Paula Bach
El triunfo de Trump expresa el inicio de un giro
político altamente significativopara Estados Unidos y probablemente para el
mundo. “La era Trump” es
la frase de tapa del semanario británico The
Economist mientras Financial Times
no deja de lamentar lo que intuye como las ulteriores desventuras de la
globalización. Comparando las victorias de Trump y el Brexit con aquellas de
Thatcher y Reagan de fines de los años ’70 principios de los ’80, el periodista
argentino Siaba Serrate concluye que si en aquel entonces nació el “modelo
neoliberal”, los triunfos de hoy anuncian una “contrarreforma” en la que los
“protestantes” buscan reescribir las reglas de la globalización.
Un outsider en la Casa Blanca es expresión de que las
consecuencias sociales y políticas de una convulsión económica contenida y no
catastrófica pero lacerante, empiezan alimitar
la estrategia de control de la crisis gestionada por el establishment
desde la caída de Lehman. El Brexit resultó
sin dudas un anticipo, salvo que ahora las
consecuencias de la economía transformadas en política toman la posta
en el país más importante del mundo. En lo inmediato se trata de investigar cuáles
serán –al menos en el período próximo inmediato- los verdaderos caminos de
Donald Trump.
Dada la situación de desesperación y repudio a la élite
política que llevó a sectores de obreros blancos tradicionalmente demócratas
del Rust Belt –el cinturón industrial en decadencia del
Medio Oeste norteamericano y en particular los estados de Ohio, Pennsylvania y Michigan- y hasta a algunos
negros y chicanos así como a sectores propietarios de pequeña y mediana
industria a encumbrar a Trump, es bastante impensable que el nuevo gobierno
norteamericano deje en pura demagogia el conjunto de sus promesas de campaña.
Entre la demagogia de Donald Trump y su programa de gobierno seguramente habrá
un punto medio que se puede arriesgar analizando el estado de las principales
contradicciones de la situación económica y política.
Alta tensión
La principal y más
amplia de aquellas contradicciones es la que enfrenta las necesidades
de las élites económicas –globalofílicas- con amplios sectores sociales
golpeados por la globalización. Esta tensión expresa una diferencia
significativa respecto de los años ’30 cuando las fracciones
hegemónicas del capital viraron rápidamente al proteccionismo. El salto en la
globalización del capital y el hecho de que a diferencia de la Gran Depresión
la crisis fue contenida pero a costa de un muy débil crecimiento económico,
explica en gran parte aquella tensión.
Trump captó el sentir de millones con un discurso
–nacionalista, proteccionista y xenófobo- dirigido a los desplazados de la
globalización. Prometió reindustrializar Estados Unidos expulsando a los
inmigrantes, eliminando los tratados de libre comercio, bajando los impuestos a
las corporaciones para alentar el retorno de capitales y subiendo los aranceles
a la entrada de productos chinos y mexicanos para sustituir importaciones.
Llegó a insinuar el apoyo a incrementos del salario mínimo y el repudio al
sistema financiero y las extraordinarias ganancias bursátiles asociadas a las
bajas tasas de interés.
Sin embargo este programa, considerado en su conjunto, no es compatible con la élite económica norteamericana que, no por casualidad, apoyó contundentemente a Hillary. Grandes fábricas de origen estadounidense se encuentran relocalizadas en México o en China precisamente por la diferencia salarial –incluso en los últimos años muchas empresas se trasladaron de China a México o a Vietnam, entre otros destinos, debido al incremento de los salarios chinos. Gran parte de las importaciones chinas y mexicanas que Trump dijo querer arancelar al 45 y 35% respectivamente, provienen de capitales norteamericanos localizados en esos países. Incluso gran parte de los insumos de la industria radicada en Estados Unidos proviene de China y México al igual que una porción significativa de los bienes de consumo. Un aumento arancelario a la escala prometida por Trump, no sólo significaría una declaración de guerra a todas estas empresas sino que colateralmente produciría una escalada inflacionaria con el consecuente desbarranque del salario real y el incremento de los costos de producción. Por otra parte sectores productores medianos o pequeños –que apoyaron a Trump- no simpatizan en general con la expulsión de inmigrantes debido a que están establecidos en territorio norteamericano y suelen superexplotar mano de obra extranjera indocumentada.
La voz de la conciencia (o Dr. Jekyll y Mr. Hyde)
Trump –un magnate inmobiliario enriquecido él mismo con la
especulación financiera- no puede –ni quiere- gobernar contra los sectores
hegemónicos del capital norteamericano, incluidos Wall Street y la élite
tecnológica congénitamente globalofílica como Apple, Google, Facebook, entre
otras.
En principio la ruptura entre Trump y el establishment
Republicano comienza a cerrarse. Así lo muestra la reciente designación de
Reince Priebus –presidente del comité nacional del Partido Republicano y figura
de amplio consenso en el partido- como jefe de gabinete de su gobierno.
Mientras a la vez y reafirmando su “identidad”, Trump nombró al racista Steve
Bannon –ex jefe del portal de noticias de extrema derecha Breitbart- como
principal estratega y asesor de la Casa Blanca. Por otra parte, el actual
presidente republicano de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, resultó
reelecto por unanimidad y tras haberse diferenciado múltiples veces de Trump
durante la campaña, afirmó ahora que lo pasado, pisado…y que conversa con
Donald “prácticamente todos los días”. Y así sigue entretejiéndose un equipo de
insiders y outsiders -incluido el ex jefe de Goldman Sachs que, se dice, podría
ir al Departamento del Tesoro.Las tensiones por la conformación del equipo continúan
y estarían desatando una suerte de guerra interna al interior del Partido
Republicano.
El resultado de aquella guerra terminará arrojando
definiciones más claras pero lo que se conoce hasta ahora del armado –que
salvando las distancias recuerda un poco al ornitorrinco
que terminó comandando el Brexit- hace pensar que Trump gobernará para las
fracciones dominantes sin olvidar del todo sus promesas de campaña. Los
outsiders del establishment –muchas veces insiders de la élite económica-
parecen estar operando como una suerte de voz de la conciencia de las élites
políticas en tiempos “extraños”, obligándolas a conformar gabinetes mixtos.
Esta síntesis parece descartar tanto la ejecución del “programa máximo” como la
idea de que el conjunto de las promesas electorales quede en pura demagogia.
Resulta clave entonces arriesgar algunos elementos de lo que podría ser el
“programa de acción”.
Intermezzo
Es probable que el programa efectivo de Trump busque
responder al escenario intermedio de múltiples combinaciones que caracteriza la
situación actual norteamericana. Un vasto desarrollo de fenómenos políticos
-con más poder por derecha como resultado, en parte, de la subordinación de
Sanders al Partido Demócrata- y un reverdecer de movimientos sociales por un
lado, con escasa lucha de los trabajadores, por el otro. Una conjunción de
estancamiento económico sin crisis catastrófica, que redunda en variados
contrastes. Entre ellos, un crecimiento del PBI norteamericano del 2,2%
promedio durante los últimos ocho años, claramente superior al de Europa o
Japón aunque significativamente inferior a su promedio histórico superior al 3%. Una baja desocupación en
términos de población económicamente activa –disminuyó desde el 10% en 2009 al
4,9% en la actualidad- pero nuevos trabajos creados de baja calidad, empleos de
medio tiempo y una desocupación estructural arrastrada durante las últimas
décadas –resultado de la combinación de deslocalización y cambio tecnológico.
La restricción de acceso al crédito por parte de las familias que llegaron a la
crisis de 2008 con un endeudamiento equivalente al 130% de sus ingresos,
completa el cuadro. Esta última condición obstruyó la posibilidad de un boom de
consumo semejante al que operó en los años ’90 o ‘2000, a pesar de las
extremadamente bajas tasas de interés. La
combinación de estos elementos desnudó el alza extraordinaria de la
desigualdad y las posiciones perdidas en décadas anteriores.
El ala neokeynesiana del establishment económico demócrata o
pro demócrata, incluyendo a Lawrence Summers, Paul Krugman, Martin Wolf, el FMI
y el sector hegemónico de la propia Reserva Federal norteamericana, hace tiempo
está indicando la necesidad de trocar gradualmente las actuales
medidas expansivas monetarias por políticas fiscales –de aliento a la
obra pública y gasto en infraestructura. Y aparentemente no son los únicos: según un estudio de la National Association of Business
Economics –parte interesada, si la hay- el 43% de los “expertos”
considera que el gasto del gobierno norteamericano es demasiado restrictivo
comparado con un 29% que pensaba de igual modo hace un año. Hacen falta
“Carreteras, puentes, alcantarillas, agua. Lo que sea, nos estamos rezagando”, decía hace unos pocos meses el presidente de la firma
de inversiones Cumberland Advisors quien a su vez estimaba que Estados Unidos
necesita entre tres y cuatro billones de dólares de gasto en infraestructura.
Por su parte, las
tasas de interés extremadamente bajassostenidas durante tanto tiempo,
comienzan a perjudicar las ganancias de los bancos, anulan la política
monetaria como contratendencia frente a muy probables recesiones y crean
tensiones financieras potencialmente explosivas.
El programa neokeynesiano -consejero del capital con fuertes
lazos globales- machaca sobre la necesidad de contener al menos parcialmente la
sed de ganancias de las multinacionales permitiéndole recuperar cierta
sensación de “poder” a los sectores más perjudicados por la globalización.
Estos lineamientos, complementarios con privilegiar las políticas fiscales
frente a las monetarias, persiguen el objetivo de salvar la globalización,
realizando algunos cambios impostergables para que finalmente nada cambie.
En general todo suena muy tibio en términos estratégicos
para el cuadro que se está gestando. Sin embargo, en la actual situación
“intermedia”, es probable que el programa de Trump termine impulsando por
derecha -o sea, con fuertes elementos xenófobos, racistas, represivos y
antisindicales, amén de profundas reducciones impositivas- aspectos claves del
programa neokeynesiano.
“Increíblemente irónico”
Martin Wolf señalaba hace unos pocos días que “sería
increíblemente irónico que Trump aplicara, con el apoyo republicano en el
Congreso, precisamente el tipo de estímulo fiscal keynesiano al que los
legisladores de su partido rotundamente se opusieron cuando la administración
de Barak Obama lo sugirió en 2009”. No tan irónico…Uno de los miembros del equipo económico de Trump apuntaba que
“podemos cerrar la brecha de la riqueza en América reemplazando los niveles de
tasas de interés de emergencia por estímulo fiscal”. El asesor agregaba que
teniendo ahora a la cámara de representantes y el senado, se incrementan las
probabilidades de que el plan fiscal se aprobado por el Congreso.
Hay pocas dudas respecto de que la administración Trump
implementará enérgicas rebajas impositivas. Se habla de una reducción de entre
15 y 20 puntos porcentuales a las corporaciones, una tasa de repatriación única
del 10% a las ganancias obtenidas en el extranjero y la completa eliminación de
los impuestos federales sobre herencias y donaciones. Según uno de los asesores económicos de Trump, una reducción
impositiva de 15 puntos porcentuales representaría un monto cercano a los 600
mil millones de dólares. Una reducción de los ingresos fiscales de alrededor
del 4% del PBI,según The
Economist. El asesor afirma a la vez que Trump propone un plan de
infraestructura de 1 billón de dólares –aunque otros hablan de 550 mil
millones- financiado mediante una combinación de deuda y asociación de
capitales públicos y privados. En cualquier caso se trata del doble o bastante
más del doble respecto de la promesa de Hillary. Probablemente aspiren a que al
menos parte de esa suma sustraída al fisco, se vuelque a la construcción de
infraestructura lo que podría incluir políticas para expandir la producción de
gas, petróleo y carbón, la creación de nuevos gasoductos y la apertura de
tierras públicas a nuevas perforaciones de minería, como también señala The
Economist. Y no es para nada impensable que para ello el estado se
comprometa a garantizar una ganancia mínima.
Con bastante sentido común Martin Wolf apunta que “la unión del populismo de Trump con la
obsesión por recortes fiscales de los republicanos, podría ocasionar enormes y
permanentes aumentos en los déficits fiscales”. The Economist sugiere que probablemente haya que esperar de Trump
algo intermedio entre Ronald Reagan –bajos impuestos, baja regulación y libre
mercado - y un proyecto más nacionalista, populista e incluso estatista con
cuestiones de ley, orden, identidad y tradición cultural al estilo de los
políticos demagógicos europeos. Vale recordar que Reagan combinó fuertes
recortes impositivos con un acelerado gasto en defensa y por ello muchos hablan
de un giro “ronaldreaganesco” en la política fiscal
norteamericana. Como también señala el semanario británico, aunque gran parte
de los republicanos preferirían la opción liberal, Ryan agradeció a Trump por
proporcionar los lazos electorales suficientes para crear el primer gobierno
republicano unificado desde 2007. Si Ryan y sus compañeros líderes del congreso
van a sobrevivir a este nuevo orden, tendrán que abrazar algunas posiciones
desconocidas, concluye The Economist.
La política de “normalización” de tasas de interés –también
una recomendación neokeynesiana- es esperable que ocupe un lugar destacado –al
menos tendencialmente- en la “era Trump”. Tanto como necesidad asociada a los
factores señalados más arriba, como al mayor ingreso de capitales necesario
para financiar un endeudamiento que se percibe creciente y a un posible
incremento de la inflación vinculado a modificaciones arancelarias –seguramente
más moderadas que las prometidas en campaña. Por supuesto la política de tasas
tendrá importantes repercusiones en el escenario internacional y en el latinoamericano,
en particular.
A su vez, la especulación financiera desenfrenada, vinculada
en gran parte a las políticas monetarias de estos últimos años, no son bien
vistas por gran parte de la población. La demagogia de Trump incluyó la promesa
de restaurar la ley Glass Steagall –que separa la banca comercial de la banca
financiera- implementada por Roosevelt en 1933 y anulada por Clinton en 1999.
Como también indica Wolf, no se sabe si la ley Dodd Frank –una regulación light
implementada pos Lehman y detestada por las instituciones financieras- “sería
reemplazada por una alternativa más eficaz o por un regreso a la situación
anterior a la crisis en la que todo estaba permitido.” Aunque es probable que
ni el mismo Trump lo sepa, la cuestión se hará más prístina a medida que se
resuelva la guerra del gabinete. Wolf afirma no obstante y con cierto pesar que
“Sin embargo, en materia de regulación financiera, a diferencia de en materia
de comercio, el populismo de Trump podría proteger a Estados Unidos de los
peores instintos desreguladores de los legisladores republicanos, en lugar de
lo opuesto”.
¿No global?
Con respecto a los acuerdos comerciales, resulta bastante
impensable un retroceso significativo en el Tratado
de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA). Aún cuando no pueden
descartarse modificaciones, parece altamente improbable un incremento de
aranceles de la magnitud prometida por Trump que redundaría en un ataque
violento a las empresas norteamericanas radicadas en México con consecuencias
impensables sobre los precios y el empleo al interior de Estados Unidos. El Acuerdo
Transatlántico (TTIP), a ciencia cierta, nunca vio la luz y es muy
probable que Trump retroceda claramente con el Acuerdo
transpacífico (TPP).
Como el TPP es un “arma” diseñada para acorralar a China, no
es descabellado especular con que su retiro podría ser empuñado como
instrumento de negociación con el Gigante Asiático. Trocando por ejemplo la
eliminación del Acuerdo por la modificación selectiva de algunos aranceles e
incluso la eventual exigencia de una mayor apertura china al capital
norteamericano. Desde que China comenzó a dejar atrás su rol de receptor de
capitales presentándose cada
vez más como un competidor por los espacios
mundiales de acumulación, asoma crecientemente como un factor que cuestiona
a su turno la legitimidad del statu quo norteamericano. En principio no puede
descartarse una política –al menos en un primer período- en la que Estados
Unidos trate de mejorar su posición relativa frente a China apelando a
instrumentos de negociación. Hay que tener en cuenta –entre otros aspectos- la
dependencia de Estados Unidos del financiamiento chino -principal tenedor de
Bonos del Tesoro- cuestión que se presenta como más apremiante si se piensa en
un panorama de mayor endeudamiento estatal.
Abordamos aquí el costado económico de una cuestión que no
sólo tendrá consecuencias internacionales sino que hace parte de una extensa
ristra de asuntos políticos y geopolíticos –aún indefinidos- que podrían
alterar el mapa en el período próximo.
Con todo, aún hay más interrogantes que certezas. Pero si
hay algo que presenta pocas dudas es la imposibilidad –al menos bajo las
actuales condiciones- de recrear un proceso de reindustrialización estructural
en Estados Unidos con un reverdecer del “sueño americano”. A decir verdad ni el
New Deal de Roosevelt –que a diferencia del engendro trumpista, estuvo
acompañado por múltiples aspectos progresistas- logró el incremento del gasto
suficiente como para impulsar un enérgico ascenso de la economía cuyo auge
estuvo finalmente asociado
al inicio del armamento norteamericano para su entrada en la segunda
guerra mundial. Incluso Robert Gordon, a quien mencionamos
en múltiples oportunidades, sugiere en The Rise and Fall of American Growth
que también el auge de posguerra hubiera sido impensable sin el impulso de la
guerra.
Lo que quedó demostrado con el triunfo de Trump –por si
faltaba un botón- es que el proceso de globalización –que es en gran parte el
de exportación de capitales e importación de mano de obra barata-
característico de la “revolución” neoliberal, operó como un temible instrumento
de división de las filas de los trabajadores. La desocupación estructural, la
precarización del trabajo y el descenso en el nivel de vida de amplios sectores
en los países centrales es contracara de la superexplotación
externa e interna de mano de obra extranjera pero también de la
perversa utilización capitalista de los avances
tecnológicos. Si la primera cuestión se presenta hoy como el arma central
de las derechas xenófobas –que las élites políticas tradicionales aprovechan-
para fomentar el odio bajo la forma del nacionalismo proteccionista en los
países centrales, la segunda reaparece como amenaza permanente bajo la forma de
la “humanización de las máquinas” o la robótica.
Resulta urgente que los trabajadores y los sectores pobres
enfrenten estas formas de engaño múltiple y peleen por conquistar el arma más
poderosa: la unidad de sus filas. Cuestión que incluye también la batalla por poner
al servicio de las grandes mayorías ese gran logro de la humanidad
toda que representan los avances de la ciencia y la tecnología.