Woody Allen ✆ Pablo Lobato |
No es difícil de entender. Llevamos tantos años viendo sus
películas que forman parte de nuestras vidas con la impronta de las efemérides
decisivas. Aquella tan graciosa en que el propio Woody interpretaba a un
espermatozoide asustado por la inminencia de ser arrojado en busca de un óvulo,
la vimos con aquella novia que luego prefirió casarse con nuestro mejor amigo.
La rodada en blanco y negro y cinemascope nos conmovió porque los amantes
neoyorquinos estaban igual de tristes y desconcertados que nosotros. Cuantas
cenas amistosas dedicamos a discutir si la admiración del norteamericano por
Ingmar Bergman significaba una quiebra en su originalidad, el ejercicio torpe
de un discípulo fascinado por su maestro, o la versatilidad de un gran creador
en continuo proceso de renovación.
Luego llegaron las decepciones, en dramática coincidencia
con los propios golpes que la vida, tantas veces celebrada en la pantalla, golpeaba
a sus espectadores con el desánimo de la rutina, la frivolidad del capricho o
la punzada de la traición. Un espectador se negaba a aceptar la complicidad con
la época presidida por la radio, harto de soportar en su casa de pequeño los
seriales que oía su madre o las transmisiones deportivas que papá escuchaba
imponiendo un silencio general. Otro echaba de menos la acidez y travesura de
sus primeras comedias, neuróticas y divertidas frente a las actuales,
igualmente neuróticas pero atenazadas por la quejumbre y la frustración. Si el
tipo simpático caía bien a los hombres por lúcido y lúbrico, llegó a
impacientar a las mujeres por obseso y machacón. Woody envejecía, nosotros con
él y empezaron a asomar las deserciones, impensables años atrás. Desde aquella
tontería que pasaba en Barcelona prometí no volver a ver una película suya, se
atrevía a confesar uno de sus fieles. Pues vete a ver a la última, que es una
especie de remake del clásico
interpretado por Shelley Winters, Montgomery Clift y Elizabeth Taylor,
aconsejaba el cinéfilo redicho. Yo esa no llegué a verla, terciaba el
aficionado al teatro, pero me fié de la crítica, fui a ver aquella tan
celebrada y salí indignado, me pareció una versión de la obra de Tennessee
Williams Un tranvía llamado deseo en
versión del Reader’s Digest, aquella
revista yanqui que todo lo resumía y trivializaba.
El amigo decepciona, el pariente cansa, pero los afectos no
suelen morir del todo y, tras la promesa de ruptura, la visita repetida que el
amigo anuncia, la puntualidad con que el pariente se presenta cada año, vuelve
a despertar la curiosidad, algún crítico entusiasta asegura que es su mejor
película desde…, y se cede, se perdona, nos reconciliamos de nuevo con Woody,
porque, es verdad, hay que reconocerlo, qué bien se ven sus historias, con qué
habilidad elige a los actores, en la cartelera pocos títulos resultan más
atractivos, usted siga, Mister Allen, rodando sin parar, no son descartables
otras decepciones, tampoco algún abandono esporádico, pero su público permanecerá,
con las crisis sentimentales inevitables en todo trato longevo, adicto a sus
obras, hasta que la muerte nos separe a todos de todos. Quizá el hombre
irracional, además de su personaje, esa síntesis de asesino de novela de Agatha
Christie y de profesor chiflado, sea también el espectador, masculino y
femenino, que usted sigue siendo capaz de convocar. Y de renovar, pues no sólo
los cinéfilos talludos acuden a ver sus películas, también numerosos
representantes de varias generaciones sucesivas.
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