Venía de la Colonia Tovar, una pequeña aldea construida por
emigrantes alemanes en el corazón de las montañas venezolanas. Allí los duros
teutones sembraron frutos del bosque y cultivaron la esperanza. Hoy son una
comunidad próspera de venezolanos de ojos azules y pelo rubio, que vive del
turismo y del clima frío y poético de los altos de Aragua. Toda una clase
práctica de la ética protestante maxwebberiana y su aparente capacidad para
producir riqueza. Llegué al barrio 23 de enero al caer la tarde. Allá arriba, en las
cumbres del “tercer Estado”, está el Cuartel de la Montaña, el camposanto donde
descansa Hugo Chávez (1954-2013), presidente de Venezuela durante catorce años,
gestor de la llamada Revolución Bolivariana, el último de los grandes caudillos
latinoamericanos del siglo XX.
Media humanidad lo detestó hasta la muerte. Por popular. Por bullanguero. Por mulato. Por gritón. Por militar. Por llevar al paroxismo la cultura latinoamericana del melodrama, la franela roja, la cantaleta, el himno patriótico, el delirio y los baños de pueblo. La otra mitad del mundo lo veneró con la intensidad con la que se quiere a dios en Latinoamérica. Lo amaron quizás por las mismas razones que mucha gente lo despreció. Chávez, con su cultura popular a flor de piel, representó como nadie la cosmovisión del venezolano de pueblo, cuya mejor expresión fue el rostro amulatado del Simón Bolívar que la revolución desenterró.
A la entrada del 23 de enero, justo al lado de un puesto de diarios, la
gente del barrio levantó un altar ecléctico al numen chavista. Entre cirios y
estampitas de santos están las imágenes del líder. La gente humilde, el pueblo
llano, se le acerca y le pide salud y protección con la misma intensidad con la
que en Venezuela se le exige al Estado aguinaldos y televisores. Media humanidad lo detestó hasta la muerte. Por popular. Por bullanguero. Por mulato. Por gritón. Por militar. Por llevar al paroxismo la cultura latinoamericana del melodrama, la franela roja, la cantaleta, el himno patriótico, el delirio y los baños de pueblo. La otra mitad del mundo lo veneró con la intensidad con la que se quiere a dios en Latinoamérica. Lo amaron quizás por las mismas razones que mucha gente lo despreció. Chávez, con su cultura popular a flor de piel, representó como nadie la cosmovisión del venezolano de pueblo, cuya mejor expresión fue el rostro amulatado del Simón Bolívar que la revolución desenterró.
El triunfo de Chávez, en 1998, generó un debate teórico al interior de la izquierda, similar al vivido en Cuba en la década del sesenta. Hubo el intento por actualizar un marxismo y una praxis revolucionaria desacreditada tras la crisis del socialismo real. Del mismo modo que Cuba tercermundiarizó el marxismo, pensado inicialmente como un corpus teórico occidental, Venezuela intentó asumir nuevas dimensiones a partir de las cuales representar la emergencia de sujetos hasta el momento marginados del gran relato de la revolución proletaria. El género, la raza y la orientación sexual habían de insertarse (a veces sin éxito) en una América Latina estadolátrica, machista, caudillista, racista y sumamente corrupta; una América Latina colonial, que gusta de una retórica que se pierde en los usos y costumbres del Capitán General y del Virrey.
***
Chávez intentó responder el gran acertijo de la Esfinge, al
que se han enfrentado, a lo largo de los últimos quinientos años, capitanes
generales, virreyes, presidentes, primeros ministros, líderes sociales,
guerrilleros, sacerdotes, intelectuales y todo aquel que haya tenido en sus
manos la posibilidad de pensar el cambio social, y sobre todo el poder
suficiente para llevarlo adelante. El acertijo es cómo desarrollar América
Latina, para lo cual habría que preguntarse inicialmente qué entender por
desarrollo.
Virreyes, gobernadores y la mayor parte de los presidentes latinoamericanos, han encontrado la respuesta en lo que el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría denomina la “sustitución de identidades”, es decir, copiar y reproducir en América Latina otros modelos considerados más “evolucionados” que el feudalismo católico de la Casa de Austria, el paganismo precolombino y el barroquismo criollo. Tres han sido hasta ahora los modelos de progreso que se han intentado imponer en este continente: el francés, el inglés y el estadounidense. Desde la política del Despotismo Ilustrado Borbónico en el siglo XVIII, hasta los tratados de libre comercio con Estados Unidos a finales del XX e inicios del XXI, resultan disímiles los intentos por sincronizar la economía, la cultura y los modos de hacer política en América Latina con las grandes potencias del Atlántico Norte, ejes difusores de la modernidad occidental.
Todas estas políticas han conducido al más estrepitoso de los fracasos, ya que la modernización desde claves exógenas se ha quedado únicamente a nivel de las elites, de grupos sociales por definición orientados más hacia el exterior que hacia los propios intereses nacionales.
A la sombra de esta modernización fallida han medrado prácticas que hasta hoy nos acompañan: corrupción, militarismo, caciquismo. Este último, siguiendo con Bolívar Echeverría, puede entenderse como un fenómeno de hibridación, es decir, una mezcla siempre en conflicto entre la identidad importada y su “moderna” cultura política, la cual interactúa con la vieja identidad y la cultura política tradicional. Las nuevas formas son demasiado débiles para imponerse en países donde la sociedad civil (diría Antonio Gramsci) se encuentra aún en estado gelatinoso, al tiempo que la vieja cultura del señor feudal, el Tlatoani, el Rey, el Emperador y el Cacique son demasiado fuertes como para ser eliminadas.
Debajo del folclor de la franela roja, de la oratoria encendida a lo Jean Paul Marat, del jacobinismo formal, en Venezuela hubo un intento sumamente valioso de inclusión social, de politización ciudadana en el sentido más abarcador del término, es decir, la paulatina incorporación de sujetos sociales diversos en el espacio público, no como simples repetidores (aplaudidores y agitadores de banderas y gritadores de consignas), sino reales protagonistas de una historia que durante al menos quinientos años ha sido escrita por las élites. La ley de comunas, el desarrollo de medios de comunicación comunitarios, la apertura de las universidades a sectores tradicionalmente excluidos, la experiencia de los grupos de desarrollo endógeno, fueron prácticas relevantes, aplastadas muchas de ellas por la resistencia al cambio, por la corrupción y la burocracia, pero sumamente interesantes a la hora de plantearse seriamente la refundación del Estado nacional en América Latina.
En lo que se refiere a la propia izquierda latinoamericana, la idea de la transformación social preconizada por la Revolución Cubana, tan estoica, tan machucante, tan sacrificada, se contagió de hedonismo, de placer. Quizás sin citarlo, Hugo Chávez resucitó a Paul Lafargue, el yerno mulato y santiaguero de Carlos Marx, quien defendió el derecho al ocio, a la pereza, como un componente esencial de la liberación humana. Chávez, creyente en los misterios del alma como todos los venezolanos, reconcilió a la izquierda con el evangelio de Cristo. Se podía ser socialista sin ser ateo, y más en Venezuela, con ese culto sincrético a medio camino entre la Virgen del Chiquinquirá y la devoción a las deidades africanas.
Virreyes, gobernadores y la mayor parte de los presidentes latinoamericanos, han encontrado la respuesta en lo que el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría denomina la “sustitución de identidades”, es decir, copiar y reproducir en América Latina otros modelos considerados más “evolucionados” que el feudalismo católico de la Casa de Austria, el paganismo precolombino y el barroquismo criollo. Tres han sido hasta ahora los modelos de progreso que se han intentado imponer en este continente: el francés, el inglés y el estadounidense. Desde la política del Despotismo Ilustrado Borbónico en el siglo XVIII, hasta los tratados de libre comercio con Estados Unidos a finales del XX e inicios del XXI, resultan disímiles los intentos por sincronizar la economía, la cultura y los modos de hacer política en América Latina con las grandes potencias del Atlántico Norte, ejes difusores de la modernidad occidental.
Todas estas políticas han conducido al más estrepitoso de los fracasos, ya que la modernización desde claves exógenas se ha quedado únicamente a nivel de las elites, de grupos sociales por definición orientados más hacia el exterior que hacia los propios intereses nacionales.
A la sombra de esta modernización fallida han medrado prácticas que hasta hoy nos acompañan: corrupción, militarismo, caciquismo. Este último, siguiendo con Bolívar Echeverría, puede entenderse como un fenómeno de hibridación, es decir, una mezcla siempre en conflicto entre la identidad importada y su “moderna” cultura política, la cual interactúa con la vieja identidad y la cultura política tradicional. Las nuevas formas son demasiado débiles para imponerse en países donde la sociedad civil (diría Antonio Gramsci) se encuentra aún en estado gelatinoso, al tiempo que la vieja cultura del señor feudal, el Tlatoani, el Rey, el Emperador y el Cacique son demasiado fuertes como para ser eliminadas.
Debajo del folclor de la franela roja, de la oratoria encendida a lo Jean Paul Marat, del jacobinismo formal, en Venezuela hubo un intento sumamente valioso de inclusión social, de politización ciudadana en el sentido más abarcador del término, es decir, la paulatina incorporación de sujetos sociales diversos en el espacio público, no como simples repetidores (aplaudidores y agitadores de banderas y gritadores de consignas), sino reales protagonistas de una historia que durante al menos quinientos años ha sido escrita por las élites. La ley de comunas, el desarrollo de medios de comunicación comunitarios, la apertura de las universidades a sectores tradicionalmente excluidos, la experiencia de los grupos de desarrollo endógeno, fueron prácticas relevantes, aplastadas muchas de ellas por la resistencia al cambio, por la corrupción y la burocracia, pero sumamente interesantes a la hora de plantearse seriamente la refundación del Estado nacional en América Latina.
En lo que se refiere a la propia izquierda latinoamericana, la idea de la transformación social preconizada por la Revolución Cubana, tan estoica, tan machucante, tan sacrificada, se contagió de hedonismo, de placer. Quizás sin citarlo, Hugo Chávez resucitó a Paul Lafargue, el yerno mulato y santiaguero de Carlos Marx, quien defendió el derecho al ocio, a la pereza, como un componente esencial de la liberación humana. Chávez, creyente en los misterios del alma como todos los venezolanos, reconcilió a la izquierda con el evangelio de Cristo. Se podía ser socialista sin ser ateo, y más en Venezuela, con ese culto sincrético a medio camino entre la Virgen del Chiquinquirá y la devoción a las deidades africanas.
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El barrio 23 de enero es surrealista y barroco como una canción de Calle 13. El agua corriente a veces no sube al cerro, pero de todos modos el dictador Marcos Pérez Jiménez ordenó construir allá arriba edificios de más de diez pisos, de modo que la gente no tiene otra opción que hacer sus necesidades en periódicos para ahorrar el líquido. Así es aquello: La modernidad del televisor de plasma de 42 pulgadas, junto a la cultura colonial de la letrina. Las motocicletas escalando las cuestas, el fútbol y el béisbol de los niños que juegan en las calles. Todo mezclado.
Como el mismo Chávez, barroco hasta el infinito, quien canalizó el entusiasmo de multitudes, trajo esperanza a una tierra rica en todo menos en pensar en el futuro. Le lavó la cara a la vieja retórica de los gobiernos de casaca y pluma en pecho, a los fueros heredados de la colonia y arrastrados en casi doscientos años de república en construcción. Era simpático e impredecible, y eso lo sabían hasta sus enemigos en un país y en un continente donde para triunfar hay que ser ante todo gracioso.
Después se lo llevó el cáncer, una enfermedad impensable, ridícula, terrible, que lo hizo soportar por meses dolores atroces y ver cómo la muerte lo iba despojando paso a paso, día por día, de la vitalidad tremenda que lo caracterizaba. Quizás de haberse retirado del escenario público habría alargado un poco más sus días. Pero Chávez se inmoló por el proceso político en el cual creía, acortó sus meses de vida peleando las últimas elecciones presidenciales del modo carnavalesco en que se hace la política en Suramérica: bajo la lluvia tropical, el calor húmedo caribeño, los insectos de la selva y las cuestas inclinadas de los cerros.
Al final decidieron enterrarlo entre las clases populares, en un barrio donde la marginalidad es la norma. Por suerte no dio tiempo a embalsamarlo como si se tratara de un líder norcoreano; y Cristina Fernández, la presidenta argentina, insistió en que no lo llevaran al Panteón Nacional, tan solemne, tan glorioso, tan marmóreo y tan diferente en todo a lo que fue Chávez en vida. Terminó descansando en el mismo lugar donde todo había comenzado, bajo la advocación de una Virgen de Luján que Cristina le trajo de Buenos Aires. Allí arriba, en el Cuartel de la Montaña, el por entonces teniente-coronel Hugo Chávez, comandó un golpe de Estado fallido contra el presidente Carlos Andrés Pérez. Comenzaba así la revolución institucional que lo llevó al poder siete años más tarde.
La visita al Cuartel de la Montaña es una experiencia
multimediática. La vista impresionante del Valle de Caracas, el fuego de una
llama eterna, el agua que se escurre entre el mármol del sarcófago, y una
especie de fanfarria que suena por los altavoces cada cierto tiempo, imprimen
al lugar el carácter de un recinto sagrado, al menos según los usos y
costumbres de la cultura popular venezolana. La guardia de honor está vestida
con el uniforme de gala del siglo XIX. Hay espadas, bonetes, insignias, voces
de mando, y todo cuanto de vejatorio y artificial tiene el protocolo. El cambio
social tarda siglos y no décadas.
Cada proceso político de la historia ha necesitado legitimarse, es decir, naturalizarse a los ojos de la gente. Lo hizo, por ejemplo, el catolicismo cuando emergió de las catacumbas romanas y más tarde en la evangelización del Nuevo Mundo. Para posicionarse en el universo simbólico del pueblo llano, la Iglesia resemantizó los viejos símbolos y prácticas de la cultura pagana. Se refrendaron reyes y emperadores medievales, a partir de toda una cultura de la representación, de la teatralidad del poder. La modernidad burguesa hizo lo mismo en cada una de sus grandes revoluciones. La estética del banquero y la “respetabilidad” del señor de levita y chistera, la parafernalia del Estado-nación, con sus héroes, sus himnos y sus banderas.
Las luchas sociales de este siglo tienen que aprender de los aciertos y errores de la Revolución Bolivariana que comandó Hugo Chávez en los últimos años de su vida. Allí, en el Cuartel de la Montaña, descubres que las revoluciones, como la vida misma, son un ciclo que se repite una y otra vez en la historia. La desigualdad, mientras tanto, sigue ahí, la violentación del medio ambiente, la explotación racial, de sexo, de género, la profunda asimetría de una América Latina construida desde arriba, desde las cumbres. Las preguntas siguen puestas sobre la mesa: ¿Cómo rebasar los límites del Estado-nación moderno y su tendencia a la homogenización de las subjetividades, sin al mismo tiempo sucumbir ante las presiones internas y externas, ante la natural resistencia al cambio? ¿Cómo hacer una revolución más allá de un liderazgo? ¿Cómo institucionalizar un proceso político verdaderamente alternativo a la modernidad occidental sin anquilosarse, sin caer en un viejo gobierno de difuntos y flores? ¿Cómo construir un mundo en el cual quepamos todos?
► Salvador Salazar
Cada proceso político de la historia ha necesitado legitimarse, es decir, naturalizarse a los ojos de la gente. Lo hizo, por ejemplo, el catolicismo cuando emergió de las catacumbas romanas y más tarde en la evangelización del Nuevo Mundo. Para posicionarse en el universo simbólico del pueblo llano, la Iglesia resemantizó los viejos símbolos y prácticas de la cultura pagana. Se refrendaron reyes y emperadores medievales, a partir de toda una cultura de la representación, de la teatralidad del poder. La modernidad burguesa hizo lo mismo en cada una de sus grandes revoluciones. La estética del banquero y la “respetabilidad” del señor de levita y chistera, la parafernalia del Estado-nación, con sus héroes, sus himnos y sus banderas.
Las luchas sociales de este siglo tienen que aprender de los aciertos y errores de la Revolución Bolivariana que comandó Hugo Chávez en los últimos años de su vida. Allí, en el Cuartel de la Montaña, descubres que las revoluciones, como la vida misma, son un ciclo que se repite una y otra vez en la historia. La desigualdad, mientras tanto, sigue ahí, la violentación del medio ambiente, la explotación racial, de sexo, de género, la profunda asimetría de una América Latina construida desde arriba, desde las cumbres. Las preguntas siguen puestas sobre la mesa: ¿Cómo rebasar los límites del Estado-nación moderno y su tendencia a la homogenización de las subjetividades, sin al mismo tiempo sucumbir ante las presiones internas y externas, ante la natural resistencia al cambio? ¿Cómo hacer una revolución más allá de un liderazgo? ¿Cómo institucionalizar un proceso político verdaderamente alternativo a la modernidad occidental sin anquilosarse, sin caer en un viejo gobierno de difuntos y flores? ¿Cómo construir un mundo en el cual quepamos todos?
► Salvador Salazar