Una consigna debería morder la conciencia de todos los
delegados del “partido del pueblo” cuando vayan a reunirse a Manchester esta
semana: “Vota no, el riesgo es excesivo”. Esa fue una de las ofertas finales
del Partido Laborista al pueblo de Escocia en el momento álgido del referéndum
por la independencia. Ningún llamamiento a la recuperación de las nobles tradiciones
compartidas de escoceses, galeses e ingleses cuando desafiaron a los poderosos
para construir una sociedad mejor; ninguna promesa convincente de forjar una
nueva Gran Bretaña donde impere la justicia, la igualdad y la honestidad y que
el “nuevo laborismo” fue incapaz de impulsar. En su lugar, la cáscara vacía que
es el Partido Laborista escocés se alió con un Partido Conservador que en
Escocia no es más que un grupo marginal y aplaudió a las grandes empresas que
amenazaban con retirarse de Escocia y dejar la economía en el alero.
“El riesgo es excesivo.” Es una expresión conocida, emitida tradicionalmente por las élites que se oponen a todo intento de llevar a cabo las reformas más modestas. “No toquéis nuestras boyantes cuentas bancarias” no es después de todo una consigna convincente en una democracia, así que en su lugar hacen ver que están preocupados por el bienestar de la población. En el pasado, el Partido Laborista se enfrentó a ese alarmismo y asumió riesgos al crear un servicio nacional de salud, un Estado de bienestar y reconocer derechos y dignidad a la gente trabajadora. Cada vez, los de arriba clamaron que la casa se hundiría, pero el edificio permaneció intacto.
Toda crítica a la orientación del laborismo –particularmente
en una conferencia de lanzamiento de su campaña para las elecciones generales–
es rechazada con el argumento de que solo ayuda a los conservadores. ¡Quietos
ahí, apoyad la única posibilidad de tumbar a este gobierno! Después de lo de
Escocia, esta actitud es suicida. Cientos de miles de votantes escoceses del
Partido Laborista están tan desilusionados que acaban de votar a favor de crear
un país nuevo. Fue la clase obrera, fueron las comunidades tradicionalmente
laboristas las que protagonizaron el voto masivo por la independencia de
Escocia. Esta desilusión se manifiesta de modo diferente al sur de la frontera,
pero no es menos profunda. La base de apoyo del laborismo está diluyéndose, a
punto de quedar reducida a la nada.
La conferencia anual del Partido Laborista es un lugar tan
irreal como cualquier otro en la pantomima de la moderna política británica. No
faltan los activistas bienintencionados y fieles a los principios, pero la
gente que se supone que debía representar el laborismo está excluida, salvo
quizás en el ramo de la hostelería, con los repartidores, camareros y el
personal de limpieza que atienden a la conferencia. Los políticos trepas
pronuncian frases sin verbo, miran con quién les conviene más hablar y
–sospechamos– se humedecen el dedo para ver de dónde sopla el viento político.
Los sindicatos y los gobiernos municipales fuertes formaron en su tiempo a
quienes de otro modo habrían quedado amordazados para convertirlos en políticos
con arraigo, proporcionándoles recursos, confianza y formación política. Cuando
los dos pilares de la democracia británica han quedado socavados sin piedad,
muchas de esas voces se han apagado.
La política británica, y buena parte del laborismo, se han
convertido en un deporte, en una escala profesional por la que ascender como
cualquier banco de inversiones, por mucho que el salario máximo sitúe a los
políticos tan solo en el 3% de los que más ganan en vez del 0,01%. Claro que
uno siempre puede utilizar un futuro cargo ministerial de trampolín para un
empleo lucrativo en una empresa privada de la sanidad o en un gigante de la
industria militar.
Esto explica por qué la conferencia laborista parece tan
irreal. El Reino Unido es un país inmensamente rico, y como muestra sirva un
botón: en los últimos cinco años de la crisis económica más persistente desde
el siglo XIX, la fortuna de las 1.000 personas más ricas se ha duplicado con
creces. Este aumento de la riqueza –unos 261.000 millones de libras esterlinas–
equivale a dos veces y media el déficit anual británico. Si juntamos todas esas
fortunas veremos que suman 519.000 millones de libras, es decir, alrededor de
un tercio del PIB del Reino Unido. Y en esta sexta economía más grande del
mundo, casi un millón de personas se han visto obligadas a acudir a los bancos
de alimentos para no pasar hambre. Por vez primera desde la segunda guerra
mundial, la Cruz Roja ha repartido paquetes de alimentos a familias británicas.
Tal vez hay algo en estos datos que impide que hagan mella en nuestra
conciencia, de modo que vale la pena ponerlos de manifiesto de modo sucinto. En
el Reino Unido en 2014, cientos de miles de personas ya no pueden adquirir los
alimentos que precisan.
Solo un sociópata redomado concebiría una sociedad así, pero
nuestra élite política mantiene y defiende este orden grotesco y tacha a
quienes disienten de maniáticos y extremistas. De ahí, quizá, que una
conferencia laborista de reuniones marginales presididas por sesudos expertos
(sí, como yo) y ambiciosos candidatos a ministros que advierten contra
“decisiones duras” (¿duras para quién exactamente?) parezca más bien perversa.
Está claro que el Reino Unido es fundamentalmente una sociedad rota –en la que
la riqueza y el poder han sido absorbidos por una élite rica y desvergonzada
mientras cunde la miseria al estilo victoriano– y es preciso cambiarla: bueno,
pero no es ese el lugar.
Tomemos el compromiso de Ed Miliband de fijar un salario
mínimo de 8 libras esterlinas a la hora hasta 2020. Tal vez se supone que un
escritor como yo debería deleitarse con esta noticia como si fuera un manjar,
una clara línea de separación con respecto al partido conservador, que ha
hundido en la pobreza a más de un millón de trabajadores con sus salarios de
miseria. Duro, duro. Este compromiso es de risa. Después de seis años de
inflación, se calcula que semejante promesa representa un incremento del 2,2 %
anual. En 2020, millones de trabajadores todavía tendrán que sudar la gota
gorda por su miseria. Los trabajadores de la limpieza seguirán tomando
autobuses nocturnos para acudir a trabajar para millonarios que ganan en un día
más que ellos en un año y pagan en proporción menos impuestos. Únicamente si el
Estado sigue aflojando miles de millones de libras para subsidiar a estos
empresarios que pagan una miseria abrigarán estos trabajadores la esperanza de
poder arañar una existencia medianamente digna.
El Partido Laborista promete construir 200.000 viviendas al
año hasta 2020, pese a que ahora mismo tendríamos que construir 250.000 al año
para cubrir las necesidades. Uno de cuatro niños que viven en la floreciente
ciudad de Londres –terreno de juego de gestores de fondos de cobertura y
oligarcas rusos– habita en una casa con exceso de ocupación, lo que menoscaba
sus posibilidades educativas, su salud y su bienestar. ¿Qué hay del compromiso
decisivo de construir una nueva generación de viviendas municipales de calidad
gracias a la elevación del límite de endeudamiento de las autoridades
municipales? Se promete una congelación de la factura energética, lo cual es
loable, aunque la mayoría de electores –inclusive partidarios del Partido
Conservador y del UKIP– prefieren la propiedad pública de la energía. Se
propone una política infumable para nuestro ferrocarril privatizado,
fragmentado, descuartizado y subsidiado con dinero público, pese a que una gran
mayoría apoya un compromiso claro de renacionalización. Y así sucesivamente.
Pero he aquí el problema: podemos encontrar apoyos a
políticas radicales en todas las encuestas, pero cualquier político que las
defienda se hundirá estrepitosamente en las urnas. A los electores les pueden
gustar medidas como una renta mínima legal, la propiedad pública o la subida de
impuestos a los ricos, pero no confían en que un político vaya a ser capaz de
ponerlas en práctica. Esa es la cuestión. Cuanto peor se comportan los políticos,
tanto más socavan la fe en la democracia como vehículo del cambio social. La
gente no sale a la calle, sino que se resigna. Insulta a los políticos cuando
aparecen en televisión, pero no les exigen que rindan cuentas.
Comparemos la timidez de los laboristas con la desvergüenza
de los conservadores. Estos perdieron unas elecciones generales imposibles de
perder y las utilizaron de trampolín para unas políticas radicales por las que
nadie votó, como la privatización de la sanidad o la rebaja de impuestos para
los ricos. Convirtieron una crisis del sector privado –de la City que les
financia– en un ataque al sector público. Cuando se vieron envueltos en un
escándalo de favoritismo, lo utilizaron para promulgar leyes que trituran a los
sindicatos y las organizaciones benéficas. Ahora utilizan la casi salida de
Escocia de la Unión –en parte impulsada por el deseo de quitarse de encima a
los conservadores– para reajustar el parlamento a su favor y contrarrestar su
prolongado declive.
Así que la tarea nos corresponde a los demás. La campaña de
Escocia por el Sí no ganó, pero movilizó a los olvidados y logró sacar promesas
de una élite política desconcertada. Ahora hay una lucha por que se cumplan
aquellas promesas, desde luego, pero imaginemos que se pusiera en marcha un
movimiento similar que acabara con toda desilusión y resignación política y
apretara las tuercas a los dirigentes laboristas para que ofrecieran un cambio
significativo. Señalaría que –en España y Grecia los partidos socialdemócratas han caído o están a punto de
caer en el olvido a manos de partidos que proponen una ruptura radical.
Transformar efectivamente la sociedad británica es un riesgo excesivo,
predicará tal vez la élite tecnocrática laborista. Pero bien puede ser que el
riesgo de verdad radique en mantener un orden social en quiebra que debería
haber desaparecido hace tiempo.
►Sociología Crítica
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