“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

16/6/16

Friedrich Hölderlin y el asalto de los cielos

Friedrich Holderlin
✆ Fabrizio Cassetta
Helena Cortés Gabaudan
No hace mucho que el conocido líder de uno de los partidos políticos surgidos recientemente en España usaba como eslogan de éxito la metáfora ‘asaltar el cielo’, haciéndola sinónima de un acto de rebeldía consistente en tomar por la fuerza, sin aguardar ‘consenso’, ese lugar donde normalmente sólo pueden habitar los dioses y que los mortales contemplan cohibidos desde abajo, consumando de esa guisa una suerte de revolución o inversión. Esta expresión tan de moda en la reciente actualidad española[1] era ya de uso bien conocido en Alemania desde hace tiempo, habiendo pasado por bocas y plumas germánicas tan célebres como la de Carlos Marx –hablando en una carta a Ludwig Kugelmann del ejemplo dado por los insurrectos parisinos de La Comuna– como también de Hitler, quien hacía gala con ella de la eficacia de su sexto ejército de élite, con el que –según él– podría “asaltar el cielo”. A su vez, este giro tenía ya antecedentes en el ámbito romántico-alemán, cuyos pensadores no hacían sino utilizar una metáfora procedente del mundo griego basada en el célebre mito de los gigantes hijos de Poseidón que trataron de saltar el Olimpo para derrocar a los dioses.

Pues bien, aprovechando la fortuna mediática de que goza en estos momentos dicha frase, vamos a pararnos a analizar aquí –al margen de cualquier conexión con la actualidad política– cuál era realmente el sentido y alcance de la misma cuando fue usada y acuñada con fortuna por el poeta alemán Friedrich Hölderlin en las postrimerías del siglo XVIII. El alcance de dicha expresión en su obra no es para nada baladí, ya que también el contexto en que usa Hölderlin la frase es netamente político y ayuda a esclarecer cuál fue su idea respecto a los métodos y posibilidades de implantación de la democracia en su contexto histórico particular.

La famosa expresión aparece citada en la novela Hiperión. Novela filosófica y poética, sin duda, pero también “una novela revolucionaria en tiempos revolucionarios[2]”. En dicha novela, el protagonista que da nombre al título es un joven griego con un carácter soñador y grandes dosis de idealismo, unidos a un hondo sentimiento elegiaco, ya que sufre terriblemente por la decadencia y esclavitud en las que ve sumidas a su país, ahora en manos del despótico invasor turco. En un viaje por las islas griegas, Hiperión conoce a otro joven que durante un tiempo le parece su alter ego: los mismos ideales de regeneración democrática y de libertad, si bien con toda la exaltación de un carácter mucho más fogoso y apasionado que el suyo. Ese amigo se llama Alabanda y es el que le convence para que en lugar de lamentarse pase a la acción y acuda a una guerra que podría acabar con el dominio extranjero y permitir la implantación de ese otro mundo más justo y bello con el que ambos sueñan. Sin embargo, tras el inicial entusiasmo, llega la decepción para el más reflexivo y tranquilo de los dos amigos, porque Alabanda pertenece a un grupo de conjurados de terrible aspecto y palabras mucho más terribles aún con los que Hiperión, que no quiere admitir el uso indiscriminado del terror como fase necesaria para la regeneración democrática, no consigue identificarse. Surge la ruptura y se abre una fase terrible para el joven idealista, que de pronto se ve solo, con sus sueños rotos, y que ahora duda de todo, profiriendo amargas sentencias de la más profunda desesperación. Es en este contexto en el que se inscriben los que constituyen los últimos carta y capítulo del libro 1 de la primera parte de esta hermosa novela epistolar, una carta que sólo cabe tildar de nihilista, ya que la palabra que más se repite es “nada”:
“¡Ah, pobres de vosotros […] los que os sentís cada vez más atrapados por la nada que reina sobre nosotros, fundamentalmente convencidos de que nacemos para nada, de que amamos una nada, creemos en nada, nos esforzamos por nada, para hundirnos poco a poco en la nada…!
[…]
Cuando contemplo la vida, ¿qué es lo último de todo? Nada. Cuando me elevo en el espíritu, ¿qué es lo más elevado de todo? Nada.
¡Pero, cálmate corazón! ¡Estás desperdiciando tus últimas fuerzas! ¿Tus últimas fuerzas? ¿Y tú, tú quieres asaltar el cielo? Pues, ¿dónde están tus cien brazos, Titán, dónde tu Pelión y tu Osa, tus escalas para asaltar el castillo del padre de los dioses, para que subas y derribes al dios mismo y la mesa de los dioses y todas las cumbres inmortales del Olimpo, y prediques a los mortales: “¡Quedaos abajo, hijos del instante, no os  esforcéis por subir a estas alturas, porque aquí arriba no hay nada!’ [3]
Como vemos, la conclusión no puede ser más amarga, y a lo que conmina el héroe de Hölderlin a los hombres de su tiempo no es precisamente a asaltar los cielos, sino por el contrario a desistir de todo empeño por derrocar a los dioses, porque de todos modos, nada hay que conquistar allá arriba, en los cielos sólo hay vacío. De parecida manera, los dos gigantes hijos de Poseidón, Pelión y Osa (nombres de dos montañas griegas con las que, puestas la una encima de la otra a modo de una larga escala, trataron los dos gigantes epónimos de llegar al Olimpo) tampoco lograron un reinado dichoso en los cielos, aunque efectivamente asaltaran el Olimpo y derrotaran a los dioses: al poco tiempo de su conquista, engañados por la diosa Artemisa bajo su forma de cierva, acabaron matándose el uno al otro a flechazos tratando de cazarla a ella. Por cierto que el mito de los gigantes que asaltan los cielos para expulsar a los dioses, o de los titanes previamente expulsados de los cielos por los dioses, y de otros seres fabulosos similares, como Tifón, el monstruo que simboliza a los huracanes y temblores de tierra y que también trató de derrocar a Júpiter y fue castigado por este dios a vivir debajo del Etna, son temas que recorren todo el ilustrado siglo XVIII y aparecen en lugares tan destacados como la famosa enciclopedia alemana del siglo XVIII en 64 volúmenes (1731-1754), de Johann Heinrich Zedler, quien usa literalmente la expresión “asaltar el cielo”. A su vez, Hölderlin estuvo traduciendo las odas de Píndaro que recogen este mismo mito y que también cita Zedler. Se trataba por lo tanto de un asunto mitológico bien conocido, del que nace esa expresión que él aprovechó como metáfora política que sabía que todos sus coetáneos entenderían fácilmente: la del asalto al cielo, casi siempre infructuoso o seguido de un castigo a la hibris de los asaltantes.

Pero bien es verdad que de ese pasaje tan desolador recién citado tal vez no se pueda inferir que ni el héroe Hiperión, ni muchos menos su autor Hölderlin, tengan en general esta opinión tan negativa sobre las posibilidades de transformación de la sociedad humana. Y, sin embargo…

¿Hasta dónde confía Hölderlin en la capacidad democrática de la sociedad humana, o al menos, de la sociedad de su tiempo? En nuestra opinión, y para decirlo sintéticamente, Hölderlin oscila durante toda su vida entre la esperanza y la desconfianza en un renacer democrático de su patria alemana y si bien en casi todo momento se esfuerza por creer, también en todo momento siente en el fondo –y creo que con el paso del tiempo se agudiza esta tendencia negativa– que dicha regeneración no es posible. ¿Por qué? Por algo muy sencillo. Porque el camino que lleva a esa transformación, o bien es un camino rápido y violento –justamente la vía del asalto–, que en su violencia ya pervierte el propio ideal democrático de libertad y justicia…
“Oh, vosotros los violentos […] que siempre estáis en los extremos, pensad en la Némesis”.
“Conquistarás […] y olvidarás para qué has conquistado. Si todo va bien, conseguirás un Estado libre, y entonces te dirás: ¿para qué lo he construido? ¡Ay, toda esa hermosa vida que debería brotar en él, se consumirá, se destruirá en ti! ¡Lo salvaje de la lucha te destrozará, alma hermosa; envejecerás, espíritu feliz! Y cansado de la vida preguntarás al fin: ¿dónde estáis ahora, ideales de mi juventud?”.  (Hiperión, 132-133)
… o bien es un camino muy lento, el camino de la formación y transformación del hombre para que él mismo acepte ese cambio regenerador –la vía del consenso– y ese camino, mucho más seguro por no ser violento y por echar raíces más hondas, no parece terminar nunca, es una suerte de utopía siempre en curso, pero cuyo final nunca se llega a atisbar y cuyo advenimiento siempre hay que fechar en un lejano mañana, sin contar con que siempre existen hombres menos nobles que no aceptan el cambio. Así surge lo que se conoce como tensión o disyuntiva en Hölderlin entre la revolución de las armas y la ‘revolución poética’ –asalto o consenso–, tensión que nunca queda bien resuelta ni en su vida ni en su obra, aunque en general y cuanto más avanza su vida, más bien parece decantarse por la vía poética, pero no sin honda melancolía.
“¡Ay, amigos! ¡También nosotros
somos pobres de hechos y ricos de pensamiento!
 Mas, ¿y qué, si como el relámpago que aparece entre las nubes
tal vez del pensamiento, maduro e inspirado surgiera el acto?
¿Sucederá tal vez el fruto, cual oscuro follaje
en la floresta, a la callada letra?”
[An die Deutschen / A los alemanes]
Esa progresiva resignación y creciente melancolía no impide que, por momentos, Hölderlin se entusiasme y crea realmente y exprese en tonos de gran exaltación que ha llegado el momento de advenimiento del gran cambio revolucionario (la subversión o inversión de todos los ideales, la “Umkehr” que debe suceder justamente en Alemania, el país donde los pensadores y poetas han preparado el camino para el cambio):
“La naturaleza ha despertado ahora con fragor de armas…  (Wie wenn am Feiertage / Como cuando en día de Fiesta)
“Con nubes […] te abreva a ti la tormenta
oscuro suelo, mas con sangre lo hace el hombre”.
“Ya brilla
el acero! ¡Ya humea la nube!
[…]
Ya flamea,
desde tonantes nubes lejanas
la llama que anuncia al dios del tiempo!
[4]” 
El vocabulario poético se llena de acero, truenos, fuego y tormenta, el poeta usa tonos mesiánicos pues cree que vive momentos en que el devenir histórico ha acelerado el tiempo, y el ‘dios del tiempo’ -que no es otro que Júpiter tonante, con el rayo en la mano– es una presencia guerrera. De nuevo, la novela Hiperión es elocuente a este respecto, si sabemos interpretarla como metáfora apenas encubierta de lo que sucedía en la Alemania del XVIII-XIX cuando llegaban las tropas revolucionarias francesas a combatir contra los alemanes (bajo el disfraz de la guerra de Grecia contra los turcos).
“La nueva liga de los espíritus no puede vivir en el aire, la sagrada teocracia de lo hermoso tiene que morar en un Estado libre, éste precisa un lugar en la tierra, y ese lugar lo conquistaremos nosotros” (Hiperión, 133).
Son innumerables también las cartas biográficas en las que Hölderlin se pone de lado de los revolucionarios franceses aunque estén matando a sus propios compatriotas, convicción de la que surgen sus poemas de exaltación bélica, como es el caso de “La Muerte por la Patria” (Der Tod fürs Vaterland), un poema de 1800 que retoma el lema horaciano del ‘dulce et decorum est pro patria mori’, adoptando tonos de gran patetismo guerrero. Este poema, conocido como la ‘Marsellesa suaba’, es una soflama a favor del ejército invasor que trae a Alemania el ideal revolucionario:
“¡Oh, tomadme, tomadme entre vuestras filas,
a fin de que no perezca un día de muerte vulgar!
Morir en vano yo no querría, mas mucho querría
caer en el altar del sacrificio, en esta colina.
[…]
y no cuentes tus muertos pues, si por ti cayera,
¡oh patria amada! ni uno de más ha caído”.
El que dicho poema fuera luego mal usado como estopa bélica por quienes, mucho más tarde, no defendían la revolución democrática, de corte cosmopolita y universal, sino un nacionalismo de sangre y suelo, es una de esas desafortunadas injusticias históricas que sufren los textos de quienes ya no pueden defenderse desde sus tumbas de tamaña manipulación aberrante. En todo caso, y por mucho que les pese hoy a algunos, Hölderlin no era un pacifista al estilo moderno, sino que canta una y otra vez con tonos muy exaltados el heroísmo (sus modelos son los héroes homéricos, pero también parejas famosas de tiranicidas como la de Aristogitón y su joven amante Harmodio, que se inmolaron por la libertad) y defiende la grandeza de una guerra que acabe de una vez por todas con la tiranía y el absolutismo (“¡No, no, la esclavitud mata, pero la guerra justa vivifica todas las almas…”, Hiperión, 134).

Sin embargo, esa revolución a la que Hölderlin apoya con tanto entusiasmo en la época del cambio de siglo no trae consigo esa sociedad mejor con la que sueña, la nobleza de los grandes ideales teóricos acaba ahogada en sangre inocente y los que toman el poder, lejos de implantar la sociedad mejor, implantan una nueva tiranía.
“Todo ha acabado […] Nuestras gentes han saqueado y asesinado sin hacer distingos. […] De hecho, era un proyecto extraordinario pretender fundar mi Eliseo con una banda de ladrones”.
Así termina en efecto la vía del asalto al cielo: con un Eliseo profanado y en donde ya no podrá instaurarse el reino de los bienaventurados. Porque el problema va mucho más allá del uso de la mera violencia. Esta, aunque repugna a Hölderlin, también la da por buena cuando se mantiene dentro de los márgenes aceptables de las reglas de la guerra y hasta le parece exaltante cuando se trata del heroísmo individual del que se atreve a inmolarse por una causa justa. Cuando ya no puede aceptar la violencia es cuando se convierte en un instrumento del Estado. Ahora bien, como se puede leer en Hiperión, Hölderlin es radicalmente contrario a un Estado fuerte, a un Estado que imponga leyes sobre asuntos que nadie puede obtener por la fuerza y que hasta se meta a moralizar y dictar sobre la esfera íntima del ser humano. Ese Estado, así lo cree Hölderlin, acabaría siendo un infierno. Así se lo dice literalmente Hiperión a su amigo Alabanda, el cual no es sino un trasunto del círculo de amigos más radicales de Hölderlin, empezando por el generoso pero muy impulsivo Isaak von Sinclair:
“Me parece que tú concedes demasiado poder al Estado. Éste no tiene derecho a exigir lo que no puede obtener por la fuerza. Y no se puede obtener por la fuerza lo que el amor y el espíritu dan. ¡Que no se le ocurra tocar eso o tomaremos sus leyes y las clavaremos en la picota! ¡Por el cielo!, no sabe cuánto peca el que quiere hacer del Estado una escuela de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno”.
Por si existieran dudas, saliendo fuera del contexto de ficción de la novela y yendo a un documento real, en el famoso “Systemprogramm[5]” –el emocionante borrador de texto programático transcrito por el puño y letra de Hegel, probablemente en torno a 1797, pero que recoge ideas del círculo de amigos íntimos de Hölderlin del seminario de Tubinga, y muy claramente algunas del propio Hölderlin– se lee también algo en la misma línea, aunque con mayor radicalidad aún, pues hasta resuenan ecos de un cierto anarquismo utópico:
“Sólo lo que es objeto de la libertad se llama idea. ¡Tenemos pues que ir también más allá del Estado! Pues todo Estado tiene que tratar a los hombres libres como un engranaje mecánico y esto no debe hacerlo: por tanto, debe cesar”.
Y por qué obtiene el Estado una visión tan negativa en el ideario de Hölderlin también queda explicado en Hiperión al describir qué cosa sea esa que sólo el ‘cielo’ de verdad, pero no el Estado, puede traerle a los hombres:
“¡Oh lluvia del cielo! ¡Oh entusiasmo! Tú volverás a traernos la primavera de los pueblos. A ti no puede hacerte nacer el Estado […] ¿Me preguntas cuándo llegará? Cuando la preferida del tiempo, la más joven, la más hermosa hija del tiempo, la nueva Iglesia, surja de entre esas formas manchadas y viejas, cuando el despertar del sentimiento de lo divino devuelva al hombre su divinidad  […] ¡Entonces, entonces seremos; entonces habremos encontrado el elemento de los espíritus!”
‘Entusiasmarse’, en alemán, es literalmente llenarse de ‘espíritu’, y esta misma crítica a la falta de sensibilidad para lo ‘sagrado’ que denotan el Estado y esos que sólo se interesan por lo pragmático, desdeñando la parte espiritual y estética cuyo alimento necesita el hombre, queda también explicitada de modo elocuente en la última parte de Hiperión, cuando Hölderlin arremete contra sus paisanos, esos “bárbaros calculadores” incapaces de alegrarse con la ‘primavera’.

El modelo que tiene Hölderlin en la cabeza y desea para su país es una democracia a lo ateniense, o lo que él cree que pudo ser aquello. Atenas es el símbolo de una sociedad que pareció recrearse en el mero cultivo de la belleza en todas las facetas de la vida: teatro, filosofía, poesía, arquitectura, cuidado del vigor y belleza del cuerpo mediante el deporte, y todo ello vinculado al culto a la naturaleza como imagen visible de la divinidad. Es lo más parecido a la religión de la belleza con la que sueña Hölderlin, quien quiere acabar con la Iglesia meramente ritualista que él conoce en su entorno y que le parece algo muerto y sin sentido, pero no desdeña nunca la necesidad humana de espiritualidad, una espiritualidad cuyo cultivo él cifra en esa nueva religión basada en el culto a la belleza, la ‘Nueva Iglesia’: una suerte de teología estética. En la carta conocida como “carta de Atenas”, el joven Hiperión de la novela da una lección a los amigos que le acompañan a visitar las ruinas de la vieja capital griega y les habla durante la travesía de la antigua Grecia y de sus cualidades. Preguntando a sus compañeros de viaje cuál es la causa que explica la excelencia del antiguo pueblo ateniense, algunos le contestan que todo fue debido al clima. La respuesta de Hiperión es muy otra (pues, como les dice, el clima favorable lo hay en otros sitios sin surtir el mismo efecto):
“[…] el que los atenienses crecieran tan libres de influjos autoritarios de toda clase, con un régimen tan moderado, es lo que los hizo excelentes”. “¡No molestéis al hombre ya desde la cuna! […] el hombre es un dios cuando es hombre. Y cuando es un dios es hermoso. […] Así era hombre el ateniense […] Salió hermoso de las manos de la naturaleza, hermoso en cuerpo y alma, como se suele decir. […] El primer hijo de la belleza humana, de la belleza divina, es el arte. […] Así ocurrió entre los atenienses. […] “La segunda hija de la belleza es la religión. Religión es amor a la belleza. […] Y sin tal amor a la belleza, sin tal religión, todo Estado es un flaco esqueleto sin vida ni espíritu, y todo pensamiento y toda acción un árbol sin copa, una columna tronchada”.
E Hiperión contrapone también en la novela ese modelo, por un lado, al despotismo del sur –Egipto–, que obliga a los hombres a agachar la cabeza ante dioses y dignatarios y así los hace serviles, y por otro a la seca racionalidad del norte –piensa en Alemania– esos lugares donde necesariamente hay que ser razonable desde la infancia, donde sólo se valora la “pura inteligencia, la razón pura” y se olvida el necesario alimento de sensibilidad que requiere el hombre para ser bello, pues “de la pura inteligencia no brotó nunca nada inteligible, ni nada razonable de la razón pura. Sin belleza de espíritu, la inteligencia es como un siervo artesano […]”.

En el justo medio está Grecia, el lugar donde el nacimiento de la democracia, aliado al culto a lo bello, trajo como fruto el arte, la literatura, la filosofía, todo cuanto fue hermoso y hace que merezca la pena la vida del hombre. En el bellísimo poema elegíaco ‘El Archipiélago[6]’ Hölderlin elige también como modelo la Grecia de Pericles –ese increíble esplendor de templos, arte, belleza– y sitúa la causa de tal maravilla en el espíritu democrático nacido tras la batalla de Salamina, fecha simbólica que maneja como inicio de la democracia ateniense (“Pero en tu mar, Salamina ¡oh día de gloria en tu orilla!”). En esos versos cuenta la destrucción de Atenas por los persas y describe la nueva comunidad democrática que surge justamente de la unión habida entre el pueblo llano y las élites durante la batalla (“ya bajan, cual olas, de patrias montañas/todas dichosas mezcladas sus gentes”), y la posterior reconstrucción de una nueva sociedad donde todos son libres e iguales y florece la belleza de las creaciones del genio ateniense:
“Honra procura a la tierra materna y al dios de las olas
nueva ciudad en su flor, creación prodigiosa tan firme
como los astros fundada, producto del genio, que forja
lazos de amor que lo ciñan, que erige grandiosas figuras,
formas que eterna existencia al que nunca descansa deparan.
[…]
Alto se ve el Pritaneo; relucen gimnasios abiertos,
casas reciben los dioses y, audaz, una idea sagrada
sube en el éter: descuella en el soto bendito el altivo
templo Olimpieo que casi ya atisba inmortales regiones”.
Como se ve, Hölderlin no olvida mencionar de nuevo “el amor” como necesaria argamasa para cimentar el éxito de esas creaciones: se trata de la fraternidad (en vocabulario revolucionario francés), se trata de la comunidad de hombres libres al servicio de una misma idea, una comunidad que es fruto del consenso. Pero tal vez el poema más elocuente para entender cuál es el tipo de comunidad en la que piensa Hölderlin, y que se aleja diametralmente del Estado fuerte jacobino, sea este:
“Desde los jardines marcho ahora hacia vosotros, hijos de la montaña,
desde esos jardines donde la naturaleza, paciente y domeñada,
la que cuida y a su vez es cuidada, vive en comunión con los hombres.
Mas vosotros, oh magníficos, os erguís como un pueblo de titanes
en medio de este mundo más humilde, y sólo a vosotros os debéis,
y al cielo que os alimenta y que os crió, o a esa tierra que os diera el ser.
Ninguno de vosotros pisó nunca todavía la escuela de los hombres,
y libres y dichosos os alzáis emergiendo de vuestras recias raíces,
formando un círculo entre vosotros; y como el águila su presa,
así aferráis con poderoso brazo el espacio, y hacia las nubes
orientáis grandiosa y alegre vuestra copa inundada de sol.
Un mundo es cada uno de vosotros; como las estrellas del cielo,
cada uno un dios, unidos vivís en libre alianza entre vosotros.
¡Ah! Si yo pudiera soportar la esclavitud, ya nunca envidiaría
este bosque y con gusto me abrazaría a la vida en sociedad.
¡Y si ya no me atara a esa vida en sociedad este mi corazón
que al amor aún no renuncia: cuánto me gustaría habitar entre vosotros!”
 [Die Eichbäume/Los Robles]
La bellísima imagen que recogen estos versos, esa floresta de altivos robles, es un símbolo muy evidente de la comunidad republicana, una metáfora de esa libre liga de los espíritus soñada por el círculo de amigos de Hölderlin. Como se puede ver, se trata de la imagen plástica de un pueblo voluntariamente unido y que es tan heroico y fuerte como hermoso. En efecto, en este poema se lee muy bien hasta qué punto en la imagen de Estado que tiene Hölderlin es necesario conciliar con exquisito cuidado la libertad individual y el bien comunitario, ese equilibrio tal vez imposible que aparta finalmente a Hölderlin y a su alter ego Hiperión de los movimientos revolucionarios de masas, quienes acaban aplastando al individuo y su forma de ser libre y siempre diferente y sometiendo a todos a la esclavitud de un Estado que todo lo iguala en aras del supuesto ‘bien común’. De modo muy parecido, en las frases finales de Hiperión –en las que Hölderlin esconde adrede el lema revolucionario francés de ‘libertad, igualdad y fraternidad’ como consigna para los lectores avisados de su tiempo– también se lee entre líneas el rechazo al igualitarismo ciego del jacobinismo, que entiende por igualdad arrasar con todas las diferencias individuales, mientras Hölderlin defiende una única y muy distinta igualdad: la que une libremente a hombres siempre diferentes en torno a un mismo ideal común. El nombre para ese objeto de consenso es el ‘éter’ (imagen del espíritu), eso que todos respiran y a todos insufla vida, otro nombre para la naturaleza, la única que adquiere carta de divinidad en la teología de Hölderlin. En la época de la última versión de Hiperión, Hölderlin se está empezando a interrogar sobre la posibilidad real de conciliar la experiencia individual con una historia y destino que son epocales, o lo que es lo mismo, la posibilidad de una libre actuación individual en una época de devenir histórico. Y aunque Hölderlin se debate mucho tiempo entre las dos vías señaladas del asalto (el jacobinismo) y del consenso (el republicanismo girondino), nunca duda en defender la libertad del individuo frente a las necesidades implacables del Estado:
 “¡Oh fuentes de la tierra!, ¡oh, flores!, ¡y vosotros, bosques, y águilas, y tú, luz fraterna!, ¡qué antiguo y qué nuevo es nuestro amor!... Somos libres, no nos asemejamos exteriormente, ¿pues cómo no iban a ser distintas nuestras formas de vida? Pero todos nosotros amamos el Éter e interiormente, en lo más profundo de nosotros, nos asemejamos”.
Aunque Hölderlin haya vacilado durante mucho tiempo en si debería sumarse con mayor entusiasmo a las tesis radicales de sus amigos jacobinos, cuando Napoleón se corona emperador y deja de ser el otrora admirado Bonaparte siente que ha terminado cualquier esperanza de una verdadera revolución tal como él la entiende. El papel de poeta se revela entonces más central que nunca en su proyecto de transformación ideal de la sociedad, pues sólo el poeta podrá seguir intentando por la vía pacífica de la revolución poética formar a los hombres en ese ideal estético, político y religioso del que eventualmente algún día surja la nueva Atenas… lo que no impide que la constatación de que la utopía no es realizable en su tiempo, y puede que nunca, sea muy amarga. Sorprende la lucidez con que Hölderlin vislumbra antes que nadie que la democracia es intrínsecamente imperfecta: si se logra por asalto porque entonces deja de ser democracia, y si se logra por consenso, porque entonces exige tantos compromisos y renuncias que nunca llega a completarse ni llega jamás a adoptar su forma más bella.

Al final, el tan deseado asalto ha traído consigo más infierno que cielo, la utopía queda utopía, la primavera ateniense ha cedido el paso al otoño alemán, y aunque el otoño es época de vendimia (y la fermentación del vino es también otra metáfora de la revolución) el poeta no atisba otra cosa que el follaje agostado de un pasado muerto y un futuro que, en el mejor de los casos, quedará reservado a las generaciones futuras. Con todo, en lugar de la desesperanza del final de ‘El Archipiélago’, elegimos como colofón los versos que cierran la bella elegía ‘Stuttgart’, cuando un Hölderlin profundamente herido por la decepción revolucionaria, trataba sin embargo de imaginar bajo elocuentes símbolos una melancólica esperanza en un futuro mejor… para las generaciones venideras:
“Pero ¡ya llega la noche! Ven, démonos prisa en celebrar la fiesta del otoño,
no más tarde que hoy. Porque el corazón rebosa, pero la vida es corta,
y para nombrar lo que este día celestial decir nos ordena,
para eso, mi buen Schmid, no nos bastamos nosotros.
Mas aquí te traigo gentes excelentes y brillará bien alto el fuego de la dicha,
y la palabra más osada se pronunciará de modo aún más sagrado.
¡Mira! ¡Qué puro es aquí todo! Y es que los amables dones del dios
que aquí compartimos sólo entre quienes se aman son posibles
y de ningún otro modo. ¡Ah, venid ya! ¡Hacedlo real! Pues lo cierto es que
estoy solo ¿y acaso nadie me quitará de la frente este sueño?
Venid y tended vuestras manos queridos, y que por ahora eso baste,
pues para nuestros nietos hemos de reservar el placer más grande”
Notas
[1] Aquí esta expresión se popularizó por el título de una película documental sobre Ramón Mercader, el asesino de Trotski (Asaltar los cielos, de José-Luis López-Linares y Javier Rioyo, 1996) y por el libro de memorias de Irene Falcón, la secretaria de Dolores Ibarruri (Asalto a los cielos. Mi vida junto a La Pasionaria, 1996).
[2] Gerhard Kurz, Mittelbarkeit und Vereinigung, Stuttgart, 1975.
[3] Cito por la versión de Jesús Munárriz en Ediciones Hiperión, Madrid, reedición de 1995, p. 71. Los subrayados son nuestros.
[4] Dos pasajes de distintas versiones del poema An Eduard/A Eduardo, 1800. Este poema, no por casualidad, está dedicado a su radical amigo Sinclair. Es la época en la que se fragua, puede que en presencia de Hölderlin o por lo menos con su parcial conocimiento, durante el Congreso de Rastatt al que asiste con sus amigos en noviembre de 1798, una conspiración contra la vida del príncipe elector de Wurtemberg. Es el momento en que él y su círculo más próximo creen que se va a poder crear una república suaba. Y el poeta se deja llevar por el entusiasmo.
[5] El título completo con que se conoce este texto anónimo y fragmentario es: “Das älteste Systemprogramm des deutschen Idealismus”.
[6] Una versión rítmica de este poema se encuentra en Der Archipelagus/El Archipiélago, edición bilingüe de H. Cortés y A. Leyte en: Editorial La Oficina de Arte y Ediciones, Madrid,  2011.

Helena Cortés Gabaudan
Helena Cortés Gabaudan (Salamanca, 1962) es profesora titular de Lengua y Literatura Alemana en la Universidad de Vigo. Anteriormente fue durante diez años directora de los Institutos Cervantes de Bremen y Hamburgo. En sus trabajos como germanista ha dedicado especial atención a la figura de Hölderlin (La Vida en Verso. Biografía poética de F. Hölderlin, Ediciones Hiperión 2014). Además, es editora y traductora y su principal empeño ha residido en realizar cuidadas ediciones bilingües de estudio de obras destacadas de la literatura alemana como el Fausto de Goethe (2010), el Archipiélago de Hölderlin (2011), las tragedias Edipo y Antígona en versiones de Sófocles y Hölderlin (2012, 2014) o su breve ensayo sobre literatura gótica Los muertos cabalgan deprisa (2015), además de obras filosóficas de Heidegger, Schelling y otros.
Título original: “Asaltar el cielo. Hölderlin y la decepción revolucionaria”