I. Cuando se
consideran las corrientes filosóficas debe hacerse una distinción entre
aquellas que, en principio, son capaces de resolver todos los problemas
esenciales del hombre y del mundo, pero que debido a la falta de
tiempo sólo se concentran, de hecho, en unos pocos de éstos y dejan a las
generaciones futuras la oportunidad de llenar las sucesivas lagunas, y aquellas
para quienes la supuesta “falta de tiempo” no es más que una forma cortés de
confesar o de enmascarar su falta de idoneidad en ciertos problemas. Bien
conocido es, por ejemplo, que la teoría de Plejánov sobre el arte nunca alcanzó
el análisis propiamente dicho del arte ni la determinación de la esencia de una
obra de arte, sino que se agotó en una descripción prolija de sus condiciones
sociales, en tanto daba la impresión de que, mientras efectuaba este trabajo,
se creaban las condiciones para la solución de los problemas estéticos
propiamente dichos. En realidad, nunca superó el estadio preparatorio, y ello
no por haber carecido de tiempo, sino por el hecho de que su punto de partida
filosófico no le permitía penetrar en los problemas mismos del arte. Sus
fatigosas investigaciones de las condiciones sociales y de un equivalente
económico señalaban, no un comienzo que permitiese ir más lejos y más hondo,
sino una limitación interior que el estudio nunca podía superar.
Al tratar los asuntos de la moral, ¿no nos encontramos en
análoga situación? ¿No son nuestras condenaciones del moralismo y del
socialismo moralista y esta particular sospecha respecto de todo cuanto tiene
que ver con la moral una confesión indirecta de nuestra incapacidad teórica en
cierto campo de la realidad humana? Esta pregunta no puede refutarse con una
referencia a la discusión, muy conocida, acerca del marxismo y la moral que
tuvo lugar a fines del siglo pasado y comienzos del presente, porque su
carácter y su nivel constituyen, más bien, un problema latente antes que un
argumento.
En efecto, la discusión ha puesto de manifiesto, sobre todo,
que si se rebaja el movimiento social a una simple manipulación de las masas
humanas con vistas a alcanzar tales o cuales objetivos del poder, y si la
política se convierte en una técnica social que se apoya en la ciencia del
mecanismo de las fuerzas económicas, el sentido humano se aparta de la esencia
misma del movimiento para establecerse en otra esfera que trasciende a este
movimiento: el campo de la ética. Desde el momento en que se considera la
realidad histórica como el campo de una estricta causalidad y de un
determinismo unívoco en el que los productos de la práctica humana, en forma de
factor económico, poseen más razón que los propios hombres e impulsan la
historia por una necesidad fatal o una ley de hierro hacia
una determinada finalidad, de inmediato chocamos con el problema de saber cómo
debe armonizarse esa ineluctabilidad con la actividad humana y con el sentido
de la acción humana en general. La antinomia entre la ley de la historia y la
actividad humana no ha sido resuelta de modo satisfactorio todavía. Durante
mucho tiempo las respuestas han afincado dentro del marco de una manera
mecánica de pensar, que atribuye a la actividad humana ora la función
de aceleración de un proceso histórico inevitable, ora la de una indispensable
pieza separada a modo de engranaje o de palanca de transmisión del
mecanismo histórico. Y así ha llegado a formarse tanto para la teoría como para
la práctica un círculo vicioso. En primer término, se ha deshumanizado el
proceso histórico, es decir, se le ha privado de las incidencias humanas y se lo
ha reducido a un fenómeno natural para poder convertirlo en objeto de un
estudio científico que se efectúa como física social – llamado a veces
sociología, a veces materialismo económico – y en objeto de una actividad
política activa concebida a la manera de una técnica social. Sin embargo, este
empobrecimiento de la historia no ha tardado en ser sentido como tal; muy
pronto se ha oído afirmar que el hombre había sido olvidado. Pero como la
crítica de este defecto no es lo bastante profunda y jamás toca el fondo del
problema, es decir, el enrolamiento de la historia como fenómeno natural, se
pasa sobre ella mediante las transposición de los problemas del sentido humano
y de las significaciones humanas del movimiento histórico y de la práctica
social al campo de la actividad individual, y la concepción fetichista de la
historia se ve de tal modo completada por la ética.
No debe asombrarnos, por consiguiente, que en tal situación
la moral aparezca en su relación con el marxismo, ora como un elemento extraño
que plantea serios interrogantes al materialismo filosófico marxista y le da un
fundamento filosófico totalmente distinto – por ejemplo la tentativa de
combinar a Kant y Marx – ora como un accesorio exterior cuyo carácter teórico
superficial subraya más aún la posición secundaria y marginal del hombre en las
concepciones naturalistas y cientificistas.
La capacidad o la incapacidad para resolver en el plano
filosófico correspondiente los asuntos de la moral y del arte están siempre en
relación con cierta concepción o deformación de la dialéctica, de la práctica,
de la teoría de la verdad y del hombre, así como del sentido general de la
filosofía. A una concepción determinada de la historia, de la práctica; a una
teoría determinada de la dialéctica, de la verdad y del hombre, corresponde
también un género determinado de moral, de manera de pensar y actuar moral, de
suerte que existe, por ejemplo, una correlación demostrable entre una
dialéctica mecánicamente errada, una concepción pragmática de la verdad, y el utilitarismo
en moral. Pero lo que resulta mucho más importante es que también una base
filosófica determinada ofrece posibilidades más o menos grandes para el
desarrollo de los problemas, y que, por consiguiente, existe una relación entre
el carácter del punto de partida filosófico y los límites teóricos y prácticos
que el conocimiento no puede sobrepasar. Las razones del fracaso de
innumerables tentativas por desarrollar los problemas de la moral sobre la base
del marxismo, no deben buscarse, en mi opinión, en el hecho de que se haya
subestimado o descuidado la moral por causa de problemas prácticos urgentes, en
que se la haya estudiado sólo en forma ocasional y no sistemática, sino en el
hecho de que el punto de partida filosófico propiamente dicho, expresado en tal
o cual concepto filosófico central, ya contenía ciertas limitaciones y los
vicios de deformaciones que ningún estudio, por profundo y erudito que fuere,
puede eliminar sin que también supere el carácter limitado del punto de partida
filosófico propiamente dicho.
El examen de cada campo parcial de la realidad es siempre,
al mismo tiempo, una verificación de los principios fundamentales que sirven
para llevar a cabo el análisis. Si no hay oscilación dialéctica entre las
hipótesis del examen y sus resultados, si el análisis de unos fenómenos o
campos parciales se basa en hipótesis adoptadas al margen de la crítica y los
problemas parciales no incitan a una profundización o a una revisión de las
bases, entonces asistimos a la aparición de la famosa despreocupación teórica
que supone, para los distintos terrenos de la ciencia, el hecho de que se
puedan examinar los fenómenos económicos, analizar el arte, revelar las leyes
históricas y hablar de moral tanto mejor cuanto más lejos nos hallemos del inquietante
problema de saber qué es el hombre.
La teoría del hombre es indispensable si se quieren
desarrollar los problemas de la moral: esta teoría sólo es accesible en la
relación hombre-mundo, lo cual exige, a su vez, la elaboración de un
modelo correspondiente de dialéctica, la solución del problema del tiempo y la
verdad, etcétera. Con ello no sólo deseamos acentuar la grandeza de la tarea,
sino también, y sobre todo, expresar la opinión de que la solución de los
problemas especiales de la moral está ligada en el estado actual, al estudio y
verificación de los problemas filosóficos centrales del marxismo, tanto más
cuanto que no deseamos atenernos a trivialidades ni proceder a una combinación
ecléctica del cientifismo con el moralismo.
Ser capaz de aplicarse a sí mismo de manera consecuente los
principios que el razonamiento filosófico pone a la luz es una virtud elemental
de este razonamiento.
Sólo gracias a este acto se cumple la justificación de los
principios, porque la teoría ha adquirido la indispensable universalidad que no
admite posición privilegiada alguna y ha alcanzado el necesario carácter
concreto, pues se ha englobado al sujeto examinante y actuante. Esta virtud es
al mismo tiempo de suprema utilidad, puesto que le ofrece al razonamiento teórico
una inesperada riqueza de aspectos nuevos, al ser el criterio primero de la
exactitud de sus conclusiones.
En la medida en que el marxismo derogaba este principio
también renunciaba a una de sus más grandes ventajas. Puso al desnudo, en la
nueva sociedad capitalista, la contradicción entre la palabra y el acto, el
trabajo y la alegría, la razón y la realidad, lo exterior y la sustancia, la
verdad y la utilidad, la eficacia y la conciencia, los intereses del individuo
y las exigencias de la sociedad, reanudando de modo sistemático en esta crítica
reveladora la tendencia fundamental de la manera europea de pensar. Describió
la sociedad capitalista como un sistema dinámico de contradicciones, cuyo
centro, fuente y fundamento, los constituyen la explotación del trabajo
asalariado, la contradicción entre la clase obrera y el capital; pero cuando ya
se había desencadenado la carrera de las contradicciones aún faltaba por
señalar en forma concreta cómo podía resolverse cada una de las contradicciones
y, en segundo término, si la solución de las contradicciones del mundo
capitalista significaba también solucionar las esenciales de la existencia
humana. En la medida en que el marxismo no aplicó la dialéctica marxista a su
propia teoría y práctica, su negligencia produjo, por lo menos, dos
consecuencias importantes. En primer lugar, esa omisión significa un terreno
fértil en el que podía periódicamente aparecer la alternancia entre el
revolucionarismo, que supone que la revolución ha de arreglar todas las contradicciones
de la realidad humana, y el escepticismo revolucionario y posrevolucionario que
estima que la revolución no puede arreglar ninguna de esas contradicciones. En
segundo lugar el marxismo perdía una gran ocasión de desarrollar uno de los
problemas primordiales de la dialéctica, en el que Hegel fracasó y que reviste
una importancia clave para el acto moral. Pienso, en particular, en el
del fin de la historia, o, para expresarlo con otra terminología, del
sentido de la historia.
Karel Kosík |
Para Marx, la dialéctica materialista era un instrumento que
servía para denunciar y describir de una manera crítica las contradicciones de
la sociedad capitalista. Pero cuando los marxistas proceden al examen de su
propia práctica y teoría confunden materialismo e idealismo, dialéctica y
metafísica, crítica y apologética. En este sentido debemos concebir la
fidelidad a Marx como un retorno al razonamiento consecuente y a la aplicación
de la dialéctica materialista a todos los fenómenos de la sociedad
contemporánea, inclusive el marxismo y el socialismo. En el mismo orden de
ideas hay que formular, igualmente, el problema de saber por qué se produce la
tendencia a la apologética, a la metafísica y al idealismo.
El primer resultado de esa aplicación es la comprobación de
que la contradicción entre la palabra y el acto, la razón y la realidad, la
conciencia y la eficiencia, la moral y los actos históricos, las intenciones y
las consecuencias, y lo subjetivo y lo objetivo, existe, también, allí en donde
se ha abolido la antinomia entre la clase obrera y el capital. ¿Significa esto
que el capitalismo no es nada más que una forma histórica especial de esas
contradicciones, que sólo se ubican por encima de la historia y existen, en
esta calidad, en todas las formaciones sociales? ¿O bien que el socialismo,
como movimiento y sociedad, existe desde hace tan poco tiempo que no es posible
prever todas las consecuencias que tendrá la nueva forma de coexistencia humana
y de gestión de los asuntos para la existencia o no existencia de esas contradicciones?
Como la respuesta a tales preguntas exige innumerables elementos intermedios
cuya existencia y conexidad sólo pueden desprenderse enseguida de esta
exposición, hemos de conformarnos con corroborar que el hecho mismo de que
estas contradicciones existan y sean discernidas arroja una nueva luz sobre la
relación entre lo que pertenece a una clase y a toda la humanidad, entre lo que
es históricamente variable y lo que es propio de toda la humanidad, entre lo
temporario y lo eterno, o, en una palabra, acerca del problema de qué es
el hombre y qué es la realidad social y humana. Como la cuestión de
la moral está inseparablemente ligada a estos problemas, hemos llegado a la
determinación de un punto de partida teórico de nuestro razonamiento sobre la
moral marxista. Y nos esforzaremos por explicar sus problemas a partir de estas
dos contradicciones: 1) el hombre y el sistema, y; 2) la interioridad y la
exterioridad.
II. Un sistema se
crea desde el contacto de dos personas. O, con más exactitud, diversos sistemas
crean diferentes tipos de relaciones entre los hombres, a los que se expresa en
forma elemental y pueden ser descritos merced al contacto de dos individuos
tipificados. Juan el Fatalista y su amo, en Diderot; el amo y el esclavo en
Hegel; la dama vanidosa y el mercader astuto en Mandeville, representan modelos
históricos de relaciones humanas en que la relación entre hombre y hombre
deriva de la posición que cada uno de ellos ocupa en la totalidad del sistema
social. ¿Cuál es el hombre, cuáles son sus propiedades psíquicas e
intelectuales, cuál es el carácter de éste que debe crear tal o cual sistema
para que pueda funcionar? Si un sistema crea y supone hombres a quien el
instinto impulsa a buscar un beneficio, hombres que poseen un comportamiento racional
y racionalizado y que apuntan a obtener un máximo efecto de ganancia y
beneficio, quiere decir que los caracteres elementales del hombre bastan a su
funcionamiento. La reducción del hombre a cierta abstracción es la obra
primitiva, no de la teoría, sino de la realidad histórica misma. La economía es
un sistema de relaciones en el que el hombre se metamorfosea constantemente
en hombre económico. Una vez que entra, gracias a sus actos, en relaciones
económicas, es arrastrado, de modo completamente independiente de su voluntad y
su conciencia, a ciertas relaciones y leyes en las que funciona como homo oeconomicus. La economía es un
sistema que tiende a transformar al hombre en hombre económico. En la economía
el hombre sólo es activo en la medida en que aquélla es activa, es decir, en la
medida en que aquélla hace del hombre cierta abstracción: estimula y subraya
algunas de sus propiedades y descuida otras que son inútiles para su
funcionamiento.
Como el sistema social, ya sea en forma de formación económico-social,
de vida pública o de relaciones parciales, es puesto en marcha y está mantenido
gracias al movimiento social de los individuos, es decir, por su comportamiento
y sus actos, y como por otra parte determina el carácter, la extensión y las posibilidades
de ese movimiento, se produce una impresión falsa y compleja según la cual
parece, por una parte, que el sistema funcionará completamente independiente de
los individuos y, por la otra, que los actos y el comportamiento concreto de
cada individuo nada tuvieran que ver con la existencia y la marcha del sistema.
El desprecio romántico del sistema olvida que el problema
del hombre, de su libertad y su moralidad es siempre función del hombre y del
sistema. El hombre existe siempre en el sistema y, como forma parte de él,
tiende a reducirse a algunas funciones o formas determinadas. Pero el hombre
también es algo más que el sistema efectivo. La existencia del hombre concreto
se sitúa en la extensión entre la imposibilidad de ser reducido a un sistema y
la posibilidad histórica de superación – de transcendencia del sistema –, y la
integración efectiva y el funcionamiento práctico en el sistema de las
circunstancias y relaciones históricas.
La crítica materialista es una confrontación de lo que el
hombre, como individuo en tal o cual sistema, puede y debe hacer y realmente
hace, y los actos que le son prescritos, o la interpretación de sus actos
mediante códigos de moral. En este sentido, hay que reconocer que la opinión
según la cual la moral de la sociedad moderna ha anclado en la economía,
comprendida no en el sentido vulgar de factor económico sino en el sentido de
sistema histórico de la producción y reproducción de riqueza social, es
completamente correcta. Cierto código moral afirma que el hombre es bueno por
naturaleza y que las relaciones humanas se basan en una confianza mutua; pero
el sistema de las relaciones reales entre los hombres, anclado en tal o cual
modelo de la economía, de la vida política o pública, está por el contrario
basado en la desconfianza para con los hombres y sólo puede sobrevivir gracias
al hecho de que exalta los malos aspectos del carácter humano.
En esta contradicción entre moral y economía pensaba Marx al
revelar las causas del carácter fragmentario y de la simplificación del hombre
en la sociedad capitalista: “Todo esto se basa en la esencia de la
alienación: cada esfera me aplica una norma diferente y contraria y la moral me
aplica otra, pues cada una de ellas retiene una esfera particular de la
actividad esencial alienada, está en una relación de alienación con otra
alienación”.[1] Como la moral por una parte y la
economía por la otra le imponen al hombre diferentes exigencias; como una de
las esferas le pide al hombre que sea bueno y trate a sus semejantes como tales
mientras la otra le obliga a tratarlos como competidores y potenciales enemigos
suyos en la carrera tras la obtención de ventajas económicas, en los esfuerzos
por asegurarse una posición social y en la lucha por el poder, la vida real del
hombre transcurre en una serie de situaciones-conflictos, y el hombre
adquiere, a raíz de la solución de cada una de ellas, otro aspecto y otra
significación: tan pronto es un cobarde como un héroe, igual se presenta como
un hipócrita que como un sencillo idealista, lo mismo es un egoísta como un
filántropo, etc.
Desde Rousseau, a la cultura europea se le ha venido
imponiendo de modo constante una pregunta: ¿por qué los hombres no son felices
en el mundo moderno? ¿Tiene esta pregunta también un sentido para el marxismo y
tiene alguna relación con la vinculación entre economía y moral? Reviste una
importancia primordial para todas las corrientes filosóficas y culturales que
reconocen, de una manera u otra, una conexión entre la existencia del hombre y
la creación y determinación de los sentidos, lo cual se aplica en una medida
suprema al marxismo, que concibe la historia como una humanización del mundo, o
como la inscripción de las significaciones humanas en los materiales de la
naturaleza.
¿Por qué los hombres son desventurados en el mundo moderno?
Porque son esclavos del amor propio, responde Rousseau. Porque son vanidosos,
responde Stendhal. ¿Cómo ha de responder el marxismo? ¿Atribuirá toda la
responsabilidad a la miseria y a la insuficiencia material?[2] Así es como razonan el sociologismo
y el economismo vulgares, que no han comprendido la significación filosófica de
la práctica y que en vano procuran una auténtica mediación entre la economía y
la moral. La miseria, la insuficiencia material y la explotación, aun
correctamente subrayadas, pierden, si se las simplifica, su lugar real en el
mundo moderno, pues se las separa de su estructura general.
¿Por qué los hombres son desventurados en el mundo moderno?
Esta pregunta no significa que la desgracia golpee a los hombres y que hechos
fortuitos como una enfermedad, la pérdida de un ser querido, una muerte
prematura, etc., obstaculicen el desenvolvimiento normal de su vida; tampoco
significa la ilusión romántica según la cual el hombre moderno ha perdido un
tesoro que en las épocas anteriores ya poseía.
En esta pregunta se comprueba una contradicción histórica
entre la verdad y la infelicidad: aquel que conoce la verdad y ve la realidad
tal cual es no puede ser feliz en el mundo moderno, no conoce la verdad y mira
la realidad a través del prisma de las convenciones y las mentiras. Esta es la
antinomia que debe resolver la praxis.
La “vanidad” de Stendhal y el “amor propio” de Rousseau
copian del natural la mecánica de los actos y el comportamiento del hombre
moderno impulsado de una cosa a otra, de un placer a otro; por una
insaciabilidad absoluta que transforma a los hombres, las cosas, los valores y
el tiempo en simples puntos transitorios o en estados provisionales desnudos de
sentido interior propio y cuyo único sentido reside en el hecho de que efectúan
una remisión por detrás o por encima de ellos. Cada cosa no es más que un
simple impulso o un simple pretexto de transición hacia una cosa siguiente y
distinta, de modo que el hombre se convierte en un ser acosado por un deseo
nunca satisfecho. Pero tampoco este deseo es original, porque nace, no de una
relación espontánea con las cosas y los hombres, sino de una comparación y una
confrontación en acecho que ayuda al hombre a medirse a través de los otros y a
medir a los otros a través de sí mismo.
No obstante, todo lo que en el campo del comportamiento y de
los actos de los hombres aparece como motivación existe en el mundo objetivo
como una ley de la cosa. El deseo de beneficio, que aparece en la
conciencia del capitalista como el motivo de sus actos es la interiorización
del proceso valorizador del capital.
¿Por qué los hombres son desventurados en el mundo moderno?
Rousseau y Stendhal responden en la categoría de la psicología. Marx responde
por la descripción de un sistema en el que la vanidad, el amor propio, el deseo
metafísico, el resentimiento, el tumulto y la vida, la transformación del bien
supremo en fantasma y la promoción del fantasma al grado de bien supremo nacen,
al igual que la interiorización, de la estructura económica. La transformación
de todos los valores en simples puntos transitorios de una carrera general y
absoluta a otros valores, que tiene por consecuencia el vacío de la vida, la
degeneración de la idea de que la felicidad se hace con la comodidad y que la
razón se hace con la manipulación racional de las cosas y los hombres; esta
atmósfera cotidiana de la vida moderna, digo, que trastoca el medio en fin y el
fin en medio, cala en la estructura económica expresada en la sencilla fórmula:
dinero-mercancías-más dinero.
Si el mundo moderno donde surge la pregunta de por qué no es
feliz el hombre está formulado con la frase “Comparación
en lugar de verdadera comunidad” (Vergleichung ar der Stelle der
wirklichen Gemeinschaftlichkeit) [3], la práctica histórica debe transformar
la estructura de este mundo para que pueda ser formulado así: “La comunidad verdadera en lugar de
comparación” (Die wirkliche
Gemeinschaftlichkeit an der Stelle der Vergleighung).
En la vida cotidiana, la verdad existe al lado de la mentira
y el bien al lado del mal. Para que en este mundo pueda nacer una moral hay que
distinguir entre el bien y el mal, situar al bien por oposición al mal y
viceversa. El hombre efectúa esta distinción en sus actos, y si su actividad la
cumple el hombre se encuentra en el nivel de la vida moral. Mientras la vida
humana se desenvuelva en el claroscuro del bien y el mal, es decir, en su no
distinción, donde el bien y el mal se mezclan en una mala totalidad, ha de ser
una vida al margen de la moral, una existencia jenseits von Gut und Böse. Esta dimensión en el sentido de dominio,
surgida de la vida en la que el hombre efectúa su trabajo, asume tareas
públicas y privadas sin distinguir entre el bien y el mal y puede describirse
en forma adecuada con las expresiones: vida ordenada, obediencia, aplicación,
contracción al trabajo, etc. Sólo cuando se descuida este hecho cabe el asombro
de que algunas personas anständig y tüchtig en el seno de su familia, de su
profesión civil y de su comuna puedan convertirse en criminales apenas salen de
esta esfera y actúan fuera de ella.
El comportamiento moral consiste en la distinción entre el
bien y el mal. ¿Supone un conocimiento del bien y el mal? ¿O bien su toma de
conciencia y su distinción solo se adquieren en el acto y el comportamiento?
¿Será que la moralidad comienza por las buenas intenciones, la conciencia
propia, la moralidad del alma? ¿O bien sólo se constituye en los resultados del
comportamiento, en sus frutos y consecuencias?
El Alma Bella encarna una parte de esa antinomia. Como el
Alma Bella teme las consecuencias de sus posibles actos y quiere evitarlas, es
decir, como se niega a hacer mal a otros y a sí, se recoge en sí misma y sus
únicos actos son la actividad interior, la de la conciencia. También la
conciencia sabe que es virtuosa porque a nadie le ha hecho mal. De ahí, se cree
autorizada para juzgar, según su criterio, todo cuanto está a su alrededor, es
decir, para evaluar el mundo desde el punto de vista de la buena conciencia. El
Alma Bella no ha hecho mal alguno porque no ha actuado. Y porque no ha actuado
ni actúa, sufre el mal y observa el mal. Su actitud de conciencia propia es una
observación pasiva del mal.
El Comisario es la antítesis del Alma Bella. Critica la
buena conciencia de ésta como si fuera una hipocresía, a sabiendas de que toda
acción está a merced de leyes que transforman lo necesario en fortuito, y a la
inversa, de suerte que toda piedra que uno deja caer de la mano se convierte en
la piedra del diablo. El Comisario tiene por principio la actividad y la
represión del mal. Como en el mundo el mal existe, ve en ello una ocasión de
imponer sus esfuerzos reformadores. Por el hecho de ver que los hombres se
transforman, sin que en esta metamorfosis evolucione también él, se cierra, en
el ciclo de su actividad, en el prejuicio de que ésta es tanto más llena de
éxito cuanto más pasivo es el objeto de su transformación. La actividad del
Comisario implica, pues, la pasividad de los hombres, y una pasividad así
producida se convierte, por fin, en una condición de la existencia y de la
justificación del sentido de su acción. Las intenciones reformadoras se
convierten en práctica deformadora. Por algunos de sus rasgos, el Comisario
recuerda al revolucionario, pero no es sino un parecido aparente. Esta
conexión, por mucho que exista en efecto, más bien se alinea en el orden de la
génesis de ese tipo de actividad, porque bajo esa relación con el Comisario se
encuentra en una etapa que va de lo revolucionario a
lo burocrático.
Es importante la descripción de este tipo de actividad,
porque arroja luz sobre el mecanismo del proceso en el que la unidad dialéctica
se disgrega en antinomias. Desde ahora hemos de volver a ocuparnos de este
proceso. Es oportuno recordar su existencia. En lugar de una práctica
revolucionaria, en la que los hombres cambian las circunstancias y los
educadores sean educados, sobreviene la antigua antinomia de las relaciones y
de los hombres, hallándose entonces éstos distribuidos en dos grupos fijos,
radicalmente separados, uno de los cuales se eleva por encima de la sociedad –
como dice Marx en la tercera tesis sobre Feuerbach – y encarna la razón y la
conciencia de ésta.
La antítesis del Alma Bella y el Comisario expresa la
antinomia del moralismo y el utilitarismo. Para distinguir al bien del mal, la
voz de la conciencia representa una instancia decisiva para el moralismo, en
tanto que para el realismo utilitaristas es el juicio de la historia. En esta
antinomia y en este aislamiento mutuo, ambas instancias son muy problemáticas.
¿Cómo he de saber que la voz de mi conciencia no es falsa y cómo podré, en el
marco de mi conciencia, verificar su autenticidad? ¿Soy capaz, en el marco de
mi conciencia, de juzgar si esa voz es en realidad la mía y si no es una voz
extraña que habla en nombre de mi yo y utiliza mi fuero interno como
instrumento? ¿O bien la instancia suprema la constituye el juicio de la
historia? ¿Pero es que las tendencias de este tribunal no son tan problemáticas
como la voz de la conciencia? Siempre el juicio de la historia llega post
festum. Puede juzgar y dictar sentencia pero no puede remediar un error. Ante
el tribunal de la historia se pueden condenar los actos cometidos, como
crímenes y perjuicios, pero el tribunal no devuelve la vida a sus víctimas, no
les alivia a éstas la pena que sintieron antes de morir. Tampoco el juicio de
la historia es un juicio definitivo. Cada fase de la historia posee su
tribunal, cuyos veredictos quedan librados a las revisiones de las siguientes
etapas históricas. Una sentencia absoluta de un tribunal histórico puede ser
relativizada por el paso siguiente de la historia. El juicio de la historia no
tiene la autoridad del juicio final de la teología cristiana y, sobre todo, no
tiene el carácter definitivo e irrevocable de éste.
El juicio final es uno de los elementos que confieren a la
moral cristiana un carácter absoluto y la defienden contra el relativismo. Dios
es el segundo elemento de su carácter absoluto. Una vez que la idea teológica
del juicio final se transforma en idea secularizada del fin de la historia –
que la crítica denunciará más tarde como una capitulación indirecta de la
filosofía ante la teología – y una vez que se comprueba que “Dios ha
muerto”, der Gott ist tot, los soportes fundamentales de la conciencia
moral absoluta se hunden y el relativismo moral triunfa.
En las relaciones mutuas entre los hombres y en la relación
del hombre con el hombre, el Dios cristiano desempeña el papel de mediador
absoluto. Dios es un mediador que hace de otro hombre mi prójimo. ¿Significará,
pues, la desaparición de Dios el fin de la relación mediatizada entre los
hombres y la instauración de relaciones inmediatas entre los hombres? Si Dios
ha muerto y al hombre todo le está permitido, ¿se basan las relaciones de los
hombres en un contacto directo en el que se manifiestan y realizan su carácter
y su naturaleza verdaderos? Es evidente que mientras no exista interpretación
materialista alguna de la frase Dios ha muerto y no haya explicación
materialista alguna de la historia de esta muerte, seremos presa de vulgares
malentendidos y de mistificaciones idealistas. Dios es el mediador metafísico
entre los hombres. La abolición o desaparición de esta forma metafísica no
destruye de modo automático la mediación o la metafísica. La mediación
metafísica puede ser reemplazada por una mediación física, que también se torna
metafísica, trátese, en los tiempos modernos, de violencia bajo su forma
aparente o encubierta, como mediación absoluta de las relaciones entre los
hombres (el Estado, el terror), o de sociedad, como realidad divinizada que se
ha liberado de sus miembros, esto es, de los individuos concretos, y les
prescribe el gusto, la distribución y el ritmo de la vida, la moral, los actos,
etc.
III. La idea
cristiana de Dios y del juicio final le confiere a todo acto un carácter
definitivo y unívoco y así todo acto se alinea, ya junto al mal, ya junto al
bien, puesto que existe un juicio absoluto que efectúa esta diferenciación, y
todo acto tiene trato directo con la eternidad, es decir, con el juicio final.
Con el hundimiento de estas ideas también desaparece el mundo de lo unívoco,
para ser reemplazado por el mundo de la ambigüedad. Como la historia no termina
y tampoco concluye en una culminación apocalíptica, sino que siempre queda
abierta a nuevas posibilidades, los actos del hombre pierden su carácter
unívoco. La no conclusión de la historia, que hace que ningún acto sea
definitivamente agotado por sus consecuencias inmediatas, es una antítesis del
deseo del espíritu humano de actuar en forma unívoca. La ambigüedad de un
hecho, que se abre para todo acto como una posibilidad del bien y del mal y que
fuerza a los hombres a la libertad, entra en conflicto con el deseo metafísico
del hombre de que la victoria del bien sobre el mal sea asegurada, es decir,
confiada a un poder que supere la actividad y la razón de un hombre individual.
Pero como la victoria del bien y la equidad no está absolutamente asegurada en
la historia y el hombre no puede, en ningún fenómeno del universo, leer una
seguridad justificada del triunfo del bien sobre el mal, el deseo metafísico
sólo pueda satisfacerse al margen del marco del razonamiento y de los
argumentos racionales, esto es, por la fe. Pero como la fe en Dios es, en la
época contemporánea, una supervivencia, se la reemplaza por la fe en un
sucedáneo metafísico: el porvenir.
Pero la fe en el porvenir reviste el carácter de una ilusión
metafísica.
Cuando la dialéctica denunció las contradicciones de la
realidad moderna y representó a ésta como un gigantesco sistema de
contradicciones, pareció que sentía miedo de su valentía, y, a sabiendas de que
no traía de la mano los medios para resolver aquéllas y que no debía, a ningún
precio, sucumbir al escepticismo irónico, confió la solución al porvenir. En
este sentido, el porvenir es un decreto que confirma la victoria del bien sobre
el mal; o, para decirlo de otro modo, la victoria del bien sobre el mal se
cumple con ayuda del decreto del porvenir. Y parece que cuanto menos capaz es
cada época de resolver realmente los problemas y contradicciones reales, con
más asiduidad entrega la solución de éstos al porvenir. La fe metafísica en el
porvenir desprecia al presente, lo priva de una auténtica significación como
realidad única del individuo empírico, lo rebaja a un simple elemento
provisorio o una simple función de un hecho no cumplido aún. No obstante, si se
formula toda la significación en un mundo que aún no existe, y el mundo que
existe – que para el individuo realmente existente es el único mundo real – es
privado de su propia significación y admitido sólo en su relación funcional con
el porvenir, de nuevo chocamos con la antinomia del mundo real y el mundo
ficticio.
El porvenir, como decreto mitológico de la verdad y del bien
en el qué se busca refugio frente a un escepticismo pesimista, también confiesa
ser un escepticismo, porque degrada al mundo empírico real del hombre a un
simple mundo de ficción y sólo impone el mundo auténtico real allí donde
termina la experiencia y la autoridad de los individuos empíricos.
El optimismo oficial, como función relativa del mal
contemporáneo existente en su relación con el bien absoluto inexistente del
porvenir, es un pesimismo oculto, hipócrita. Transfiéranse los valores supremos
a un porvenir que el individuo empírico no puede experimentar, o compréndaselos
en el mundo ideal de la trascendencia, de todos modos se priva al hombre de la
libertad y del poder de realizar él mismo y ahora mismo esos valores. La
imposibilidad de realizar los valores supremos en el mundo empírico de los
hombres concluye, necesariamente, en la forma extrema del escepticismo: el
nihilismo. En un mundo donde los valores supremos se han volatilizado, o con
respecto al cual estos existen como un dominio irrealizable de ideales; en
semejante mundo hasta la vida del hombre está desprovista de sentido y las
relaciones mutuas entre los hombres se constituyen como una indiferencia
absoluta. En un mundo donde los actos de cada individuo no están
sustancialmente ligados a la posibilidad de realizar el bien, las
prescripciones de la moral se convierten en una hipocresía y el individuo
evalúa la unidad de sí y del bien en sus actos en forma de un conflicto trágico
y como tragedia.
La dialéctica puede justificar la moral si también ella es
moral. La moral de la dialéctica se comprende en la perseverancia que en su
proceso destructivo y totalizador, no se detiene ante nada ni nadie. La índole
o la extensión de las esferas que la dialéctica deja fuera de este proceso
corresponden al grado de su inconsecuencia y de su amoralidad.
Por lo que atañe a nuestro problema, hay que acentuar tres
aspectos fundamentales del proceso dialéctico destructivo y totalizador. La
dialéctica es, en primer lugar, una destrucción de lo
pseudoconcreto en la que se disuelven todas las formaciones fijadas y
divinizadas del mundo material y espiritual, reveladas como creaciones
históricas y formas de la práctica humana.
En segundo lugar, la dialéctica es una revelación de las
contradicciones de las cosas mismas, es decir, una actividad que las muestra y
las describe en lugar de ocultarlas.
En tercer lugar, la dialéctica es la expresión del
movimiento de la práctica humana, que puede caracterizarse en la terminología
de la filosofía clásica alemana como la vivificación y el rejuvenecimiento (Verjüngen), formando estos conceptos la
antítesis de la atomización y de la mortificación, o, en la terminología
moderna, como la totalización.
Las contradicciones de la realidad de la sociedad humana se
transforman en antinomias fijadas si están desprovistas de la fuerza de
unificación que constituye la práctica humana con totalización o vivificación.
Las antinomias fijadas son hechos históricos reales, o, con más exactitud,
formaciones de la práctica humana históricamente existente, y la verdadera
dialéctica comienza allí donde se revela o se realiza de modo práctico la
transición de las antinomias fijadas a la unidad dialéctica de las antítesis o
la desagregación de la unidad dialéctica en antinomias fijadas. La dialéctica
materialista postula la unidad de lo que pertenece a las clases y a toda la
humanidad por la teoría y, sobre todo, por la práctica del marxismo. Pero el
proceso histórico real se cumple de manera que esta unidad está, ora en vías de
constitución mediante la totalización de las antinomias, ora, al contrario, en
vías de desagregación en polos aislados y opuestos. Si se aísla lo que
pertenece a las clases con relación a lo que pertenece a toda la humanidad, se
concluye en el sectarismo y en la deformación burocrática del socialismo, en el
aislamiento de lo que pertenece a toda la humanidad con respecto a lo que
pertenece a las clases; se desemboca en el oportunismo y en la deformación
reformista del socialismo. En un caso, la desunión produce un amoralismo
brutal; en el otro, un moralismo impotente. En aquél, implica una deformación
burocrática de la realidad; en éste, la capitulación frente a una realidad
deformada.
Naturalmente existe una diferencia entre la realización de
la unidad dialéctica de lo que pertenece a las clases y a toda la humanidad en
el pensamiento y la realización de la unidad en la vida real. En el primer
caso, se trata de un trabajo teórico que exige un esfuerzo intelectual; en el
segundo, de un proceso histórico que se efectúa con sudor y sangre, con rodeos
y hechos fortuitos. Pero la relación entre la teoría y la práctica es, en este
caso, una relación entre las tareas reconocidas como posibilidades del progreso
humano y la posibilidad, capacidad e ineluctabilidad de su solución.
Como la dialéctica no revela las contradicciones de la
realidad humana para capitular frente a ellas y considerarlas como antinomias
en las que el individuo ha de ser eternamente aplastado, y como tampoco es una
falsa totalización que deja al porvenir la solución de las contradicciones, el
problema central que se plantea es el de la conexión entre la conciencia de las
contradicciones y la posibilidad de resolver éstas. Pero mientras la práctica
sea considerada como un practicismo, como una manipulación de los hombres o una
simple relación técnica con la naturaleza, el problema seguirá siendo
insoluble, porque una práctica alienada y divinizada no es una totalización y
vivificación y, en este sentido, la creación histórica de la bella
totalidad, sino una atomización y una mortificación que produce, de manera
necesaria, las antinomias fijadas de la eficiencia y la moral, de la utilidad y
la autenticidad, de los medios y los fines, de la verdad del individuo y las
exigencias del conjunto, etc. El problema de la moral se convierte así en un
asunto de relación entre la práctica divinizada y humanizante, entre la
práctica fetichista y la práctica revolucionaria.
Notas
[1] C. Marx, Manuscrits de 1844, Ed. Sociales, París, 1962, p.104
[2] R. Girard, Mensonge romantique
[3] Marx, Grundrisse, p.79
El anterior artículo "Dialéctica de la moral y moral de la
dialéctica " fue una ponencia presentada por el filósofo checoslovaco
Karel Kosík en 1964, en un coloquio celebrado en el Instituto Gramsci, en Roma,
publicado como el primer capítulo del libro Dialéctica
de lo Concreto. Luego
dictaría una conferencia sobre “La razón
y la historia” en la Universidad de Milán.