“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

13/11/14

Concepciones social-desarrollistas

Claudio Katz [1]
El neo-desarrollismo ha despertado la atención de numerosos analistas latinoamericanos. Las discusiones sobre este enfoque incluyen caracterizaciones de modelos económicos, estrategias geopolíticas y procesos sociales. Pero se ha prestado poca atención a la variante progresista de esa concepción, que algunos autores denominan social-desarrollismo. Aunque esta segunda visión se encuentra en estado embrionario e incluye muchas indefiniciones, ya conformó un enfoque con influencia en varios países.
 
Planteos específicos

Pocos autores asumen la pertenencia al social-desarrollismo. Algunos se identifican con el amplio universo de teorías del desarrollo, otros destacan afinidades con la heterodoxia económica radical y casi todos se ubican en el campo político de la izquierda. Uno de sus promotores estima que este enfoque le asigna mayor relevancia a la dimensión social que a a las metas del desarrollo (Carneiro, 2012a).

América Latina es el principal objeto de análisis de esta corriente, pero sus miembros trabajan en propuestas específicas para Brasil, Argentina o México. Venezuela y Bolivia son campos de gran aplicación de este enfoque y la red Celso Furtado incluye a muchos simpatizantes de esa orientación (VVAA, 2007).

En el plano económico postulan iniciativas semejantes al programa neo-desarrollista, pero enfatizan la gravitación del consumo como mecanismo de redistribución del ingreso. Resaltan la centralidad del mercado interno para generar un círculo virtuoso de incrementos del poder adquisitivo y expansión de la producción. También subrayan el papel preponderante de la demanda para forjar un modelo de crecimiento con inclusión social[2].

La asociación Furtado adoptó justamente el nombre de un teórico que resaltaba la centralidad de la demanda, en contraposición al “mal desarrollo” generado por el deterioro del salario y la concentración de la renta (Furtado, 2007).

Al igual que el neo-desarrollismo la variante social promueve políticas monetarias activas, tipos de cambio competitivo y déficits presupuestarios financiables. Pero remarca la necesidad de mayor captación estatal de las rentas agrarias o mineras y también postula reducir la carga financiera que imponen los grandes bancos a las empresas y el estado.

El social-desarrollismo promueve una actitud de ruptura con el neoliberalismo que es rehuida (o explícitamente evitada) por el neo-desarrollismo. Su visión es más afín a las corrientes radicales del keynesianismo que a las concepciones heterodoxas en boga. También subraya la continuidad de brechas estructurales entre el centro y la periferia, que el enfoque convencional silencia o relativiza.

Algunos autores proponen una aproximación a las teorías de la dependencia. Registran la continuada subordinación de la economía latinoamericana a los centros metropolitanos y refutan los diagnósticos del subdesarrollo basados en la falta ahorro interno. También remarcan la transferencia de ese excedente al exterior (Guillen, 2007).

Los social-desarrollistas confían en gestar un modelo inclusivo de capitalismo que reduzca los niveles de inequidad. Pero reclaman una nítida primacía del sector público sobre el privado mediante la consolidación de modelos de capitalismo de estado[3].

A diferencia del neo-desarrollismo son muy críticos del comportamiento de la burguesía nacional. Promueven la sustitución de esa clase por el funcionariado estatal en la gestión del crecimiento y resaltan la solidez de la burocracia frente a la fragilidad del empresariado[4].

El terreno de mayor diferenciación con el neo-desarrollismo se ubica en la esfera política. Contraponen sus modelos democrático-populares con los proyectos conservadores del neo-desarrollismo convencional. En el caso brasileño presentan esta divergencia como una batalla entre dos perspectivas opuestas para el gobierno de Lula-Dilma (Pomar, 2013a: 23, 60-62, 79-92).

Esta visión se apoya en fundamentos ideológicos socialistas totalmente ajenos al neo-desarrollismo. Mientras que los herederos de la CEPAL siempre fueron hostiles al marxismo, muchos teóricos social-desarrollistas provienen de esa tradición, mantienen su identificación con la izquierda e interpretan sus modelos como un paso hacia el socialismo.

Para alcanzar ese objetivo consideran necesario transitar previamente por un prolongado período de capitalismo regulado. Estiman que esa etapa intermedia permitirá cambiar las relaciones de fuerzas y reintroducir la batalla por la sociedad igualitaria (Pomar, 2013a: 14-15). Otros vislumbran esa fase como un escenario de disputa entre procesos decrecientes de acumulación y dinámicas ascendentes de equidad (Guillén, 2007).

Todos consideran que el socialismo debe ser precedido por un modelo de integración latinoamericana. Estiman que el surgimiento de ese polo regional autónomo permitirá forjar posteriormente una economía pos-capitalista de gran porte (Dieterich, 2005: 135-143, 175-185).

¿Estas propuestas ofrecen un programa sólido para el desenvolvimiento latinoamericano? ¿Sugieren un curso favorable a los intereses populares? ¿Es compatible la construcción capitalista con la meta socialista?

Problemas del modelo

Los promotores del social-desarrollismo destacan que el impulso de la demanda asegura un crecimiento auto-sostenido. Consideran que esos estímulos motorizarán la inversión. Reconocen el conflicto potencial que opone a la expansión de la demanda con el incremento de la rentabilidad. Pero afirman que esa tensión puede compatibilizarse si la redistribución del ingreso no desalienta las inversiones privadas (Carneiro, 2012a).

Sin embargo la experiencia indica que esa contradicción irrumpe en algún momento, en todas las economías regidas por el principio de la ganancia. Por esa razón los períodos de expansión del consumo son seguidos por fases inversas de ajuste. Las etapas de alto empuje de la demanda desembocan en períodos contractivos de reducción de costos. En esas circunstancias el estado de bienestar es reemplazado por la primacía de la austeridad.

La competencia por beneficios surgidos de la explotación que rige la evolución del capitalismo impone esa secuencia. El social-desarrollismo olvida este principio y sitúa a sus modelos en la fase expansiva, suponiendo que el período inverso puede ser eliminado mediante una acertada política económica. Esa posibilidad nunca se ha verificado.

Algunos teóricos estiman que países como Brasil cuentan con un amplio margen para implementar el modelo social-desarrollista (Carneiro, 2012b, 2012c). Pero lo ocurrido durante la última década es ilustrativo de las dificultades para concretar la conciliación de objetivos que postula ese esquema.

La economía brasileña creció (por debajo del promedio regional) con incrementos del consumo, endeudamiento de los sectores medios y un gran boom de las commodities. Pero el nivel de la inversión fue bajo, el estancamiento industrial persistió y el envejecimiento de la infraestructura alcanzó un punto crítico en energía, comunicaciones y transporte. 

En este período la gravitación de las rentas agro-exportadoras continuó disuadiendo la reindustrialización y la expansión de la demanda volvió a enfrentar el techo de un sistema financiero que absorbe gran parte del excedente. La intervención estatal y las políticas económicas heterodoxas tampoco fueron suficientes para reducir la brecha tecnológica[5].

Estas mismas contradicciones se han observado con mayor nitidez en Argentina. Un modelo -que apostó al virtuosismo de la demanda- facilitó la recuperación inicial de una economía devastada por el derrumbe del 2001. Pero al cabo de un quinquenio de gran crecimiento afloraron los límites de un esquema que genera inflación, desajustes cambiarios y déficit fiscal.

Como la altísima renta sojera no financió la reindustrialización, la actividad productiva se estancó. Los grandes ingresos del fisco fueron canalizados hacia subsidios a los capitalistas, que volvieron a fugar capital sin aportar inversiones significativas.

Todos los efectos del impulso a la demanda quedaron neutralizados por la preservación de una vieja base agro-exportadora, un perfil industrial dependiente y un sistema financiero adverso a la inversión. El incentivo al consumo manteniendo esa estructura recreó las viejas tensiones macroeconómicas que afectan al país[6]. 

¿Capitalismo redistributivo? 

En los países con esquemas social-desarrollistas explícitos los resultados han sido limitados y contradictorios. Venezuela tuvo una etapa de crecimiento incentivado por la demanda que se frenó y desembocó en el estancamiento inflacionario actual. Bolivia ha logrado una expansión mas sostenida en un escenario muy peculiar[7].

Todos estos modelos afrontan desequilibrios semejantes que aparecen cuando la expansión de la demanda choca con las exigencias de rentabilidad. El neo-desarrollismo resuelve esa tensión promoviendo las medidas reclamadas por los capitalistas y el social-desarrollismo rehúye el problema.

Los promotores de ese enfoque consideran que la implantación de sistemas productivos diversificados, basados en la democracia participativa y la redistribución del ingreso, permitirá reducir la inequidad y transformar el crecimiento en desarrollo.

Pero pierden de vista la intensidad de las crisis periódicas que afronta el capitalismo. Esas convulsiones revierten las coyunturas de prosperidad, reavivan el desempleo y masifican la precarización laboral.

El social-desarrollismo olvida esas experiencias y formula cuestionamientos al neoliberalismo sin analizar las contradicciones y límites del capitalismo. Los desequilibrios de ese sistema no obedecen sólo a desaciertos de una u otra política económica. Este tipo de fallidos explica tensiones de corto plazo o errores en ciertos planos, que conviven con falencias estructurales en otros campos.

Muchas miradas social-desarrollistas tienden a centrarse en la coyuntura subrayando problemas derivados del tipo de cambio (elevado o reducido), las tasas de interés (gravosas o dispendiosas) o las políticas monetarias (expansivas o contractivas). Cuando fracasa una orientación se afirma que debió primar la acción inversa. 

Con esta visión postulan a posteriori enmiendas contra-fácticas. Afirman que si en cierto momento se hubiera hecho tal cosa, jamás habría emergido el desequilibrio en cuestión. De esta forma olvidan las contradicciones que habrían aparecido en otros terrenos, si se aplicaba la receta propuesta[8].

Este tipo de encerronas surge de ignorar que todas las tensiones en juego expresan desequilibrios intrínsecos del capitalismo. Este sistema funciona regenerando contradicciones que ninguna política económica puede eliminar.

El keynesianismo radical soslaya estos problemas imaginando al capitalismo como un gran engranaje de variables monetarias, cambiarias o fiscales. Supone que un buen ministro puede equilibrar estos agregados, asegurando el perfil progresista del modelo. Pero la historia económica de América Latina desmiente esa expectativa. 

¿Empalme con la Teoría de la Dependencia? 

Muchos autores social-desarrollistas remarcan la continuidad de los desequilibrios centro-periferia y promueven una convergencia de la CEPAL con el dependentismo. Estiman que Furtado y Marini aportan los pilares del modelo requerido para interpretar la evolución de América Latina[9].

Pero esta última combinación es conflictiva. Ambos teóricos compartían diagnósticos sobre el origen del subdesarrollo regional, pero postulaban explicaciones y soluciones muy distintas para el mismo fenómeno. Por eso encabezaron dos escuelas contrapuestas que no pueden amalgamarse.

Todos los desequilibrios subrayados por Furtado eran analizados por Marini como características del capitalismo periférico. Destacaba la perpetuación de esas contradicciones por la inserción regional subordinada en el mercado mundial, las exacciones del capital extranjero y la incidencia de la estructura rentista. El teórico marxista no sólo descartaba la posibilidad de modificar ese status con políticas económicas, sino que objetaba explícitamente la ilusión de emerger del subdesarrollo mediante el industrialismo de la CEPAL.

Su visión incorporaba los aportes analíticos de Prebisch (esquema centro-periferia, deterioro de los términos de intercambio, heterogeneidad estructural) y de Furtado (impacto de la oferta laboral sobre la estrechez salarial, efecto de la importación de insumos sobre el freno industrial). También avalaba las críticas a una vieja matriz agraria, que sofocaba el desarrollo manufacturero y restringía el poder de compra de la población (Marini, 1994).

Pero Marini nunca compartió la esperanza desarrollista de resolver estos desequilibrios con políticas de modernización monitoreadas por el estado. Cuestionó el optimismo en esa posibilidad durante los ciclos de crecimiento y objetó el pesimismo estancacionista en los períodos de agotamiento de ese auge. En ambas fases subrayó los límites sistémicos del capitalismo en la periferia.

Marini cuestionó a Furtado con un criterio semejante al utilizando por Marx para objetar a Ricardo. Ponderó la actitud científica de ese pensador y destacó sus hallazgos teóricos. Pero al mismo tiempo subrayó la imposibilidad de comprender el funcionamiento del capitalismo latinoamericano desde una óptica burguesa. Por esta razón nunca intentó fusionar el estructuralismo con la Teoría Marxista de la Dependencia.

 Capitalismo de Estado 

El social-desarrollismo asigna una gran incidencia a la capacidad del estado para motorizar los componentes progresistas del capitalismo. Supone que la propia evolución de este sistema necesita regulaciones para contrapesar el predominio de las finanzas y la competencia descontrolada. El capitalismo de estado es visto como un mecanismo auto-corrector que permite la supervivencia de la acumulación. ¿Pero cuáles son sus peculiaridades?

El capitalismo de estado no puede ser definido por el simple acrecentamiento de la intervención económica del sector público. Esa expansión se verifica en todos los países. Está presente en la incidencia del Pentágono en Estados Unidos, en la cogestión alemana de las empresas o en el paternalismo de los funcionarios japoneses. Esa influencia ha sido dominante durante todo el siglo XX y no determina ninguna especificidad de los modelos capitalistas. Ha constituido un rasgo compartido por el liberalismo de los años 20, el keynesianismo de posguerra y el neoliberalismo actual.

Si el capitalismo de estado sólo implicara mayor incidencia del estado resultaría difícil distinguir las políticas económicas ortodoxas, heterodoxas, monetaristas o neo-keynesianas. Tampoco se podría entender los momentos de alta intervención (socorro de los bancos) y menor regulación (privatizaciones) que han registrado en las últimas décadas de neoliberalismo.

El capitalismo de estado no es siquiera sinónimo de gran acción estatal en circunstancias críticas. En esas coyunturas la injerencia estatal se impone como un dato, cualquiera sea el modelo predominante. El ejemplo más nítido de esta tendencia fue el auxilio de los bancos durante el colapso del 2008-09. En el cenit del neo-liberalismo la mano visible del estado fue reforzada para salvaguardar la continuidad del sistema financiero.

Frente a estas dificultades para definir con alguna precisión el significado del capitalismo de estado, el enfoque social-desarrollista tiende a subrayar el creciente peso de de las empresas públicas. Algunos autores estiman que esa tendencia se acentuó en los últimos años, con la incorporación de 120 entes públicos al ranking de las principales firmas del planeta (2004-2009). Recuerdan que un tercio de la inversión extranjera directa realizada en las economías emergentes fue ejecutada por ese tipo de compañías (2003-2010) (Crespo, 2013).

Pero esa visión omite la pérdida de supremacía estatal efectiva en las empresas con gran accionariado capitalista y alta preeminencia del gerenciamiento privado. También olvida el deterioro del perfil nacional en las firmas integradas a las redes transnacionales de la inversión y el financiamiento global. El papel predominante de los grandes grupos burgueses no disminuye en esta versión de capitalismo regulado.

Las empresas públicas actuales difieren significativamente de sus equivalentes de posguerra. Incluyen formas de sociedades mixtas con mayor participación de los inversores privados. Esta influencia determina un sometimiento mayor de las firmas a las exigencias de rentabilidad que el mercado bursátil.

El capitalismo de estado incluye, por lo tanto, una amplísima gama de definiciones o tendencias permiten amoldar sus caracterizaciones a lo que se pretende demostrar. Por esta razón son más esclarecedores los debates sobre la aprobación o la crítica de ese esquema.

Sus defensores sugieren que amortigua (o elimina) los problemas que acosan al capitalismo privado. Pero no explican cómo podría eludir las crisis que afectan a todo el sistema. Los estallidos financieros, la superproducción, la caída de la tasa de ganancia, la retracción del consumo no son patrimonio exclusivo del privatismo. El temblor del 2008 conmovió con la misma intensidad a Estados Unidos, Alemania o Francia.

Algunos autores social-desarrollistas fundamentan su reivindicación con otros argumentos. Estiman que el capitalismo de estado cumplirá un rol progresivo, si se extiende a escala internacional, frenan el predominio de las fuerzas conservadoras y abre caminos hacia el igualitarismo (Pomar 2013a: 6, 51-53, 65).

Con esa visión se retoman las viejas creencias de la social-democracia pero sin demostrar su factibilidad. Durante el siglo XX no se registró un solo caso de evolución hacia el capitalismo humanizado y se verificaron incontables evidencias de procesos regresivos. De la estabilización del capitalismo sólo emergieron fases ulteriores de mayor inequidad.

Una modalidad progresista del capitalismo es un contrasentido. Este sistema se desenvuelve perpetuando la desigualdad y los privilegios de los grupos dominantes. Por esta razón las visiones benévolas del capitalismo son utopías negativas. Suponen que este régimen podría mejorar su funcionamiento para favorecer a las mayorías populares, cuando en los hechos afecta a los trabajadores. 

Burocracias y burguesías 

A diferencia de sus pares convencionales, los autores social-desarrollistas estiman que en América Latina la burguesía es un grupo social reacio a comandar procesos sostenidos de acumulación. Consideran que ese sector ha sido hostil a todos los intentos industrialistas con mejoras sociales ensayados en el pasado.

Pero constatan esa deserción sin explicar las razones de esa conducta. Ese abandono fue una reacción frente a los desbordes de la lucha social y las amenazas de radicalización popular. En esos momentos se activaron los reflejos conservadores de la burguesía y se corroboró su fuerte entrelazamiento con la oligarquía y el capital extranjero.

Como ese comportamiento persistió en las últimas décadas, algunos teóricos proponen contrarrestar el previsible abandono burgués del proyecto industrialista, con una mayor presencia del estado. Otros prescinden de evaluaciones y simplemente sustituyen la calificación de los empresarios por juicios de la eficacia estatal. Suponen que en esa intervención radica el secreto del desarrollo cualquiera sea la conducta de los patrones.

Pero no es muy lógico suponer que un modelo capitalista podrá forjarse sin protagonismo hegemónico burgués. El sistema requiere una clase dominante que acumule dinero, extraiga ganancias y reinvierta capital. Por esta razón todas las sugerencias iniciales de sustitución estatal tienden a postular posteriormente medidas de fortalecimiento del empresariado.

El social-desarrollismo convoca a limitar la gravitación de la burguesía pero apoya políticas de sostenimiento de ese sector. Esta contradicción demuestra hasta qué punto resulta difícil promover un sistema para los capitalistas sin presencia de los principales involucrados.

Para superar este conflicto se suele promover un mayor reemplazo de protagonistas. El lugar ocupado por las clases burguesas es asignado a los funcionarios que gestionan el estado. Se supone que la burocracia se guía por intereses de elites que superan el mero lucro.

Pero la experiencia desmiente esa independencia social de las burocracias. Este segmento conforma capas autónomas muy conectadas con las clases dominantes. Siempre administran el estado en sintonía con los grandes grupos empresariales.

Es cierto que las elites configuran un segmento específico con objetivos propios, que afronta distintos conflictos con las fracciones financieras, industriales o comerciales del capital. Pero están asociadas con la burguesía y comparten los mismos principios de enriquecimiento, lucro y explotación. Por eso se oponen a cualquier proyecto que afecte la continuidad del sistema vigente (Miliband, 1997: cap 1).

La crema del funcionariado aspira a transformarse en capitalista para reforzar su poder con la propiedad de los medios de producción. El manejo del estado le permite ubicarse en un status privilegiado, pero sólo como dueños de las fábricas y los bancos pueden estabilizar esas ventajas y transmitirlas a sus herederos. La burocracia es imitadora y no rival de la burguesía. 

¿Dos desarrollismos? 

En el plano político los autores progresistas contraponen sus proyectos democrático-estatales con las variantes conservadoras del desarrollismo. Consideran que en el caso de Brasil esa disputa se ha procesado dentro de los gobiernos de Lula-Dilma y apuestan a ganar la partida al interior del Partido de los Trabajadores (Pomar, 2013b).

Pero el propio retrato que presentan de ese partido contradice esa expectativa. Describen una organización que surgió con proyectos socialistas y se convirtió en una maquinaria electoral entrampada en la preservación del status quo.

Partiendo de esa caracterización no explican cómo podría el PT retomar un rumbo de izquierda. Esa organización se ha incorporado al mundo de las grandes empresas, forjó alianzas con las oligarquías provinciales y utiliza el voto clientelar. Participa de la financiación oscura de la política, redujo la gravitación del sindicalismo obrero y potenció el peso de los hacendados y los multimillonarios (Rocha, 2014; Berterretche, 2014).

Los teóricos social-desarrollistas igualmente argumentan que las mejoras sociales obtenidas en la última década podrían proyectarse al plano de la justicia, el funcionamiento del estado y la democratización de los medios de comunicación. Consideran que esas asignaturas pendientes serán encaradas en la próxima etapa, si se logra revertir la hegemonía cultural que mantiene la derecha (Pomar, 2013a: 62-63, 94).

Pero esa extensión requeriría afectar los intereses capitalistas y el PT no muestra ninguna disposición a involucrarse en esa confrontación. Por esa razón está amenazada la propia continuidad (o profundización) de los logros sociales. Este peligro surge de la estrecha asociación que mantiene el gobierno con los grandes grupos empresarios.

Los defensores del giro democrático-desarrollista presentan la política exterior como un ejemplo de realizaciones posibles que podrían ampliarse a otras esferas. Describen la promoción de la multilateralidad, la autonomía frente a Estados Unidos y la diversificación de la diplomacia hacia los países del Sur. Consideran que en este plano se verificó la compatibilidad de las iniciativas empresariales y populares (Pomar, 2013a: 98-128).

Pero las misiones comerciales, las inversiones externas, los créditos del BNDES apuntaladas por Itamaraty no han sido innovaciones del PT. Esa cancillería acumula una larga trayectoria de intervenciones externas sin componentes populares.

La diplomacia de la última década ha seguido el modelo del PSOE español, que se convirtió en un lobista de las firmas ibéricas en el exterior. Lula ha emulado a Felipe González como intermediario de los negocios y transformó al PT en un organizador de empresas con proyecciones globales (especialmente en Latinoamérica y África).

Esta mutación es omitida con elogios a la recuperación de tradiciones nacionalistas favorables a la integración regional y a la democratización de las relaciones internacionales (Pomar, 2013a: 98-128).

Pero esta caracterización no condice con la ocupación militar de Haití. En esa intervención Brasil actúa en sintonía con Estados Unidos en el ordenamiento del hemisferio. Las tropas brasileñas han permanecido en la isla en medio de contundentes denuncias de complicidad con la represión y la tragedia social imperante. En los hechos Itamaraty ha buscado demostrar que puede asumir responsabilidades en la custodia del status quo regional (Chalmers, 2014).

El giro internacional conservador del PT se ha verificado también en su intento de limitar la presencia de las corrientes radicales en organismos de fuerzas progresistas (como el Foro de Sao Paulo). Por ejemplo, en el XVII encuentro de esa entidad suscitó una gran controversia su veto a dos organizaciones de este tipo (Marcha Patriótica de Colombia y Libre de Honduras). 

Expectativas regionales 

El modelo social-desarrollista está concebido a escala regional. Sus promotores estiman que el fortalecimiento del MERCOSUR y la conformación de un bloque geopolítico autónomo son condiciones básicas para el desarrollo con inclusión social.

¿Pero el enlace regional torna más realizables las metas que no se han alcanzado en cada nación? ¿Por qué razón el capitalismo regional corregiría esas carencias? La principal respuesta realza la mayor escala de los mercados y la creciente capacidad de negociación internacional de un bloque zonal.

Pero olvida que esa extensión no desactiva los intereses centrípetos de los distintos grupos empresarios. Las burguesías brasileña, argentina o colombiana continúan privilegiando los negocios internacionales que han forjado a lo largo de siglos, en desmedro de un mercado latinoamericano común.

La existencia del MERCOSUR (o UNASUR) demuestra que esos sectores también trabajan junto a las empresas transnacionales en el ámbito regional. Los intercambios comerciales y las inversiones en esta área son muy superiores al pasado. Pero hasta ahora, no existe el menor indicio de tendencias a la amalgama de los capitalistas latinoamericanos, en un conglomerado social convergente.

A diferencia de Europa ni siquiera despunta la aparición de un proto-estado regional unificado con monedas, cancilleres o parlamentos comunes. Tampoco hay esbozos de ejércitos, banderas o himnos compartidos. A diferencia del Viejo Mundo, América Latina siempre fue una región subordinada al capitalismo mundial y ese status no ha cambiado en el siglo XXI. La reinserción global de la zona como exportadora de materias primas ha recreado parcialmente ese sometimiento y socava los intentos de forjar asociaciones regionales autónomas.

Por esta razón, el MERCOSUR nunca despegó y actualmente enfrenta renovados obstáculos para su desenvolvimiento. También el equilibrio político consensuado dentro de UNASUR -entre gobiernos muy disímiles- empuja a este organismo a una periódica inacción[10].

Algunos pensadores estiman que América Latina igualmente puede alumbrar su propia variante de capitalismo regional progresista, si se incorpora al bloque contra-hegemónico que lideran China y Rusia, en el nuevo escenario de la multipolaridad. Los BRICS son vistos como el principal laboratorio de un nuevo polo coordinado de capitalismo de estado. Esperan que Brasil construya el puente de la región con las futuras potencias (Pomar 2013a: 14-15, 51-53, 65).

Pero basta observar la relación que ha establecido la principal economía en ascenso del mundo con América Latina para desmentir esas creencias. China incrementó en forma significativa su intercambio con la región y el volumen total del comercio pasó de 10 billones (2000) a 257 billones de dólares (2013). Pero casi todas las ventas al gigante asiático están compuestas por cereales, minerales y soja y el 91% de las compras son productos manufacturados. Este mismo patrón rige para la sub-potencia brasileña.

A pesar de la mejora en los términos de intercambio registrada en la última década, el patrón comercial de Latinoamérica con China tiende a repetir los viejos  desbalances que afectan a la región. Ya son numerosas las comparaciones del esquema actual con el modelo impuesto por Gran Bretaña en el siglo XIX. Ese curso primarizó a la región y bloqueó su desarrollo industrial (Ventura, 2014).

La reaparición de las tradicionales disparidades entre el centro y la periferia impide la concreción de una variante cooperativa del capitalismo de estado. Muchos estudiosos de las relaciones de América Latina con China describen la asimetría estructural que se ha creado entre ambas regiones (Martins, 2011).

Esta misma desigualdad se verifica en torno a los BRICS, que impulsan emprendimientos financieros (como el reciente banco de desarrollo), sin alterar la brecha que separa a las potencias industriales (China) o militares (Rusia) de los proveedores de materias primas (Brasil). 

¿Un paso hacia el socialismo? 

Algunos enfoques vislumbran el ambicionado capitalismo progresista como un anticipo del socialismo. Consideran que el MERCOSUR y la relación con China pavimentarán el camino hacia la sociedad igualitaria. Observan estas iniciativas como eslabones de un proceso global, que inclinará la balanza global a favor de los proyectos populares resistidos por las elites occidentales.

¿Pero cómo podría gestarse ese amortiguador con organismos interesados en mantener lazos privilegiados con las empresas transnacionales? Ese tipo de conexión predomina en la actualidad en todos los modelos de capitalismo vigentes.        

En los años 80 se concebía otra transición a través de un Nuevo Orden Económico Internacional sostenido por la URSS. El propio concepto de capitalismo de estado (o capitalismo monopolista de estado) fue perfeccionado durante ese periodo con interpretaciones muy variadas. En algunas visiones era visto como un adversario del bloque soviético y en otros era interpretado como un nexo hacia la extensión internacional del socialismo (Inozémtsev, Mileikovski, 1980; Valier, 1978).

Las miradas actuales se alejan de ese enfoque, pero señalan que la preparación actual del socialismo transitará en América Latina por cursos neo (o social) desarrollistas de capitalismo. Con ese fundamento aprueban a los gobiernos de centroizquierda, estimando que esas administraciones consolidan la autonomía diplomática requerida para apuntalar la etapa pre-socialista. También destacan cómo esas administraciones limitan la preeminencia de gobiernos pro-estadounidenses y contribuyen a frenar las conspiraciones derechistas contra Bolivia y Venezuela (Pomar 2013a: 39, 47, 54, 56).

Pero esa contención incluye un componente de tutela conservadora para neutralizar los procesos más avanzados de la región, que es omitida por los social-desarrollistas. Evitan considerar las consecuencias de las medidas exigidas para forjar el capitalismo regional.

Esta construcción aporta ciertos blindajes externos a los procesos políticos antiimperialistas, pero exige limitar sus niveles de radicalización. Este acordonamiento no es novedoso. Todas las revoluciones afrontaron ese cerrojo y las victorias se lograron sorteando esas presiones.

Una forma de obstruir la radicalización es relegar al ALBA a un rol testimonial, estimando que sólo la UNASUR está disponible para ejercitar alguna acción efectiva en la región. Los autores que aceptan esa política reconocen la simpatía de toda la izquierda con el primer proyecto, pero subrayan la imposibilidad de extenderlo (Pomar 2013a: 41-43, 58, 194).

Esa mirada omite que dentro de UNASUR hay varios gobiernos explícitamente reaccionarios. Por esa razón ese organismo sólo puede aportar un paraguas defensivo frente al acoso imperial, pero nunca apuntalará la dinámica antiimperialista que necesita América Latina, para abrir un cauce hacia el socialismo. 

Propuestas incompatibles 

La expectativa de arribar paulatinamente al socialismo una vez concluida la fase previa de capitalismo estatal retoma la vieja estrategia de las etapas, que desde los años 40 postularon muchos Partidos Comunistas. Esta teoría jerarquizaba la batalla contra los latifundistas y esperaba actitudes progresistas del empresariado nacional.

Los social-desarrollistas conocen esa frustrada experiencia pero evitan juzgarla. Se limitan a proponer su repetición, con la esperanza que el tiempo transcurrido impida una nueva decepción. No aclaran cómo se eludiría ese resultado transitando por el mismo camino (Pomar 2013a: 27-29, 35).

Es evidente que el socialismo nunca llegará si se afianza el capitalismo. Un sistema es incompatible con el otro. El principio básico del primer régimen es la igualdad y el cimiento del segundo es la explotación. Cualquier proyecto de transición al socialismo requiere el declive y no la extensión del capitalismo.

Para forjar variedades de este último sistema hay que desenvolver prósperos negocios que apuntalen las fortunas de las clases dominantes. Ese proceso consolida privilegios que alejan la esperanza de socialismo.

En el pasado la alianza con las burguesías no condujo al reemplazo del modelo agro-exportador por procesos exitosos de industrialización. Por esta razón tampoco se verificó el siguiente paso de maduración económica previa del pos-capitalismo. La supervivencia del sistema actual recreó distintas modalidades de acumulación.

Muchos autores progresistas también supusieron que la burguesía se resignaría a suscribir alianzas desfavorables a su propio futuro, ante la imposibilidad de detener un curso socialista inevitable de la historia. Pero en los hechos muy pocos patrones se sometieron a ese mandato teleológico y continuaron preservando el sistema que los beneficiaba.

En esos años también se imaginaba que el patriotismo de los capitalistas favorecería desenlaces socialistas. Esta expectativa era particularmente intensa en las coyunturas bélicas o en los momentos de agresión neo-colonial. Pero siempre se corroboró una predilección opuesta de las clases opresoras a aceptar la dominación extranjera para preservar sus privilegios.

En todas esas variantes el socialismo era concebido como un norte visible, al cabo de ciertos años o décadas de prosperidad capitalista nacional. Este enfoque ha perdido actualmente esa vieja temporalidad. Los social-desarrollistas no sugieren en qué momento comenzaría el pasaje del capitalismo de estado a la sociedad igualitaria.

Como presuponen que ese estadio requiere la consolidación previa de un modelo capitalista regional la fecha en juego resulta inimaginable. Si el capitalismo latinoamericano aún no fue parido, tampoco es posible concebir cuándo emergerá su sucesor. 

La correlación de fuerzas 

Otro argumento para preceder la batalla por el socialismo con modelos de capitalismo resalta la necesidad de cambiar las relaciones de fuerza actualmente adversas (Pomar 2013a: 14-15).

Al cabo de dos décadas de neoliberalismo, el escenario mundial de repliegue que describe ese diagnóstico es indiscutible. Pero un cambio de ese contexto dependerá de luchas sociales victoriosas que permitan frenar los atropellos de las clases dominantes.

La correlación de fuerzas sólo mejoraría con ese resultado y no con la aparición de otro modelo capitalista. Un esquema desarrollista no es sinónimo de avances sociales. Basta recordar que en los años 60 varias dictaduras sudamericanas adoptaron ese perfil económico, para constatar la inexistencia de esa identidad.

Las miradas social-desarrollistas de la correlación de fuerzas no retratan el estado de la confrontación entre trabajadores y patrones, sino la presencia de modelos más o menos favorables al capitalismo de estado. En estas interpretaciones no se evalúa cuántas conquistas obtienen o pierden los asalariados, sino qué sector de la burguesía predomina. Si los industriales monitorean el sistema, el veredicto es auspicioso y si predominan los financistas, el juicio es sombrío.

Este abordaje postula una simplificada contraposición entre neoliberales y neo-desarrollistas. Si la economía se estanca, aumenta la pobreza y se expande la desigualdad es por la primacía del primer grupo. Cuando prevalecen tendencias opuestas todos los méritos son asignados a la segunda corriente. El escenario objetivo del capitalismo y el desenlace de las luchas populares que explican ambas coyunturas quedan relegados, frente a esa forzada contraposición binaria.

Con ese criterio cualquier consideración de la correlación de fuerzas se torna arbitraria. Además, se suelen potenciar la adversidad de los escenarios para realzar la necesidad de alianzas con los capitalistas, que atemperen la debilidad de los oprimidos. El análisis real de las derrotas o victorias de los movimientos populares queda sometido a un filtro, que dirime cuánto apuntalan u obstruyen esas acciones la gestación del capitalismo progresista.

Con este enfoque las discusiones de la izquierda pierden la brújula. Los elogios al capitalismo social-desarrollista permiten establecer diálogos con los economistas del sistema que ignoran, rechazan u omiten referencias al socialismo. Pero el intercambio se torna más complejo con los marxistas que cuestionan al capitalismo y apuestan a su erradicación.

La sustitución del programa socialista por convocatorias a una etapa común con la burguesía induce a la adopción de las preocupaciones de las clases dominantes. El cuestionamiento de la explotación es sustituido por impugnaciones del libre-comercio y las objeciones al capitalismo como sistema son reemplazadas por críticas a sus modalidades financieras, a las ganancias excesivas o a la escasa regulación. La competitividad es aceptada como principio e incluso convertida en la prioridad de toda la sociedad.

La trayectoria de las corrientes social-demócratas ilustra esta involución. Luego de asumir la necesidad del capitalismo comenzaron a participar en la administración de los lucros que genera este sistema. En la actualidad su mimetización con los representantes de la burguesía es total. 

Discutir sin prevenciones 

Algunos autores social-desarrollistas consideran que los debates sobre estrategias socialistas no deben traspasar los límites nacionales. Suponen que cada pueblo construye su propio camino sin contrastarlo con otras experiencias. Por eso objetan cualquier contraposición “dicotómica” entre izquierdas socialdemócratas y radicales. Estiman que cada variante se corresponde con las peculiaridades de su país y convocan a un desarrollo convergente de ambas vertientes (Pomar 2013a: 15, 24-25, 56, 59, 49).

Pero la historia de los procesos revolucionarios ilustra todo lo contrario. Estos cursos prosperaron a través de controversias entre fuerzas adversas. Esa diferenciación permitió a los bolcheviques superar a los mencheviques, a Mao romper con Chang Kai Shek y a Fidel Castro desembarazarse de los gusanos.

Ciertamente el momento actual no se equipara con esos períodos, pero rigen los mismos contrapuntos y la misma necesidad de clarificarlos, si se aspira a promover algún rumbo socialista. Este esclarecimiento transita por una diferenciación entre proyectos estratégicos pro y anticapitalistas.

Nadie discute que la transición al socialismo será un proceso prolongado que incluirá complejas disputas entre el plan y el mercado. Pero esa contraposición sólo puede desenvolverse en una sociedad que comenzó la erradicación del capitalismo y no al interior de este sistema. 

Resumen 

La variante progresista del neo-desarrollismo prioriza la expansión de la demanda omitiendo las tensiones con la ganancia. También busca equilibrar las variables macroeconómicas desconociendo los desajustes que genera la acumulación. Su expectativa de sustraer al capitalismo de estado de las crisis que afronta el sector privado no se verifica. Tampoco es viable el reemplazo de empresarios por funcionarios.

Los proyectos políticos del desarrollismo democrático-popular chocan con los compromisos asumidos por la variante conservadora y el modelo regional cooperativo está afectado por la inserción global primarizada. Es erróneo observar a los gobiernos de centro-izquierda como antesala del socialismo y sustituir la evaluación de la lucha social por registros de proximidad o lejanía del industrialismo capitalista. Respetar las singularidades nacionales no impide discutir contrastando experiencias.  

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Notas 

[1] Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz 
[2] En Brasil: Carneiro, (2012a). En Argentina: Amico, Fabián; Fiorito, Alejandro, (2014), Wierzba, Guillermo (2014). En México: Guillén (2013). 
[3]Esta evaluación se fundamenta en las investigaciones de Dos Santos, Theotônio (2011)
[4]También aquí se inspiran en los trabajos de Dos Santos, Theotonio (2008). 
[5] Nuestro balance en: Katz (2014a). También: Castelo (2012) 
[6]Nuestra visión en Katz (2014b) 
[7]Analizamos estos dos casos en Katz, Claudio, “Los dilemas de Venezuela” y  Katz Claudio, “Las sorpresas de Bolivia” (próxima difusión). 
[8]Fiori describe esas contradicciones en orientaciones que auspician contradictorias políticas de industrialismo y exportación de recursos naturales o incrementos de la competitividad y mejoras del poder compra, con iniciativas monetario-fiscales expansivas y austeras. Fiori (2011, 2012a, 2012b).
 [9] Guillén (2013). Otros pensadores cercanos a la escuela brasileña de UNICAMP postulan enfoques endogenistas, que enfatizan la gravitación de los determinantes internos en el subdesarrollo 
[10]Nuestro enfoque en: (Katz, 2008: cap 5)