Montaje del ‘Don Quijote’ (1955), de Pablo Picasso sobre el ‘Trigal con segador a la salida del sol’ (1889), de Vincent van Gogh |
Virtudes, todas ellas, que Astrana Marín encontraba sobradamente en el buen fraile, nacido en tiempos de exaltación de la novela caballeresca, amante de estas y capaz incluso de considerarlas verdaderas. “Si mantuvo alguna excentricidad, ignórase. No me inclino a creerlo, aunque alucinaciones sufrieron los santos”, apuntaba. Suponiendo que hubiera conocido al fraile y lo tuviera como modelo, Cervantes sólo habría tenido que arrojarle a los caminos a que imitara a sus héroes novelescos, una exaltación “medio mística medio caballeresca”, que en nadie prendería mejor que en un individuo “con propensión al claustro”. Dice Astrana Marín que Cervantes, vecino de Esquivias entre 1584 y 1587, “tuvo que conocer noticias de fray Alonso Quijada”. Sin embargo, entre “tuvo que conocer” y “ciertamente conoció” hay un largo trecho, como bien advertía Rodríguez Marín en su conferencia, leída en 1928 –El modelo más probable de don Quijote–, donde esbozaba la teoría que seguiría después Astrana. La tesis del fraile de Esquivias ha permanecido vigente durante más de sesenta años, quizás no tanto por su verosimilitud como por el hecho de no existir otra mejor que pudiera desplazarla.
Sin embargo, hacia finales del mes de noviembre del año
pasado, en el preludio del que será el gran año de celebración del cuarto
centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote, dos
investigadores de la asociación cultural Foro Castellano divulgaron el
descubrimiento de una teoría que, por verosímil y atractiva, fue capaz de
remover todas las viejas conjeturas acaparando una atención mediática poco
frecuente. Javier Escudero, archivero de Socuéllamos, e Isabel Sánchez Duque,
arqueóloga y gerente del Museo Juan Mayordomo de Pedro Muñoz, afirmaban que el
Quijote de carne y hueso no fue aquel oscuro fraile de Esquivias, sino un
hidalgo de El Toboso llamado Francisco de Acuña, pendenciero y pleiteador, que
acostumbraba a vestirse de caballero con su lanza en astillero y adarga antigua
para perseguir y apalear a sus enemigos, que se contaban por cientos y entre
los que destacaban los Villaseñor, parientes lejanos a los que les unía una
íntima y enconada enemistad a cuenta de una herencia, que se transmitía de
generación en generación.
Según pudieron descubrir Escudero y Sánchez Duque, en el
camino que une El Toboso y Miguel Esteban se habrían encontrado hacia 1581 los
hidalgos Pedro de Villaseñor y Francisco de Acuña, que intentaron matarse a
lanzazos el uno al otro, pudiendo escapar Villaseñor gracias a que el caballo de
Acuña cabalgaba más despacio por el peso de su armadura. Debido a aquellas
rencillas irreconciliables, los Acuña y los Villaseñor acometían los caminos
protegidos con cascos y cotas de malla, broqueles, montantes y dagas al estilo
de los antiguos caballeros.
Da la casualidad de que Cervantes conocía bien a los
Villaseñor, pues aparecen en el Los
trabajos de Persiles y Segismunda,
la obra postrera de Cervantes cuyas aventuras discurren en La Mancha.
“¿Por ventura, señor –replicó Antonio–, este lugar no se llama el Quintanar de
la Orden, y en él no viven un apellido de unos hidalgos que se llaman
Villaseñores? Dígolo porque he conocido yo un tal Villaseñor, bien lejos desta
tierra, que si él estuviera en ésta, no nos faltara posada a mí ni a mis
camaradas”, relata en el capítulo nueve del tercer libro. El Persiles cita a
Juan de Villaseñor y su huida del Quintanar durante dieciséis años por la
persecución de sus enemigos, hechos que según los investigadores son verídicos,
pudiendo partir del intento de asesinato de Diego de Villaseñor en las calles
de El Toboso en 1573.
En el fondo de tales disputas había un hecho germinal que
era el reparto de la herencia del comendador de los Villaseñor, fallecido en el
primer cuarto del siglo XV. Durante generaciones, ambas familias se disputaron
por las armas aquella herencia y como ambas eran pendencieras, pues acumulaban
pleitos y querellas, terminaron batiéndose por las bravas, armados hasta los
dientes con sus yelmos, sus escudos y sus aceros. Podemos imaginar la cara que
pondría un campesino, atribulado en sus quehaceres, al levantar la cabeza y
observar en la vereda un espectáculo semejante. Y si Cervantes conoció la
historia por boca de los Villaseñor, lo cual es muy posible puesto que eran
amigos, su imaginación debió encenderse de inmediato.
El origen de
las investigaciones
Cuando en 2005 saltó la noticia de que Francisco Parra Luna,
catedrático de Sociología de la Universidad Complutense, afirmaba en un libro
que Villanueva de los Infantes era ese lugar de La Mancha, Javier Escudero e
Isabel Sánchez, que no eran cervantistas pero llevaban más de veinte años
estudiando la región de La Mancha, se quedaran atónitos. “No nos convencía absolutamente nada, como tampoco nos convencía la
tesis de Astrana Marín sobre el fraile de Esquivias. Todas las teorías y
lugares referentes al Quijote, desde Argamasilla del Alba hasta Villanueva, nos
parecían erróneas. No sabíamos a dónde podíamos llegar pero nuestro punto de
partida fue que aquellas tesis estaban equivocadas”, afirman los
investigadores.
La tesis de Francisco Parra Luna, acompañada de un gran
trabajo de campo que calculaba la distancia que podían recorrer una mula y un
caballo en una jornada, trataba de esclarecer cuál era el lugar de la Mancha a
partir de las indicaciones de la novela resolviendo que aquel lugar no era otro
que Villanueva de los Infantes. Parra Luna coordinaba un trabajo
multidisciplinar revestido de una presunta fiabilidad científica, aunque partía
de una premisa un tanto dogmática, que era que el lugar de la Mancha habría de
estar en el Campo de Montiel, lo cual no queda meridianamente claro en el texto
cervantino, puesto que no es lo mismo partir del Campo de Montiel que tomar
dicha dirección, como parece que hace don Quijote.
En la serie de libros que Javier Escudero e Isabel Sánchez Duque están publicando bajo el epígrafe común Tierra del Quijote, aparece una nueva hipótesis, defendida por el profesor de Historia del Derecho de la Universidad Complutense, Pedro Porras Arboledas, que sitúa ese lugar de la Mancha en Pedro Muñoz. Porras presenta su propuesta con toda cautela y la justifica por su cercanía a El Toboso –unos 11 kilómetros– y por la estrecha relación que hubo entre ambas poblaciones. La teoría, que quizás no sea demasiado convincente, parte en cualquier caso de los argumentos del catedrático de historia Contemporánea de la Universidad de Castilla La Mancha, Jerónimo López-Salazar Pérez, quien afirmaba entre otras cosas que el lugar de la Mancha debía estar próximo a El Toboso. López-Salazar reconocía que Cervantes mostraba cierta indiferencia al hablar de geografía y que no se esforzó nada por precisarla, más bien al contrario, por lo que no tenía mucho sentido tratar de esclarecer una ruta trazada expresamente nebulosa. En todo caso, también apuntaba la existencia de una clara delimitación de tres grandes espacios en la obra: la Mancha, Campo de Montiel y Sierra Morena. De esta forma, el núcleo del Quijote habría de ser la Mancha heredera de la Orden de Santiago, lo que excluiría localidades como Esquivias, Argamasilla o Villanueva de los Infantes.
Juan
Haldudo, la primera pista
Bajo las premisas del catedrático López-Salazar, partió
también la investigación de Javier Escudero e Isabel Sánchez sin más horizonte
que una absoluta incertidumbre, hasta que un feliz descubrimiento les animó a
seguir, el personaje de Juan Haldudo. “Si
un personaje tan secundario estaba basado en una persona real, ¿cuántos otros
podríamos encontrar?”, se preguntaron los investigadores. Martín López
Haldudo fue, en efecto, un mesonero de El Toboso tremendamente rico, que vivió
hacia los años treinta del siglo XVI, de modo que el Juan Haldudo que aparece
en el Quijote, vecino de Quintanar, debió de ser un descendiente suyo, dado que
se trata de un apellido poco frecuente. Martín López Haldudo fue juzgado por
matar a un cura, un hecho curioso en un rico hacendado que por lo general podía
librarse, previo pago, de procesos semejantes. Ese rastro judicial favoreció un
hallazgo que dio alas a los a los investigadores, que enseguida empezaron a
localizar nuevos personajes y escenarios.
Encontraron a Maese Nicolás en un vecino de Ocaña llamado
Nicolás de Sarabia que oficiaba de cirujano y fue denunciado en 1598 por estafa
y fraude, al ser barbero en vez de cirujano. “Hay sólo cuatro o cinco barberos en toda la zona y por tanto,
conseguir que uno se llame Nicolás era casi imposible, salvo que Cervantes lo
llamara así con conocimiento de causa”, explica Escudero. También
encontraron en Manjavacas la venta donde don Quijote fue armado caballero, tras
un estudio de los portazgos y las ventas que existían en la época e incluso
localizaron la casa del caballero del Verde Gabán, que ellos ubican en
Socuéllamos pese a otras reclamaciones anteriores. “Si el Quijote dice que sale de El Toboso y va hacia el norte, hacia la
Justa de Zaragoza, ¿cómo puede encontrarse al caballero del verde gabán en
Villanueva de los Infantes, que está hacia el sur? Es absolutamente ilógico”, explican
los estudiosos.
¿Aparece Rocinante?
Metidos en una vorágine de descubrimientos, cualquier parecido con el texto de Cervantes parecía destapar un nuevo personaje y así, revisando los pleitos de Francisco de Acuña descubrieron que su primer proceso vino por la venta de un caballo en 1574. El demandante, Martín de Perea, denunció a Acuña por la venta fraudulenta de un caballo blanco que resultó ser un rocín famélico. Como primer descubrimiento tendría sin duda poca consistencia pero después de una larga serie de coincidencias, ¿no podría ser este rocín el bueno de Rocinante?
¿Aparece Rocinante?
Metidos en una vorágine de descubrimientos, cualquier parecido con el texto de Cervantes parecía destapar un nuevo personaje y así, revisando los pleitos de Francisco de Acuña descubrieron que su primer proceso vino por la venta de un caballo en 1574. El demandante, Martín de Perea, denunció a Acuña por la venta fraudulenta de un caballo blanco que resultó ser un rocín famélico. Como primer descubrimiento tendría sin duda poca consistencia pero después de una larga serie de coincidencias, ¿no podría ser este rocín el bueno de Rocinante?
La credibilidad de la tesis de los investigadores pasa, en
definitiva, por admitir que Miguel de Cervantes conoció profundamente La
Mancha, si no de primera mano, al menos a través de terceras personas que bien
pudieron ser sus amigos los Villaseñor. “Habría
que preguntarse por qué Cervantes dedicó tres novelas a la zona, no sólo las
dos partes del Quijote, sino también Los trabajos de Persiles y Segismunda”,
señalan. Cervantes sitúa a su héroe en una tierra desolada y campesina,
recorriendo el páramo manchego en pleno verano y formando la estampa menos
épica en que puede colocarse a un caballero. “Nosotros vamos más allá. No nos preguntamos por qué La Mancha, sino
por qué El Toboso, por qué Quintanar”, añaden.
Aunque ningún documento atestigua su presencia, el
investigador Jesús Sánchez Sánchez considera que Cervantes pudo pasar hasta 21
veces por La Mancha, de camino a otras ciudades como Córdoba, Granada o
Sevilla. Estuviera o no en la región, Isabel Sánchez y Javier Escudero
encuentran múltiples elementos de complicidad que demuestran un conocimiento
más o menos profundo de muchos lugares. Los molinos de viento, tradiciones como
el Corpus Cristi e incluso detalles más sutiles como la elección de la “noble
villa” natal de la simpar Dulcinea. Según los estudios de López-Salazar, El
Toboso era la villa manchega con menor rango y número de linajes nobiliarios de
toda La Mancha, que ya se encontraba en la mitad de esa proporción de 10%-90%
entre nobles y villanos de la que hablaba el experto en historia social de
España Antonio Domínguez Ortiz. “No
podemos saber con certeza si Cervantes conocía La Mancha pero desde luego, deja
descripciones muy ajustadas tanto del paisaje y los edificios –molinos, ventas–
como de las costumbres y el carácter de la gente”, aseguran.
Cervantes y
las Españas
En el libro Cervantes y Galicia, Manuel Casás Fernández se
preguntaba igualmente si Cervantes habría pisado alguna vez Galicia. Nadie ha
resuelto esta incógnita afirmativamente, lo que no impidió a Gonzalo Torrente
Ballester afirmar en 1992 que el humor del Quijote es un humor gallego. “Los
dos apellidos de Cervantes, los dos conocidos, Cervantes y Saavedra, son
gallegos y el humor de El Quijote es gallego. Es el humor que tenemos los
gallegos, o que teníamos los de nuestra generación, no sé si ahora se
conserva”, explicaba en el documental Galicia, rodado con motivo de la Expo de
Sevilla de 1992. También Xosé Filgueira Valverde afirmó que la sangre gallega
dio a Cervantes “el humor de ojos
alegres, el cultivo de la sátira encubierta, el juego incomparable de la
ternura e ironía y el sentido de la abierta convivencia”.
La sangre gallega también le dio sustento a través del Conde
de Lemos, mecenas del escritor y de otras egregias plumas del siglo de Oro como
Luis de Góngora o Lope de Vega, que fue su secretario personal. Martín de
Riquer afirma que Cervantes estuvo en Barcelona en 1610, persiguiendo al conde
de Lemos que embarcaba a Nápoles a ocupar el cargo de virrey, en un desesperado
intento de que don Pedro Fernández de Castro le incluyera en su pequeña corte
de intelectuales. Según afirma Jean Canavaggio fueron los hermanos Argensola
quienes habrían desechado a Cervantes, temerosos de que alguien de mayor
ingenio les oscureciera.
Filgueira Valverde también defendía que los dos apellidos de
Cervantes procedían de dos topónimos gallegos: Cervantes, de un municipio de
Lugo cercano a la Sierra de los Ancares, y Saavedra de la parroquia de O Irixo,
en Ourense, y también de Begonte, en Lugo, si bien hay que recordar que la
madre del escritor se llamaba Leonor de Cortina y por tanto Saavedra no era, en
realidad, su segundo apellido. Madrileño o alcalaíno de nacimiento, andaluz de
adopción, gallego de sangre y linaje, manchego por la enorme proyección de su
obra y catalán incluso, no tanto por las boutades
del secesionismo radical que afirman que El Quijote fue escrito en catalán,
como por la elección de aquellas tierras como escenario de cuatro de sus obras
–La Galatea, Las dos doncellas, Los
trabajos de Persiles y Segismunda y la segunda parte de El Quijote–, y por ser Barcelona el lugar donde el caballero de la
triste figura se vuelve más cuerdo y también donde termina su aventura. Aún
así, en el tercer centenario de la publicación de El Quijote en 1905, catalanistas como Prat de la Riba o Valentí
Amirall renegaron de la obra por considerar a su personaje un prototipo de la
España castellana: loco, egoísta y engreído.
Con escasas excepciones, muchos son los pueblos y regiones
que han querido participar de una obra que todas las naciones cultas han
traducido y que ocupa, junto al teatro de Shakespeare, la cima de las letras
universales. Aunque su pretensión fue más paródica que costumbrista, las
páginas del Quijote describen más de 700 personajes, muchos de ellos reales,
que reflejan buena parte de los tipos sociales de su tiempo. Con todo, su
rastro de realidad está lleno de imprecisiones, contradicciones y huellas difusas
que aparentan más de lo que ofrecen. Por eso uno no debiera perder de vista
esas palabras, quizás socarronas, con las que el genio alcalaíno cierra su
novela. “Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de La Mancha, cuyo lugar no quiso
poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de La
Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como
contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero”.
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