Claudio Katz [1]
Diversos
exponentes del pensamiento radical han formulado en los últimos años críticas
contundentes al desarrollismo. Estos cuestionamientos objetan el extractivismo y los modelos de crecimiento a cualquier
precio. Destacan especialmente los efectos devastadores de la agro-exportación y la minería a cielo
abierto que impera en América Latina. Ambas actividades constituyen el pilar de
un curso económico regresivo implantado a mitad de los 80[2].Ese patrón de acumulación refuerza la condición dependiente de la región y su inserción periférica (o semiperiférica) en la división internacional del trabajo. Consolida la desposesión de las mayorías populares, refuerza el desempleo y favorece a las empresas que lucran con la precarización del empleo.
La depredación del medio ambiente suscita incontables conflictos sociales. Los adversarios del desarrollismo participan activamente en la resistencia popular contra el saqueo del subsuelo, la desertificación, la extinción de las selvas y la desaparición de los bosques. Aportan detalladas denuncias de las consecuencias de esa demolición. Las movilizaciones para preservar los recursos naturales originaron gran parte de las movilizaciones populares del último quinquenio. Un tercio de estas acciones estuvieron relacionadas con esa problemática y sólo en el 2012 se computaron 184 confrontaciones de ese tipo en la región. Cinco protestas alcanzaron dimensiones transfronterizas (Svampa 2013; Bruckmann, 2012).
Las críticas al extractivismo han sido planteadas desde enfoques ideológicos muy variados. Algunos teóricos cuestionan ese atropello con miradas reformistas promoviendo mayores regulaciones del estado. Otros observan el deterioro del medio ambiente desde perspectivas marxistas, como un efecto de la competencia por beneficios surgidos de la explotación. Un tercer conglomerado de autores postula ideas pos-desarrollistas[3].
Objeciones
al desarrollo
El genérico término de
pos-desarrollo es utilizado por muchos participantes de la batalla contra el
extractivismo. Identifican ese concepto con un proyecto alternativo al modelo
actual de acumulación a costa de la naturaleza.
Pero desde principios de los años 90 esa noción también presenta otra acepción, como cuestionamiento a todas las nociones de desarrollo. Arturo Escobar sintetiza esta visión, postulando una influyente caracterización del escenario latinoamericano.
En sus escritos polemiza con los fundamentos “euro-céntricos” del desarrollo y remarca la atadura de ese concepto al restrictivo universo de las teorías modernas. Estima que los desarrollistas no registran la existencia de otras trayectorias de convivencia humana y propone una “de-construcción del desarrollo”.
Esa labor permitiría sustituir los razonamientos dependientes del pensamiento occidental por enfoques centrados en la revalorización de las culturas vernáculas. Resalta la inutilidad de las viejas preguntas sobre el subdesarrollo de la periferia y promueve indagar las distintas formas en que Asia, África y América Latina fueron representadas como regiones atrasadas.
Escobar alienta ese viraje analítico mediante un rechazo de las preocupaciones tradicionales por el progreso y el avance de las fuerzas productivas. Considera más provechoso evaluar los discursos y las representaciones que emergen de las resistencias sociales. Convoca a estudiar esas protestas como prácticas del saber y como actos de subversión de los conocimientos.
La mirada de Escobar no retoma los cuestionamientos tradicionales a cierto tipo de desarrollo. Objeta la propia idea de desenvolvimiento económico y social, a partir de una impugnación de las cosmovisiones totalizadoras. Estima que obstruyen la percepción de las diferencias y la clarificación de los problemas.
Para superar estas adversidades considera necesario abandonar el viejo apego a una sola perspectiva analítica. Aboga por la multiplicidad de enfoques y polemiza con el desconocimiento marxista de esa variedad. Estima que la simbiosis de esa teoría con la modernidad le ha quitado capacidad interpretativa y atribuye ese empobrecimiento a la preeminencia asignada a la búsqueda de cierta verdad (Escobar, 2005: 17-30).
Otros autores aplican un enfoque semejante a la problemática de la dependencia. Afirman que esa noción padece ataduras al proyecto modernista y genera funcionalismo y mecanicismo. Critican el deslumbramiento con las creencias modernizadoras y con las expectativas de progreso ancladas en el devenir de ciertas leyes sociales (Munck 1999).
La
realidad del subdesarrollo
Escobar constata el retraso estructural de América Latina pero cuestiona la necesidad de su desarrollo. Esta contradicción deriva de su peculiar caracterización de las carencias socio-económicas de la región.
Reconoce la diferencia cualitativa que separa a toda la zona de las economías avanzadas, pero sustituye la mirada habitual de esa brecha -como una fractura entre el centro y la periferia- por un contraste entre dos tipos de modernidades. Contrapone la variante plena y dominante de ese modelo en los países centrales, con la forma colonial y subordinada que imperó en la región (Escobar, 2013).
Con ese enfoque enfatiza más las desventuras culturales, políticas e ideológicas de América Latina, que su inserción dependiente en el capitalismo mundial. Relativiza el impacto del subdesarrollo económico y pierde de vista las consecuencias de la exacción de recursos, el vaciamiento de riquezas, las transferencias de valor y la especialización productiva en exportaciones primarias. Esta desposesión determinó una escala de atraso semejante al padecido por otras zonas periféricas del planeta.
Escobar rechaza las convocatorias usuales al desarrollo de América Latina. Considera que esos llamados recrean la “invención del subdesarrollo” que construyeron los colonialistas y repiten los colonizados (Escobar, 2010a).
Pero esa visión conduce a presentar el status objetivo del atraso latinoamericano como un simple imaginario, difundido por los poderosos y convalidado por los subordinados. Olvida que el subdesarrollo no es una creencia, un mito o un discurso, sino una terrible realidad de hambre, baja escolaridad y pobreza.
Este desconocimiento conduce a evadir el grave problema que afronta una región relegada. Durante siglos los principales intelectuales latinoamericanos constataron ese atraso. No priorizaron la temática del desarrollo por atadura a un relato emanado de Occidente, sino por las duras vivencias experimentadas en todos los países.
Escobar elude este dato. Se limita a evaluar discursos, sin conectar esos enunciados con el drama rector del subdesarrollo. Por eso divorcia la exposición verbal del problema de sus manifestaciones materiales directas, omitiendo las falencias específicas de América Latina.
La región no sólo necesita -como todas las sociedades del planeta- encontrar un camino de desenvolvimiento que preserve el medio ambiente. También debe incrementar la satisfacción general de las necesidades básicas y reducir -con desarrollo- la distancia que la separa de las economías avanzadas. Frenar el desastre ecológico es una meta de primer orden tanto para Haití como para Suiza, pero erradicar el atraso no es tarea común a ambos países.
Escobar denuncia acertadamente las consecuencias destructivas del capitalismo contemporáneo. Pero esa constatación no alcanza para evaluar el impacto diferenciado de ese deterioro en el centro y la periferia del sistema. Tampoco permite deducir los cursos de acción necesarios para remediar esa demolición.
Al igual que el resto de la periferia, América Latina debe combinar las protecciones ambientales con la aceleración del crecimiento. Si el subdesarrollo es visto como un mero relato de la modernidad, no hay forma de encontrar propuestas que sinteticen las salvaguardas ecológicas con la superación del retraso económico.
Insuficiencias
del localismo
Escobar prioriza las iniciativas locales y comunitarias. Descree de los proyectos totalizadores y se inclina por trabajos en ámbitos más restringidos. Su rechazo del desarrollo coincide con el disgusto por las propuestas de gran porte que formulan los estados nacionales y los organismos regionales.
Su enfoque pondera las experiencias ensayadas en el terreno local por los movimientos sociales y las ONGs. Remarca las ventajas que genera ese plano de intervención, en contraposición a los grandes proyectos que demandan las distintas clases sociales (Escobar, 2005: 17-30).
Su rescate de la acción comunitaria contribuye a rehabilitar los principios de la solidaridad y la cooperación. Pero los emprendimientos que se encaran con esos valores, sólo conquistan mayor relevancia cuando logran desbordar el ámbito inmediato. Si estas iniciativas no se inscriben en proyectos estratégicos de transformación social, pierden fuerza y consistencia.
La acotada perspectiva localista no permite gestar las iniciativas requeridas para resolver los grandes problemas de la región. Estos temas involucran acciones en vastos terrenos como la energía, las finanzas o la industrialización, que no pueden implementarse sólo a escala local.
La visión comunitaria es afín al viejo utopismo cooperativista. En su formato clásico esa visión promueve la progresiva disolución de las relaciones de explotación, al cabo de una prolongada expansión de empresas auto-gestionadas.
Ese tipo de emprendimientos permite efectivamente prefigurar un futuro igualitario, pero sólo aporta algunas semillas dispersas de ese porvenir. Un florecimiento significativo de la economía solidaria exige superar las reglas de la rivalidad y del lucro que rigen bajo el capitalismo. La experiencia ha demostrado que una sociedad equitativa no puede construirse en torno a islotes cerrados en los poros del sistema actual.
Escobar se distancia explícitamente de los planteos neo-ludistas y cuestiona las actitudes que romantizan la esfera local. Pero su concepción tiene grandes parentescos con esas utopías. Confirma esa proximidad cuando defiende la centralidad de las experiencias comunitarias, como principal camino de transformación social. Destaca que sólo allí se forjan los universos culturales que permitirían avanzar hacia el empoderamiento político (Escobar, 2005: 17-30).
Pero omite trazar un balance histórico de esos emprendimientos. Varios siglos de experiencias ilustran la imposibilidad de erradicar el capitalismo a través de una acumulación de ensayos locales. Ninguna de esas modalidades desafió la continuidad actual del sistema de competencia, beneficio y explotación.
En numerosos países se registraron momentos de gran expansión de las comunas agrarias, los kibutzim, las cooperativas industriales y las fábricas auto-gestionadas. Pero en ningún caso se verificó la esperada trayectoria hacia el cambio de sociedad. Este giro puede ser preparado, forjando universos culturales alternativos y ampliando la fuerza política de los oprimidos. Pero requiere una conquista del poder político, que es habitualmente objetada o rehuida por los teóricos del localismo.
La formulación más conocida de esa concepción –postulada por Holloway- convoca explícitamente a soslayar el manejo de la estructura estatal, para “cambiar el mundo sin tomar el poder”. Considera que esa captura recrearía las desventuras actuales, sustituyendo a un gobernante por otro en la administración del mismo estado (Holloway, 2002: 122-143). Pero la continuidad que denuncia obedece a la preservación de los intereses capitalistas por parte de las elites, que se suceden en el manejo del estado. Si esas clases y capas privilegiadas son desalojadas del poder y sustituidas por representantes de los oprimidos es posible construir otro estado y comenzar la construcción de otra sociedad.
Restringir la acción político-social al plano local eludiendo la conquista del gobierno y el manejo del estado conduce a perpetuar el capitalismo. Un camino opuesto de emancipación exige iniciar una larga transición hacia formas de gestión igualitaristas, que permitirían la paulatina extinción de las estructuras estatales actuales.
En horizontes temporales previsibles el localismo no puede reemplazar al estado, como referente de las demandas populares y como centro de la acción política. Cualquiera sea la multiplicación de contrapoderes alternativos resulta imposible desenvolver una lucha social efectiva ignorando a esa institución. El localismo desconoce ese dato y no formula estrategias pos-capitalistas adaptadas a las singularidades de América Latina[1].
Escobar prioriza las iniciativas locales y comunitarias. Descree de los proyectos totalizadores y se inclina por trabajos en ámbitos más restringidos. Su rechazo del desarrollo coincide con el disgusto por las propuestas de gran porte que formulan los estados nacionales y los organismos regionales.
Su enfoque pondera las experiencias ensayadas en el terreno local por los movimientos sociales y las ONGs. Remarca las ventajas que genera ese plano de intervención, en contraposición a los grandes proyectos que demandan las distintas clases sociales (Escobar, 2005: 17-30).
Su rescate de la acción comunitaria contribuye a rehabilitar los principios de la solidaridad y la cooperación. Pero los emprendimientos que se encaran con esos valores, sólo conquistan mayor relevancia cuando logran desbordar el ámbito inmediato. Si estas iniciativas no se inscriben en proyectos estratégicos de transformación social, pierden fuerza y consistencia.
La acotada perspectiva localista no permite gestar las iniciativas requeridas para resolver los grandes problemas de la región. Estos temas involucran acciones en vastos terrenos como la energía, las finanzas o la industrialización, que no pueden implementarse sólo a escala local.
La visión comunitaria es afín al viejo utopismo cooperativista. En su formato clásico esa visión promueve la progresiva disolución de las relaciones de explotación, al cabo de una prolongada expansión de empresas auto-gestionadas.
Ese tipo de emprendimientos permite efectivamente prefigurar un futuro igualitario, pero sólo aporta algunas semillas dispersas de ese porvenir. Un florecimiento significativo de la economía solidaria exige superar las reglas de la rivalidad y del lucro que rigen bajo el capitalismo. La experiencia ha demostrado que una sociedad equitativa no puede construirse en torno a islotes cerrados en los poros del sistema actual.
Escobar se distancia explícitamente de los planteos neo-ludistas y cuestiona las actitudes que romantizan la esfera local. Pero su concepción tiene grandes parentescos con esas utopías. Confirma esa proximidad cuando defiende la centralidad de las experiencias comunitarias, como principal camino de transformación social. Destaca que sólo allí se forjan los universos culturales que permitirían avanzar hacia el empoderamiento político (Escobar, 2005: 17-30).
Pero omite trazar un balance histórico de esos emprendimientos. Varios siglos de experiencias ilustran la imposibilidad de erradicar el capitalismo a través de una acumulación de ensayos locales. Ninguna de esas modalidades desafió la continuidad actual del sistema de competencia, beneficio y explotación.
En numerosos países se registraron momentos de gran expansión de las comunas agrarias, los kibutzim, las cooperativas industriales y las fábricas auto-gestionadas. Pero en ningún caso se verificó la esperada trayectoria hacia el cambio de sociedad. Este giro puede ser preparado, forjando universos culturales alternativos y ampliando la fuerza política de los oprimidos. Pero requiere una conquista del poder político, que es habitualmente objetada o rehuida por los teóricos del localismo.
La formulación más conocida de esa concepción –postulada por Holloway- convoca explícitamente a soslayar el manejo de la estructura estatal, para “cambiar el mundo sin tomar el poder”. Considera que esa captura recrearía las desventuras actuales, sustituyendo a un gobernante por otro en la administración del mismo estado (Holloway, 2002: 122-143). Pero la continuidad que denuncia obedece a la preservación de los intereses capitalistas por parte de las elites, que se suceden en el manejo del estado. Si esas clases y capas privilegiadas son desalojadas del poder y sustituidas por representantes de los oprimidos es posible construir otro estado y comenzar la construcción de otra sociedad.
Restringir la acción político-social al plano local eludiendo la conquista del gobierno y el manejo del estado conduce a perpetuar el capitalismo. Un camino opuesto de emancipación exige iniciar una larga transición hacia formas de gestión igualitaristas, que permitirían la paulatina extinción de las estructuras estatales actuales.
En horizontes temporales previsibles el localismo no puede reemplazar al estado, como referente de las demandas populares y como centro de la acción política. Cualquiera sea la multiplicación de contrapoderes alternativos resulta imposible desenvolver una lucha social efectiva ignorando a esa institución. El localismo desconoce ese dato y no formula estrategias pos-capitalistas adaptadas a las singularidades de América Latina[1].
El
barómetro extractivo
La existencia de un amplio abanico de gobiernos progresistas puso a prueba en la última década la consistencia de las tesis localistas. Se crearon escenarios transformadores que desbordaron el radio comunitario. Pero la mayor dificultad se registró con el extractivismo como criterio de evaluación de esas administraciones.
Este último rasgo es compartido por distintos gobiernos latinoamericanos. Es una característica común de administraciones derechistas, centro-izquierdistas y radicales. Todos se han amoldado a la reinserción internacional de la región como abastecedora de insumos básicos. ¿Corresponde por lo tanto situarlos en un casillero compartido de extractivismo?
Algunos partidarios del pos-desarrollismo tienden a resaltar esa uniformidad, en sus cuestionamientos frontales a los presidentes que avalan el proyecto primarizador (Dávalos, 2013).
Escobar se inclina por una postura intermedia. Rechaza la opción desarrollista de todas las administraciones, pero declara su simpatía con la propuesta del Buen Vivir que promueve Correa y con las políticas generales que implementan Maduro, Mujica y Kirchner (Escobar, 2013, 2010a).
Esta ambivalencia confirma la dificultad para elaborar respuestas políticas, a partir de razonamientos exclusivamente centrados en la problemática del medio ambiente.
Esa dimensión constituye un importante elemento del contexto regional, pero no determina el perfil adoptado por cada gobierno. Para caracterizar esa fisonomía hay que considerar el sustento social, los intereses de clase y las alianzas geopolíticas privilegiadas por cada administración. Esos factores son más influyentes que la orientación seguida en el manejo de las materias primas.
La simple caracterización de los gobiernos en función de sus afinidades con la agenda extractivista genera múltiples inconsistencias. La centralidad común que tienen las exportaciones básicas no torna equivalentes a los presidentes neoliberales de Perú o México, neo-desarrollistas de Argentina, radicales de Bolivia o Venezuela y revolucionarios de Cuba.
Los sistemas político-económicos que impusieron los derechistas Uribe y Santos se ubican en las antípodas del reformismo radical que han liderado Chávez y Maduro, a pesar de la incidencia semejante que tiene la extracción de combustible en Colombia y Venezuela. El contrapunto es mucho más drástico entre Alan García y Ollanta Humala con Fidel y Raúl Castro, a pesar de la relevancia común de ciertas actividades mineras en Perú (oro) y Cuba (níquel).
Las categorías de neo-liberalismo o neo-desarrollismo se refieren a orientaciones económico-políticas mucho más abarcadoras que la gravitación alcanzada por el petróleo o los distintos metales en cada país.
En nuestras caracterizaciones de los gobiernos derechistas, centro-izquierdistas y radicales hemos asignando primacía analítica a las relaciones con las clases dominantes, el imperialismo y las masas populares. Este criterio permite entender por qué razón Chávez y Evo han sido mandatarios contrapuestos a Piñera y Uribe, a pesar de ejecutar orientaciones parcialmente semejantes en el manejo del petróleo o la minería (Katz, 2008: 39-64).
El barómetro extractivo dificulta ese esclarecimiento. No brinda elementos para distinguir las posturas de derecha, centro e izquierda o las conductas de elitismo, populismo y movilización antiimperialista.
Nuestro enfoque se apoya en fundamentos marxistas para interpretar las tendencias de cada gobierno. Con esa mirada evaluamos no sólo la preeminencia de métodos extractivistas para la explotación de los recursos naturales, sino también el destino asignado al excedente obtenido en esas actividades.
La existencia de un amplio abanico de gobiernos progresistas puso a prueba en la última década la consistencia de las tesis localistas. Se crearon escenarios transformadores que desbordaron el radio comunitario. Pero la mayor dificultad se registró con el extractivismo como criterio de evaluación de esas administraciones.
Este último rasgo es compartido por distintos gobiernos latinoamericanos. Es una característica común de administraciones derechistas, centro-izquierdistas y radicales. Todos se han amoldado a la reinserción internacional de la región como abastecedora de insumos básicos. ¿Corresponde por lo tanto situarlos en un casillero compartido de extractivismo?
Algunos partidarios del pos-desarrollismo tienden a resaltar esa uniformidad, en sus cuestionamientos frontales a los presidentes que avalan el proyecto primarizador (Dávalos, 2013).
Escobar se inclina por una postura intermedia. Rechaza la opción desarrollista de todas las administraciones, pero declara su simpatía con la propuesta del Buen Vivir que promueve Correa y con las políticas generales que implementan Maduro, Mujica y Kirchner (Escobar, 2013, 2010a).
Esta ambivalencia confirma la dificultad para elaborar respuestas políticas, a partir de razonamientos exclusivamente centrados en la problemática del medio ambiente.
Esa dimensión constituye un importante elemento del contexto regional, pero no determina el perfil adoptado por cada gobierno. Para caracterizar esa fisonomía hay que considerar el sustento social, los intereses de clase y las alianzas geopolíticas privilegiadas por cada administración. Esos factores son más influyentes que la orientación seguida en el manejo de las materias primas.
La simple caracterización de los gobiernos en función de sus afinidades con la agenda extractivista genera múltiples inconsistencias. La centralidad común que tienen las exportaciones básicas no torna equivalentes a los presidentes neoliberales de Perú o México, neo-desarrollistas de Argentina, radicales de Bolivia o Venezuela y revolucionarios de Cuba.
Los sistemas político-económicos que impusieron los derechistas Uribe y Santos se ubican en las antípodas del reformismo radical que han liderado Chávez y Maduro, a pesar de la incidencia semejante que tiene la extracción de combustible en Colombia y Venezuela. El contrapunto es mucho más drástico entre Alan García y Ollanta Humala con Fidel y Raúl Castro, a pesar de la relevancia común de ciertas actividades mineras en Perú (oro) y Cuba (níquel).
Las categorías de neo-liberalismo o neo-desarrollismo se refieren a orientaciones económico-políticas mucho más abarcadoras que la gravitación alcanzada por el petróleo o los distintos metales en cada país.
En nuestras caracterizaciones de los gobiernos derechistas, centro-izquierdistas y radicales hemos asignando primacía analítica a las relaciones con las clases dominantes, el imperialismo y las masas populares. Este criterio permite entender por qué razón Chávez y Evo han sido mandatarios contrapuestos a Piñera y Uribe, a pesar de ejecutar orientaciones parcialmente semejantes en el manejo del petróleo o la minería (Katz, 2008: 39-64).
El barómetro extractivo dificulta ese esclarecimiento. No brinda elementos para distinguir las posturas de derecha, centro e izquierda o las conductas de elitismo, populismo y movilización antiimperialista.
Nuestro enfoque se apoya en fundamentos marxistas para interpretar las tendencias de cada gobierno. Con esa mirada evaluamos no sólo la preeminencia de métodos extractivistas para la explotación de los recursos naturales, sino también el destino asignado al excedente obtenido en esas actividades.
Variedad
de gobiernos
El generalizado extractivismo que impera en América Latina apunta en cada país propósitos específicos. Las administraciones neoliberales convalidan la tajada obtenida por los bancos, las empresas transnacionales y los capitalistas locales de la agro-minería. Los mandatarios neo-desarrollistas equilibran ese destino con subvenciones a la burguesía industrial e inversiones en el mercado interno. Los gobiernos nacionalistas radicales restringen esos beneficios, para intentar mejoras sociales con políticas de redistribución del ingreso.
Entre los neoliberales la explotación de los recursos naturales está plenamente amoldada al libre-comercio, la desregulación financiera y las privatizaciones. Cualquier resistencia popular a la depredación del medio ambiente es respondida con brutalidad policíaco-militar.
Perú ofrece el retrato más contundente de esa reacción. El mega-proyecto minero de Conga en Cajamarca genera desde 1993 una gran destrucción de la naturaleza, que enriquece a los concesionarios del emprendimiento aurífero más grande de Sudamérica. Los campesinos se han movilizado contra una explotación a cielo abierto que destruye la provisión de agua. Libran una encarnizada batalla contra el proyecto de ampliar la mina. Esa extensión aniquilaría cuatro lagunas y dejaría un pálido reservorio artificial, manejado por empresas que obtendrían 15 mil millones de dólares de utilidades.
Al cabo de veinte años de saqueo del subsuelo la explotación de Conga no ha generado ningún beneficio social. El 53 % de los habitantes de la región subsiste en condiciones de pobreza. La lucha contra ese atropello ya dejó varios muertos. El líder de la resistencia se encuentra actualmente apresado, a pesar del enorme caudal de votos que recibió en su presentación para cargos electivos (Noriega, 2014; Gudynas, 2012a).
En el modelo neo-desarrollista ensayado en Argentina, el extractivismo se concentra en la soja. La expansión de ese cultivo se consuma podando bosques, fumigando superficies, desplazando la ganadería y destruyendo la agricultura diversificada.
El intento oficial de incrementar la apropiación estatal de la renta sojera -mediante mayores impuestos- provocó un gran conflicto con el agro-negocio en el 2008. El gobierno perdió esa batalla y también la fuente de recursos para su intento de reindustrialización. Por esta razón, una vez agotada la recuperación pos-2001, se apagaron los motores del desarrollo. Ese fracaso coincidió, además, con el afianzamiento de políticas destructivas del medio ambiente en el terreno de la minería y el petróleo. Pero es importante registrar la fallida pretensión industrial-neo-desarrollista del modelo argentino, para comprender sus significativas diferencias con el esquema neoliberal peruano (Katz, 2014).
Esta misma distinción podría extenderse a Ecuador, que implementa un curso más parecido a la Argentina que a Perú. Su versión neo-desarrollista no apunta a recrear el peso de la industria, pero sí a estabilizar un proceso de acumulación capitalista.
A diferencia de Argentina la problemática del medio ambiente ha sido central bajo el gobierno de Correa. Un gran conflicto persiste con los movimientos sociales en torno al manejo de los recursos naturales. Esa confrontación se ha dirimido a partir de la decisión oficial de extraer el petróleo del Parque Nacional de Yasuní, que concentra un ambiente de extraordinaria biodiversidad.
La intención inicial de preservar esa riqueza bajo tierra con proyectos internacionales de protección ambiental quedó atrás. El gobierno confronta con todos los opositores a la extracción del crudo, combinando lenguaje autoritario con argumentos conservadores[5].
La severidad de estos mensajes retrata la decisión oficial de utilizar los recursos petroleros para reforzar la estabilización del modelo capitalista. Intenta consolidar ese esquema con mayor eficiencia estatal y asistencia social. La reducción de la pobreza, las mejoras en la infraestructura, el perfeccionamiento del sistema impositivo pretenden cimentar un modelo, que incluye acuerdos de libre-comercio con la Unión Europea y financiamiento internacional con monitoreo del FMI (Borja, 2014).
Frente al esquema neoliberal y su contraparte neo-desarrollista, existe una tercera orientación más redistributiva. Venezuela implementa ese esquema utilizando el petróleo para financiar las misiones, incrementar el consumo y reducir la desigualdad social.
El contraste de estas políticas con los gobiernos precedentes (copeyanos y adecos) es mayúsculo, a pesar de la continuidad que se verifica en la preeminencia de la petroeconomía. El chavismo también ha realizado un intento diversificación productiva que no prosperó por la respuesta desinversora de los capitalistas y por los límites del gobierno para confrontar con ese rechazo.
Un modelo semejante de recuperación estatal prioritaria de la renta de los hidrocarburos para solventar mejoras sociales se ha implementado en Bolivia. En este caso el esquema se estabilizó, sin remover la estructura improductiva y el elevado subdesarrollo del país.
El predominio de inversiones en sectores primarios en el Altiplano es tan visible como los compromisos suscriptos con grandes empresas transnacionales. Pero el criterio de evaluación puramente extractivista no esclarece por qué razón el esquema político, económico y social de Bolivia y Venezuela difiere del curso imperante en otros países.
Industrialización y eco-socialismo
El generalizado extractivismo que impera en América Latina apunta en cada país propósitos específicos. Las administraciones neoliberales convalidan la tajada obtenida por los bancos, las empresas transnacionales y los capitalistas locales de la agro-minería. Los mandatarios neo-desarrollistas equilibran ese destino con subvenciones a la burguesía industrial e inversiones en el mercado interno. Los gobiernos nacionalistas radicales restringen esos beneficios, para intentar mejoras sociales con políticas de redistribución del ingreso.
Entre los neoliberales la explotación de los recursos naturales está plenamente amoldada al libre-comercio, la desregulación financiera y las privatizaciones. Cualquier resistencia popular a la depredación del medio ambiente es respondida con brutalidad policíaco-militar.
Perú ofrece el retrato más contundente de esa reacción. El mega-proyecto minero de Conga en Cajamarca genera desde 1993 una gran destrucción de la naturaleza, que enriquece a los concesionarios del emprendimiento aurífero más grande de Sudamérica. Los campesinos se han movilizado contra una explotación a cielo abierto que destruye la provisión de agua. Libran una encarnizada batalla contra el proyecto de ampliar la mina. Esa extensión aniquilaría cuatro lagunas y dejaría un pálido reservorio artificial, manejado por empresas que obtendrían 15 mil millones de dólares de utilidades.
Al cabo de veinte años de saqueo del subsuelo la explotación de Conga no ha generado ningún beneficio social. El 53 % de los habitantes de la región subsiste en condiciones de pobreza. La lucha contra ese atropello ya dejó varios muertos. El líder de la resistencia se encuentra actualmente apresado, a pesar del enorme caudal de votos que recibió en su presentación para cargos electivos (Noriega, 2014; Gudynas, 2012a).
En el modelo neo-desarrollista ensayado en Argentina, el extractivismo se concentra en la soja. La expansión de ese cultivo se consuma podando bosques, fumigando superficies, desplazando la ganadería y destruyendo la agricultura diversificada.
El intento oficial de incrementar la apropiación estatal de la renta sojera -mediante mayores impuestos- provocó un gran conflicto con el agro-negocio en el 2008. El gobierno perdió esa batalla y también la fuente de recursos para su intento de reindustrialización. Por esta razón, una vez agotada la recuperación pos-2001, se apagaron los motores del desarrollo. Ese fracaso coincidió, además, con el afianzamiento de políticas destructivas del medio ambiente en el terreno de la minería y el petróleo. Pero es importante registrar la fallida pretensión industrial-neo-desarrollista del modelo argentino, para comprender sus significativas diferencias con el esquema neoliberal peruano (Katz, 2014).
Esta misma distinción podría extenderse a Ecuador, que implementa un curso más parecido a la Argentina que a Perú. Su versión neo-desarrollista no apunta a recrear el peso de la industria, pero sí a estabilizar un proceso de acumulación capitalista.
A diferencia de Argentina la problemática del medio ambiente ha sido central bajo el gobierno de Correa. Un gran conflicto persiste con los movimientos sociales en torno al manejo de los recursos naturales. Esa confrontación se ha dirimido a partir de la decisión oficial de extraer el petróleo del Parque Nacional de Yasuní, que concentra un ambiente de extraordinaria biodiversidad.
La intención inicial de preservar esa riqueza bajo tierra con proyectos internacionales de protección ambiental quedó atrás. El gobierno confronta con todos los opositores a la extracción del crudo, combinando lenguaje autoritario con argumentos conservadores[5].
La severidad de estos mensajes retrata la decisión oficial de utilizar los recursos petroleros para reforzar la estabilización del modelo capitalista. Intenta consolidar ese esquema con mayor eficiencia estatal y asistencia social. La reducción de la pobreza, las mejoras en la infraestructura, el perfeccionamiento del sistema impositivo pretenden cimentar un modelo, que incluye acuerdos de libre-comercio con la Unión Europea y financiamiento internacional con monitoreo del FMI (Borja, 2014).
Frente al esquema neoliberal y su contraparte neo-desarrollista, existe una tercera orientación más redistributiva. Venezuela implementa ese esquema utilizando el petróleo para financiar las misiones, incrementar el consumo y reducir la desigualdad social.
El contraste de estas políticas con los gobiernos precedentes (copeyanos y adecos) es mayúsculo, a pesar de la continuidad que se verifica en la preeminencia de la petroeconomía. El chavismo también ha realizado un intento diversificación productiva que no prosperó por la respuesta desinversora de los capitalistas y por los límites del gobierno para confrontar con ese rechazo.
Un modelo semejante de recuperación estatal prioritaria de la renta de los hidrocarburos para solventar mejoras sociales se ha implementado en Bolivia. En este caso el esquema se estabilizó, sin remover la estructura improductiva y el elevado subdesarrollo del país.
El predominio de inversiones en sectores primarios en el Altiplano es tan visible como los compromisos suscriptos con grandes empresas transnacionales. Pero el criterio de evaluación puramente extractivista no esclarece por qué razón el esquema político, económico y social de Bolivia y Venezuela difiere del curso imperante en otros países.
Industrialización y eco-socialismo
La evaluación del escenario regional con parámetros exclusivamente centrados en el medio ambiente impide registrar las prioridades de industrialización. Este objetivo exige ante todo descartar las estrategias de protección de la naturaleza basadas en la reducción del crecimiento. Todos los países necesitan con urgencia intensificar el ritmo de su expansión productiva.
Esa aceleración requiere utilizar parte de los recursos naturales en proyectos de exportación que permitan financiar ese desenvolvimiento. La discusión con el neo-desarrollismo debe girar en torno a los protagonistas y sistemas sociales que permitirían alcanzar ese objetivo.
Muchos autores pos-desarrollistas olvidan esa prioridad en sus críticas a la “ideología productivista de la izquierda”. Esos cuestionamientos deberían ser planteados con mayor cuidado.
Ciertamente existió una tradición soviética de industrialismo taylorista que desconocía los efectos contaminantes del crecimiento intensivo. Pero ese modelo fue anterior al actual reconocimiento del deterioro ambiental y no estuvo motivado por el apetito de la ganancia o la presión competitiva. Esta diferencia cualitativa con el modelo capitalista no es un dato menor. Tampoco es secundario el antecedente que ofrece esa experiencia para los procesos acelerados de industrialización que podrían implementar los países periféricos.
América Latina necesita gestar un modelo productivo para superar sus carencias económico-sociales. Reconoce esta urgencia industrial no implica avalar el extractivismo. Sólo induce a conciliar las políticas de sustentabilidad ambiental con las estrategias de desarrollo. Se debe compatibilizar la protección de la naturaleza con la creación de empleo y con la generación de las divisas requeridas para sostener un modelo de crecimiento.
Para implementar ese esquema hay que establecer distinciones en las formas de procesar los recursos naturales. En este terreno son esclarecedoras las investigaciones de varios autores que han establecido diferencias entre la minería y el extractivismo. Demuestran que dinamitar montañas a cielo abierto o contaminar las napas con cianuro, no es la única forma de obtener minerales (Gudynas, 2013).
Las principales controversias aparecen frente a las concepciones más extremas que ignoran la imperiosa necesidad de la industrialización. Partiendo de ese desconocimiento se limitan a promover iniciativas de economía comunitaria y cuestionan las políticas de desarrollo centralizado y protagonismo de empresas estatizadas.
Estas visiones suelen recaer en imaginarios “Eldoradistas” de endiosamiento de la naturaleza y mistificación del mundo rural. Exaltan la agricultura tradicional y olvidan que cualquier práctica económica necesariamente afecta al medio ambiente.
Estos enfoques ignoran, además, la existencia de alternativas progresistas de crecimiento selectivo, basadas en jerarquizar la producción de los bienes sociales en desmedro de las mercancías prescindibles. Una discriminación de ese tipo permitiría, por ejemplo, sustituir paulatinamente los combustibles no renovables por la energía solar.
Ese viraje podría comenzar reduciendo la fabricación de los productos dañinos y acotando el dispendioso consumismo privado. El puntapié de ese giro podría ser el progresivo reemplazo del automóvil individual por formas de transporte colectivo.
Estas propuestas se inscriben en los enfoques que ha elaborado el eco-socialismo. Varios autores marxistas promueven esa visión, en contraposición a la destrucción capitalista de la naturaleza y a las ingenuas respuestas localistas a esa demolición.
El eco-socialismo ha demostrado cómo podría conciliarse la protección ambiental con el desarrollo, redefiniendo el significado de los bienes, diferenciando los productos necesarios de los superfluos y creando sistemas de información que reemplacen a la publicidad.
Esas iniciativas se enmarcan en una perspectiva de control social de los recursos y selección popular de alternativas de producción y consumo. Suponen avanzar en el establecimiento de formas de planificación democrática a escala global, a medida que madura un horizonte socialista (Lowy, 2009a, 2009b; Tanuro 2014).
Con esta visión anticapitalista resulta posible superar la estéril oposición entre extractivismo y pachamamismo. El eco-socialismo permite resolver esa tensión, combinando propuestas pos-capitalistas de expansión productiva, igualdad social y Buen Vivir (Boron, 2013: 9-14).
El parentesco posmoderno
Las tesis localistas y naturalistas que cuestionan la idea de desarrollo, no postulan el reemplazo de esa noción por algún principio equivalente. Como descreen de las totalidades, las comparaciones y los propósitos históricos rechazan la utilidad de los conceptos rectores.
Pero prescindiendo de nociones orientadoras resulta imposible esclarecer los problemas en debate. Esos fundamentos permiten ordenar el análisis y superar la espontánea percepción de la realidad circundante como un caos incomprensible. Para definir los significados, implicancias y consecuencias del extractivismo hay que adoptar algún patrón analítico y explicitar algún objetivo general.
Lo mismo ocurre con la objetada comparación. Si se declara la inutilidad de ese instrumento para clarificar las controversias, no se entiende cómo podría avanzar la comprensión de los problemas. Su explicación está muy ligada al contraste con procesos semejantes o contrapuestos.
En todas las discusiones del pensamiento social latinoamericano siempre se ha reconocido la gravitación de ciertas metas (como el desarrollo) y la existencia de ciertos impedimentos para alcanzarlas (como la dependencia). Al desconocer estos parámetros, no hay forma de saber cuáles son los obstáculos para alcanzar los objetivos en debate.
Escobar cuestiona estos principios pero curiosamente los utiliza en sus propias reflexiones, cuando incluye nítidas metas de protección del medio ambiente y lucha contra el extractivismo. ¿Estos objetivos no constituyen propósitos, insertos en totalidades con pretensiones históricas? ¿El equilibrio ecológico no implica cierta finalidad? Es evidente que en la defensa de esos proyectos se esgrimen argumentos en base a comparaciones. Escobar no puede sustraerse al uso de los instrumentos que objeta y en los hechos rechaza ciertas metas (como el desarrollo), pero acepta otras (como el equilibrio ambiental).
Por esa razón su crítica conjunta al liberalismo y al marxismo es inconsistente. Señala que ambas corrientes propugnan ciertos propósitos de largo plazo, cuando todas las escuelas de pensamiento (incluyendo la suya) aceptan esas finalidades. Lo importante no es el reconocimiento común de ciertos proyectos generales, sino la visión que cada escuela tiene de esos programas. Liberales y marxistas hablan del desarrollo, pero desde ópticas y propuestas diametralmente opuestas.
Tampoco es cierta la objetada coincidencia de ambas escuelas en torno al mismo ideal moderno de progreso. Polemizan entre sí porque reconocen la existencia del objeto en disputa, pero una teoría postula la defensa acérrima del capitalismo y la otra cuestiona con la misma intensidad a ese sistema.
Escobar intenta colocarse por encima de esas controversias y resalta la inutilidad de ese debate, suponiendo que ofrece otros parámetros para abordarla. Pero no logra sostener esa prescindencia y en los hechos reflexiona en torno al mismo problema.
En sus trabajos cuestiona el apego de liberales y marxistas a nociones totalizadoras y centrales. Pero ignora que el uso de ciertos criterios no está determinado por ataduras a un pensamiento esencialista, sino por la simple definición de prioridades.
Ese tipo de orden es establecido por todos los analistas para definir la importancia de los temas que abordan. Todos recurren a ciertas propiedades, principios o puntos de vista para indagar algún fenómeno, puesto que el desconocimiento de esos pilares impide esa comprensión.
Nadie le atribuye a esos fundamentos un don mágico de clarificación, ni supone que todos los interrogantes pueden ser respondidos con referencias al desarrollo, el progreso o la modernidad. Solamente se acepta la necesidad de puntos de partida, metas y categorías centrales para dilucidar el contenido de los temas en discusión.
Resaltar la importancia del desarrollo no implica adoptar posturas
teleológicas, imaginar objetivos inexorables, promover metas extemporáneas o
soñar con faros que guíen el desenvolvimiento histórico. El problema es más
sencillo y se reduce a dirimir si existen ciertos propósitos (como el
desarrollo) que tienen validez y merecen ser alcanzados. Si la respuesta es
positiva también debe clarificarse cuáles son las condiciones históricas que
favorecen u obstruyen la obtención de esas metas[6]. Sin este abordaje
resulta muy difícil entender cuál es la lógica de los acontecimientos. Los
escenarios sujetos a explicaciones quedan sustituidos por algún universo de fuerzas inmanejables y derivaciones azarosas. En ese contexto no se sabe cómo podrían los individuos y las clases
sociales imprimir cierta dirección al devenir de la vida humana. No habría
forma de actuar, ni posibilidades de alcanzar las metas de preservación del
medio ambiente que ambiciona el pos-desarrollismo.
Estas deficiencias son muy corrientes en todas las visiones posmodernas. Escobar recae en una modalidad de esa perspectiva. Con su enfoque se pueden ensayar descripciones, pero no valoraciones del controvertido problema del desarrollo. Abre un campo para detallados retratos de esos procesos, pero no brinda pistas para desentrañar la dinámica de esos cursos. Su mirada impide evaluar si los modelos en discusión son mejores, peores, viables, imposibles, igualitarios o elitistas. Ese enfoque elude, además, una caracterización precisa del capitalismo, que es la principal noción en juego para comprender los problemas del desarrollo. Cuando este concepto es situado en un plano semejante a la modernidad, las críticas al neo-desarrollismo y las defensas del medio ambiente pierden consistencia.
La exorbitancia del discurso
Escobar fundamenta su visión en una crítica metodológica al sustento materialista de los abordajes marxistas. Cuestiona la pretensión de indagar el subdesarrollo latinoamericano, cuando sólo correspondería estudiar cómo fueron concebidos los discursos del desenvolvimiento de esa región. En sus escritos subraya la importancia de analizar esas retóricas, en contraposición a los estudios centrados en modos de producción y estructuras sociales. Considera que esta última mirada afronta las mismas adversidades epistemológicas que el paradigma liberal-positivista, focalizado en evaluar mercados y comportamientos individuales (Escobar, 2005: 17-30).
Pero el enfoque que propone conduce a una restrictiva evaluación de discursos afines a las distintas teorías en disputa. No permite indagar los procesos que subyacen en esas contraposiciones. Como supone que ese análisis es imposible o inútil se limita a investigar las formas que presentan las distintas exposiciones sobre el desarrollo. Con esa mirada todos los cuestionamientos al neoliberalismo o al neo-desarrollismo se reducen a objetar la formulación que adopta una u otra ideología. Se registran divergencias retóricas sin evaluar el contenido social de los programas en conflicto.
Estas deficiencias son muy corrientes en todas las visiones posmodernas. Escobar recae en una modalidad de esa perspectiva. Con su enfoque se pueden ensayar descripciones, pero no valoraciones del controvertido problema del desarrollo. Abre un campo para detallados retratos de esos procesos, pero no brinda pistas para desentrañar la dinámica de esos cursos. Su mirada impide evaluar si los modelos en discusión son mejores, peores, viables, imposibles, igualitarios o elitistas. Ese enfoque elude, además, una caracterización precisa del capitalismo, que es la principal noción en juego para comprender los problemas del desarrollo. Cuando este concepto es situado en un plano semejante a la modernidad, las críticas al neo-desarrollismo y las defensas del medio ambiente pierden consistencia.
La exorbitancia del discurso
Escobar fundamenta su visión en una crítica metodológica al sustento materialista de los abordajes marxistas. Cuestiona la pretensión de indagar el subdesarrollo latinoamericano, cuando sólo correspondería estudiar cómo fueron concebidos los discursos del desenvolvimiento de esa región. En sus escritos subraya la importancia de analizar esas retóricas, en contraposición a los estudios centrados en modos de producción y estructuras sociales. Considera que esta última mirada afronta las mismas adversidades epistemológicas que el paradigma liberal-positivista, focalizado en evaluar mercados y comportamientos individuales (Escobar, 2005: 17-30).
Pero el enfoque que propone conduce a una restrictiva evaluación de discursos afines a las distintas teorías en disputa. No permite indagar los procesos que subyacen en esas contraposiciones. Como supone que ese análisis es imposible o inútil se limita a investigar las formas que presentan las distintas exposiciones sobre el desarrollo. Con esa mirada todos los cuestionamientos al neoliberalismo o al neo-desarrollismo se reducen a objetar la formulación que adopta una u otra ideología. Se registran divergencias retóricas sin evaluar el contenido social de los programas en conflicto.
Escobar ignora que los problemas del desarrollo involucran algo más que relatos. Esas presentaciones constituyen sólo una dimensión de procesos objetivos impulsados, cuestionados o resistidos por distintas clases sociales, en función de intereses materiales divergentes. Los sujetos que intervienen colectivamente en estos procesos no adoptan puntos de vista comunes por simple afinidad de discursos. Se agrupan para defender intereses compartidos. Estas coincidencias determinan visiones conservadoras, progresistas o revolucionarias del desarrollo.
El marxismo busca clarificar de qué forma esos enfoques benefician o perjudican a las distintas clases sociales. Evalúa las teorías en debate observando esas ventajas e inconveniencias. Indaga, por ejemplo, cuáles son los nexos de cada visión neoliberal o neo-desarrollista con el agro-negocio, los financistas o los industriales. También extiende ese enfoque a caracterizaciones de la dependencia, observando la primacía de intereses exportadores, bancarios o fabriles. Con ese criterio el análisis de los textos no se limita al relato en sí mismo, sino que estudia las relaciones sociales predominantes en cada contexto. De esa forma evita oscurecer la comprensión de los fenómenos con simples juegos de lenguaje.
En oposición a este abordaje Escobar postula una visión pos-estructuralista, centrada en el análisis de los sentidos y la significación. Considera conveniente situar todo el estudio del desarrollo en este plano de representaciones y discursos (Escobar, 2005: 17-30). Pero con esa mirada le asigna al lenguaje funciones que desbordan su esfera de acción. Extiende los principios de esa disciplina a todos los campos del saber, colocando a esos parámetros en un lugar ordenador del análisis social.
Por ese camino recae en la exorbitancia del lenguaje y en la extrapolación de conceptos de la lingüística a esferas ajenas a su ámbito. Olvida que el lenguaje no es un modelo apropiado para estudiar otras variedades de prácticas humanas. Presenta un bajo coeficiente de movilidad histórica, no está sujeto a restricciones materiales y se desenvuelve con ilimitadas posibilidades de inventiva[7]. El enfoque de Escobar recrea las dificultades del textualismo que evalúa los relatos por sí mismos, sin registrar las pautas que ofrece para comprender la realidad. Al suponer que el discurso pavimenta su propio terreno de interpretación en función de otros significados, trasforma a múltiples disciplinas (economía, política, sociología, historia) en sub-géneros de la literatura.
Las concepciones que instalan el imperio del discurso suponiendo que nada existe fuera del texto, adoptan una modalidad contemporánea de idealismo. Imaginan al mundo como una construcción retórica. Las estructuras económicas o políticas que condicionan el devenir de la sociedad son ignoradas y desaparece la posibilidad de interpretar los procesos sociales. Las explicaciones se diluyen en una concatenación de significantes surgidos de la absolutización del lenguaje (Callinicos, 1999: cap 11; Cinatti, 2003).
Rebeldías y conocimientos
Las miradas que
observan todo el desarrollo como una lectura tienden a eludir los juicios sobre
esos procesos. La evaluación de los aciertos y los desaciertos queda suspendida
y ya no interesa dilucidar cuales son los comportamientos apropiados y las
decisiones correctas para los intereses en disputa. Esta postura es coherente
con el rechazo a la
búsqueda de la verdad.
Escobar cuestiona ese objetivo remarcando la inutilidad de proveer una caracterización más precisa de lo real. Resalta la ingenuidad de ese propósito y su dependencia de miradas euro-céntricas, empeñadas en descubrir verdades lógicas como único árbitro del conocimiento. Propone, en cambio, trabajar en las preguntas y las hipótesis, para evitar los conceptos únicos y la subjetividad jerarquizante de la izquierda (Escobar, 2005: 17-30, 2010b).
Pero con ese enfoque atenúa la centralidad de la verdad y la gravitación de la racionalidad para comprender los fenómenos. Desconoce las premisas requeridas para entender la dinámica del desarrollo. Omitiendo la distinción entre lo falso y lo verdadero no hay forma de encarar esa indagación.
La objetada búsqueda de la verdad es un impulso insustituible, para clarificar los procesos históricos que conducen al desarrollo (o su opuesto de subdesarrollo) y a la dependencia (o su contraparte de autonomía).
Al desechar ese objetivo se abandona el estudio de las causas, los determinantes y los resultados de los procesos sociales. La secuencia de acontecimientos que condujo al atraso latinoamericano queda convertida una sucesión de accidentes fortuitos. El análisis de los hechos se diluye en el reino de la contingencia y el azar sustituye al registro de las condiciones, límites y posibilidades del desenvolvimiento histórico (Wood, 1986: cap 4, 5).
Este abandono pos-estructuralista de la clarificación histórica explica la gravitación asignada a la clasificación en desmedro de la interpretación. La aversión a la indagación racional también suscita una creciente tentación a equiparar la comprensión provista por la ciencia con las intuiciones aportadas por cualquier modalidad del saber.
El enfoque de Escobar incurre en estos problemas conceptuales. Estos desaciertos no anulan el aporte de su trabajo. Es un crítico del capitalismo que actúa junto a los movimientos sociales y las comunidades. Sus escritos incluyen acertadas denuncias de la exclusión, la represión y la crueldad que impone la opresión imperial del Tercer Mundo. Ese posicionamiento lo ubica en el campo de los rebeldes que bregan por la igualdad social. Para alcanzar ese objetivo es necesario afinar las caracterizaciones, las teorías y las propuestas.
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El pos-desarrollismo expone acertadas críticas y participa en intensas resistencias contra el extractivismo. Pero algunas variantes objetan el propio concepto de desarrollo, olvidando que el retraso económico no es un relato sino una dura realidad, que distingue a Latinoamérica de los países centrales.
Las propuestas localistas permiten iniciativas comunitarias, pero no enmiendan las falencias del capitalismo. Tampoco doblegan la agenda extractivista que comparten gobiernos muy disimiles. Con criterios puramente ambientalista no se puede distinguir a los modelos neoliberales, neo-desarrollista y redistributivos.
Los proyectos eco-socialistas concilian protección ambiental con crecimiento e igualitarismo, evitando el endiosamiento de la naturaleza. El rechazo pos-moderno del desarrollo obstruye, en cambio, esos objetivos y contradice su aceptación de otras metas generales. Tampoco clarifica los intereses sociales subyacentes en los distintos esquemas en disputa. Las rebeliones populares necesitan sustentos teóricos comprometidos con juicios para comprender la realidad.
Notas
[1] Economista, investigador del CONICET,
profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
[2] Ver: Gudynas, (2009, 2013, 2012),
Zibechi, (2012), Svampa (2010), Acosta (2009, 2012).
[3] Una detallada descripción de los distintos
enfoques en: Seoane, Taddei, Algranati (2013: 257-279).
[4] Nuestra visión en: Katz (2008: 129-147).
[6] Ver: Eagleton, (1997:
141-193), Harvey (1998: 359-389).
[7] Ver:
Anderson (1983)