Tommie “Jet” Smith, John Carlos y el tercero de la foto: Peter Norman |
Los velocistas negros Tommie “Jet” Smith y John Carlos sabían, desde principios de 1968, que tenían chances seguras de ganar medalla: sus tiempos eran cada vez más mejores, no tenían rivales a la vista, el oro estaba entre los dos. También eran miembros de un grupo de atletas que habían creado el OPCR (Programa Olímpico por los Derechos Civiles) que apoyaba la lucha contra la segregación racial. Ante el desdén del Comité Olímpico por sus pedidos decidieron que, al subir al podio, portarían un distintivo de la organización como protesta. Smith había nacido en Texas, el séptimo de once hermanos, era hijo de un peón de los algodonales. Carlos era de Harlem, hijo de un zapatero remendón. Ambos tenían en claro por quién corrían. En las rondas preliminares arrasaron con sus rivales y en la final también picaron ambos en punta, Carlos a la cabeza y Smith mordiéndole los talones hasta que en el sprint de los últimos cincuenta metros superó a su colega y ya estaba alzando los brazos cuando vio por el rabillo del ojo al australianito Norman, que había hecho toda la carrera en sexto lugar, achicando a trancazos la distancia hasta instalarse como una cuña entre ambos.
Para entender cabalmente la escena hay que decir que Norman
medía casi veinte centímetros menos que los dos afroamericanos: cada tranco de
ellos era tranco y medio para él. Sin embargo algo le había pasado desde su
llegada a México: no paraba de mejorar sus tiempos. Hasta entonces no
alcanzaban a hacer sombra a los de Smith y Carlos, pero ahora estaba ocurriendo
lo imposible. Norman hizo los 200 metros en 20.07, una marca que nadie había
logrado hasta entonces. Obligó a “Jet” Smith a dejar la vida en esos últimos
metros y convertirse así en el primer atleta en el mundo en bajar la barrera de
los veinte segundos (clavó la aguja en 19.86). Carlos quedó en tercer lugar,
con sus 20.10.
En el vestuario antes de subir al podio, Smith y Carlos
encararon a Norman y le avisaron lo que iban a hacer. El australiano venía de
una familia de “salvos” (así llamaban en su país a los voluntarios del Ejército
de Salvación). Cuando Smith y Carlos le preguntaron si creía en los derechos
civiles y en la igualdad ante Dios, contestó: “Creo que todo hombre tiene
derecho a beber la misma agua. Creo en lo que creen ustedes”. Y a continuación
señaló el distintivo del OPCR y preguntó si tenían uno para él. Otro atleta
norteamericano le dio el suyo. Smith y Carlos se preguntaban de dónde había
salido ese blanquito que pensaba más en lo que estaban por hacer que en su
medalla de plata. En el revuelo descubrieron que se les había perdido un par de
guantes. “Que cada uno use uno”, sugirió con practicidad Norman. Desde el podio
no pudieron apreciar del todo lo que pasaba en las tribunas: el estadio entero
en silencio cuando, con los primeros compases del himno, Smith y Carlos alzaron
su puño enguantado.
Ambos fueron desafectados y expulsados de la Villa Olímpica
en cuanto bajaron del podio (al atleta que le dio el distintivo a Norman
también lo suspendieron). Apenas volvieron a casa empezaron los problemas. Uno
de ellos terminó lavando autos en Texas, el otro cargando bolsas en el puerto
de Nueva York. Les escribían insultos en la puerta de sus casas, cada noche
sonaba el teléfono con amenazas anónimas. Debieron pasar más de diez años hasta
que pudieron volver al mundo del atletismo, ya como entrenadores, y después
como portavoces de la igualdad en el deporte.
Para Norman fue peor. En Australia, las minorías raciales
sufrían una forma más silenciosa pero igual de cruel de discriminación (en el
censo nacional de 1968 se contaron las ovejas pero no los aborígenes). Expresar
apoyo a la equidad racial fue condenarse al ostracismo. No sólo se le hizo
difícil seguir corriendo; tampoco conseguía quién le diera trabajo. Repetidas
veces lo invitaron a pedir perdón por el episodio de México, pero él se negó, y
siguió entrenando por las suyas y logrando tiempos superiores a sus rivales. En
los cuatro años siguientes batió trece veces la marca de calificación en los
200 metros para ir a las Olimpíadas de Munich en 1972, pero no lo convocaron al
equipo nacional y, por primera vez en la historia de los Juegos, Australia no
tuvo sprinter en las finales de 100 y 200 metros. Norman intentó dedicarse al
fútbol australiano profesional pero una lesión en el tendón de Aquiles lo puso
al borde de perder la pierna por gangrena. Se hizo adicto a los calmantes que
le recetaban, luego alcohólico, luego se recuperó y empezó a militar en el
sindicalismo y trabajar en una carnicería. Usaba su medalla olímpica para
trabar la puerta de su departamento.
Cuando se anunció que Australia organizaría los Juegos en el
2000, se ilusionó con que lo incluyeran en los festejos. Los organizadores de Sídney
invitaron a todos los medallistas olímpicos australianos a desfilar el día de
la inauguración, pero a Norman no sólo lo excluyeron del desfile: ni siquiera
le mandaron entradas para ir al estadio. Era el mejor velocista de la historia
australiana pero no existía. Incluso en la estatua que se había erigido en el
campus de San José, California, conmemorando aquel podio de México 68, el
segundo lugar estaba vacío.
Tommie “Jet” Smith y John Carlos en el entierro de Peter Norman |
Murió sin que nadie le pidiera perdón, el 9 de octubre de
2006. Los ya sexagenarios Smith y Carlos viajaron hasta Melbourne y llevaron el
féretro en el funeral. La banda que acompañaba el cortejo tocaba “Carrozas de
fuego”. El sobrino de Norman, Matt, había hecho un documental sobre su tío: no
consiguió financiación en su país, pero logró terminarla igual. Después de
colarla en el circuito de festivales y cosechar media docena de premios, el
Comité Olímpico declaró el 9 de octubre Día Mundial del Atletismo. La marca de
20.07 sigue sin ser superada en Australia hasta el día de hoy. Ningún otro
record en el atletismo mundial ha durado tanto.
Título original: “El tercero en la
foto”
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