Jacques Derrida ✆ Shigeru Ito |
Derrida apunta de entrada en el texto Les fins de l’homme (1972)
(Los fines del hombre), que después de la segunda guerra mundial se habría
instalado en Francia, bajo el nombre de existencialismo, un tipo de pensamiento
y filosofía que se entendía y proponía como humanismo. Sin embargo, esta
tradición incipiente y novedosa, habría remplazado la noción de hombre por la
de realidad humana, desestimando con este gesto a toda la tradición de un
humanismo metafísico e imponiendo una terminología neutra, sin una verdadera
preocupación ontológica y tendenciosamente descriptiva[1]. Se pretendía, con este desplazamiento de las consideraciones
metafísicas sobre el hombre y su naturaleza, arraigar una suerte de humanismo
que se concentrara en la unidad del hombre, en aquellas características históricas
–ónticas- que describirían una realidad humana de la presencia. Derrida señala:
“a pesar de esta pretendida neutralización de las pretensiones metafísicas, es
necesario reconocer que la unidad del hombre no es, en ella misma, interrogada”[2].
Es en este contexto de un humanismo descriptivo, que Derrida apunta a Jean Paul Sartre como el filósofo que expresa esta neutralización metafísica del humanismo propiamente tal, indicando que su trabajo –al que Sartre autodenomina ontología fenomenológica- no es otra cosa que un ejercicio de descripción y elaboración de estructuras sobre la realidad humana: “En tanto describe las estructuras de la realidad humana, la ontología filosófica es una antropología filosófica”[3].
Lo anterior deriva, por cierto, en que la noción misma de hombre, su potencia de signo y su horizonte significante, carezca de historia, de bordes y de una dimensión pre-óntica. Más bien, la antropología sartreana atrinchera al hombre en el espacio inmanente donde la presencia es lo único que rendiría filosóficamente y al interior de la cual no hay disposición a lo invisible, a las huellas y a los restos, a lo no-presente, a lo inmaterial. Existe, a juicio de Derrida, una antropologización del humanismo metafísico que ha intentado, a partir de su plexo descriptivo, superar por defecto a ese otro humanismo, al de la metafísica de Hegel, Husserl y Heidegger. Esto es importante, en cuanto la antropología filosófica sartreana nos permite apuntar, por el error de su propia formulación, a eso que pretende superar, es decir, a la metafísica del hombre, a la ontología conjunta de un lenguaje, un ser y un tiempo que no se dejan atrapar por la formulación fenotípica de la empresa sartreana[4]. A partir de Sartre -y pesar de él- arriesgamos la frase que Heidegger nos hereda en su Carta sobre el humanismo: “todo humanismo sigue siendo metafísica”[5]. Es decir, la pregunta por el hombre es siempre una pregunta por el hombre a-priori, por aquello que nos inquieta y estremece más allá de los bordes de una existencia histórica, presente. El hombre es más que su antropología y sus características adheridas. El hombre y su humanismo son, para Derrida siguiendo a Heidegger, una posibilidad para la ontología más profunda y, por lo tanto, una oportunidad para el examen del ser.
“El pensamiento del fin del hombre está entonces siempre ya
prescrito en la metafísica”[6]. Si el humanismo es siempre una metafísica en cualquiera de
sus formas (desde Hegel a Sartre), por acierto o por defecto, entonces el
hombre mismo se aloja dentro de la metafísica. No hay humanismo fuera de la
metafísica, y los fines del hombre, sus propios límites y bordes son metafísicos,
ontológicos. ¿Cuáles son los fines hombre? ¿Dónde deambulan en este divagar
metafísico y humanista que nos propone Derrida en clave heideggeriana? Dos
respuestas posibles y estrechamente vinculadas. Primero, el fin del hombre ya
está anunciado, augurado en la experiencia existencial-histórica. La muerte
como certeza existencial única ya marca este fin desde el momento en que somos
activos en el mundo. Por otra parte, este fin marca una apertura (religiosa o
mística) hacia una infinidad sin límites que proseguiría a nuestra experiencia
óntica. Aquí los fines del hombre se hacen más difusos y tienden a emparentarse
con la ontoteología. El punto es que hay ser porque hay muerte y hay muerte
porque hay tiempo. Al hombre siempre le va su propio ser, le es inmanente. Del
mismo modo, como dice Derrida: “El hombre es lo que tiene relación con su fin”[7]. Lo que entendemos como trascendencia sólo puede expresarse en
relación a la muerte. Los existenciales[8] de los que nos habla Heidegger, solo adquieren sentido en
relación al fin más verdadero, el de la muerte, pero a la vez la vida se
extiende por la certeza de ese fin en un plano de trascendencia absoluta en
donde el fin o los fines se relativiza(n). Ella, la muerte, es el fin que nos
permite la extensión.
Es entonces que Derrida nos propone una lectura filosófica
que intercale, a modo relacional, un cierto tipo de humanismo y un pensamiento
del ser. Esta empresa requiere, necesariamente, de la emergencia de una
pluralidad que debe ser descartada, una pluralidad histórica y extensiva a la
vez, la cual tiene que ver con un nosotros[9]. Derrida es claro al apuntar que solo restándole el nosotros a
lo que es propio del hombre en su singularidad, que se nos revela la vecindad
entre un pensamiento de lo humano y un pensamiento del ser. Vecindad es aquí la
palabra clave. Palabra que permitirá ir desatando el nudo que nos impide ver
que todo humanismo habita en la metafísica más allá de si es un antropologismo
de la realidad humana. Esta es la vecindad del ser consigo mismo. Vecindad del
ser hacia y desde el ser que soy. El ser juega en el juego del ser porque es lo
más próximo que tiene. Es a partir de esta vecindad que “(…) vamos a ver
constituirse contra el humanismo y contra el antropologismo metafísico, otra
insistencia del hombre (…)”[10]. Esta vecindad es un ursprung (ogíren) aún más previo que el Da
del sein como lo señala Derrida. Estaríamos frente a una ontología primera que
nos permite el examen del ser mismo. Metafísica de la proximidad o de la
vecindad.
¿Y qué es el ser sino el ser del hombre? ¿Qué es el
humanismo sino el humanismo del hombre? Humanismo y metafísica no han estado
nunca en dos dimensiones distintas, son un sola y misma sustancia sosteniendo
la existencia del dasein heideggeriano. La vecindad del ser con el ser que
fundaría toda ontología es la proximidad del hombre con el hombre. Al humanismo
le va la metafísica por definición eidética. A esta altura, por cierto, dasein
y hombre son lo mismo.
Sin embargo, el ser no es nada, no habita en presencia
alguna y es sólo traducible en la metáfora óntica. En esta línea, y tal como lo
plantea Derrida, cualquier intento del humanismo antropológico por referirse a
la metafísica del hombre, resulta marginal e inútil sino escaba en la ontología
heideggeriana. Ahora, si lo que se persigue es hablar del hombre como aquello
que es propio del ser, se cae en un error de interpretación de Heidegger,
puesto que el hombre no es ni el resorte ni la expresión añadida del ser, sino
que ambos se explican por la vecindad que los transforma en inseparables. No
hay separación sino co-habitabilidad.
Apunte al margen
Se intuye que en la crítica derridiana al existencialismo
francés de posguerra hay una derivación crítica al pensamiento logocéntrico. La
intención derridiana de contrastar a la metafísica heideggeriana con la
antropología sartreana, nos desliza hacia un territorio en donde lo que es
puesto en tela de juicio es la presencia y un pensamiento de lo material. Es el
logos finalmente, en su versión sartreana, quien estaría operando como agente
distorsionador de una ontología que entiende al ser como lo más próximo al
hombre. Como se ha sostenido, el humanismo siempre ha sido metafísico, jamás el
hombre ha podido sustraerse de la proximidad con su propio ser, entonces, el
humanismo francés, deriva en interpretaciones plausibles del hombre, empíricas
y radicalmente ónticas. Se deja circulando así, la idea de que la crítica
derridiana a Sartre es, ulteriormente, una crítica al logocentrismo en su versión
filosófica última.
Quedaría por examinar el proyecto derridiano que está
implícito en el texto Los fines del hombre y que ha implicado un giro
trascendental en la filosofía de la segunda mitad del siglo XX. A modo general,
este proyecto apuntaría a la articulación de otro lenguaje filosófico, al
interior del cual los conceptos sobre los que se ha edificado la razón
logocéntrica quedarían por lo menos estremecidos, al tiempo que susceptibles de
ser deconstruídos. Sin embargo, este proyecto habita en la lectura que Derrida
hace de Heidegger en el texto mencionado. Esta lectura nos lleva hacia la
radicalidad del ser. El ser es lo más radical que existe. Es antes y después de
lo que entendemos por hombre y por humanismo. Los fines del hombre se alojan en
un pensamiento del ser, por lo tanto el ser exige al hombre extenderse hacia
los límites de su propia existencia. No obstante y al mismo tiempo, el hombre
representa para el pensamiento del ser su propio límite. Ser y hombre están
encadenados por una limitación paralela y compartida que los estrecha y los
transforma en un humanismo dependiente el uno del otro. Como culmina Derrida: “El
ser es desde siempre su propio fin”[11].
Notas
[1] Cf: Derrida, Jacques. Les fins de l´homme. En « Marges de
la philosophie ». Ed. Minuit. Paris, 1972. pp. 135-136.
[2] Derrida, Jacques. op. cit. pp. 136-137
[3] Derrida, Jaques. op. cit. p. 137
[4] Es necesario apuntar que la noción de “ontología
fenomenológica” es el subtítulo del Ser y la nada de Jean-Paul Sartre.
[5] Heidegger, Martin. “Carta sobre el humanismo”. Traducción de
Helena Cortés y Arturo Leyte. Ed. Alianza. Madrid, 2002. p. 265.
[6] Derrida, Jacques. op. cit. p. 144
[7] Derrida, Jacques. op. cit. p. 147
[8] Heidegger se refiere a los existenciales del ser como las
manifestaciones contextuales del dasein, o a las formas que este puede tomar
una vez activo en el mundo: experiencias afectivas, religiosas, políticas, etc.
Cf: Heidegger, Martin. “Ser y tiempo”. Traducción de Juan Eduardo Rivera. Ed.
Universitaria. Santiago de Chile, 2002. pp. 79-85.
[9] Derrida, Jacques. op. cit. p. 148
[10] Ibid.
[11] Derrida, Jacques. op. cit. p. 161
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