Paula Bach |
Lordon le reconoce a Piketty, con cierta ironía, la virtud de haber
escrito un libro frente a la manía moderna de los economistas de no superar las
15 páginas del papper para revista
académica. Tampoco olvida reivindicar, como la mayoría de sus lectores y
críticos, la impactante cantidad y calidad del trabajo estadístico presente en
la obra. No obstante, Lordon dispara en primer término sobre la capacidad de
Piketty de no proporcionar la más mínima teoría sobre el capitalismo ni el más
mínimo proyecto de objetarlo en sus fundamentos, en un libro que lleva por
título “el capital”. Según el autor, esa notable capacidad, explica que tanto
Libération, como L’Obs, Le Monde, L’ Expansion, así como The New York Times,
The Washington Post, entre otros, hayan coincidido en una crítica tan
unánimemente favorable. Lordon anota correctamente que la acepción
“patrimonial” del capital a la que echa mano Piketty –ya criticada reiteradas
veces- entendida como “fortuna de los ricos”, tiene por objeto esquivar la
relación salarial como lo específico del modo de producción capitalista.
Señala con razón que probablemente los obreros de Continental, Fralib, Frolange, entre otras empresas francesas, sientan menos repugnancia por la ostentación insolente de los ricos de lo que se sienten devastados por la valorización financiera –para nuestro gusto, la “valorización productiva” los devasta de igual forma y grado…- del capital, por la tiranía de la productividad, la movilización agotadora al servicio de la rentabilidad, la amenaza permanente a las conquistas, la angustia de la precariedad o la violencia generalizada de las relaciones en la empresa. Agrega con razón que no hay el menor rastro de todo esto -sin lo cual no se puede definir el capital- en El capital de Piketty. Siendo ciertos todos estos aspectos señalados, notamos que la armonía entre la obra de Piketty y la recepción burguesa, tiene un trasfondo más dinámico y más crítico. Si por un lado El capital en el siglo XXI cumple con la tarea de negar la especificidad del capital, por el otro pone de manifiesto su tendencia intrínseca a la desigualdad. Y esto no es una letanía. Sucede en momentos en los que el crédito al consumo ya no puede contrarrestar la “miseria creciente” de la relación salarial de las últimas décadas. Cuestión que gran parte del mainstream (hasta el FMI) ve con preocupación tanto en cuanto límite a la necesidad de incrementar el consumo de masas -o la realización del valor producido- como en cuanto problema político. Sin ir más lejos, la decadencia de la clase media norteamericana –cuestión a la que Piketty otorga un lugar primordial- constituye un problema estratégico para la burguesía.
Deshistorizando
El autor critica que, en su pasión por el muy largo plazo,
Piketty está por un lado condenado a la reconstrucción de artefactos
estadísticos muchas veces sin sentido, como por ejemplo la medición de la tasa
de retorno del capital y la tasa de crecimiento desde la Antigüedad hasta
nuestros días. Dice bien que, como la mayoría de los economistas, proyecta
categorías que en realidad son contingentes, como si fueran universales. Señala
que así por medio de una paradoja irónica, el economista parece convertirse en
historiador, cuando se muestra más ignorante de la historia y la historicidad
de su objeto. Hace pasar los acontecimientos a escalas de algunas décadas por
insignificantes fluctuaciones respecto de milenios cuando la década es
precisamente la temporalidad pertinente de la acción política –hemos criticado
este aspecto de Piketty con motivo de su intento de refutación de la tendencia
a la caída de la tasa de ganancia-. Dice el autor que Piketty pretende que
pueden aplicarse las mismas leyes universales a través de las diversas eras
generando un extraño capitalismo de tiempos inmemoriales. Señala entonces que
procurar de este modo que se puede encerrar la marcha del capitalismo bajo
leyes invariantes y transhistóricas, sigue siendo un síntoma, tal vez el más
típico de las formas economicistas del pensamiento. Sin embargo y aún cuando
coincidimos plenamente con este aspecto, es aquí donde aparece la cuestión más
crítica (valga la redundancia) de la crítica de Lordon. Porque señala entonces
que los economistas siempre cedieron a la tentación de las leyes, leyes de la
economía o del capitalismo. Pero nos preguntamos ¿leyes de la economía o del
capitalismo? Porque a decir verdad, la manía de los economistas, consiste en
encontrar leyes transhistóricas de la economía que precisamente tienen por fin
negar las leyes específicas del capitalismo. En eso consiste la operación más
burda de naturalización del capital. Sin embargo Lordon que critica a Piketty
por querer aplicar leyes transhistóricas al capitalismo negándolo como “cosa”
específica, niega a la vez que el capitalismo tenga leyes propias, con lo cual
él mismo acaba negándolo en su especificidad. Veamos.
Ilegalizando
El autor hace una pirueta y criticando con razón la escasa
alusión de Piketty a la lucha de clases y a las relaciones de fuerzas entre las
clases, reafirma su propia concepción de ausencia de leyes del capital,
lanzándose contra el rol de las guerras que resulta casualmente uno de los
puntos más revulsivos de El capital en el siglo XXI. Lordon retrocede unas
cuantas décadas y afirma que fue porque 1936 preparó el terreno, porque las
élites liberales de las décadas de 1920 y 1930 fueron liquidadas, porque la
patronal se cubrió de vergüenza en el colaboracionismo, porque el Partido
Comunista francés alcanzó el 25% y porque la URSS tuvo a raya a los
capitalistas, por lo que al fin de la segunda guerra mundial se observa un
impresionante movimiento de sincronización institucional al término del cual la
relación –de fuerzas- capital/trabajo se inclina a favor (relativo) del segundo
término: control férreo de los capitales, desvalorización de la Bolsa,
competencia internacional altamente regulada, política económica orientada hacia
el crecimiento y el empleo, devaluaciones regulares. Todo esto, dice, es lo que
lleva el crecimiento al 5% y conduce al capital (por la fuerza) a un poco más
de decencia. Muchos elementos de los señalados son sin duda parte de la
realidad pero pecan de estar considerados de forma extremadamente unilateral.
Carecen de fragmentos fundamentales. Sigamos el razonamiento de Lordon que la
emprende entonces contra Piketty, acusándolo de reemplazar la historia
institucional y política por los efectos de la guerra, encargados de destruir
el capital y de volver los medidores hacia cero, según el autor del El capital
en el siglo XX. El verdadero problema es que Lordon, a decir verdad desestima
–como le critica a Piketty- la existencia de leyes propias del capital. Leyes
que inducen en última instancia el desarrollo de las guerras interimperialistas
por el reparto de espacios para la acumulación y que en virtud de la
destrucción vuelven hasta cierto punto los “medidores hacia cero”, tal como
observa Piketty. Pero Lordon excluye a las guerras de la historia de la
política del capital y pretende una historia pacífica y abstracta de las
instituciones como si la guerra no fuera una de las principales de entre ellas,
bajo el modo de producción capitalista. De la negación de la guerra y su efecto
destructivo y restaurador de las condiciones de la acumulación del capital –de
la negación de las leyes del capital, en última instancia-, se deriva la
ilusión pacifista y embellecedora según la cual las condiciones de existencia del
capital bajo el boom de la posguerra y su carácter “productivo” (crecimiento
del 5%, desvalorización de la bolsa, etc., etc., etc.), serían resultado de los
conflictos entre los grupos sociales –notablemente, excluyendo derrotas
revolucionarias y guerras- que definen, según Lordon, las bifurcaciones del
capitalismo. A decir verdad, el camino destructivo emprendido por el capital,
fue la conclusión de la derrota de los procesos revolucionarios de un lado
(léase Alemania en los años ’20, China, burocratización de la Unión Soviética,
triunfo del fascismo, Francia y España en los ’30, entre otros) y la impotencia
del reformismo (léase New Deal, Frente Popular, etc.), del otro. Otra cosa muy
distinta es decir que tras las penurias indecibles de la guerra, el pánico a la
revolución y las abominables traiciones del estalinismo, la relación de fuerzas
entre las clases, obligó al capital a relegar una pequeña porción de una
ganancia que se incrementaba extraordinariamente. Pero sólo luego de –como
mínimo- dos guerras mundiales y la crisis del ’30, como en este caso, muy bien
anota Piketty. Este “pacto” desigual llegó no obstante a su fin cuando las
leyes del capital volvieron a imponer sus límites a fines de los años ’60 y
principios de los ’70. Lo que Lordon denomina la “valorización” financiera del
capital acabó en la crisis del 2008 en la cual aún nos encontramos inmersos. Y
en estos momentos, economistas del maistream tan importantes como Larry
Summers, Paul Krugman, Robert Gordon, entre otros, mentores de la tesis del
estancamiento secular, insisten en dudar de las virtudes de la “política” a
secas y comienzan a añorar las ventajas restauradoras de las guerras. Es
extraño que al mismo tiempo, autores como Lordon que se posicionan desde la
izquierda planteando que la crisis histórica actual vuelve a colocar en el
orden del día intelectual la necesidad de librarnos del capitalismo, pongan
tanto empeño –apostando a nuevos fracasos reformistas- en negar las leyes
específicas del capital y su naturaleza, precondición necesaria para librarnos
de él, materialmente.
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