Walter Benjamin ✆ Jim |
Su filosofía parte del supuesto de que toda realidad posee un carácter lingüístico en el que las cosas tratan de comunicar su ser (y, en este sentido, la significación no se reduciría a aquella que los sujetos le atribuyen a las cosas, sino que es una propiedad intrínseca de ellas). Su pensamiento apunta a la traducción de la esencial lingüisticidad de las cosas y de la experiencia más allá del carácter instrumental que es propio de la tradición moderna en la que el sujeto es entendido como autoridad epistémica capaz de extraer de sí misma los criterios de objetividad de la experiencia y del conocimiento. Para Benjamin, en un mundo en el que las cosas y la condición humana se hallan sepultadas bajo un velo de palabras cuyo único sentido es la adaptación y el dominio, y en el que hasta la crítica deviene afirmación de lo dado, sus reflexiones sobre el lenguaje se proponen abrir brechas entre la lengua y lo que ésta designa para recuperar el carácter expresivo de la palabra y, de ese modo, hacerle justicia a las cosas. Y esas reflexiones sobre el lenguaje están atravesadas de momentos críticos y utópicos. Es crítica al lenguaje comunicativo imperante, instrumental, en el que la palabra posee una carga de intencionalidad con el que los sujetos tratan de dominar al mundo por medio de signos arbitrarios, externos a la cosa que designan3 . Frente a ello, afirmaba que “no hay verdad sobre una cosa, sino en ella” (B VI, 50), pues la verdad es la “muerte de la intención” (B I.3, 937). Pero esa teoría del lenguaje está, además, revestida de utopía. En ella queda cifrado el ideal de un lenguaje distinto, no intencional, capaz de escuchar a las cosas y dar con sus nombres verdaderos.
Sus ensayos juveniles tratan de explicar la naturaleza
insondable y mágica del lenguaje, que no se deriva de la multiplicidad de las
lenguas existentes. Éstas sólo pueden entenderse desde su fundamento
trascendente, desde el lenguaje divino, que le sirve como ideal regulativo
desde el que analiza las lenguas históricas. En el lenguaje divino y en su
réplica, el lenguaje del Paraíso, se daba una inmediatez absoluta entre la
palabra proferida y la cosa que mentaba. Pero esa inmediatez habría sido
destruida con la “Caída”, que interpreta como consecuencia del pecado original del
espíritu lingüístico; esto es, del error de sobredenominar las cosas, de
llamarlas según la medida humana. Más adelante llegaría a considerar que en las
lenguas existentes aún era posible rastrear el nombre adánico y adjudicará a la
filosofía la tarea de vislumbrar las huellas de ese lenguaje, de alcanzar “la
percepción original de las palabras” (B I, 217). Pero desde mediados de la
década de los veinte, a esa teología lingüística se le irán superponiendo
elementos de carácter profano, que apuntan hacia la magia no inmediata que
poseen los lenguajes históricos, hacia sus elementos concretos. Cree que en
ellos aún pueden encontrarse índices de que el lenguaje es más que mera
comunicación, pues los lenguajes existentes, sostiene, ocultan más lenguaje, la
auténtica expresión de las cosas, el lenguaje del nombre. De ahí que busque
diferentes estrategias –la traducción, las constelaciones conceptuales, la
alegoría, el montaje de citas o las imágenes dialécticas– encaminadas a quebrar
el carácter instrumental de las lenguas para poder mostrar eso que ocultan. Y
comenzará a sentar las bases de una teoría mimética del lenguaje en la que éste
es concebido como escritura. Entre significante y significado, entre palabra y
cosa, afirma, se establecen relaciones de “semejanza no sensorial”, pues a todo
fenómeno le otorga un carácter elocuente que puede ser entendido como imagen
escrita (Schriftbild) que debe ser leída con objeto de alcanzar su nombre
verdadero. Con ello esta teoría del lenguaje gana también una dimensión
práctico-política, porque pretende darle “forma legible” (B V, 1, 595) a
aquello que ha sido borrado por la historia, porque trata de nombrar a la
multitud de los excluidos y expresar la injusticia presente. Las páginas que
vienen a continuación pretenden ser una reconstrucción de las principales tesis
sobre el lenguaje de la filosofía de Benjamin.
I
La idea de que el universo de la mercancía atraviesa todas
las relaciones humanas recorre el pensamiento de Benjamin, algo que también
afecta al lenguaje: “el número se ha hecho todopoderoso y ha desintegrado el
lenguaje” (B IV, 924). Por eso se planteó crear –como trataron de hacerlo las
vanguardias artísticas– nuevas formas de expresión que se enfrentaran a las
imperantes. A sus ensayos juveniles subyace la idea de que existe un abismo
insalvable entre el lenguaje y la realidad. Cree que el lenguaje ha perdido la
posibilidad de propiciar una auténtica apertura hacia el objeto y se hace
cháchara: “el objeto de nuestra atención se marchita repentinamente cuando
entra en relación con el lenguaje” (B IV, 417). Para el joven Benjamin, la
palabra, bajo el arbitrio intencional del sujeto, se hace pretenciosa por
querer pronunciar lo impronunciable. La palabra es, por eso, “presunción e
impotencia frente a Dios” (B I.1, 377). Pensaba que con una lengua no marcada
por el compás del mercado, ni por los mecanismos del poder, sería posible la
apertura a nuevas experiencias. En la actitud de los jóvenes o del genio y en
la relación sexual encuentra modelos de ese lenguaje auténtico. La poesía sería
también una forma expresiva adecuada para alcanzar “lo indecible”, eso que
niega la palabra, pues es capaz de romper con el carácter clasificador de los
conceptos y con la causalidad de la sintaxis. La palabra poética no busca comunicar
ni denominar las cosas con vistas a su disponibilidad. En ella se vislumbra un
tipo de expresión máximamente concreta capaz de plasmar lo inexpresado en los
lenguajes existentes, el verdadero nombre de las cosas. Encontrarlo sería “la
misión del poeta” que puede hablar de las cosas con “intuición fraterna” y
otorgarles su nobleza denominativa 4.
En Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los
hombres (1916), expone su concepción lingüística “en relación inmanente con el
judaísmo”5 . Del texto se desprende la idea de que todo pensamiento sobre el
lenguaje queda involucrado en el lenguaje mismo y, por eso, también la idea de
que jamás podría clarificarse absolutamente de manera discursiva esa relación
entre pensamiento y lenguaje. El texto se articula como crítica a la concepción
“burguesa” de la lengua, según la cual “la palabra se corresponde casualmente
con la cosa y constituye un signo de ésta… establecido por una determinada
convención” (B II.1, 150)6 . Esa crítica la fundamenta en el carácter divino,
creador y no arbitrario del lenguaje prebabélico, nominal. De ahí que explique
el origen del lenguaje recurriendo al primer capítulo del Génesis. Un recurso,
insiste, que no debe asumirse ni literal ni objetivamente, que utiliza para captar
la auténtica “naturaleza del lenguaje” (B II.1, 147)7 y con el que destaca la
existencia de un vínculo inmediato entre el nombre y lo nombrado. O, dicho de
otro modo, que no hay pensamiento sin lenguaje: “lo que se comunica en el
lenguaje no puede ser limitado o ser medido fuera de él” (B II.1, 143).
Considera, además, que el lenguaje no debe ser entendido desde un punto de
vista antropocéntrico, sino ontocéntrico. No sólo cabe hablar de “lenguaje
humano”, sino también de un “lenguaje de las cosas”, pues todo ser posee una
esencia espiritual que trata de comunicar. Que exista un “lenguaje de las
cosas” –más allá de sus resonancias místicas o mágicas– implica que las cosas
del mundo no pueden reducirse a un conjunto de objetos metódicamente ordenados
por el instrumental sígnico del que se vale la conciencia del sujeto. Es decir,
que no hay referentes extralingüísticos objetivos fuera del sentido que le
otorga la palabra. En este caso, el nombre adánico. Todo cuanto existe posee un
ser espiritual que se comunica lingüísticamente. Lenguaje y espíritu se
encuentran, pues, relacionados, pero el ser espiritual que se comunica en el
lenguaje es algo distinto de él. De ahí que Benjamin vea necesario que en toda
teoría del lenguaje se deba mantener la diferencia entre ser espiritual y
lingüístico que se encuentra en el doble sentido de la palabra Logos (B II.1,
141) y que apunta, a un tiempo, a la razón y al lenguaje. En el Paraíso
–afirma– a cada orden o gradación del ser le correspondía un tipo de lenguaje.
Siguiendo ese criterio, distingue tres tipos de seres y de lenguaje. De un
lado, el lenguaje de la Revelación en el que confluye de manera inmediata el
verbo creador y el conocimiento; de otro, el lenguaje conocedor adánico, capaz
de conocer nombrando y, por último, el lenguaje mudo de las cosas. Entre éstas
y los hombres se establecía un flujo comunicativo ininterrumpido que estaba
garantizado por el lenguaje divino que atravesaba el entero orden de la
Creación.
En el Paraíso, el lenguaje divino era, a la vez, creador y
conocedor. Es decir, Verbo y nombre, absoluta identidad de ser y verdad. Frente
al lenguaje divino, el humano no era creación ilimitada y espontánea, sino
capacidad receptiva. Tan sólo era el lugar en el que el lenguaje de las cosas
adquiría expresión. Y por eso podría considerarse “lenguaje del lenguaje” (B
II.1, 143). El lenguaje nominal adánico sólo recreaba lo creado, actualizaba el
ser de las cosas para sacarlas de su mudo ensimismamiento. En el Paraíso, “el
hombre denomina la naturaleza según la comunicación que recibe de ella, porque
también la entera naturaleza se encuentra inundada... por la palabra [Verbo]
creadora” (B II.1, 157). El nombre con el que se denominaban y conocían las
cosas no era casual ni arbitrario, sino que daba cuentas de “la cosa misma” (B
VI, 12). Interpretará el mito de la Caída y del pecado original en clave
lingüística: “es la hora del nacimiento de la palabra humana... que ha salido
fuera del lenguaje nominal, conocedor” (B II.1, 153). La serpiente tienta al
hombre a denominar y conocer las cosas atendiendo a sus propios criterios de
valoración. La Caída es entendida, pues, como “triunfo de la subjetividad y
como irrupción de una dominación arbitraria sobre las cosas” (B I.1, 407). El
lenguaje humano pretende emular al divino y ser, del mismo modo, creador. Y
cuando trata de hacerlo, carga al lenguaje de una intencionalidad y una
arbitrariedad que no poseía y lo incapacita para dar con la esencia de las
cosas. A partir de ese momento el lenguaje deviene abstracto y deja de nombrar
las cosas según lo que comunican. Con la Caída, el nombre deviene palabra. Y
ésta deja de vincularse de manera unívoca con lo que nombra, establece una
relación “incomprensible con la esencia” de las cosas (B VI, 12). La palabra se
convierte en “mero signo”, “en nada” en el sentido más profundo (B II.1, 153),
porque al separarse del lenguaje divino pierde cualquier garantía de
objetividad. Se inaugura así un abismo entre significantes y significados,
entre palabra y cosa. El sujeto y el objeto del conocimiento aparecen ahora
separados uno frente a otro, y el lenguaje se convierte en un instrumento con
el que los sujetos –que dejan de ser espectadores desinteresados del mundo–
tratan de dominar las cosas, a las que privan de la posibilidad de su
automanifestación. Y esto no sólo convierte en trágica la relación de los
hombres con la naturaleza, sino todo vínculo humano, pues el otro aparece
también como objeto de dominio: “lo trágico consiste en la legalidad que regula
el lenguaje hablado entre los hombres... [Por eso] no hay forma de diálogo
humano que no sea trágica” (B II.1, 137). El juicio es el medio con el que el
lenguaje adquiere carácter instrumental. Por medio de él se ordenan y subsumen
los fenómenos particulares mediante conceptos, ya sea por vía inductiva o
deductiva. Mediante el juicio, afirma, no se muestra la cosa en sí misma, sino
la forma en que ésta se le aparece al sujeto. Los criterios de los que éste se
sirve para conocer no tienen en cuenta la singularidad de los fenómenos, pues
se mantienen externos al objeto. Con el pecado original del espíritu
lingüístico, el lenguaje se hace abstracto y el nombre es sustituido por el
concepto y el juicio. El lenguaje se dispersa ahora en una pluralidad de
lenguas. Al dejar de nombrar, el hombre enajena su esencia y la naturaleza
añora ser nombrada, porque su ser ya no puede ser actualizado. Por eso
“prorrumpiría en lamentaciones en el momento en el que el lenguaje le fuera
concebido” (B. II.1, 138).
La crítica que elabora Benjamin a los aspectos
instrumentales, representativos y arbitrarios de los lenguajes históricos, se
complementa con el empeño por recuperar para la palabra su momento expresivo,
su función nominadora desaparecida con la Caída. Y ese empeño debe partir de
las lenguas humanas existentes, en las que se encuentra oculto el carácter
lingüístico de lo real y su ligazón con el Verbo divino 8. El carácter
expresivo de la lengua del Paraíso proporciona una perspectiva sincrónica desde
la que enjuiciar críticamente el devenir histórico de los lenguajes humanos en
el que se ha perdido su comunión con las cosas. En el trabajo conceptual de la
filosofía quedaría cifrada cierta fuerza mesiánica capaz de restituir la
verdad, el auténtico nombre de las cosas y, con ello, conciliar un mundo
desfigurado por el dominio. En esa aspiración por alcanzar el lenguaje nominal
ve la posibilidad de una auténtica actitud de escucha hacia la naturaleza y
hacia los otros que ya no parecen tener cabida en el mundo.
II
Benjamin continuará su profundización en esta tarea de
rastrear la unidad perdida entre la cosa y su expresión y para ello se centrará
en los elementos concretos de los lenguajes existentes, fundamentalmente en La
tarea del traductor y en el Origen del Drama Barroco alemán, textos que marcan
el inicio de su giro materialista. En La tarea del traductor (1923),
introducción a su versión alemana de los Tableaux Parisiens de Baudelaire 9 , no
se ocupa de los aspectos “técnicos” de la traducción, sino de su “cometido
filosófico”. La tarea de la traducción consiste en propiciar el diálogo –nunca
conclusivo- entre los diferentes idiomas, para iluminar la unidad oculta de la
que proceden. Su meta es “la integración de muchas lenguas en una verdadera” (B
IV.1, 16), la lengua pura anterior a la Caída. Ése debe ser el empeño del
traductor cuando no persigue solamente repetir el sentido de un texto original
en un idioma distinto. Precisamente por eso considera como lo más esencial de
una obra literaria su “traducibilidad”, su capacidad de pervivencia (Fortleben)
más allá de su origen. Con ello destaca que la traducción se halla sujeta a la
dimensión temporal, lo que le permite romper con las tesis que sostienen que
una buena traducción sería aquella que trata de asemejarse al original, pues
éste también cambia con el tiempo. El
traductor busca desplazar el original hacia un orden distinto en el que
“consigue su desarrollo ulterior” (B IV.1, 14). Y en ese desarrollo, el
lenguaje del original crece hacia una atmósfera “casi más alta y más pura de la
lengua”, porque la traducción significa “un lenguaje superior” (B IV.1, 14-15).
Y lo es, porque en cuanto vivifica y le otorga una nueva voz al original, lo
actualiza, de manera similar a la que el nombre adánico actualizaba el ser de
las cosas. Pero esa superioridad también viene dada porque la traducción
muestra –al menos de modo embrionario– la posibilidad de unión de todos los
lenguajes, la relación entre los lenguajes históricos y la lengua pura.
Lo que permite, según Benjamin, la traducción de unos
idiomas a otros –y lo que debe indagar quien traduce con sentido filosófico–
son sus elementos coincidentes, aquello que los hace familiares, y que estriba
en que “al tomar cada uno de ellos como un todo, se alude a una y la misma
cosa, algo que no es alcanzable por ninguno en particular” (B IV, 13). Los
lenguajes concretos coinciden entre sí respecto a lo que quieren decir, a lo
que aluden (das Gemeinte).Y sus diferencias se hallan sólo en el “modo de
aludir” (Art des Meinens). Así, como ejemplifica, el modo de aludir en alemán y
en francés hace que palabras como “Brot” y “pain” signifiquen algo distinto y,
por tanto, que no puedan ser absolutamente intercambiables, porque en sus
respectivos idiomas se vinculan a contextos distintos. El traductor debe
fijarse como horizonte armonizar los diferentes modos de aludir, los diversos
modos de intencionar de cada lenguaje, “hasta que de la armonía de todos
aquellos modos de aludir aparezca... la lengua pura” (B IV.1, 14). Es decir, ha
de tratar de acercar el modo de aludir a lo aludido, hacer de lo que “está
simbolizando lo simbolizado mismo” (B IV.1, 19). El traductor debe, en fin,
tratar de abrir brechas en el carácter arbitrario y convencional del lenguaje
para que lo aludido pueda mostrarse en toda su desnudez. Para salir de las
convenciones lingüísticas, el traductor tendría que introducir disonancias
idiomáticas desde una doble perspectiva: hacer extraños los modos de aludir de
la lengua materna y, al mismo tiempo, apropiarse de la lengua que le es ajena.
Lo que dejaría huellas tanto en la lengua original, como en la lengua
receptora. Para ello, tendría que vivificar el idioma del original en el
propio. “El error fundamental del traductor”, escribe citando a R. Pannowitz,
es que “se atiene al estado casual de su propia lengua, en vez de dejarse
arrastrar violentamente por la lengua extranjera” (B IV.1, 20). Por eso, en
lugar de traer el griego, el inglés o el hindú a su propio idioma, habría de
procurar que éste se helenizara, se anglizara, se hinduizara10. Esa propuesta
conlleva la ruptura de la idea (afín a las teorías tradicionales de la
traducción) de que existe una discrepancia insalvable entre libertad y
fidelidad con respecto a la reproducción del sentido y de la forma del texto original.
Es decir, por un lado, que quien es fiel a la forma es incapaz de restituir
completamente el sentido. Y, por otro, la idea de que quien pretende ser fiel
al sentido debe crear formas lingüísticas demasiado libremente. Frente a ambos
planteamientos, considera que las mejores traducciones son aquellas que siguen
lo que denomina “ley de la fidelidad a la libertad del movimiento lingüístico”
(B IV.1, 20). Según esa ley, la traducción sólo ha de tocar “efímeramente” el
sentido del original, igual que lo hace la tangente con el círculo que, después
de rozarlo, sigue su propia trayectoria. Benjamin plantea como ideal de toda
traducción que se unan sin tensión literalidad y libertad. Un ideal cuyo
arquetipo sería el libro Sagrado (y en alguna medida los grandes textos
clásicos) en el que coincide inmediatamente lo aludido y el modo de aludir, el
sentido y la expresión.
Sin embargo, esa coincidencia es inexistente en los
lenguajes históricos. Precisamente por eso cree que pretender ser fiel al
mensaje del original es evitar reproducirlo como su eco, porque el lenguaje en
que se plasma está plagado de ausencias. En él se oculta, más allá de lo que
está simbolizando, lo aludido, lo simbolizado mismo. En el mensaje “se esconde
un último y decisivo sentido... Aparte de lo comunicable, queda algo no
comunicable” (B IV.1, 19). La fidelidad al sentido debe entenderse, pues, como
fidelidad a lo no dicho. Sólo así el traductor puede “salvar en su propio
idioma aquella lengua pura que está hechizada en la lengua extranjera” (B IV,
18). No se busca la fidelidad al mensaje, sino al lenguaje en el que éste se
origina para tratar de liberarlo de sus convenciones. Ello requiere de la
literalidad en la translación de la sintaxis y de sus elementos principales,
las palabras. Al trasladarlas a otro idioma amplían sus horizontes de
significado y rompen con su ensimismamiento, al tiempo que permiten ensanchar
los márgenes del lenguaje del traductor confrontándolo consigo mismo, con lo
que estará en mejores condiciones para asumir lo otro contenido en el lenguaje
mismo. Por eso la tarea del traductor ha de ser la de armonizar los distintos
modos de aludir para propiciar la transformación de las lenguas en una lengua
nominal que diera cuenta y actualizara la totalidad de la experiencia humana
que se sedimenta en los lenguajes históricos.
III
En el Prólogo del Origen
del Drama Barroco alemán (1925), Benjamin trata de rearmar sus tesis sobre
el lenguaje recurriendo a elementos conceptuales platónicos y kantianos 11. Ese
prólogo se presenta como crítica a las teorías del conocimiento que se originan
a partir de la filosofía moderna, porque en ellas aquello que se quiere conocer
está condicionado por la actividad arbitraria e intencional del sujeto. El
orden del pensamiento subjetivo se afana en uniformizar las cosas, en
ordenarlas a través de criterios mecánicos. Los esquemas cognoscitivos del
sujeto subsumen y sintetizan los fenómenos particulares bajo conceptos. Y ese
proceder –que aspira a alcanzar la unidad sistemática del saber- difiere, según
Benjamin, de la verdad, pues ésta sólo puede ser vislumbrada como “un estado
inintencional” (B I.1, 216). Por eso, afirma, la filosofía debe abandonar
cualquier pretensión sistematizadora y ha de tratar de ser expositiva. Exponer
la verdad de las cosas consistiría en aproximarse a ellas sin querer
subsumirlas. Y eso es algo que no requiere de conceptos estáticos, sino, más
bien, de lo que denomina “constelaciones conceptuales”. Mostrar la verdad de
las cosas es, en suma, “renunciar al curso ininterrumpido de la intención” (B
I.1, 208). De ahí, la necesidad de tratar de rescatar el papel contemplativo
que siempre se le otorgó a la filosofía. Y, en este sentido, considera que su
objeto no puede ser otro que las ideas (en el sentido griego de la palabra),
porque sólo en ellas yace la verdad en sentido enfático, despojada de intención
y de miras subjetivas. Y las ideas, sostiene, tienen carácter lingüístico, son
dadas como “nombres” en los que coincide de modo inmediato la cosa y su
expresión: “las ideas se dan inintencionalmente en la nominación y tienen que
renovarse en la contemplación filosófica. En esta renovación, la percepción
originaria de las palabras queda restaurada” (B I.1, 217). De estas tesis se
desprende que para Benjamin las nociones de verdad, idea y lenguaje son
equivalentes.
Las ideas –entendidas como nombre- serían “palabras
deificadas” (B I.1, 216) que se mantienen libres del “pecado original del
espíritu lingüístico”. Es decir, del juicio, la abstracción y del primado
comunicativo e instrumental del lenguaje. Pero para Benjamin las ideas no son
una suerte de leyes inmutables que rigen el mundo fenoménico. No lo
trascienden, ni lo engloban, sino que son su interpretación objetiva, “la
organización virtual” (B I.1, 214) de los fenómenos. En ellas, a diferencia de
lo que ocurre con el modo de proceder cognoscitivo predominante, los fenómenos
no quedan subsumidos bajo una generalidad abstracta, sino que siguen
manteniendo su singularidad. Las ideas, si bien poseen una “dignidad” diferente
a aquello que abarcan, no pueden entenderse como algo separado del universo
fenoménico. Esta concepción lingüística de las ideas, entendidas en su
inmanencia respecto al mundo de la empiria, mantiene a la filosofía
benjaminiana en confrontación crítica tanto frente al nominalismo como al
realismo12. Para Benjamin, uno y otro se ciegan ante la verdad porque entienden
el lenguaje como un instrumento cognoscitivo en el que se da un abismo
insalvable entre la expresión y lo que denota, entre significado y
significante. Pero también niega –frente a la fenomenología– la posibilidad de
alcanzar las esencias eidéticas por medio de la intuición (B I.3, 936) y señala
que el único camino posible para vislumbrar el ámbito de las ideas es a través
de su aparente contrario, esto es, del fenómeno. La facticidad y su
organización virtual, los fenómenos y las ideas, se vinculan indisolublemente.
Las ideas no se manifiestan por sí mismas, sino que requieren del “trabajo
conceptual”, de la elaboración de “constelaciones conceptuales”. En ellas los
conceptos no apuntan al supuesto centro del objeto, ni tratan de subsumirlo
bajo una generalidad abstracta, sino tan sólo “iluminarlo”. Sólo a través de
ese trabajo conceptual, los fenómenos pueden “participar en el ser de las ideas”
(B I.1, 214). Las constelaciones conceptuales son, pues, elementos mediadores
entre el ámbito fenoménico y el de las ideas. Porque los fenómenos requieren de
los conceptos para ser ordenados en sus componentes constitutivas, y esos
conceptos actúan, a su vez, como salvadores de aquellos componentes de lo
fáctico –que están en peligro de perder su sentido– al integrarlos en las
ideas. De este modo, el ámbito de lo fenoménico, de lo fáctico, forma parte
también de la constelación que constituye las ideas. En la constelación se dan
cita, pues, inmanencia y trascendencia, fenómenos e ideas: “las ideas...
permanecen en la oscuridad en tanto que los fenómenos no se declaran a ellas...
La recolección de los fenómenos incumbe a los conceptos... que consiguen un
resultado doble: la salvación de los fenómenos y la manifestación de las ideas”
(B I.1, 215). Si bien es cierto que, para Benjamin, las ideas, la verdad, “se
descubre en la esencia del lenguaje” (B I.1, 197), el lenguaje en el que se
representan no es conceptual ni se basa en el signo. Las ideas son lenguaje,
pero en un sentido no discursivo. Son lo no dicho, lo que no ha encontrado
expresión en las lenguas empíricas que el filósofo ha de sacar a la luz. El
carácter lingüístico de la idea viene dado por lo que en ella es símbolo de lo
no comunicable, por ese potencial oculto en la palabra que es más que mera
comunicación de contenidos. Esa dimensión de lo indecible que se oculta en las
lenguas, es la que fundamenta el papel tan relevante que le concede a la
traducción tanto en el ámbito lingüístico como en el de la historia.
En el Origen del drama
barroco alemán, la filosofía vendría a ser concebida como el esfuerzo, en
medio de la penuria expresiva, por prestar oídos a las cosas a través de la
crítica y la búsqueda lingüísticas13, como el esfuerzo “por renovar la
percepción originaria de la palabra” (B I.1, 217). Esa crítica y esa búsqueda
se hacen necesarias, porque el lenguaje “sólo conoce para los objetos palabras
en las que los nombres se hallan escondidos” (B VI, 14). La filosofía sería,
pues, un trabajo de ilustración conceptual, un tejer y destejer palabras y
conceptos confrontando unas con otros. Sus miras son la ampliación y la
renovación de la experiencia y el pensamiento, dar cabida a lo diferente, a
aquello que oculta y tiraniza el acerado instrumental de la subjetividad y, de
ese modo, tratar de romper con el mito, con la repetición de lo mismo, con el
continuum de lo dado. El objeto principal del drama barroco alemán es, para
Benjamin, la historia. Ésta se muestra como paisaje en ruinas, lleno de muerte
y destrucción, carente de esperanza, como la “desolación de la condición
terrena” (B I.1, 260). El drama barroco refleja cómo el hombre introduce a la
naturaleza en su historia y la arrastra consigo en su caída. Su elemento
expresivo predominante es la alegoría, en la que se plasma “todo lo que la
historia tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido” (B I.1, 343). La
alegoría es, así, crítica de lo que quiere presentarse como reconciliado14. A
través de ella se persigue interconectar el mundo histórico y el natural, el
carácter mortal y de ruina que recorre esos dos ámbitos, el sinsentido
metafísico de toda significación que se vislumbra desde la atalaya de la
subjetividad. En la expresión alegórica, afirma, se manifestarían las
potencialidades que encubre el lenguaje habitual, éste “queda reducido a
escombros... y deja de servir como mero medio de comunicación” (Ibid.). La
alegoría vincula sujeto y objeto, naturaleza e historia, moviéndolos de su
fijeza. Y, al vincularlos, trata de destacar los rasgos visuales del lenguaje,
acercar el lenguaje oral al escrito y, de ese modo, lograr una descripción del
mundo “como una configuración onomatopéyica” (B I.1, 378). De ahí que considere
necesario traer al presente la actualidad de algunos elementos rescatables del
barroco, como pudieran ser su expresividad lingüística, su insistencia en la
caducidad de lo existente o la conciencia de que no caben consuelos
metafísicos. Por eso el texto subraya también el valor de la alegoría como
contraimagen del lenguaje comunicativo (B I.1, 407). A pesar de que Benjamin
cree que es un modo arbitrario de buscar la ampliación de los márgenes del
lenguaje, también piensa que encierra, paradójicamente, la “espera permanente
del milagro” (B I.1, 17); una espera que se sostiene en la figura del
intelectual alegórico que podría cuestionar el curso dominante del lenguaje.
Ese intelectual alegórico, que en su obra se encarna también en las figuras del
coleccionista, el poeta, el filósofo o el historiador materialista, trataría de
mantener una relación diferente con los objetos a los que se enfrentan. Una
relación que consiste en intentar rescatar a las cosas de su mudez, reforzar su
potencia en la dación de voz, situado entre ellas y no frente a ellas. Es
decir, propiciar algo así como una “intención initencional” o “un interés
desinteresado”. Ese intelectual se sabe sujeto activo y dominador, pero también
suiectum a la cosa, e incapacitado para hacerle completa justicia. Y, sin
embargo, no renuncia a tratar de iluminar las cosas más allá de todo dominio.
Ha de indagar –en un ejercicio interpretativo continuo– las huellas del nombre
en la naturaleza y en la historia. Está abierto a lo diferente y debe
entenderse como contrapeso de la subjetividad predominante. En él cifra las
esperanzas de revertir la no verdad y el dominio que inunda lo existente.
IV
En sus ensayos de los treinta, Benjamin situará, cada vez
más, el problema del lenguaje en su raíz material y antropológica y los rasgos
tan marcadamente místicos y ahistóricos que caracterizaron sus primeros ensayos
quedarán en un segundo plano. Destacará que en los lenguajes históricos aún se
conservan elementos mimé- ticos 15 –que han pervivido a través del proceso
civilizatorio– desde los que es posible establecer vínculos, entre el sujeto y
el objeto, entre lo aludido y el modo de aludir. Cree que en esos elementos
miméticos todavía es posible hallar ciertos rastros de un lenguaje nominal que
se encuentran incrustados en los lenguajes existentes. Lo mimético “sólo puede
aparecer sobre algo ajeno… [sobre] el fondo comunicativo del lenguaje” (B II.
1, 212). Para Benjamin, la capacidad mimética constituye un mecanismo esencial
con el que los individuos se adaptan a la naturaleza y dan sentido al mundo a
la luz de sus necesidades. Si bien la producción de semejanzas (Mimikry)
atraviesa enteramente la naturaleza, la suprema capacidad para producirla la
posee el hombre (Mimesis). La Mimikry es el mimetismo natural, una relación
meramente orgánica entre los seres vivos y el mundo que le circunda. La
mímesis, por el contrario, es la capacidad humana de percibir y producir
semejanzas en la que también intervienen factores culturales e históricos que
se transforman a lo largo del tiempo. Esa capacidad se percibe de forma
inmediata cuando se emula al otro o a las cosas del mundo, como ocurre en los
juegos infantiles: “el niño no sólo juega a ser comerciante o maestro, sino
además a ser molino… o locomotora” (B II.1, 210). También la danza constituye
una clara muestra de esa capacidad mimética, pues en ella se da expresión a una
espada, una copa o una flor (GSB III, 478). En la danza se hermana, pues, la
función expresiva y la representativa. Y lo mismo ocurre en el lenguaje: “en la
expresión danzante y en la lingüística se observa una misma capacidad mimética”
(Ibid.). Sólo que en el lenguaje esa capacidad ha adoptado una “estructura no
pictórica”. En él está inscrita en toda su potencia esa capacidad mimética,
pero se halla encubierta. De ahí que Benjamin rechace al mismo tiempo tanto las
teorías onomatopéyicas 16 como las que defienden la idea de que los signos poseen
un carácter convencional. Sostiene, por el contrario, que la relación que se
establece entre el objeto y el lenguaje hablado o escrito posee un carácter no
sensorial al que sólo se puede acceder a través de la lectura: “lo que jamás
fue escrito, fue leído. El leer... es anterior a toda lengua: las entrañas, las
estrellas o las danzas. Más tarde se usaron... las runas y los jeroglíficos” (B
II.1, 213). La naturaleza puede entenderse como un texto lleno de
significación, pues el universo entero se halla atravesado por signos. Las
relaciones miméticas entre el significante y el significado son una suerte de
cuadros enigmáticos: “[Los aspectos] miméticos del lenguaje sólo pueden
aparecer, como la llama, en un tipo de soporte. Ese soporte es lo semiótico. La
semejanza aparece [sólo como] un relampaguear en relación al sentido de las
palabras o frases del soporte” (B II. 1, 213). Y la tarea del filósofo es
aprehender ese relámpago, lo no dicho, que destella de manera casi
imperceptible en el lenguaje comunicativo imperante.
En algunas notas del Passagen-Werk
esa teoría mimética también se transferirá a la historia17, como cuando
Benjamin muestra ocasionalmente que el ámbito simbólico es reflejo de la
infraestructura 18. Pero en sus Tesis sobre el concepto de historia (1940), esa
teoría lingüística adquiere aún un mayor carácter práctico-político. La
historia es entendida en estas Tesis como un texto que puede ser leído, pero
cuya lectura se halla imposibilitada por el lenguaje de las convenciones y las
versiones oficiales que encubren el verdadero nombre de los acontecimientos
históricos. Por eso considera necesario que el historiador materialista
traduzca eso que no tiene nombre a lenguaje (B I.3, 1241). Es decir, que pase a
la historia un “cepillo a contrapelo” con el que pueda sacar a la luz lo que
ésta oculta. De ese modo no sólo se apoderaría de la tradición de los
oprimidos, sino que “también la fundaría” (B I.3, 1246). Sólo cuando ese pasado
sea desenterrado y adquiera expresión, cuando puedan ser enteramente citables
las experiencias y aspiraciones de quienes han sido olvidados por la tradición
triunfante, podría hablarse de “historia universal”. Y es que “el auténtico
concepto de historia universal es mesiánico. La historia universal, como se
entiende hoy, es cosa de oscurantistas” (B V.1, 608). El final del proceso
interpretativo de la historia coincidiría, así, con el final de la historia
dominante. El cometido del historiador materialista es hacer confluir –al igual
que el traductor respecto a la diversidad de las lenguas- la multiplicidad de
la historia y elaborar una historia universal, que “sólo puede ser entendida en
el sentido actual como una suerte de esperanto” (B V.1, págs., 1239) que
revelaría lo callado y lo no dicho de la historia. La tarea que antes atribuía
a la traducción en cuanto redención de un lenguaje puro, es trasladada ahora al
historiador materialista que puede ser capaz de penetrar en aquellas fisuras de
la historia que escapan al poder del lenguaje hegemónico para liberar el
pasado. Para ese propósito no cabe la exposición narrativa de los hechos propia
del historicismo, con la carga épica y la actitud contemplativa que la
acompaña. Por el contrario, el historiador debe romper y fluidificar la dura
costra de lo acontecido, indagar y articular la trama del pasado de la que se
alimenta el presente. Pues la historia no es el pasado rígido e intocable, sino
un impulso para la praxis. No es sólo una ciencia, sino “una forma de recuerdo”
(B V.1, 189) que propicia la transformación del presente. Al prohibirse la
mirada hacia el futuro, abre la posibilidad de un futuro distinto. Pues el
motor de la transformación no es ya la imagen de los descendientes liberados
–imagen abstracta y que se alza como un hecho imprevisible- sino la liberación
en “nombre de los vencidos” (B. V.2, 700). Esto es, el recuerdo concreto del
sufrimiento de quienes nos precedieron. De ese modo, el deseo de cumplir las
esperanzas fracasadas de quienes han sido derrotados se convierte en palanca y
consciencia revolucionaria que, según Benjamin, se halla anquilosada en los
movimientos emancipatorios de su época. Con este planteamiento, rompe con el modelo
propugnado por Marx, para quien las imágenes del pasado bloquean cualquier
posibilidad transformadora, al tiempo que muestran la escasez de contenidos
políticos19. Para él, por el contrario, el historiador materialista tiene que
“invitar a los difuntos a la mesa” (B V.1, 603). Debe vincular el presente con
un determinado punto del pasado, elaborar construcciones en las que su época
entra en constelación con otras anteriores para posibilitar un “salto de tigre
en el pasado” que ponga en tela de juicio las imágenes ideológicas que lo
sepultan. La función política del historiador materialista es “iluminar el
sector de dignidad de lo destruido” (B. I.3, 1244), pues la memoria viva del
pasado permite sentar las bases que rompan con un presente que es continua
repetición de la infelicidad.
Para Benjamin, la rememoración puede hacer “de lo definitivo
(el sufrimiento) algo no definitivo” (B V.1, 589)20, pues piensa que traer al
presente las luchas del pasado y conservar sus anhelos, posee un indudable
carácter práctico-político El historiador no debe propiciar una mera evocación
del pasado, sino su transformación. En eso estriba el carácter utópico de su
mirada hacia lo que ha sido. Y es que la rememoración se diferencia del
recuerdo, porque éste se vincula a lo vivido; mientras que, aquélla, al combate
por lo que pudo ser y no fue. Y, en este sentido, es más que simple nostalgia.
Eso es lo que lo lleva a destacar el vínculo que ha de establecerse entre el
materialismo histórico y la teología. Si bien ésta se muestra ahora como
“pequeña y fea” (B I, 2, 693), pues así es percibida desde la izquierda
hegeliana, la considera como el impulso necesario para que el materialismo
alcance sus metas revolucionarias. Ese vínculo se concreta, precisamente, en la
rememoración del pasado: “el presente [del historiador] funda entre la
escritura de la historia y la política una conexión idéntica al nexo teológico
entre rememoración y redención” (B I, 3, 1248). El historiador materialista
recoge la relación antagónica entre el orden teológico y el profano en la
“débil fuerza mesiánica” que encauza en la idea de redención, con la que
mantiene abiertas las esperanzas del pasado. El elemento central para llevar a
cabo la tarea que propone para el historiador materialista es la dialéctica:
“el dialéctico trata de captar en las velas el viento de la historia universal.
Pensar, para él, es colocar las velas… Las palabras son sus velas. Lo que hace
de ellas concepto es el modo en que se disponen” (B V.1, 596). Se trata de
iluminar el pasado mediante la construcción de lo que denomina “imágenes
dialécticas” con las que se pretende congelar el presente y convertirlo en
abreviatura moná- dica de toda la historia21. Mediante ellas se pretende
sincronizar cada actualidad con determinados momentos históricos y hacer
legible el pasado en el presente, así como éste en el pasado (B V, 68). Esa
“dialéctica en detención”22 (Stillstand) serviría para “detener” e interpretar
la historia y desvelar su falsedad en las fisuras del lenguaje23. Pero no se trata
de que el pasado y el presente se iluminen recíprocamente, sino de construir
una imagen “donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una
constelación. En otras palabras: imagen es la dialéctica en detención. Pues
mientras que la relación del presente con el pasado es puramente temporal, la de
lo que ha sido con el ahora es dialéctica, de naturaleza figurativa, no
temporal” (B V.1, 577). Y eso significa que el tiempo no puede considerarse
como un mero transcurrir, como un simple secuenciación, sino como una
temporalidad cualitativa, como tiempo ahora (Jetzzeit), como ocasión capaz de
redimir las posibilidades de felicidad que han sido dañadas en la historia. El
historiador materialista ha de visualizar –como si tratase de fotografiarlo– las
tensiones de un momento histórico, de una coyuntura revolucionaria que pueda
vengar el pasado oprimido, de redimirlo. Sólo desde la perspectiva de la
redención se rompe con el lenguaje desfigurado en el que se inserta el pasado y
que traiciona el objeto histórico con la construcción intencional de su
discurso. En el concepto de “redención” condensa el rechazo a cualquier
especulación sobre el sentido y las metas de la historia, a cualquier teodicea,
pues no se entiende como un nuevo comienzo, sino como el cumplimiento del
pasado y como una interrupción de la eterna repetición de lo mismo, del
sufrimiento y la catástrofe. Sólo desde esa perspectiva cree que el lenguaje
histórico puede dejar de ser instrumento de los vencedores y la historia puede
ser llamada por su nombre verdadero (B I.2, 694). Se trata de recuperar la
“flaca fuerza” que se encarna en los vencidos de la historia. Y esa fuerza sólo
se puede recoger a través del lenguaje, que da expresión a sus experiencias y
aspiraciones olvidadas. La utopía de la redención del pasado se vincula así a
la utopía del nombre. Para Benjamin, el filósofo ha de partir de la
materialidad del lenguaje, de las faltas y excesos de su configuración
histórica y social para rescatar, a partir de sus desechos, el potencial emancipador
que oculta la palabra.
Notas
1 Th. W.
ADORNO, Gesammelte Schriften. G.
Adorno y R. Tiedemann (eds.), Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1973 y ss.,
vol.11 pág., 578.
2 En adelante se citará la obra de Benjamin, W. BENJAMIN, Gesammelte Schriften, R. Tiedemann y H.
Schweppenhäusser (eds.), Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1974, con la letra
B, y a continuación se señalará el volumen y la página.
3 Adorno destacó que el vínculo entre los motivos místicos y
materialistas de ese pensamiento con rostro de Jano consistía en la crítica a
la concepción instrumental del lenguaje y en la esperanza del nombre y en
llamar las cosas por sus nombres verdaderos: “el filósofo educado en la Cábala considera… [el carácter subjetivo e
intencional de la palabra] mero garabato suplantador del nombre. Esta cuestión
establece el lazo de unión entre la fase materialista y la teológica del
pensamiento de Benjamin”. Th. W. ADORNO, Gesammelte, vol.10.1, págs., 246-247.
4 R. TIEDEMANN,
“Nachwort” en W. BENJAMIN, Sonnete,
Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1986, pág. 93. Acerca del papel del
lenguaje poético en la filosofía de Benjamin, Cfr. A. Prete” Benjamin e la
lingua della poesia”, en L. BELLOI, y L. LOTTI (eds.), Walter Benjamin: tempo,
storia, linguaggio, Roma, Editori Riuniti, 1983, págs. 97-110.
5 Carta a
G. Scholem, en Walter BENJAMIN, Briefe
(vol. I), Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1966 pág., 128. En
adelante, la correspondencia se citará como Br.
6 Para Benjamin las tesis de Saussure serían paradigmáticas
de esa concepción, debido a que considera la arbitrariedad de los signos como
el principio fundamental de toda realidad lingüística. Una arbitrariedad que
llega a comparar con la que tiene el dinero. Cfr. F de SAUSSURE, Curso de Lingüística general, Madrid,
Alianza editorial, 1983, págs. 188 y ss.
7 Sobre la interpretación benjaminiana de la Biblia, cfr: J.
ERBACH, “Der Blick des Engels. Für eine
“benjaminische” Lektüre der
hebräischen Bibel”, en N.W. BOLZ y R. FABER (eds.), W. Benjamin: Profane Erleuchtung und Retende Kritik, Würzburg,
Königshausen & Neumannn, 1985, págs. 67 y ss.
8 La convicción de que el nombre de las cosas no está
perdido del todo para la filosofía, la expresa Benjamin en una carta a H. von
Hoffmansthal: “toda verdad tiene su morada, su más preciado palacio, en el
lenguaje que está edificado sobre los logoi más antiguos. Frente a la verdad
así fundada, los conocimientos de las ciencias particulares permanecen
subalternos, vagando de aquí para allá, mientras se conformen con el ámbito
lingüístico que las hace equivocar en aquella concepción del carácter de signo
del lenguaje. Un carácter al que el arbitrio irresponsable imprime su
terminología.
Por el contrario, la filosofía experimenta la benéfica
eficacia de un orden, la fuerza gracias a la cual su conocimiento aspira, cada
vez, a palabras del todo determinadas cuya superficie, incrustada en el
concepto, se libera bajo su contacto magnético y revela las formas de la vida
lingüística que en ella se enclaustra” ( Br. I, pág. 329).
9 Un análisis de las traducciones que hizo Benjamin de
Proust se encuentra en B. KLEINER, Sprache
und Entfrendung, Bonn, Bouvier, 1980. Para una comparación entre las traducciones
de Stefan George y las de Benjamin, cfr., L. WIESENTHAL, Zur Wissenschaftstheorie Walter Benjamins, Frankfurt am Main,
Athenäum Verlag, 1973. Para un análisis de la teoría de la traducción en
Benjamin, cfr., W. MENNINGHAUS, Walter
Benjamins Theorie der Sprachmagie, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag,
1980.
10 En dos pequeños ensayos titulados “Über den Gebrauch von Fremdwörter” y “Wörter aus der Fremde”, Adorno esboza una teoría de la traducción
cuyas líneas fundamentales coinciden con las de Benjamin. También para Adorno
la palabra extranjera ayuda a romper “el
momento conformista del lenguaje... en la que se ahoga el objeto específico de
la expresión” (Th.W. ADORNO, Gesammelte,.
11, 220). La palabra extranjera, afirma, “es
un revulsivo contra las convenciones de la lengua materna, es lugar de
interrupción de la conciencia cognoscente e iluminación de la verdad” (Th.
W. ADORNO, Gesammelte, 11, 641).
11 Como escribe en una carta a Ernst Schoen: “esta introducción… [ha de entenderse] como
una suerte de segundo –y no sé si mejor- estadio del primitivo trabajo sobre el
lenguaje, pero establecido ahora como doctrina de las ideas” (Br. I, 382).
Desde principios de los veinte ya había pensado elaborar un trabajo de
habilitación que versara sobre el lenguaje, un estudio que “entraría en el inmenso ámbito de palabra y concepto (de lenguaje y
Logos)” (Br. I, 230)
12 Una confrontación que, quizás, no haya sido
suficientemente destacada a causa de la interpretación, poco matizada, de
Adorno (y que da cuenta de la negativa benjaminiana a reducir la singularidad
de los fenómenos a conceptos abstractos), según la cual “en el prefacio al
libro sobre el Trauerspiel [Benjamin]
acometió una salvación metafísica del nominalismo”. Th. W. ADORNO, Gesammelte, vol. 11, 570.
13 Cuando ello ocurre, “la
idea alcanza conciencia de sí misma... Pero debido a que la filosofía no puede
tener la pretensión de hablar en el tono de la Revelación, esta tarea solamente
se podría realizar recurriendo a una reminiscencia que se remonta a la
percepción originaria... En la contemplación filosófica... la idea se libera en
cuanto palabra que reclama otra vez su derecho a nombrar... [Ese empeño
muestra] justamente que la filosofía, a través de su historia, haya venido a
ser una lucha por la exposición de unas pocas palabras, las ideas” (B I.1,
217).
14 Como cuenta A. Lacis, Benjamin cuestionaba que la
estética considerara la alegoría como un pobre recurso artístico. Frente a
ello, él “pretendía mostrar el elevado
valor artístico de la alegoría, y todavía más, presentarla como una particular
forma artística de comprender la verdad” A. LACIS, Revolutionär als Beruf. Berichte über proletarische Theater,
über Meyerhold, Brecht, Benjamin und Picastor, München, Regner & Bernhard, 1971, págs.
43-44. Sobre el papel de la alegoría en el pensamiento de Benjamin, cfr.: J.
NAEHER, Walter Benjamins Allegorie
Begriff als Modell, Stuttgart, Klett-Cotta, 1977; B. MENKE, Sprachfiguren, Name; Allegorie, Bild nach
Benjamin, München, Fink, 1991; R. SPTEH, Wahrheit und Ästhetik, Würzburg, Königshausen, 1991; K. GABER, Rezeption und Rettung, Tübingen,
Niemeyer, 1987.
15 Como señala H. Schweppenhäusser, para Benjamin la
capacidad mimética sería el lugar donde coinciden “Creación y conocimiento (expresado secularmente: praxis y teoría), ser
y lenguaje (expresado históricamente: historia natural y razón”) H.
SCHWEPPENHÄUSSER, “Physiognomie eines
Phisionomikers”, en TIEDEMANN, R. (ed.); Zur Aktualität Walter Benjamins, Frankfurt am Main, Suhrkamp
Verlag, 1970, pág. 145.
16 Cfr. B III, 478. Benjamin hace suyas algunas de las tesis
de K. Bühler. Sobre todo las que ponen en cuestión el carácter onomatopéyico
del lenguaje: “el lenguaje humano… luego, sin duda, de haber vacilado durante
mucho tiempo en la encrucijada cuyo letrero de la izquierda llevaba escrito:,
y el de la derecha , ha elegido, como lo hiciera
Hércules, el camino de la derecha>>, K. BÜHLER, “La onomatopeya y la función representativa del lenguaje”, en H.
DELACROIX et al., Psicología del lenguaje,
Buenos Aires, Paidós, 1967, pág., 74.
17 En 1931 informaba a su amigo Max Rychner que “desde mi
posición muy particular de la filosofía del lenguaje existe una relación [entre
ésta]… y el modo de reflexión del materialismo histórico”. Br. II, pág., 523.
18 Algo que Adorno consideró como un hecho desafortunado.
Como le recuerda a Benjamin en una carta fechada en noviembre de 1938: “la mediación materialista del carácter
cultural sólo es posible en la mediación del proceso total” (Br II, 785).
Sus tesis, según Adorno, adolecen de “insuficiencia dialéctica”. Benjamin
mantenía, sin embargo, que no trataba de ver la raíz de económica de la cultura,
sino de representar lo económico en su cultura (B V.1, 573-74). Sobre esa
discusión, cfr. W. van REIJEN, “Der
Streit um die materialischer Dialektik zwischen Theodor W. Adorno und Walter
Benjamin”, en Kritischer
Materialismus, M. L. BACHMANN y G. SCHIMD-NOERR (eds.), München, Wien, Carl
Hauser Verlag; 1991, págs., 129 y ss.
19 “La revolución
social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino sólo del
porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda
veneración supersticiosa por el pasado… La revolución del siglo XIX debe dejar
que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar consciencia de su propio contenido”
K. MARX, MEW 8, Berlin, Dietz Verlag, 1956, pág., 117.
20La tesis central de Benjamin será la de que para el
materialismo histórico consecuente “la obra del pasado no se halla concluida”
(B II.2, 477). Cuando Horkheimer conoce su posición, le escribe: “[su planteamiento] es idealista… La
injusticia pasada ha acaecido y está concluida. Los vencidos están realmente
vencidos… Si se toma totalmente en serio lo inconcluso (del pasado), se debe
creer en el Juicio Final” (B. V.1, 588-89). Benjamin le responde que “el correctivo a este planteamiento se
encuentra en aquella consideración según la cual la historia no es sólo una
ciencia, sino también una forma de rememoración. La que la ciencia ha
“establecido”, puede modificarlo la rememoración. Ésta puede hacer de lo
inconcluso (la dicha) algo concluso, y de lo concluso (el dolor) algo
inconcluso. Esto es teología; pero en la rememoración hallamos una experiencia
que nos impide comprender la historia de un modo fundamentalmente ateológico,
por mucho que no debamos intentar escribirla con conceptos directamente
teológicos” (Ibid.).
21 Benjamin establece una fundamental diferencia entre las
“imágenes” y las “esencias” de la fenomenología: su índice histórico. Éste “no
sólo dice a qué tiempo determinado pertenecen”, sino sobre todo (frente a las
categorías de las ciencias del espíritu como el hábito o el estilo) que “sólo
alcanzan legilibilidad en un tiempo determinado” (B V, 1, 578).
22 Benjamin no es demasiado explícito a la hora de aclarar
estos conceptos. Como ha escrito Tiedemann: “su
significado permanece oculto. No alcanzaron consistencia terminológica” R.
TIEDEMANN, Dialektik im Stillstand. Versuche zum Spätwerk Walter Benjamins Frankfurt am Main Suhrkamp Verlag, 1983, pág., 32.
23 Adorno reconoció la enorme influencia que en él dejó la
obra de Los Pasajes. Afirmaba que en
ella se mostraba el carácter paradójico del mundo administrado, donde lo
diferente no es otra cosa que la repetición de lo mismo; repetición que estriba
en el principio de intercambio y de la dominación: “lo que Benjamin denominó es menos un residuo
platónico, que el intento filosófico de traer a la consciencia tal paradoja”.
Th. W. ADORNO, Gesammelte, 10.2, Pág, 264.
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