Gregorio Samsa y ‘La metamorfosis’ cumplen 100 años. El extenso relato de Franz Kafka, que apareció en una revista en octubre de 1915, es uno de los textos más conocidos del escritor checo y es clave en su universo literario
Demian Orosz | Una de las pesadillas de Kafka era que
alguien tuviera la horrible idea de dibujar la alimaña, el indeterminado
insecto en el que Gregorio Samsa se ve convertido la mañana en que, tras un
sueño apenas intranquilo, su aspecto y su vida cambian para siempre. El
escritor temía que una ilustración de la criatura que desata el espanto familiar
apareciera en la portada de la primera edición de La metamorfosis. Pocos días después de haber entregado las pruebas
corregidas, en una carta fechada el 25 de octubre de 1915, Kafka escribe a la
editorial combinando ruegos y advertencias sobre lo inconveniente que
resultaría, incluso, mostrarla de lejos. Su preocupación no parece del todo
infundada si se considera la cantidad de veces que el bicho ha sido
interpretado visualmente, sin contar los casos en que los retratos de Kafka
mutan en alguna versión del insecto.
La metamorfosis se
publicó primero en la revista Die
Weissen Blätter, en octubre de 1915, casi tres años después de que el
relato estuviera concluido y fuera guardado en un cajón a la espera de un
editor.
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La escritura de La
metamorfosis fue tortuosa, intermitente, amenazada por la postergación
y por el hundimiento del ánimo (George Steiner dice que Kafka se pensaba a sí
mismo en la figura del desertor), aunque un “deseo indómito” la sacó adelante
en sucesivas noches de insomnio.
La primera persona en tener noticia del relato, al menos por
escrito, fue Felice Bauer, una joven berlinesa a quien Kafka llegó a enviarle
varias cartas en un mismo día y con quien estuvo a punto de casarse (la frase
suena optimista considerando las increíbles maniobras lingüísticas de dilación
que el escritor utilizó para escapar una y otra vez del matrimonio). En una de
esas cartas, el autor anuncia que ha comenzado a darle forma a una “pequeña
historia”, algo tremebunda y “con un héroe al que le va bastante mal”.
Kafka describe como “ilimitadamente repugnante” a este cuento
cada vez más largo que fue ganando terreno en las horas sin sueño y que lo
obsesionó hasta el punto de que interrumpió la escritura de América, una
de sus tres novelas póstumas (se sabe que Max Brod era el encargado de destruir
el legado, pero no suena descabellado lo que sugiere Walter Benjamin: que Kafka
le entregó los papeles condenados a un amigo que de ninguna manera podría
cumplir el pedido y enfrentar a la posteridad con esa culpa).
En una carta a Felice del 5 de diciembre de 1912 Kafka abre
signos de admiración y le dice (alerta de spoiler, aunque sea un siglo más
tarde): “¡Llora, querida, llora, ahora ha llegado el tiempo de llorar! Hace un
rato ha muerto el protagonista de mi pequeña historia”. Y pocas palabras más
adelante anota, como para refutar a los lectores por venir que verían en Kafka
(no sin razón, en muchos casos) a un profesional del desencanto y la
desesperación: “Lástima que en algunos pasajes de la historia queden grabados
mis estados de cansancio, e interrupciones y preocupaciones que nada tienen que
ver con ella. A buen seguro podría haber sido elaborada con mayor pureza, cosa
que se comprende sobre todo en las páginas más dulces”.
Como el conjunto de la obra de Kafka, La metamorfosis ha sido leída de
las maneras más diversas. Posiblemente, se trata de su texto más famoso. Junto
con El proceso y El castillo (Borges pensaba
que Kafka no terminó sus novelas “inconclusas” porque lo primordial era que
fueran interminables, podrían acumular un número infinito de obstáculos que
detienen sin pausa a sus “héroes idénticos”), contribuyó con fuerza a definir
cierta idea de lo kafkiano, un término que migró de la literatura al lenguaje
más o menos corriente, y cuyo poder para capturar todo un espectro del accionar
humano sigue activo. El poeta inglés W. H. Auden lo resumió señalando que “nadie se encontró jamás con un personaje de
Kafka”, aunque es probable que todos seamos capaces de tener o hayamos
tenido experiencias kafkianas.
La interpretación de esas experiencias y de su alcance
tampoco es unánime, desde luego. Theodor Adorno deploraba que Kafka hubiera
quedado fijado en la “humillante
condición de oficina de información de la situación del hombre”. Borges, a
quien se atribuye erróneamente la traducción de La metamorfosis pero que fue sin duda uno de los lectores
fuertes de Kafka, además de una figura clave en la difusión de su obra, veía en
la literatura del martirizado autor de Praga “la insoportable y trágica libertad de quien carece de un lugar,
siquiera humildísimo, en el orden del universo”.
Otra es la visión de Milan Kundera, para quien lo kafkiano
no puede ser disociado de lo cómico. También David Foster Wallace instaba
a apreciar el modo en que el humor y la tragedia se traman en los relatos de
Kafka (razón por la cual, decía, resulta inaccesible para un estudiante
estadounidense, que concibe la broma como entretenimiento reconfortante), y
encontraba una de las claves de su gracia en “una especie de literalización radical de verdades que solemos tratar
en forma de metáforas”. “Hacer comedia no consiste en ser gracioso sino en
parecer desesperado”, decía el director de cine Mack Sennett. La frase
parece diseñada para definir algunas fantasías kafkianas.
Experiencia Kafka
La obra de Kafka ha sido escaneada sin cesar en busca de
vasos comunicantes entre la existencia diaria y la literatura, entre lo que
Kafka vivía y escribía, y La
metamorfosis es un laboratorio en el que se han ensayado con
frecuencia diversos test para medir cuánto hay en el texto de la relación
traumática del escritor con su padre o de su sofocante trabajo en una oficina
de seguros, cuánto de insomnio, de repugnancia de sí mismo y de la constitución
enfermiza que lo hacía sentir incapaz de todo.
La verdad es el que el propio Kafka animó esa búsqueda. En
un célebre pasaje de sus conversaciones con Gustav Janouch, cuando le preguntan
si acaso Samsa no es Kafka con algunas letras disimuladas, el escritor lo
niega. “La metamorfosis no es
una confesión”, sentencia. Pero luego agrega, con su indomable gusto por las
parábolas, que en cierto modo es una “indiscreción”.
¿Quién no se ha sentido alguna vez un insecto? “Basta leer
dos frases seguidas de Kafka para que nos sintamos más pequeños de lo que él
mismo se imaginó ser. Su pasión por el autoempequeñecimiento se transmite al
lector”, escribió Elías Canetti, un experto en detectar la ausencia absoluta de
vanidad, el antídoto contra la arrogancia y la frecuencia ultrasutil que
irradian las fábulas sin moraleja del autor checo. Canetti añadía que la
experiencia de leerlo nos ayuda a renunciar al poder, a sentirnos modestos, nos
hace sentir buenos sin enorgullecernos de ello: “¿De qué te avergüenzas cuando
lees a Kafka? Te avergüenzas de tu fuerza”.
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