectos que configuran los rostros de las dos mitades de una unidad
originaria, de un mismo todo, del cual cada uno es el complemento del otro, un
fragmento de un objeto que parece haber guardado, secretamente, como la tessera
hospitalis griega, la autenticidad de un mensaje invisible encerrado en su
seno. Ese par obra como la condición de una correspondencia simbólica, cuyo
ajuste o acoplamiento permitiría reconocer el objeto originario, el symbolon,
que constituye el fetiche. Según nuestra hipótesis, la deconstrucción del
fetichismo de la mercancía, tal como se despliega en el capítulo 1 de El
capital, constituye, con una dupla discursiva debida a Heidegger (la que forma,
de una parte, la descripción de los entes intramundanos de acuerdo al capítulo
3 de la primera sección de la primera parte de Ser y tiempo, y de la otra,
la hermenéutica contenida en El origen de la obra de arte), un par
simbólico. Esos textos pueden ser verosímilmente considerados mitades
complementarias y correspondientes de un mismo objeto-symbolon, que se ha
determinado, en un aspecto, en relación al proceso de producción, y en el otro,
en relación al uso. Ese objeto ofrece, así, dos imágenes; pero en esas dos
imágenes se cifran dos modos del tiempo. Ahora bien, si, como entiende Lukács,
no son sólo las formas sociales sino también el pensamiento lo que puede ser
visto o leído en la mercancía (habría que reflexionar sobre la pertinencia del
uso de un verbo o del otro), la mercancía, entonces, en tanto las contigüidades
en las que se inserta no son meramente espaciales sino también temporales, se
sinecdoquiza o metonimiza de modo hiperbólico, a la manera de una mónada
leibniziana o un aleph borgeano. Dicho más claramente: la parte no vale por el
todo, es el todo.
Edgardo Gutiérrez es doctor en Filosofía (Universidad Nacional de Córdoba) - Profesor de Estética (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires) - Profesor de Estética cinematográfica (Facultad de Arte, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires) - Profesor de Fundamentos Teóricos de la Producción Artística, Instituto Universitario Nacional de Arte.
Ha publicado los siguientes libros: Borges y los senderos de la filosofía (Altamira, 2001, reeditado por Las cuarenta, 2009); Indagaciones estéticas (Altamira 2004) y Cine y percepción de lo real (Las cuarenta, 2010)
Notas
1 Marx,
Karl, El capital, FCE, México, 1964, p. 37.
2 Marx, K., op. cit., p.
37, (subrayado nuestro).
3 Heidegger, Martin, El ser
y el tiempo, FCE, México, p. 83.
4 Heidegger, M., Op. cit.,
p. 84.
5 Heidegger, M., Op. cit.,
p. 87.
6 Heidegger, M., “El origen
de la obra de arte”, en Caminos de bosque, Alianza, Madrid, 1996, p. 27.
7 Buck Morss, Susan, Origen
de la dialéctica negativa. Theodor Adorno, Walter Benjamin y el instituto de
Frankfurt, Siglo XXI, Madrid, 1981.
8 Buck Morss, S, op. cit.,
p. 203.
9 Adorno, Theodor, “Die
aktualitat der Philosophie”, GS 1, p. 341, citado por Buck Morss.
10 Adorno,
T., “Naturgeschiste des Theaters” (1931-1933, en Quasi una fantasia, pp.
99-100, citado por Buck Morss.
11 Benjamin, W., “El Paris del
segundo imperio en Baudelaire”, en Poesía y capitalismo, Iluminaciones II,
Taurus, Madrid, 1998, p. 95.
12 Eisenstein, Serguei, El
sentido del cine, Rialp, Madrid, 1953, p. 22.
13 Adorno reconoce en los
sarcasmos de Marx sobre el vergonzoso precio que recibió Milton por un Paraíso
perdido que no puede presentarse en el mercado como trabajo socialmente
útil «la más vigorosa defensa del arte contra su funcionalización burguesa»
(Adorno, T., Asthetische Teorie, Frankfurt am Main, p. 338).
14 Derrida, Jacques,
“Restituciones de la verdad en pintura”, en La verdad en pintura, Paidós,
Buenos Aires, 2005, p.362.
16 Ibidem.
17 Ibidem.
18 Anders, Günter, “Heidegger,
esteta de la inacción”, en Sobre Heidegger. Cinco voces judías, Manantial,
Buenos Aires, 2008, p. 65.
19 Lukacs, Georg, “La
cosificación y la conciencia del proletariado”, en Historia y conciencia
de clase, Grijalbo, Madrid, 1969.