Demian Paredes | Ante
el deceso de Günter Grass (escultor, poeta, ensayista, dibujante, dramaturgo,
narrador) el pasado 13 de abril, la “excusa” es buena –ya que la noticia mala–
para (re)visitarlo o conocerlo. Sólido escritor, novelista de peso, ganador de
los premios Nobel de literatura y Príncipe de Asturias de las Letras,
autonominado “discípulo” de Alfred Döblin, con más de 30 títulos publicados,
Grass es parte de la gran literatura europea del siglo XX que integran otros
grandes como Hermann Hesse, Thomas Mann, Hermann Broch y Thomas Bernhard.
Surgido de las cruentas experiencias del nazismo y la Segunda Guerra Mundial,
nacido en 1927 (en Danzig, actual Gdansk), Grass enfrentó nada menos que
aquella famosa sentencia de Theodor Adorno, dura, pesimista, que hablaba de la
imposibilidad de la poesía tras la inmensa muerte, producida a gran escala, industrialmente,
perpetrada en Auschwitz y el sistema de campos.
Grass de joven estudió escultura y dibujo, e integró el
Grupo 47, un colectivo de escritores que buscaba irrumpir en la (bucólica)
situación cultural alemana, hija de la derrota en la guerra (la pax de
los cementerios), el lastre de la ignominia moral (mundial) de haber “generado”
a Hitler y al fascismo, y las tendencias autoritarias y moralistas en la
República Federal de Alemania, emanadas del gobierno de Konrad Adenauer. Como
explicó Grass en una entrevista publicada en 2010 en Der Spiegel: “El idioma
alemán había sido dañado durante el período nazi. Pero nosotros, los autores
jóvenes –incluyendo Martin Walser y Hans Magnus Enzensberger– no queríamos
sentirnos constreñidos y nos negábamos a condenar el lenguaje. Como resultado,
mi estilo rebosaba de la intención de querer desplegar todo lo que el lenguaje
tenía para ofrecer”. Las vivencias bajo el nazismo y la guerra estarán
presentes en toda la producción del artista, desde su primera novela
especialmente, El tambor de hojalata,
publicada en 1959 (luego llevada al cine y ganadora del Oscar a la mejor
película –y también llevada a los tribunales, acusada de “pornógrafa” y
“blasfema”–). Y, entre las siguientes, se destacan las dos más importantes y
conocidas obras de los 70 y 80: El
rodaballo y La ratesa (“novelas
épicas”, en palabras del propio autor).
Grass combina sutil y agudamente –y al mismo tiempo con esa
“exuberancia” o “abundancia” de lenguaje– experiencias de la historia con el
día a día, con la vida cotidiana de sus personajes (en sus “modos” y
mentalidades), logrando obras a un tiempo sensibles y asombrosas. Ahí está por
ejemplo Mi siglo (1999),
colección de pequeñas “viñetas literarias”, una por cada año del siglo XX
(recordar por ejemplo “1908”, con el niño sobre los hombros de
su padre ante un discurso de Liebknecht). Junto a esto, la fábula, la alegoría
y el recurso a “lo fantástico” en varios de sus libros (a la manera de Rabelais,
de los hermanos Grimm y otros) no le quitan rigor sino que suman creatividad a
esta narrativa que tiene su núcleo viviente en los grandes dramas
históricos. Por todo esto, por ser una voz original y potente, y por la
temática específica que trató, terminó ocupando un lugar (entre la llamada
opinión pública) donde, además de su arte, su “conciencia moral” o “ética”
jugaba un rol, tenía un peso (de época), como tantos otros escritores y/o
filósofos a lo largo del siglo XX, desde Sartre y Camus a Saramago; desde
García Márquez y Juan Gelman al fallecido el mismo día que Grass, Eduardo
Galeano. En la tradición de lo que se conoció como “intelectual comprometido”,
Grass fue militante afiliado (del Partido Socialdemócrata) mucho tiempo, dio
discursos y debates, escribió y habló para la prensa y demás medios, y articuló
diversas relaciones con el mundo de la política y los sindicatos.
Pero a todo esto hay que sumar otra dimensión de su obra: la
abiertamente autobiográfica. Desde Pelando
la cebolla (2006) a los siguientes títulos (La caja de los deseos, De Alemania a Alemania –sus
diarios sobre el proceso de reunificación del este y oeste germanos en 1990– y
el tomo sobre los hermanos Grimm, todavía inédito en castellano), el escritor
repasa su vida, volviendo a la experiencia de la regimentación nazi. Desde que
se publicó Pelando la cebolla,
con la narración detallada de cómo el autor fue parte, en su infancia y
juventud (desde los 11 años), del sistema de reclutamiento de las Juventudes
Hitleristas, que luego lo llevaría a integrar las Waffen-SS hacia el final de
la Segunda Guerra Mundial, la polémica se transformó en una acusación de
ocultamiento (hubo incluso quienes pidieron que se le retirara el premio
Nobel), agravada por una (supuesta) hipocresía de haber sido (casi) lo mismo
que otros políticos y personajes públicos, que fueron objeto de crítica y
condena por Grass: un exmilitante nazi. Aunque no es cierto tal “ocultamiento”
(varias veces el escritor admitió o comentó sus vivencias de adolescente –esto
está publicado en revistas e incluso en las solapas de sus libros; ver la
primera edición de La ratesa,
Madrid, Alfaguara, 1988, por ejemplo–), Grass no entró en combate, terminó
huyendo –y compartió un momento con otro recluta, un tal Joseph Ratzinger– y,
siendo herido, terminó prisionero del Ejército norteamericano. Luego trabajador
minero por un tiempo, Grass con su primer libro demostró preocupación por
resituarse y mostrar ese pasado reciente silencioso (silenciado por vergüenza,
social y masivamente); a fin de cuentas, Óskar Matzerath, el protagonista de El tambor de hojalata, aunque fue
inspirado por un niño que Grass vio a comienzos de los ‘50, alegre con su
juguete, es él mismo: la mezcla de fantasía y violencia, de niñez y manu
militari, el redoble del tambor como un constante llamado de atención (y
alusión) al régimen del Tercer Reich; esa historia que se cuenta (además de los
gritos destructores de vidrios de este singular niño que no quiso
crecer más, en una sutil referencia a la tristemente célebre “noche de los
cristales rotos”) es parte de ese temprano proceso de catarsis del artista, con
ese batir el parche ante las atrocidades del régimen nazi. (Otra
cuestión es la ligada a la “elaboración” personal, a lo largo del tiempo, de su
propia individualidad como parte integrante del sistema nazi –y su tardío
relato autobiográfico–, en donde no tuvo sin embargo ninguna responsabilidad,
ni política ni efectiva, por muerte alguna.) Esa “mancha”, esa experiencia
juvenil (al parecer no muy entusiasta ni convencida), de la que él mismo dijo
ser luego plenamente consciente, no empaña ni anula –ni en parte ni en todo, a
juicio de quien escribe– el conjunto de su obra, ni sus compromisos con los
problemas de su época.
Grass, tras el episodio de 1953, el levantamiento popular y
la oleada de huelgas de los obreros berlineses (orientales) contra la
burocracia estalinista –un potencial peligro de “revolución política”–
terminaría respondiendo críticamente a la pasiva actitud de Bertolt Brecht ante
esos hechos con su obra dramática Los
plebeyos ensayan la rebelión, escrita en 1964. Siendo un socialista
moderado (del SPD, el Partido Socialdemócrata), Grass nunca ahorró críticas,
incluso dentro del propio partido del que formaba parte (aunque devolvió el
carnet a comienzos de los ‘90), y se pronunció ante cada coyuntura histórica o hecho
relevante de la política mundial: desde la “reunificación alemana” (a la que él
se opuso y fue crítico, viendo en la restauración capitalista un futuro ciclo
de neoliberalismo y pobreza para el Este) y la guerra en Yugoslavia (donde tuvo
una posición errada, avalando la acción de la OTAN y el Vaticano), pasando por
la guerra de Irak y Afganistán y la política de Bush y Cía. (criticadas), la
situación de los inmigrantes encarcelados y deportados en Alemania, hasta el
penoso papel de Angela Merkel ante el affaire de escuchas y espionaje
y la crisis económica internacional (¡Grecia!). Entre sus últimos planteos y
preocupaciones el que más trascendió fue uno en 2012, cuando se publicó (y
tradujo de inmediato para todo el mundo –aunque en Argentina extrañamente, o
tal vez no tanto, no se le prestó la menor atención a la polémica–) el poema en
prosa “Lo que debe ser dicho”. Allí criticaba al Estado de Israel, por su
violencia y militarismo, y alertaba del peligro nuclear que representaba (y
representa).
Las preocupaciones de Grass consistieron en defender la
tradición y recuperar la historia; los trabajadores y sus organizaciones
sindicales, sus grandes referentes (Bebel, Liebknecht) fueron siempre tratados.
Hizo este planteo:
“Los mismos partidos socialistas o socialdemócratas se han creído la tesis de que con la caída del comunismo no queda ya lugar para el socialismo en este mundo; y perdieron toda confianza en el movimiento obrero, que por cierto existe desde mucho antes que el comunismo. Cuando uno abandona su tradición, se entrega a la nada. En Alemania, por ejemplo, apenas si hubo intentos de organizar a los desocupados. Hace años que trato de convencer a los sindicatos de que no pueden representar a los trabajadores mientras tienen trabajo, y abandonarlos cuando son excluidos del mundo laboral. Tenemos que ofrecer resistencia al neoliberalismo global. […] Hay que decir las cosas como son. Y dudo que podamos dejarlas libradas exclusivamente a lo intelectual”.
La vida y la política, la ética y la estética, el análisis,
la teoría y la práctica, eran inseparables para él.
Permanentemente contemporáneo, vivaz y atento, crítico,
artista de cruces y fusiones (entre prosa y lírica, entre escritura y dibujo),
Grass representa con su arte los signos que aluden (a) y recorren las
catástrofes del siglo XX (como en la Trilogía de Danzig: El tambor de
hojalata, El gato y el ratón y Años de perro). Él sostuvo: “la historia
no se puede dar por concluida. Porque nos alcanza... No se trata de un mea
culpa continuo, sino de la conversión del sentimiento de culpa en sentido
de la responsabilidad”. Ante la destrucción sufrida y las perspectivas del
abismo (que se mantienen, acechan y actúan) Grass rescató la tradición y,
haciendo sonar persistentemente su tambor, nos contó historias, muchas, con el
objetivo de rememorar ese dolor y no olvidar.
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