Higinio Polo / Hace ahora cinco años que empezó la guerra en Siria. La mayoría de fuentes fijan su inicio el 15 de marzo de 2011. En aquellos días, se hablaba en la prensa internacional de manifestaciones de protesta en Damasco y en otras ciudades sirias, de confusas informaciones sobre los muertos en las protestas reprimidas por la policía, y, también de manifestaciones de los partidarios de Bashar al-Asad, en la oleada confusa de las “primaveras árabes” que se había iniciado en Túnez y seguiría en Egipto y otros países. La aparición de nuevos actores políticos en Siria, como la “Organización Siria por los derechos humanos” que abastecía de información a los medios internacionales, y que tenía detrás la mano de gobiernos occidentales, empezó a cambiar la situación. Al mismo tiempo, en esos mismos días de marzo, Francia y Gran Bretaña preparaban la guerra contra Gadafi, mientras Obama amenazaba al dirigente libio, aunque declaraba que no enviaría soldados a Libia: actuaría desde un segundo plano. Una semana después del inicio de la guerra en Siria, la flota norteamericana se preparaba para lanzar el ataque en Libia, y aviones británicos, norteamericanos y franceses empezaban a bombardear el país. Y Arabia intervenía en Bahréin para reprimir las protestas de la población.
Aquellas “primaveras árabes” que, supuestamente, iban a inaugurar una época democrática y libre en buena parte de Oriente Medio y del norte de África, desembocaron en el caos libio (Gadafi fue asesinado en octubre de 2011, probablemente por comandos dirigidos por los servicios secretos occidentales), donde hoy hasta los niños son secuestrados y ahorcados; desembocaron también en el golpe de Estado egipcio, apoyado por Estados Unidos; y, en Yemen, en la caída de Ali Abdullah Saleh en febrero de 2012 que dió después paso a la sangrienta intervención militar de Arabia, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, con la complicidad y el apoyo norteamericano, que todavía continua hoy, aunque la guerra en Yemen no suscite tanta atención internacional.
Siria ha quedado convertida en un campo de batalla donde diferentes milicias y grupos terroristas apadrinados por Arabia, Turquía y por las monarquías del golfo Pérsico, ayudados por Estados Unidos, y acompañados por Daesh y al-Qaeda, que ocupan buena parte del país, además de los grupos kurdos que se oponen tanto al gobierno de Damasco como a los yihadistas, tienen enfrente el ejército sirio de Bashar el-Asad que recibe ayuda de Irán y del Hezbolá libanés, además de los bombardeos rusos que atacan a las tropas yihadistas contrarias al gobierno de Damasco. Turquía, Arabia y Emiratos Árabes Unidos se han mostrado dispuestos a enviar tropas a Siria, con el no disimulado objetivo de derribar al gobierno sirio.
Las inciertas negociaciones de Ginebra, impulsadas por Moscú y aceptadas finalmente por Washington, pueden ser la vía para alcanzar la paz, aunque la tregua firmada es muy precaria. Estados Unidos quiso desde el principio derribar al gobierno sirio, con la vieja excusa de impulsar la democracia, pretexto que ya ha inundado de sangre todo Oriente Medio, desde Afganistán hasta Iraq, pasando por Siria y el Yemen, por no hablar de Libia. Porque el monstruo de la guerra es siempre peor que una dictadura. La irresponsabilidad norteamericana ha desatado una matanza de centenares de miles de sirios y un éxodo de millones de personas que se agolpan en los países vecinos y que pugnan también por llegar a Europa. La ceguera de los países de la Unión Europea, siempre complacientes con Washington, les llevó a apoyar a los grupos terroristas inspirados por Estados Unidos… sin prever que la guerra y la crisis humana desatada llevaría a cientos de miles de refugiados a intentar alcanzar Europa, refugiados de los que ahora la Unión Europea quiere desentenderse, en una ignominiosa muestra de la indiferencia y la irresponsabilidad de los principales gobiernos europeos.
Estados Unidos bautizó como la “oposición moderada siria” a los feroces grupos yihadistas a los que armó, aunque sobre el terreno no se diferencien en sus acciones del Frente al-Nusra o de Daesh. Ese lenguaje forma parte de la estrategia de la guerra. La “Coalición Nacional” auspiciada por Estados Unidos agrupa a decenas de destacamentos armados, muchos de ellos dependientes de países de la zona, desde Arabia a Turquía, además de grupos dirigidos por servicios secretos, entre los que destaca Israel. Debe recordarse que, en marzo de 2011, Israel insistía ante Estados Unidos en que debía atacarse de inmediato a Irán, y, por delegación, a su aliado en la zona, Siria. De hecho, atacar en Siria había sido una constante hipótesis desde los años del presidente Bush, inercia que siguió Obama. The New York Times reveló en enero de 2002 que el príncipe Abdulaziz, jefe de los servicios secretos de Arabia Saudita, sumamente molesto, había contestado a responsables del gobierno norteamericano: “Unos días decís que queréis atacar Iraq, otros días Somalia, otros el Líbano, otros Siria… ¿A quién queréis atacar? ¿A todo el mundo árabe? ¿Y queréis que apoyemos eso? Es imposible. Es imposible.” Después, el estallido de las “primaveras árabes” inauguraría otro escenario, y Arabia se comprometería con los partidarios de derribar al gobierno de Damasco. Hasta hoy.
Ahora, los bombardeos del Pentágono se limitan a atacar a Daesh, la siniestra criatura nacida de la desastrosa ocupación norteamericana de Iraq y de los graves errores de sus militares y funcionarios en la gestión del país. Estados Unidos ha arrastrado además a sus aliados de la OTAN, aunque fuera a regañadientes, en sus aventuras en Oriente Medio y en el norte de África, mientras prosigue la gangrena en Iraq y Afganistán, en Yemen y Libia, mientras el interminable sufrimiento del pueblo palestino sigue estando olvidado e Israel prosigue la matanza; y mientras Washington trabaja por intentar limitar el peso de Moscú en la región.
Al mismo tiempo, Estados Unidos ha intentado evitar muertes entre sus soldados para que los ciudadanos norteamericanos no viesen las desoladoras escenas de la llegada de bolsas con cadáveres a sus aeropuertos, pero sin preocuparse demasiado de que otros aliados ocupen su lugar en el gigantesco pudridero en que han convertido a todo Oriente Medio. Tampoco el gobierno norteamericano se ha preocupado por la gigantesca crisis de refugiados causada por sus guerras: la gran mayoría de quienes llegan a Turquía, Líbano o Jordania, y, también a Europa, son ciudadanos afganos, iraquíes y sirios. Una crisis que está despedazando al continente europeo, llenándolo de alambradas, xenofobia, de indiferencia ante el sufrimiento ajeno y de bandas de extrema derecha, mientras los gobiernos europeos conviven con el atropello a los derechos humanos de los refugiados; con la indignidad, con la vergüenza.
Escenas de refugiados bajo la lluvia, con frío, reprimidos por la policía en algunos países europeos, niños ante las alambradas; y trescientos mil muertos, once millones de desplazados, cinco millones de refugiados. Esas son las únicas victorias norteamericanas, tras cinco años de guerra en Siria.